35

A las once de la mañana del día 10 de julio, el taxi donde viajaba Vázquez se detuvo delante de la comisaría de Huesca. El inspector jefe pagó el viaje y se bajó ligero. El conductor abrió el maletero para que el viajero pudiera coger la maleta.

—Gracias —le dijo el inspector.

El taxi continuó por la avenida de la Paz y Vázquez se quedó de pie, inmóvil, delante de la comisaría. Sus ojos memorizaron la puerta principal. Un policía maduro con la cabeza completamente rapada y poblada perilla lo miraba a través de los oscurecidos cristales del vestíbulo.

—Buenos días, señor —saludó mientras abría la puerta—. ¿Le puedo ayudar en algo?

—Soy el inspector jefe Vázquez —dijo mostrando su carné profesional y su placa emblema—. Vengo de Madrid para entrevistarme con el policía Andrés Hernández.

—Hoy no está —respondió el policía—. Andrés tiene libre, inspector jefe.

—Entiendo. ¿Está el comisario?

El policía pensó unos instantes y dijo:

—Sí. Pase al vestíbulo y le llamo. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Vázquez. Él ya me conoce.

El inspector jefe vio como el agente hablaba a través del teléfono de seguridad. Balanceó la cabeza un par de veces y colgó.

—Por aquí, inspector jefe —le dijo mientras le acompañaba hasta el ascensor—. En la tercera planta le espera el comisario, en la puerta del ascensor.

Vázquez ya conocía al comisario de Huesca, al famoso Daniel Tosat. Los dos habían coincidido en alguna ocasión en Madrid, cuando Daniel Tosat formaba parte de la Comisaría General de Información. Pero hacía varios años que no lo veía. En España no había tantos comisarios para que no se conocieran entre ellos, la mayoría se habían visto alguna vez en alguna reunión, en algún acto, gala, evento o curso. Técnicamente, Vázquez era comisario, pero suspendió las dos últimas veces que se presentó al ascenso. Pero dentro del mundo de la policía era todo un mito; había pocos jefes que no abrieran los ojos al oír su apellido.

—¡Vázquez! —exclamó el comisario de Huesca—. Menuda sorpresa —le dijo desde la puerta del ascensor—. Pero… ¿cómo es que nadie me ha dicho que venías por aquí?

—Hola, Daniel, ¿cómo estás?

El inspector jefe se sorprendió de que el comisario aún conservara intacto su flequillo de pelo canoso. Tan solo una arrugada frente indicaba que rondaba la sesentena.

—Vázquez, Vázquez, qué coño. Pasa, hombre, pasa.

Los dos accedieron a un despacho que había justo delante del ascensor.

—Que no nos moleste nadie, Encarna —le dijo el comisario Tosat a una secretaria de casi sesenta años que había sentada en una pequeña mesa ante un ordenador.

Cuando entraron al despacho, el comisario cerró la puerta.

—Es un viaje relámpago —se disculpó Vázquez—. He venido por un asunto y tengo la intención de irme mañana por la mañana.

Daniel lo miró a los ojos por encima de unas enormes gafas de concha negra.

—No me estarán investigando otra vez —dijo quedamente.

Vázquez balanceó la cabeza de un lado a otro.

—No, no, nada de eso —sonrió—. Quiero entrevistarme con un policía de tu comisaría.

—Ummm, una leyenda viva como tú aquí, en mi comisaría, para entrevistarse con un policía. Tiene que ser algo gordo, ¿eh?

—No te puedo decir gran cosa.

—Ya, ya, los de Madrid nunca podéis decir gran cosa, por supuesto. ¿Quién es?

—Se llama Andrés Hernández —respondió Vázquez de inmediato.

—¿Andrés Hernández? —dijo en voz alta—. ¿Es por el tema del Nani?

Vázquez negó con la cabeza.

—Menuda guarrada nos hizo ese yéndose de la lengua en el juzgado. Hay algunos que cada vez que abren la boca la cagan.

—No he venido por eso —dijo Vázquez.

—¿Es el tema de las dos putas que han matado en Zaragoza?

—Caliente, caliente. Tiene algo que ver.

—¿Y las dos hermanas de Albarracín?

—Veo que sabes casi más que yo —sonrió Vázquez.

—¿Andrés Hernández? ¿Qué tiene que ver ese policía con todo esto?

—Hasta aquí puedo leer —volvió a sonreír Vázquez.

—Está bien, está bien —asintió el comisario Daniel mientras descolgaba el teléfono de su despacho—. ¿Está Andrés Hernández hoy? Entiendo. Llámale al móvil y pregúntale si puede venir por aquí.

—Ya me ha dicho el policía de la puerta que no está de servicio.

—Mi secretaria le llamará ahora a su teléfono móvil. En un minuto te diré algo. Bueno, bueno, bueno, ¿qué tal está Celestino Rivero? ¿Sigues en su brigada?

Vázquez asintió con la cabeza sin responder.

—Un asunto feo el de esos asesinatos a pares. El jefe superior me ha dicho que van de culo en Zaragoza. Pero para que tú estés aquí quiere decir que es algo más grande, ¿verdad, Vázquez? Nos conocemos de hace años. Es algo serio, ¿no?

—Es más serio de lo que parece. Ya van demasiados asesinatos y… —pensó un momento antes de seguir hablando—. Bueno, que esto tiene que parar como sea.

El teléfono del despacho del comisario sonó.

—Sí. Sí. Vale. Muchas gracias.

Colgó el teléfono.

—En unos minutos lo tienes aquí. ¿Quieres hablar en privado con él?

—Por supuesto —dijo Vázquez.

—Os dejaré un despacho que hay aquí al lado —dijo poniéndose en pie—. Ahí podréis hablar sin que nadie os moleste.

El comisario le indicó a Vázquez para que pasara delante y los dos salieron al pasillo.

—Menudos tiempos que corren, ¿eh? —dijo el comisario—. Ahora el jefe de una comisaría es un mojón —sonrió—. Hasta un policía de la escala básica puede saber más que yo.

Vázquez no le hizo caso. Comprendió que era lógico que el comisario de Huesca se sintiera dolido. Un inspector jefe de Madrid llegaba sin avisar y pedía entrevistarse con un policía para hablar de algo que ni el propio comisario conocía. Sintió lástima de él.

—Solo serán unos minutos —le dijo guiñándole un ojo.

La secretaria del comisario Tosat entró en el despacho donde se iban a entrevistar Vázquez y el policía con una bandeja conteniendo dos vasos de café y un vaso de leche. Al lado había una pequeña caja de galletas con el escudo de Huesca.

—Aquí aún no hemos perdido las formas. Seguimos siendo una ciudad hospitalaria —dijo el comisario, acariciándose la barbilla.

La secretaria entró de nuevo.

—Comisario —dijo—. Andrés Hernández está abajo.

—Vale, Encarna, muchas gracias. Dile que suba. Bueno —dijo mirando directamente a los ojos de Vázquez—. Aquí podréis hablar tranquilos.

Vázquez balanceó la cabeza sin decir nada mientras el comisario salía por la puerta. El inspector jefe colgó su bolso en el respaldo de una silla y apoyó la maleta de viaje al lado de un armario metálico. Sacó el teléfono móvil de su bolsillo y lo puso en silencio. Luego se sentó en una silla de la esquina de una larga mesa de reuniones y esperó a que llegara el policía.

—¿Da su permiso? —oyó que dijo alguien al otro lado de la puerta.

—Adelante —ordenó Vázquez.

Un policía veterano y de mirada profunda accedió a la sala. El inspector jefe tan solo tuvo que mirarle a los ojos para darse cuenta de que no era un policía normal. Su sola presencia irradiaba tal incandescencia que Vázquez pensó si no sería un jefe disfrazado de cordero.

—Buenos días, inspector jefe —saludó el policía—. Me han dicho que quería hablar conmigo.

—Así es, señor Hernández. Siéntese, por favor.

Andrés se sentó en la única silla que había al otro lado de la larga mesa. Mientras lo hizo Vázquez no le quitó los ojos de encima. Buscaba incomodar al policía, pero lejos de conseguir su objetivo, Andrés Hernández se sublevó con la mirada.

—¿Sabe por qué he venido a Huesca? —preguntó Vázquez al tiempo que cruzaba las manos encima de la mesa.

Andrés adoptó la misma posición. Parecía que quisiera imitarlo.

—No. Pero intuyo que usted me lo dirá.

—Hace dos domingos asesinaron a unas chicas en Zaragoza.

Andrés balanceó la cabeza.

—Esas dos chicas figuran en los archivos de la policía porque hace unos meses fueron detenidas por tráfico de drogas.

—Fátima y Fedra —dijo Andrés.

Vázquez levantó la mirada. No le gustaba que el policía le llevara la delantera.

—¿Las conocía?

—No. Pero leo la prensa.

El inspector jefe sonrió.

—Unos días antes estuvo usted mirando el atestado policial de la detención de esas dos mujeres —dijo en tono acusador.

—Yo leo muchos atestados —se defendió Andrés—. Es parte de mi trabajo, estoy en la Oficina de Denuncias y tengo que estar informado.

—Ese atestado es de Zaragoza y usted trabaja en Huesca.

Andrés levantó los ojos como si estuviera pensando.

—¿Está usted seguro de que lo consulté?

—¿Cuánta gente accede a la base de datos de la policía utilizando sus claves?

—Solo yo.

—¿Seguro?

—En alguna ocasión algún policía de prácticas consulta la aplicación utilizando mis claves, pero siempre estoy yo delante. ¿Adónde quiere ir a parar, inspector jefe?

—Quiero saber por qué consultó el atestado de dos mujeres que fueron asesinadas un par de días más tarde —se la jugó Vázquez preguntando sin rodeos.

Andrés lo miró con inquina.

—Yo no he consultado nada.

El inspector jefe vio en los ojos del policía que este decía la verdad.

Los dos se mantuvieron en silencio unos segundos que parecieron horas. Entonces Andrés golpeó la mesa con los nudillos.

—¿Sabe la hora y el día exacto que se consultó ese atestado? —preguntó Andrés.

—Sí, por supuesto —replicó Vázquez—. Fue el lunes 25 de junio —dijo sin dudar—. A las once y diecisiete minutos de la mañana. El acceso fue desde uno de los ordenadores de esta comisaría. El domingo 1 de julio asesinaban a las dos chicas de Zaragoza.

Andrés Hernández bajó la cabeza.

—Inspector —dijo solemne—. Conozco a la persona que consultó ese atestado.

Durante la hora siguiente Andrés le explicó cómo había recibido la visita de una persona que dijo conocerle de la infancia y con el pretexto de tomar un café se quedó solo delante de su ordenador, con las aplicaciones de la policía abiertas. Esa persona fue la que consultó el atestado de las chicas que asesinaron en Zaragoza. Esa persona era el asesino.

—Solicitaré la grabación de las cámaras de seguridad —dijo Vázquez—. Quiero verle la cara.

—¡Vaya! —exclamó Andrés Hernández—. Creo que las cintas solo guardan la grabación una semana.

Vázquez comprendió que las cámaras ya no grababan en cintas, pero que el policía seguía utilizando ese nombre para referirse al sistema de almacenamiento.

—¿Quién me podría asegurar que es así?

—El policía de transmisiones —respondió Andrés—. Aunque solo hay uno y creo que este mes está de vacaciones.

—¿No hay nadie que lo sustituya?

Andrés sonrió.

—Esto es Huesca, con uno de transmisiones es suficiente.

—Si viera a ese hombre otra vez, ¿lo reconocería?

Andrés torció el gesto.

—Vale, vale. Es posible que le enseñe alguna fotografía, cuando la consiga, claro.

—Estoy a su disposición para lo que necesite —se ofreció Andrés.