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Andrés Hernández entró esposado en la Jefatura de Barcelona. Para un policía nacional era vejatorio que sus propios compañeros le hubieran colocado los grilletes en la espalda. Lo sentaron en una sala donde había varios inspectores del Grupo de Judicial de Barcelona. Su maleta se quedó en una sala anexa custodiada por dos policías de uniforme.
—Buen trabajo —les dijo el director operativo adjunto al comisario Celestino Rivero y al inspector jefe Vázquez.
Vázquez no daba crédito a lo que estaba viendo y oyendo. Para el veterano inspector jefe ese policía era inocente. Todo era una burda trampa para cazar a alguien que no tenía nada que ver con los crímenes del abecedario. La chispa se le encendió cuando el director dijo:
—Ya no se le ve tan valiente como cuando destapó el caso del Nani.
Vázquez miró de reojo al director, parecía que estaba buscando algo en su cara. Él se dio cuenta, pero no le dijo nada. Entonces el inspector jefe cayó en la cuenta de que el director se llamaba Ángel Redondo. Nunca antes había reparado en su nombre.
«Ángel Redondo, Ángel Redondo…», repitió para sus adentros. Vázquez sabía que el año pasado el policía de Huesca había declarado en el juzgado todo lo que ocurrió cuando desapareció el Nani. Habían pasado tantos años que el delito había prescrito, pero las declaraciones que hizo salpicaron a muchos inspectores de la Comisaría General de la Policía Judicial de entonces, mancillando su meteórica carrera.
—Enseguida vuelvo —se excusó mientras salía a un pequeño balcón de la primera planta de Jefatura.
—¿Qué le pasa a ese? —preguntó el director.
Celestino se encogió de hombros.
Sin pensárselo dos veces, Vázquez sacó su tableta y buscó el nombre del director adjunto operativo. El buscador pensó unos instantes y enseguida mostró varios resultados. La wifi de Jefatura era muy rápida.
—Mierda —exclamó.
El director se llamaba Ángel Redondo, igual que uno de los imputados en la desaparición del Nani. El comisario Ángel Redondo se había librado de la imputación por la desaparición del Nani en el año 1987, pero a través de las declaraciones de Andrés Hernández su nombre saltó a la palestra, a pesar de que el comisario tenía en la actualidad ochenta y un años y estaba recluido en un asilo de la Comunidad de Madrid.
Como si fuese un fogonazo, Vázquez lo vio todo claro. La imputación de los crímenes del abecedario a Andrés Hernández era una venganza del director adjunto por haber ensuciado el nombre de su padre. Ese era el resumen: una asquerosa venganza. El asesino del abecedario no sería uno, sino varios, y trabajarían para algún tipo de poderoso club. Durante años habían cometido asesinatos que filmaban en vídeo para deleite de unos asquerosos y puercos millonarios. Todo fue bien en Nimes y en Málaga, pero se les fue de las manos cuando cometieron el de Barcelona. Los asesinos ya no podían parar e iban a razón de crimen a la semana. Para Vázquez era posible que el director estuviera implicado e incluso perteneciese a ese club. ¿Y quién se iba a «comer» todos esos crímenes? Para el inspector jefe estaba muy claro: Andrés Hernández, el traidor que ensució el nombre del padre del director adjunto operativo de la Policía Nacional.
—Hijos de puta —farfulló.
Vázquez comprendía que el director adjunto quisiera cargar esos crímenes al policía de Huesca, pero eso no atraparía al asesino. Eso no terminaría con los crímenes.
«Y si Andrés Hernández no es el asesino… ¿quién es el asesino?», pensó.
—Vázquez —oyó a su espalda—. Tienes que ver esto.
El comisario Celestino Rivero estaba eufórico. Vázquez lo siguió cabizbajo y los dos accedieron a la sala donde estaba detenido Andrés Hernández. Dos policías de Asuntos Internos habían registrado su maleta. Entre las pertenencias hallaron la funda de un diente de oro, un falso tatuaje pintado con dos letras «J» y una cámara de vídeo donde comprobaron que había varios vídeos de menores de edad en posturas eróticas.
—Lo tenemos —exclamó el comisario.
Vázquez miró a los dos policías de Asuntos Internos y les preguntó sin despegar los dientes:
—¿No habrán estado en Teruel recientemente?
Los policías le clavaron los ojos como si lo fueran a fulminar con ellos.
—Caso resuelto —dijo el director mientras accedía a la sala.
—Ya —chasqueó la lengua Vázquez.
El director miró al comisario. Vázquez supo que le había hecho un gesto de complicidad.
—Vamos afuera —le dijo el comisario.
Vázquez lo siguió.
—Sí, vamos afuera que aquí no se puede respirar —dijo desde el marco de la puerta.
—¿Qué le pasa a ese imbécil, ahora? —preguntó uno de los policías de Asuntos Internos.
En el pasillo Vázquez miró con todo el odio que pudo imprimir en sus ojos al comisario Celestino Rivero.
—Lo sabías, ¿verdad?
—No sigas por ahí Edelmiro.
—Ni Edelmiro ni pollas —gritó.
—No es nuestra guerra, Edelmiro. No merece la pena derramar ni una sola gota de sudor por ese policía.
—Ese policía —señaló con su mano hacia la puerta— es inocente y lo sabes. Le han tendido una trampa para tapar los crímenes de alguien muy poderoso.
—Eso no nos importa, Edelmiro —susurró entre dientes el comisario—. Él es el asesino del abecedario y por eso está detenido. ¿No lo ves, Vázquez? Todas las pruebas de que disponemos apuntan hacia él.
—Sí que nos importa —replicó elevando la voz—. Maldita sea, Celestino, ¿qué te ha pasado?
—Vamos, vamos, Vázquez. —El inspector jefe se dio cuenta de que lo llamaba por su apellido, lo que significaba que le había perdido la confianza—. Ingresará en una prisión para policías. Estará bien y estará seguro. Todos, menos tú, estamos convencidos de que él es el asesino del Twitter, del abecedario o del puto marqués de Sade. Pero él es el que está detrás de esos crímenes. Cuando salga de la cárcel se hará de oro vendiendo sus memorias. En cualquier caso ya verás como a partir de ahora no habrá más crímenes.
Vázquez forzó una carcajada.
—Claro que no habrá más crímenes. Si hubiera más crímenes se sabría que ese policía es inocente y lo tendrían que soltar.
—No es nuestra guerra, Vázquez —le dijo el comisario—. No sé por qué piensas que hay alguien poderoso detrás de esos asesinatos. Es más sencillo que todo eso.
—Vete a la mierda, Celestino. Vete a la mierda tú y ese cabrón de director. Idos todos a la puta mierda —gritó hasta que de dos puertas del pasillo salieron varios agentes de la Judicial. Un policía de Asuntos Internos asomó sus gafas oscuras.
—¿Todo en orden, comisario?
—Sí, sí. Está todo bien.
El policía se metió de nuevo en el despacho.
—No la jodas, Vázquez. No la jodas, por favor. Llevas muchos años en el cuerpo, tienes un expediente inmaculado. Eres un referente para toda la policía. No termines así. Vete, coge el AVE y regresa a Madrid. Vuelve con Arancha… No hay ninguna conspiración, ni nada por el estilo. Solo es un policía al que le gusta asesinar quinceañeras. Deja que los grupos de aquí trabajen. Dales tiempo. Verás como en unas semanas se aclara todo. Con ese policía entre rejas nos será más fácil reunir las pruebas para culparlo. Nadie lo visitó en Huesca, fue un montaje que él mismo tramó para desviar nuestra atención. El informático nos ha dicho que no hay ninguna grabación de las cámaras de seguridad de la comisaría. Las IP de las conexiones de Internet le apuntan directamente a él. Y por si fuera poco, le hemos pillado con atrezo de los crímenes: las pegatinas de los tatuajes y el diente de oro.
—Chorradas —dijo Vázquez—. La cámara, la funda del diente y las pegatinas se las han metido esos payasos de Asuntos Internos. El jefe les ha dicho que él era el asesino y ellos han fabricado las pruebas para incriminarlo. ¿O es que crees que no sé cómo funcionan?
En un momento de la acalorada conversación con el comisario, Vázquez se acordó de las Twittercop.
«¿Dónde están ellas ahora?», se preguntó.
Recordó que la última vez que las vio fue entrando en el Hotel Marola del paseo de Sant Joan. «¿Seguirán allí?», se preguntó.
—Oye, Celestino, ¿dónde están las chicas?
—¿Las chicas? Pues supongo que los de Información ya habrán levantado el servicio una vez detenido el policía.