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El lunes 16 de julio, toda la prensa y la televisión nacional abrieron sus informativos con la noticia del asesino del abecedario. Algún periódico avanzó que el asesino se había inspirado en el marqués de Sade, por lo que lo denominó precisamente así: «Los crímenes del Marqués de Sade». Otros dijeron que el asesino seguía un orden alfabético, bautizándolo como los crímenes del abecedario. La Policía Nacional en colaboración con los Mossos d’Esquadra habían abortado el que sería su siguiente crimen en un hotel de Barcelona. Los agentes llegaron a tiempo para evitar que fueran asesinadas dos chicas más. En ningún medio mencionaron que esas chicas eran policías, así que nadie pudo relacionar la muerte del asesino con una trampa para capturarlo. Los familiares de las víctimas se dieron por satisfechos con la explicación de los crímenes por parte del portavoz de la policía, aunque lamentaron que el asesino hubiera muerto y no pudiera ser juzgado. La investigación se dio por concluida, a la espera de que la policía presentara su informe en el juzgado. La explicación oficial fue que el asesino actuaba solo y que lo hacía para su propio deleite. La policía dijo que por eso habían tardado tanto tiempo en cogerlo, ya que un asesino solitario es más difícil de atrapar que un grupo, por muy organizado que esté. El hombre que entró en la habitación del Hotel Marola era de nacionalidad rumana. Era un ladrón de poca monta que había llegado a España hacía dos años, por eso lo relacionaron también con los crímenes de Málaga, ya que fue precisamente en esa ciudad donde residió unos meses antes de afincarse definitivamente en Barcelona, donde mató a Eva y Erika. La Sûreté no tenía constancia de que Andrei Stoicescu, que era el nombre del asesino, hubiese estado en Francia, pero era creíble que antes de llegar a España hubiera pasado por Nimes y allí hubiese cometido el crimen de Catherine y Colette, pero eso aún se tenía que comprobar. El Consulado General de Rumanía en Barcelona dijo que aún tardarían unos días en hallar algún familiar de Andrei Stoicescu que se hiciera cargo de su cuerpo. Pero puso como fecha límite el viernes de esa semana.
La inspectora Arancha y la policía Diana ingresaron en la clínica Nostra Senyora del Remei de Barcelona. Las dos compartían la misma habitación, la 215. Arancha tenía fracturada la nariz y estaba pendiente de una intervención quirúrgica que previsiblemente le practicarían esa misma tarde y que le supondría la hospitalización de un par de días. Ya les dijo el cirujano que no le podrían dar el alta hasta el miércoles, como mínimo. La inspectora tenía la cara cubierta con unas aparatosas vendas que le dificultaban la respiración, mientras que Diana tenía heridas de poca importancia por las que le podían haber dado el alta enseguida, pero creyó conveniente acompañar a Arancha mientras tuviese que estar ingresada. Solicitó al médico compartir habitación con la inspectora hasta que le diesen el alta a ella y así regresar las dos juntas a Madrid. La dirección del hospital puso alguna objeción al principio, argumentando los recortes que padecían en Sanidad, pero al tratarse de un asunto policial accedieron a que Diana se quedara dos días más en la habitación.
—Debo de estar horrible —le dijo la inspectora a Diana.
La joven policía tenía los ojos llorosos. Hacía unos instantes que había hablado por teléfono con su madre. Ella estaba a apenas treinta kilómetros de allí y le dijo que iría a verla por la tarde.
—Qué va —respondió—. Estás guapísima. —Forzó una sonrisa.
—Menos mal que ha terminado todo —dijo Arancha. Su voz gangosa le hacía mucha gracia a Diana—. Dice Vázquez que el tío que quiso matarnos es un rumano. Andrei Stoicescu, me ha dicho que se llama. Lo curioso es que en la base de datos de la policía consta como un ladrón de tres al cuarto. Algún hurto en supermercados: perfumes y desodorantes.Vázquez me ha dicho que incluso lo habían detenido una vez junto a otros dos rumanos más robando chatarra en un desguace de coches. Creo que le quitaban los catalizadores a los motores para venderlos después en Rumanía.
—Un ladrón de catalizadores —murmuró Diana.
—¿Decías?
—¿No te parece extraño que un ladrón de chatarra haya hecho todo esto? —preguntó la joven policía.
—Yo ya me lo creo todo —replicó la inspectora—. Cuántas veces se cometen crímenes por gente que aparenta ser normal. Crímenes atroces y que luego los vecinos, cuando son entrevistados por la prensa, siempre dicen que no se lo esperaban, que era un buen hombre, que se le veía tan buena persona y tan amable. Los asesinos no son gente especial, Diana —argumentó Arancha—. Están entre nosotros, nos rodean. O es que crees que los criminales tienen algún rasgo que los caracteriza, algo así como los Golfos Apandadores. —Diana recordó los tebeos de los Golfos Apandadores, unos personajes de ficción de Disney cuya característica era que todos llevaban antifaz y en sus camisetas portaban en un lugar visible el número de preso—. No, Diana, los asesinos conviven entre nosotros, desayunan en nuestros bares, se suben a nuestros autobuses y comparten nuestro espacio. Son gente normal hasta que cometen los crímenes, después se transforman de nuevo en vecinos ejemplares incapaces de matar una mosca. Dicen que Himmler detenía una columna de tanques al paso de una familia de patos o que los cocodrilos lloran antes de matar a sus víctimas. Lo que no sé es por qué alguien puede cometer los asesinatos más horribles y luego ser una persona normal.
Un policía del grupo de la Judicial entró en la habitación. Era un chico joven y bastante guapo, según pudieron apreciar las dos policías. En su mano portaba racimados los bolsos de las dos.
—Hola —saludó—. Me han dicho que os traiga esto —dijo levantando los bolsos.
—Gracias —dijo Diana. Arancha no habló ya que le daba vergüenza que se le notara la voz gangosa, pero saludó levantando la mano derecha hasta donde el catéter se lo permitía.
—¿Me puedes poner el móvil a cargar? —le solicitó Arancha a Diana cuando se hubo marchado el policía—. Creo que no tengo nada de batería.
Diana puso a cargar el móvil de la inspectora y a continuación sacó su Glock del bolso. Arancha la miró con inquietud.
—Una chica desconfiada —sonrió.
—No creo que ese tío al que abrí la cabeza en el hotel sea el asesino —dijo Diana observando su pistola con detenimiento. Se acordó de que su arma no tenía munición. Ni siquiera sabía quién se la había quitado, ni cuándo. Removió el interior del bolso buscando el otro cargador, pero recordó que lo había dejado en la taquilla de la Brigada de Delitos Tecnológicos, nunca pensó que fuese a necesitarlo. Casualmente encontró un cartucho suelto, seguramente se salió del segundo cargador cuando lo llevaba en el bolso. Cogió el cartucho y lo introdujo en la pistola. Cuando montó el arma Arancha se asustó.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
—Tener mi arma cerca, por si acaso —dijo colocando la pistola debajo de la almohada.
La inspectora no le dijo nada.
El inspector jefe Vázquez se despidió del intendent de los Mossos d’Esquadra que había colaborado con ellos en el hotel. Durante toda la tarde del domingo, y parte de la noche, habían estado redactando el atestado policial con lo sucedido. Los Mossos les facilitaron un despacho en una de sus comisarías y no escatimaron en medios para ayudarles. Varias diligencias del atestado fueron completadas por los Mossos añadiendo los crímenes de Eva y Erika. A través de la Interpol fueron enlazando el atestado con las muertes de Nimes. Y la comandancia de la Guardia Civil de Barcelona les trasladó los informes de las muertes de Málaga. La Interpol también envió todos los datos que obraban en sus ordenadores sobre el asesino del abecedario, el desconocido Andrei Stoicescu. Al parecer era originario de Slobozia, una población de pocos habitantes situada a una hora en coche de Bucarest. Allí, según la Interpol, trabajaba en una fábrica de productos alimentarios y carecía de antecedente policiales en su país. Los Mossos lo habían detenido hacía unas semanas hurtando varias cajas de perfume caro en un supermercado del barrio de Gràcia. No había nada más sobre él.
—Me parece increíble que un ratero haya hecho todo esto —dijo Vázquez cuando se despidió de sus colegas en Barcelona.
—Un coche te llevará a la estación —se ofreció el intendent, omitiendo cualquier comentario sobre el asesino.
Vázquez lo agradeció. Tenía ganas de llegar a Madrid, sabía que esa semana iba a ser muy larga. Aún les quedaba todo el papeleo referente a los crímenes. Había muchas piezas que encajar. Muchas preguntas que aún no tenían respuesta. El martes por la mañana volvería a ver al comisario Celestino Rivero, que había regresado a Madrid en el último AVE del domingo por la noche. «La Brigada de Delitos Tecnológicos no se dirige sola», dijo al despedirse.
La puerta de la habitación 215 de la clínica Nostra Senyora del Remei se abrió de par en par. Faltaban apenas veinte minutos para comer y por el pasillo había varios carros que olían a comida.
—Hola, hola, hola… Buenos días —dijo una persona oculta detrás de un gran ramo de flores. Su voz sonó infantil, como si se estuviera dirigiendo a unos niños.
—¿César? —exclamó Arancha desde su cama en cuanto lo reconoció; aunque su exclamación sonó más bien a una pregunta. A la inspectora le parecía inverosímil que el informático de la Policía Nacional hubiera viajado desde Madrid solamente para visitarlas en el hospital. Por su mente pasó la posibilidad de que hubiera participado en el dispositivo para capturar al asesino y por eso estuviera en Barcelona. Un dispositivo de esa envergadura podía haber necesitado a un informático, pensó.
—He venido a ver a lo «mejorcito» que tenemos en la Brigada de Delitos Tecnológicos —dijo apartando completamente el ramo de flores de su cara. Su cara y su calva resplandecieron bajo los focos de la habitación.
Diana se incorporó en su cama. Lo primero que se preguntó es por qué el informático de la Brigada había venido desde Madrid a verlas, si con él apenas tenían relación. Él no era más que una persona que trabajaba para una empresa contratada por la Dirección General para el mantenimiento de los ordenadores. Mientras las dos policías observaban a César sin decir nada, él dejó el ramo de flores sobre la mesa que había al lado de la inspectora y cerró la puerta de la habitación. En ese momento Arancha y Diana lo miraron asustadas.
—El rumano te ha roto la nariz —dijo afinando la voz—. Menudo estúpido tiene que ser para romper la nariz a una chica tan guapa.
A Arancha le sorprendió el cambio de carácter de César. Hasta donde ella lo conocía era una persona recatada e incluso tímida. Pero ahora se comportaba como un enajenado que estuviera riéndose de ellas. Ni siquiera su voz era la misma.
Se acercó hasta la inspectora e hizo resbalar sus gruesos dedos por la pierna de Arancha. Ella miró de reojo su bolso, que estaba colgado en una percha metálica a menos de un metro de donde estaba su cama. Entonces César le dio un beso en la frente. Los ojos de Arancha mostraron miedo y él se dio cuenta de que ella estaba aterrorizada.
—¿Qué le pasa a la inspectora? —dijo con un tono de voz que tanto a Arancha como a Diana les recordó a Jack Nicholson en El resplandor—. ¿La inspectora está asustada? ¿La inspectora tiene miedo? —preguntó con insistencia.
Arancha osciló la mirada entre César y su bolso. En condiciones normales hubiera llegado a ese bolso en décimas de segundo, pero ahora no era una situación normal y ella estaba malherida y acostada en una cama.
A las doce del mediodía, Vázquez, llegaba a la estación de Sants. En media hora saldría en el tren AVE con destino a Madrid. Pensó que antes de llegar a la capital llamaría a Arancha para preguntar qué tal seguían las dos. Ya le habían dicho que en un par de días les darían el alta, en cuanto operaran a Arancha del tabique nasal. La máxima preocupación de la inspectora era que su nariz le quedara igual que antes, pero ya le había dicho el cirujano que le quedaría perfecta.
Antes de subir al AVE, y como disponía de media hora, decidió tomar un café. Necesitaba despejarse; esa noche apenas había dormido. En la cafetería lo reconoció un policía nacional que años atrás había sido alumno suyo.
—Vázquez —gritó eufórico.
—Hola —saludó quedamente el inspector jefe.
Se acordaba de ese policía, pero no podía situarlo en el espacio ni en el tiempo.
—Soy Lorenzo —dijo—. Lorenzo Solanas. Hice las prácticas en Madrid y usted me dio clases de aula abierta.
Entonces Vázquez se acordó de ese chico.
—Oh, vaya. Ya me acuerdo de ti —dijo—. ¿Estás en Barcelona?
—Sí. Fue mi primer destino. Mi novia también es compañera y está aquí, en Jefatura. Ya sabe lo que dicen: tiran más dos tetas… —sonrió sin acabar la frase—. Pero… ¿qué hace usted en Barcelona?
Vázquez no tenía ánimo para dar muchas explicaciones, así que evitó responder.
—He venido por un asunto personal.
—¿Sigue en la Brigada? —preguntó el policía.
Vázquez miró el panel de las salidas del AVE y vio con disgusto que aún tendría que aguantar a ese policía durante casi media hora si no conseguía huir antes.
—Sí, allí sigo —respondió con desdén.
—Es la mejor Brigada de toda la policía —alabó pletórico el joven.
—Sí que lo es —dijo Vázquez apurando el café y saliendo del bar rumbo a su tren.
El policía lo siguió como si no tuviese nada que hacer en todo el día.
—¿Aún está el informático? —preguntó—. Ese César Ramos es todo un personaje. Una de las policías que hizo las prácticas conmigo me dijo que era un salido. ¿Se acuerda de Ruth?
Vázquez se frenó en seco. El joven policía se detuvo a su lado.
—¿Ruth? —preguntó Vázquez—. Sí, claro que me acuerdo de ella. Era una chiquilla muy guapa. Pero… ¿por qué dices que el informático es un salido?
—Sí. Ruth es de mi promoción. Rubia, guapa y muy inteligente. Ese César le estuvo tirando los tejos durante todas las prácticas. Ella lo pasó muy mal.
—Pero esa chica apenas tenía diecinueve años y César debe rondar los cuarenta. ¿Se lo dijo a su tutor?
El tutor es un inspector que ampara, defiende y aconseja a los alumnos de prácticas y al que le tienen que hacer saber cualquier problema que tengan, dentro o fuera de la policía. Vázquez pensó que si una alumna se sentía acosada, aunque fuese por un trabajador de la comisaría, debería comunicarlo de inmediato a su tutor.
—Creo que no le dijo nada, ya que estuvo realmente asustada por ese asunto. Sobre todo después de que…
—¿De qué? —interrumpió. El inspector jefe no disponía de tiempo y al policía le costaba hablar, no hacía más que dar rodeos sin decir nada. Vázquez le tenía que arrancar las palabras—. ¿Qué pasó para que esa alumna estuviera tan asustada?
—A mí me lo contó ella —se excusó el policía—. Así que no sé si es verdad o no; aunque Ruth es de mi confianza y supongo que no me mentiría.
—Pero me quieres contar de una vez qué ocurrió —conminó Vázquez elevando la voz.
El policía carraspeó nervioso.
—Una tarde Ruth se había olvidado unos apuntes en el aula donde nos daban las clases de derecho penal. Cuando regresó a la clase a recoger esos apuntes, César, el informático, estaba sentado delante del ordenador donde ella había estado hacía unos instantes. El muy guarro estaba mirando un vídeo mientras se tocaba por encima de su pantalón. Ruth se asustó, ya que, según me dijo, en ese vídeo se la veía a ella en la ducha del vestuario de las chicas.
Vázquez entornó los ojos. Su boca se contrajo mientras apretaba los dientes con furia.
—¿Es eso cierto? —preguntó colérico.
El policía se asustó. Pensó que quizá no había sido buena idea decírselo a Vázquez, sobre todo porque Ruth le dijo que no se lo contara a nadie.
—Bueno —se justificó Lorenzo—, eso pasó hace casi tres años. En su momento Ruth no quiso decir nada y yo respeté su decisión.
—¿Ese hijo de la gran puta la grabó mientras se duchaba? ¿En la comisaría? —Vázquez estaba fuera de sí—. ¿Y por qué no nos dijo nada? —elevó la voz—. ¿Y por qué tú no dijiste nada? Eso es encubrimiento. Tuviste conocimiento de un delito y no dijiste nada. Por cosas así echamos a gente de la policía —gritó. Un matrimonio de mediana edad que pasaba por el lado los miró cuando Vázquez elevó la voz.
El joven agente se asustó tanto que la cara se le amorató. No pensó que el veterano inspector jefe se fuese a enfadar de esa manera.
—Me lo contó cuando hicimos las prácticas —balbuceó—. Pero usted tiene que entender que en mi situación no podía meterme en donde no me llamaban. Tenía que guardarle el secreto a Ruth —insistió—. Ese tío es muy raro. La compañera me dijo que él no se percató de que ella lo había visto mirando el vídeo, pero desde entonces ninguna de las chicas de prácticas se duchó en los vestuarios. Lo que me hace suponer que Ruth las puso sobre aviso. El salido estuvo acosando a Ruth durante las semanas siguientes, parecía como si se hubiera enamorado de ella. Además quería parecer gracioso, sobre todo cuando contaba que le encantaban los tebeos de Mortadelo y Filemón, y eso de que le gustaría disfrazarse como Mortadelo. —Lorenzo rio nervioso.
—César Ramos —dijo Vázquez en voz baja como si estuviera en trance.
—Sí, así se llama ese elemento —corroboró el policía—. Creo que es el único informático que hay en su Brigada.
Por la memoria de Vázquez comenzaron a pasar imágenes a modo de flash donde veía al informático en diferentes situaciones. Eran recuerdos cortos con frases escuetas, como cuando lo escuchó decir:
«Quien tiene la información tiene el poder».
Esa frase se la había oído decir muchas veces. César formaba parte de la Brigada de Delitos Tecnológicos desde hacía cuatro años. No era policía, pero podía acceder a toda la información de la policía. Vázquez lo recordaba delante de algún ordenador mirando una libreta donde tenía apuntadas todas las claves de acceso de todas las aplicaciones.
«Pues como te iba diciendo, Vázquez, los del SAC dicen que es un obseso sexual», había afirmado el comisario en su despacho los primeros días, cuando iniciaron la investigación.
«Me gustaría ser como Mortadelo y disfrazarme de cualquier cosa», dijo un día en la máquina del café ante varios policías de la Judicial.
«Alguien le ha quitado las balas a mi pistola», recordó que había gritado Diana en el hotel cuando el rumano quiso matarlas.
«¿Y quién se las podía haber quitado? —pensó Vázquez—. ¿Quién conocía el operativo para cazar al asesino? ¿Quién puede acceder al vestuario de las chicas, a los despachos, a los ordenadores?»
«Creo que están jugando con nosotros. Que la mayoría de las pistas que seguimos son falsas y que el asesino o asesinos mata porque es un hijo de puta que disfruta con ello y hace coincidir nombres, letras y fechas para jodernos. Se ríe de la policía», le dijo el comisario un día por teléfono.
«Quelqu’un veut un café», preguntó César a varios alumnos que había al lado de la máquina de café. Su acento francés era impecable.
«¿Sabes francés?», replicó uno de los alumnos. «El francés es mi segunda lengua», respondió César.
Vázquez estaba allí y lo pudo escuchar. Ahora lo oía dentro de su cabeza como si estuviese hablando allí, delante de él.
«¿Cuándo te puedo traer mi portátil para que me formatees el disco duro?», le preguntó un policía de la UDYCO. «El lunes —respondió César—. Este fin de semana me voy a Málaga, mi madre es de allí».
Los ojos de Vázquez oscilaban entre el techo y el suelo de la estación del AVE. «Su madre es de Málaga, donde mataron a Antonia y Anabel. Habla francés, donde mataron a Catherine y Colette. Tiene acceso a todos los ordenadores de la policía. Puede ver los vídeos de las cámaras de seguridad, manipularlos, borrarlos. Le gusta disfrazarse como Mortadelo. Es un salido. Ha instalado cámaras espía en el vestuario de las chicas».
—¿Quién coño es capaz de hacer eso? —masculló entre dientes.
—¿Qué? —preguntó el policía. No comprendía qué era lo que Vázquez farfullaba.
En la cabeza de Vázquez se apelotonaron recuerdos que tenían que ver con el informático. El lunes 9 de julio se le estropeó el ordenador de su despacho y fue incapaz de navegar por Internet. Llamó por teléfono al despacho de Informática donde siempre estaba César. «No está. Hoy no ha venido», le dijo el policía de transmisiones con el que compartía oficina. Vázquez recordó que ese lunes el asesino había hecho explotar un coche en Soria.
—¿Ocurre algo, inspector jefe? —le preguntó Lorenzo, que se había detenido junto a Vázquez en el pasillo de acceso a la estación del AVE.
Vázquez no respondió. Se limitó a sacar su teléfono móvil. Tenía que llamar a Arancha o Diana enseguida. Tenía que ponerlas sobre aviso.
—Me cago en la puta —renegó.