Recorrer la distancia
O el pozo era muy profundo o ella caía muy lentamente, ya que mientras bajaba tuvo mucho tiempo para mirar alrededor y preguntase qué pasaría a continuación.
LEWIS CARROLL, «Alicia en el país de las maravillas»
Tres días después, Síle puso sus maletas en el maletero del coche de alquiler. Regresó al porche donde estaba Jude, temblando en su cazadora con capucha.
—Venga, entra, que todavía no estás bien.
—No pasa nada. —Jude la sonrió y rascó el punto donde el cabestrillo le frotaba la mano, «PROPIEDAD DE SÍLE SUNITA SIOBHÁN O SHAUGHNESSY», decía en mayúsculas a lo largo de la escayola.
Síle se inclinó para recoger una hoja de arce escarlata, y todo pareció cambiar, como un pequeño terremoto. Se estiró, mareada, todavía mirando los extremos puntiagudos de la hoja.
—¿Qué es?
La puso en el bolso, dentro del libro que llevaba, La esposa del viajero del tiempo.
—Esta vez no será mucho tiempo —dijo a Jude.
Los ojos azules de Jude se iluminaron.
—¿Quieres decir que vas a venir en Navidad…?
Síle cabeceó.
—Para siempre.
Jude la observó, con los brazos en torno a sus propias costillas.
—No me vengas con mentirijillas ahora que te marchas hacia el aeropuerto.
—No, acabo de decidirlo: cambio.
—¿Qué cambio? —preguntó ella suspicaz.
—¡Boba! Si queremos estar juntas, vamos a tener que hacer algo. Y la verdad es que yo soy más móvil que tú. Así que Irlanda, Ontario, es donde voy. —Síle pronunció el nombre con tanta alegría como pudo.
—¡Ni hablar! Podemos seguir como hasta ahora —protestó Jude—. Nos arreglaremos.
—¿Cómo era el versículo de la Biblia que me citaste anoche? —Síle se puso a mirar hacia la ventana del dormitorio—: «Dos yacen juntos…».
—«Cuando dos yacen juntos, tienen calor, pero ¿cómo puede calentarse uno solo?».
—Pues eso. —Después del beso, miró el reloj y se marchó hacia el coche.
—No me creo que vayas a hacer esto —le gritó Jude.
—¿No? Pues obsérvame —dijo Síle por encima del hombro con la sonrisa curvándose como el ala de un pájaro.
El subidón le duró a Síle dos días. Le acompañó en el vuelo de regreso de Toronto, una mañana húmeda, y luego, mirando las calles grises de Dublín desde la ventanilla del taxi, pensó: «Vale, si no hay más remedio. Me he pasado aquí cuatro décadas; es hora de cambiar». Siguió exultante durante su siguiente turno de ida y vuelta a Nueva York. La envolvía el romanticismo de aquel momento en el porche de Jude, cuando su vida se sacudió y supo exactamente lo que debía hacer; el recuerdo crepitaba como las hojas bajo los pies. Basta de buscar compromisos, de avanzar con dificultad; todas las expresiones cautelosas habían dado paso a un «sí» incondicional. Síle sabía que habría dificultades; y estaba dispuesta a recibirlas con los brazos abiertos.
Al tercer día se despertó temprano, aunque no le tocaba trabajar. Se sintió extrañamente fatigada, como si hubiera pillado algo. En la cabeza empezó a elaborar una lista de pros y contras. A un lado estaban «viejos amigos, papá, Orla, sobrinos, trabajo, cine, vida urbana, cafés…»; la lista continuaba un buen rato. Al otro lado, había solamente una palabra: «Jude». ¿Por qué hacer una lista, se recriminó, si ya se había decidido?
Síle adoptó una actitud práctica. Encontró la página web de inmigración del gobierno canadiense, y enseguida se sintió desanimada. La legislación era progresista, sí, pero nada parecía aplicarse a su caso. Jude podía garantizar la inmigración de Síle como «pareja de hecho»… pero no, maldita sea, no habían «cohabitado en una relación conyugal por un periodo de más de un año» (de hecho, nunca habían cohabitado más de una semana seguida). Síle notó que había otra categoría: «emparejamiento conyugal», que no requería haber vivido juntos si había algún impedimento… pero caramba, también tenían que haber pasado por lo menos un año en «una relación comprometida y mutuamente interdependiente (como un matrimonio)» en la que tendrían que haber «compaginado sus asuntos en la medida de lo posible». Hmmm… «Asuntos»; sonaba jugoso, pero parecía referirse a cuentas bancarias, testamento, tarjetas de crédito, propiedades, seguro de vida… ¿Qué habían «compaginado» ellas dos en los últimos once meses a excepción de palabras y cuerpos?
El impreso de respaldo era surrealista. «¿Les presentó alguien (sea un individuo o una organización)?».
George L. Jackson, que en paz descanse.
«Al conocerse, ¿usted y su patrocinador intercambiaron regalos?».
Una taza de café asqueroso, un trozo de tarta.
Y luego, encima de un espacio con cinco líneas en blanco:
«Describa cómo se desarrolló su relación después del primer contacto. Aporte fotografías y evidencia documental de actividades en las que ambos participaron. Para acelerar el proceso y por razones de seguridad, no incluya documentos con componentes electrónicos, como tarjetas de felicitación musicales».
Vaya, aquí había otro problema, se percató Síle recorriendo la lista en la que decía «Relaciones excluidas»: no se podía respaldar a una pareja si se estaba «casado/a con otra persona» en aquel momento. O sea, en aquel caso, el dichoso Richard Vandeloo. La situación de Jude y Síle se convertía en algo más censurable cada minuto que pasaba.
—¿Cómo están tus costillas fracturadas? —dijo por teléfono.
—Mucho mejor —respondió Jude.
—¿Y la muñeca?
—Va arreglándose, me dice el médico; simplemente tengo que resistir la tentación de coger una pala para quitar nieve.
—¿Ya nieva? —se maravilló Síle.
—Es lo que te va a tocar si de verdad acabas mudándote aquí —le avisó Jude.
Ella sonrió.
—Oye, una comprobación; no querrás casarte conmigo, ¿verdad?
Un momento de silencio.
—¿No dijiste en Leitrim que las bodas…?
—¡No estaba declarándome!
—¡Ah…!
—Espero que eso no signifique decepción —dijo Síle lamentando haber sacado el asunto a colación tan alegremente. Deseaba que aquella conversación tuviera lugar en una almohada en algún sitio, en cualquier sitio, incluso el motel más casposo.
—No, sólo una confusión momentánea. Una vez fue suficiente para mí, la verdad.
La firmeza de su amante en aquella cuestión dio seguridad a Síle.
—Es porque he estado mirando maneras de ir a Canadá y el que tú te divorcies y te vuelvas a casar es la más fácil, aunque incluso esa ruta llevaría cierto tiempo. Pero hay montones de alternativas —dijo con más seguridad de la que sentía.
—¿Con quién has hablado de este plan tuyo?
—Nadie todavía —afirmó Síle. A veces prácticamente podía escuchar los pensamientos de Jude como una radio amortiguada—. Sólo que tengo que armarme con un plan plausible antes de empezar —le aseguró.
—Mira —dijo Jude—, si tienes dudas… si ves que no puedes llevarlo a cabo…
—Deja de decir tonterías.
—No te lo reprocharía. O sea que, si cambias de idea…
—Voy a colgar —canturreó Síle.
Podía solicitar un visado como trabajadora cualificada, descubrió al continuar investigando, pero ¿de qué tipo? Un informe sobre la difícil situación de las compañías aéreas canadienses ratificaba que no había trabajos, y si los hubiera las empresas no contratarían a una irlandesa en lugar de una de las suyas. Para sorpresa de Síle, aquello no la deprimió, más bien al contrario: lo que quería era una nueva vida, no una copia de la antigua. Durante muchos años empezaba a fatigarse de todas aquellas escaramuzas con turistas quejicas y de servir tortillas que apestaban. Una nueva carrera a los cuarenta era la respuesta.
La lista de ocupaciones deseables para la oficina de inmigración canadiense la hizo reír a carcajadas. ¿Qué diablos era un artista positivo, o un peletero completo, o un cocinero de campaña o un especialista capilar?
Síle encargó unos libros con títulos como En pos de tu pasión: elegir una nueva carrera con el corazón, Sueña un trabajo de ensueño y ¿Qué hará USTED el resto de su vida?, y luego pensó que, en lugar de gastarse 62,59 dólares en chungos libros de autoayuda, debería empezar a ahorrar para los muchos gastos de la emigración, así que canceló el pedido. Acabó comprando un solo libro: Simplificar: aprenda a vivir la vida que ama con menos. Lo recibió dos días después (Síle siempre hacía sus pedidos con entrega exprés), y la puso furiosa con su tono sermoneante y todas las ideas de manualidades caseras: triturar viejas guías de teléfonos para ornamentar el jardín, no entrar en tiendas, cocinar sus propios regalos de cumpleaños. Tuvo la tentación de triturarlo.
Eligió a Marcus como primer amigo para darle la noticia, y esperó a que viniera, el fin de semana, para llevarle (a la porra con los ahorros) al hotel Shelburne a tomar un té con servicio de plata en sofás mullidos.
Su bollo relleno de nata se quedó suspendido en el aire.
—Ya sabía que pasaría.
—¿De verdad? Pues ya sabías más que yo.
—¿Y por qué no puede Jude mudarse aquí? —propuso Marcus.
—Porque no es el tipo de arbusto que puede trasplantarse —dijo Síle.
—Mierda, mierda, mierda.
—Venga, venga. Si alguien va a entenderme tienes que ser tú, señor «El Amor Siempre Triunfa».
—Lo entiendo —dijo Marcus dejando su bollo—, pero hoy no me siento como defensor del romanticismo. Soy más un niño de cinco años cuya mejor amiga se muda a la luna.
Síle se esforzó por reír; tomó un sorbo de té.
—Tampoco es que tú y yo vivamos cerca. —Aquello sonaba como un reproche, así que se apresuró a continuar—. Te llamaré desde Canadá igual que te llamo desde Dublín y seré una carga para ti y para Pedro cuando venga a visitaros a menudo.
Silencio, mientras Marcus consideraba la credibilidad de aquella promesa.
—Lo siento —dijo Síle con un tono más plano—. Al parecer es uno de esos momentos en que los amigos no son lo primero.
Él asintió.
—Os deseo suerte a ti y a Jude; hacéis una pareja encantadora.
Ella se inclinó para darle un beso en la mejilla sin afeitar. Tomó un pastel de crema, pero se le pegaba en la lengua como cola; se lo tragó con té templado.
—Dejando de lado mi pérdida personal, ¿cómo vas a hacer la mudanza?
Ella se encogió de hombros.
—Es algo que la gente hace a menudo. Pedro se las arregló estupendamente, ¿no?
—La diferencia es que a ti no te interesan para nada los placeres del campo. Si por lo menos te fueras a una ciudad…
—Estaré a un tiro de piedra de Toronto —dijo de manera poco convincente, pensando en aquellas dos horas y media por carretera. Tres y media cuando había nevada.
—Y además tú eres una irlandesa de los pies a la cabeza.
—¡Y a saber qué significa eso!
—Es tu mundo, tu marco. Eres dublinesa —le dijo Marcus, convencido—. Esta ciudad sucia es tu, cómo lo dicen los alemanes, «Heimat». —Ella no respondió—. ¿Qué vas a hacer con tu vida en un cruce de caminos perdido en el Canadá?
—Estar con Jude —dijo con furia—. Quiero vivir con ella a tiempo completo, sumergirme en esa relación, preparar nuestro nido. Ser estacionaria, por primera vez.
—Y hay otra cosa, cuando dejes la compañía…
—… ¡lo cual me has estado insistiendo para que haga desde hace años, por cierto!
—Pero no sin encontrar otro trabajo. ¿Cómo pagarás el alquiler?
—Jude heredó la casa de su madre.
—Sabes muy bien lo que quiero decir —dijo Marcus—. ¿Qué vas a «ser»?
—Bueno, en eso voy a necesitar tu ayuda, puesto que tú ya has cambiado de caballos. —El tono de Síle se esforzó por mantener la ficción de que aquello era una charla en lugar de un combate dialéctico.
Él suspiró. Luego, un instante después, dijo:
—Algo de Internet.
—¿Cómo qué?
—No lo sé, pero la verdad es que si Internet es tu parcela, mejor que te aproveches de eso para convertirlo en un trabajo. Un trabajo que no esté atado a ningún lugar —añadió sombrío—, por si acaso esto se convierte en un error de dimensiones catastróficas.
Más tarde, cuando le dio unas cuantas vueltas, Síle quedó absorbida por aquella idea. Intentó imaginarse a sí misma haciendo algo en la Web; ¿consejera de viajes, quizá? Pero el problema era que en aquellos tiempos todos parecían querer ofrecer información y asesoramiento gratis, sólo por el placer de ver las propias palabras en una pantalla. Quizá Síle podía explotar a sus primos en busca de contactos y llevar un negocio para vender telas con lentejuelas a bajo precio de Rajastán a clientes de Red Deer, Alberta o Nacogdoches, Texas. Hmm, aquello sonaba como explotación y era bastante improbable. Pero Internet está hasta los topes de gente que aparentemente vive bien vendiendo las cosas más extravagantemente específicas: mobiliario de muñecas, velas de soja, postales de béisbol…
Una noche, después de que tanto ella como Jude hubieran tenido un mal día (el de Síle relacionado con una ventana rota, por lo que culpabilizaba a los gamberretes que habían secuestrado a Petrushka en junio, y el de Jude a consecuencia de una niña de ocho años que se había puesto histérica cuando dio un golpe a su pupitre durante un taller), decidieron emborracharse juntas. Jude no había tomado un trago desde Detroit, pero sentía los huesos tan curados que estaba dispuesta a abrir una botella de Glenfiddich. Al otro lado del aparato, Síle había preparado una coctelera de Martinis. Repasó la lista de ocupaciones en las que había pensado hasta aquel momento.
—Supermodelo —sugirió Jude.
—¡Aduladora! Algo en plan asesoría, creo, si es que tiene que ser en el mundo de la belleza. ¿Consejos de Maquillaje para Encantadoras Mestizas?
Jude se partió de risa.
—¿Quitanieves? Rizla dice que tendría que pagarle cien dólares a la semana.
—Masajista de gatos —replicó, rascando el cuello de Petrushka.
—¿Gobernadora de Ontario?
—¡Ja! Le daría a vuestra Seguridad Social una patada en el trasero.
—Entonces, ¿cuánto tardarás en conseguir el visado? —se preguntó Jude.
Síle hizo un sonido gutural de frustración.
—Esperaba que no me lo preguntases. Sírvete más whisky.
—La cosa está difícil, ¿eh?
—Se tiene que preparar una solicitud muy compleja con fotografías, partida de nacimiento y currículum, y las direcciones en las que has vivido en los últimos diez años; hay que conseguir certificados de la policía, de los trabajos en los que has estado, etcétera, etcétera, etcétera, y los envías por mensajería a la Alta Comisión Canadiense más cercana… Ah, y olvidaba los detalles médicos. El impreso da miedo, escucha —dijo Síle buscando en su montón de documentos:
«¿Ha recibido usted tratamiento, cuidados o consejo de un médico o practicante para enfermedades del corazón, tumores o pólipos, desórdenes intestinales, mareos, nefritis, pus o sangre en la orina, parálisis, deformación en los huesos, masas pulmonares, talasemia, desórdenes testiculares, daños en la garganta, murmurios, pitidos y convulsiones?».
—¡Espera! —dijo Jude—, creo que te he visto experimentar murmurios, pitidos y convulsiones.
—Cada vez que me has quitado la ropa —admitió Síle, sonriendo. Continuó leyendo—: «¿Le han aconsejado alguna vez que reduzca el consumo de alcohol?». —Aquello hizo reír a las dos—. Sólo en Navidad, mi hermana. Entonces hay muchas partes misteriosas de mi persona a las que el doctor tiene que dar un certificado de salud, como mis fundus…, de sólo imaginar a qué puede referirse me dan temblores.
—Esto me recuerda a los barcos irlandeses que llegaban a Quebec en la década de 1840, el terror de los sucios, infectos inmigrantes. —Tras una pausa, continuó—: Pero no me has dicho cuánto va a tardar.
Síle sabía que había estado demorando la respuesta.
—Es realmente difícil encontrar datos sobre lo que cuesta procesar los impresos. Un sitio dice que puede ser cualquier cosa entre seis y cuarenta y dos meses. La media es entre doce y dieciocho.
Aquello silenció a las dos.
—Oh, cariño… —dijo Síle. El auricular se había humedecido con su aliento.
—Si sé que vienes, si sé que el día llegará, eso realmente cambia las cosas. Estos días no hago más que pasearme sonriendo como un payaso.
En plena noche sin sueño en el hotel del aeropuerto Kennedy, Síle se incorporó en la cama y encendió el artilugio. Volvió a visitar la página web de inmigración, luego fue a la de su aerolínea para comprobar los detalles del programa de indemnización por baja voluntaria. Luego echó un vistazo a listas de inmobiliarias para Stoneybatter. Y luego encontró algo llamado Ancestors.com y tecleó «O’Shaughnessy».
—He estado llevando esto mal —dijo a Jude, bostezando a las seis de la mañana, cuando la llamó desde el hotel con una recargada bandeja de desayuno ante sí.
—¿Sí? —Se oyó el sonido del café sorbido de aquél tazón artesano tan horrible.
—¿Has calentado la leche?
—Está bien —dijo Jude.
—Tienes que calentar la leche.
—Ah, los placeres de la domesticidad. En cuarenta y dos meses como máximo podrás agobiarme en persona.
Síle se rió.
—No puedo esperar tanto. Mira, lo que estoy haciendo mal es que no hago más que empeñarme en conseguir un visado canadiense.
—Para ser una inmigrante legal, eso.
—En realidad hoy en día se llama residente permanente. Pero lo que tendría que pensar es: «¿Qué necesito para irme a vivir con Jude?».
—¿Y por qué esa pregunta es mejor?
—Porque la respuesta es: «Sólo mi pasaporte».
—Perdona, me he perdido —dijo Jude.
—Si voy como «visitante» en principio —farfulló Síle—, me permitirán quedarme seis meses, y probablemente podría renovarlos mientras solicito el visado. Tendré dinero, ya que me darán algo por dejar el trabajo y lo que consiga por la casa. Entretanto, seguiré domiciliada en casa de papá en Dublín, para los impuestos, mientras empiezo mi negocio web como «conducto genealógico»…
—¿Cómo qué?
—Esto te gustará. No hacen más que venir a darte la lata con preguntas sobre tatarabuelas que podían haber vivido en el condado de Huron. Bueno, pues ¿sabías que buscar antepasados es el hobby de Internet más importante? Sin contar el juego o el porno, claro —admitió Síle—, y la gente paga cantidades sorprendentes para que se les ayude a localizar a los suyos.
—No es que quiera echarte atrás, cariño, pero ¿qué sabes tú de historia?
—Mis conocimientos me cabrían en el monedero, lo sé. Acabo de aprender cómo se escribe «genealogía» y lo que es un archivo GedCom. Pero mi trabajo será relacionar a clientes en Iowa o Melbourne con investigadores en Lyon, o Waterford o Minsk o donde sea —aclaró Síle—. Cuestión de trato personal y saber asimilar información.
—Sin los vómitos en los pasillos.
—¡Exacto! Lo llamaré Orígenes.
—Sí, de hecho —dijo Jude, que sonaba mucho más despierta—, veo que el asunto podría salirte la mar de bien.
—¿De verdad? Igual tendré que contratarte como asesora de archivos. Mejor que hablemos cuando llegue. Que será… —Síle depositó el auricular en la mesita de noche e hizo un tamborileo, luego lo volvió a coger—… el 15 de diciembre.
—¡Bromeas!
—He comprado el billete. Sólo faltan treinta y dos días, trece horas y veinte minutos.
* * *
Había estado intentando evitar a Jael hasta ahora; tenía un miedo infantil de que la disuadiera de sus planes. Pero aquella tarde, cuando la vio tomando un sándwich en concentrada conversación con una rubia, decidió enfrentarse al asunto.
Jael parpadeó, y se apartó un rizo rojizo de la cara.
—Síle, cómo va. —Un segundo después añadió—: te acuerdas de Caitríona, de la oficina.
Síle sonrió.
—Organizas los conciertos de Primadonna, ¿verdad, Caitríona?
—En realidad me han ascendido —dijo la mujer con un gesto algo sumiso en dirección a Jael—; ahora soy jefa de marketing.
—¡Fantástico! —Era divertido ver a Jael como figura de autoridad.
—Toma mi silla —ofreció Caitríona a Síle, recogiendo su sándwich y su café.
—Ah, no…
—De verdad, tengo que irme para ver qué ha pasado con un paquete.
Síle se sentó y cogió un champiñón del plato de Jael.
—A ver, prepárate.
Jael la escuchó con un silencio poco propio de ella.
Síle concluyó.
—Bueno, ¿qué te parece?
—¿Qué crees que me parece? —replicó Jael, poniendo los ojos en blanco—. Conseguiste que volviera a ti, sin concesiones; la tenías acostada en una cama de hospital, algo magullada pero totalmente arrepentida. Habías ganado la partida, ¿qué te movió a enseñar tus cartas?
—No es un juego. —Síle intentó explicar a Jael aquel momento en el porche de Jude cuando su futuro se le tiró encima como un automóvil—. No es simplemente que quiera que vuelva conmigo. Quiero que sea feliz.
—¿Y no podías haber negociado al menos que saliera de aquella aldeúcha incestuosa? —preguntó Jael—. Vancouver, Montreal… Te marchitarás sin un poco de ambiente urbano.
—No pienso regatear. Lo que me apetece ahora es dejar de mirar el reloj y vivir con la mujer que amo.
—La de jodidas estupideces que se cometen en nombre del amor —suspiró Jael—. A las mujeres les da marcha lo de la autoinmolación. Mira, Síle, el amor puede hacerte perder el autobús o quedarte levantada toda la noche, eso vale. Pero no es razón suficiente para abandonar a tus amigos y pasarte los mejores años de tu vida mordiéndote las uñas en Villa Culodelmundo, Ottawa.
—La provincia es Ontario. Ottawa es la capital.
—Anda ya. Despierta. No tienes que llegar al final como si fuera la novela Un lugar para nosotras.
La voz de Síle le salió tan acalorada que hasta ella se sorprendió.
—En cuarenta años, Jude es lo mejor que me ha sucedido nunca, y si tengo que irme a los anillos de Saturno para estar con ella, lo haré. Y si no es con tu bendición, como yo hice cuando anunciaste que te casabas con Anton, entonces sal de mi vida.
Hubo un largo momento. Y luego…
—Vale, hija mía, puedes ir en paz —dijo Jael en su mejor imitación del cura Ted. Se mojó los dedos en el vaso de agua y le echó unas gotitas a la cabeza a Síle, murmurando—: Omini, pomini, domini…
Síle sólo consiguió esbozar una media sonrisa. Jael recogió el resto de su sándwich. Síle pensó que quizá la conversación había terminado, pero entonces vio una mancha oscura que se extendía en el mantel negro. Otra lágrima rodó por la mejilla de Jael. Síle se la quedó mirando.
—No hagas caso —dijo su amiga con la boca llena de jamón.
—Qué…
—La culpa es de la maternidad.
Ahora Síle no entendía nada.
—Antes de que naciera Yseult nunca me ponía así —se quejó Jael, presionándose el ojo con el reverso de la mano en la que tenía el sándwich—. Tener una criatura te rompe como un huevo. Te deja tan permeable… Lloro cuando a la niña le sale una llaga en la boca, aunque no dejo que lo vea. Lloro cuando escucho las noticias en el coche a veces.
—Pobrecita…
—Ahórrate la conmiseración. Yseult crece tan deprisa que seguro que cualquier día se me va a Tailandia. Ya nadie se queda en el mismo sitio. Tú te llamas mi mejor amiga y te piras a Canadá.
Síle extendió la mano para tomarla del brazo.
—Lo siento mucho.
—¿Y de qué me sirve eso? —Los ojos húmedos de Jael se encontraron con los de Síle por un instante, y luego le mostró una mueca horrible—. Además no lo sientes, eres una mujer con una misión en la vida. Te estás mojando las bragas de excitación.
—Te quiero mucho, lo sabes. ¿Crees en la amistad a larga distancia?
Jael echó la cabeza atrás y bramó como una morsa.
Descubrió que contárselo a la gente fue como darles la noticia de una enfermedad terminal. Con la diferencia de que en este caso la culpa era suya, claro.
Shay se quedó mirando a su hija en el otro extremo del sofá.
—¿Mudarte a Canadá? ¿Del todo? Bueno… entonces es que de verdad tenéis planes a largo plazo.
—Así es, papá —dijo Síle ocultando su irritación. ¿Por qué nadie se creía que dos personas tenían sentimientos fuertes hasta que se ponían a vivir juntas? ¿Y por qué todas aquellas metáforas (recorrer la distancia era otra) hacían que el amor sonase como un negocio?
—¿Hasta que la muerte os separe?
—Ésa es la idea —confirmó Síle con la boca seca.
—¡Bueno!
Había temido que él la regañase por ser demasiado impulsiva, pero dijo que estaba realmente impresionado con sus planes comerciales para Orígenes. Se alegró de que se lo tomase tan bien, pero al mismo tiempo se sintió absurdamente herida. ¿Cómo podía su padre aceptar con tanta serenidad algo a lo que sus amigos reaccionaron contrariados?
—La verdad es que no podrías haber elegido a alguien mejor que Jude —murmuró.
—No la elegí —corrigió Síle—. Jamás imaginé que alguien llegase y diera tal golpe a mi vida.
—En fin —dijo Shay. La pausa se prolongó—. Claro que te echaré de menos un montón, pero así acaban las cosas.
Su dolor estalló.
—¡Nada acaba, papá!
Tenían las manos cogidas.
—Me refería a que uno nunca sabe. Ningún padre quiere cortaros las alas… Nuestro deber es educaros bien, luego hacernos atrás y veros volar. —Su padre se puso una mano en los ojos llorosos, y ella notó por primera vez unas manchas oscuras en la mano—. No, cambiar de país es una idea fantástica. Te saca de la rutina.
Shay había vivido en Monkstown toda su vida adulta.
—¿Alguna vez pensaste en vivir en otro sitio, papá? —le preguntó ella suponiendo que diría que no.
—Tanzania —replicó sin pensarlo—. Cuando estuve allí, en viaje de negocios para Guinness… nunca he estado tan relajado. No tenías que dudar entre quince tipos de pasta de dientes o escudriñar horarios de autobuses, y simplemente te preguntabas: «¿habrá pasta de dientes?, ¿habrá autobuses?», y si no los había, mala pata.
De repente, Síle preguntó:
—¿Cuánto tardó mamá en adaptarse?
La mirada de él quedó vacía.
—Al nuevo clima y la religión y todo, aquí en Irlanda. Tiene que haber sido extrañísimo llegar, cuando los irlandeses se iban del país tan rápidamente como podían.
—En 1961 Kerala estaba al borde de la guerra civil —le recordó Shay, frotándose el puente de la nariz donde las gafas habían dejado una marca—, así que no era cuestión ni de planteárselo.
—No, comprendo que tenía sentido que los dos os quedaseis aquí en vez de en la India —le interrumpió—. Lo que me pregunto es el tiempo que tardó Amma en ir acostumbrándose a las minucias y sentirse como en casa.
—No sabría decírtelo…
¿Le ponía triste echar la vista atrás hacia su matrimonio, se preguntaría después? Viudo a los treinta y siete.
—Pero esta mudanza tuya será una gran aventura —dijo Shay—. Hay un proverbio indio, algo sobre un puente…
—Seguro que se encuentra en Internet —le dijo rápidamente. Odiaba ver a su padre preocupado por los fallos de memoria. Tenía setenta y cinco años; ¿qué esperanza de vida tenían los hombres hoy en día? ¿Cuántos años más viviría después de su partida?
Él chasqueó los dedos.
—La vida es un puente —citó—. Eso es.
—¿Eso era?
—Espera. «La vida es un puente: crúzalo, pero no construyas una casa encima».
Aquello no trajo consuelo a Síle.
Tenía una lista de tareas pendientes en su artilugio, y la actualizaba cada hora. Ató los últimos cabos sueltos de su oferta de su indemnización por despido con la compañía (al final resultó que, a pesar del trabajo del sindicato, 1600 colegas también se iban). Arregló la casa, quitando de las paredes al menos nueve décimas partes de lo que había colgado, ante la insistencia del agente inmobiliario, y la vendió en tres días, después de una amarga guerra de ofertas entre un funcionario de protección de la infancia, un violoncelista y el director de un reality show en irlandés. Los vecinos la paraban por la calle para decirle lo mucho que la echarían de menos, y preguntarle quién viviría allí y si «estaba segura ya de que estaba segura del todo».
Todo tenía el aspecto surreal de un sueño. Algunos días el proyecto de inmigración le hacía sentirse como una contrabandista, o una conseguidora de regalos: Juana de Arco con el rostro noble y resplandeciente. Pero otros días se sentía amuermada y sin energía al enfrentarse a las pilas de papeleo relacionado con su trabajo, la venta de la casa, el certificado de vacunas de Petrushka, los miles de detalles carentes de romanticismo… De vez en cuando se sorprendía pensando: «Jude, te va a costar compensarme por esto».
Repasó sus posesiones, dividiéndolas en tres montones: «Canadá», «desván de papá» y «regalar». El de Canadá quedó reducido a ropa de invierno, zapatos, unos cuantos cuadros y las cosas con las que siempre viajaba. Dos maletas, además de Petrushka en su caja como equipaje de mano: no era mucho más de lo que normalmente llevaba a una semana de vacaciones.
—¿Me dejarás que rompa la austeridad de tu casa colgando algunas cositas alegres? —preguntó a Jude por teléfono.
—Donde quieras.
—Ah, eso es lo que dices ahora, pero no has visto el crucifijo de alambre de púas que compré en Luisiana.
Al volver a considerarlo, puso el crucifijo en el montón de «regalar».
—La gente no hace más que decirme que la emigración es una gran oportunidad para reinventarte —dijo a Orla mientras tomaba sopa de alcachofa en el mostrador de un café.
—No me digas.
—La ocasión perfecta para desprenderte de lastres —continuó Síle, sintiendo que aquello sonaba como un anuncio de la tele mal escrito. «Venga, Orla, pon un poco de tu parte»—. ¿Es así como te sentiste al irte a Glasgow?
Orla sorbió la sopa.
—No creo que hubiera acumulado muchos lastres a los veintidós años. Pero sí, supongo que sí que hice nuevos amigos allí.
Activistas, recordó Síle; Orla incluso estuvo vendiendo prensa socialista, como el Socialist Worker, una temporada, y trajo a casa un novio que se había pasado tres meses en la cárcel por tirar huevos a un parlamentario. ¿Cuándo se había endurecido su hermana con la cáscara de la respetabilidad, como el ámbar que envuelve un insecto?
—Cuando estábamos en la universidad —comentó Orla—, ¿no te daba la impresión de que todo el mundo se mudaba a Nueva York o Bruselas? Pero en cuanto llegó el boom, todo el mundo se apresuró a regresar. Has elegido un momento raro para irte, ¿no crees?; nadas a contracorriente.
—Ah, vale, ahora sí que me has convencido —dijo Síle sarcástica—; con lo que odio yo ser una anomalía estadística.
Orla dejó la cuchara con un ruido seco.
—¿Y no sería mejor que te compraras un Porsche?
Síle la miró atónita:
—¿Que haga qué?
—Tienes todos los síntomas típicos de la crisis de los cuarenta. La gente cumple cuarenta y empieza a buscar el cambio. Dejas a tu pareja estable —enumeró Orla, contando con los dedos—, te buscas a alguien joven y exótica; echas por la borda una excelente carrera y te vas del país.
Hubo un silencio incómodo.
—Vieja amargada —dijo Síle entre dientes. Volvían a tener siete y nueve años, y por algún motivo se reían.
Algunos días, mientras se enfrentaba a las páginas web del gobierno canadiense y leía el Globe and Mail por Internet, se sentía confusa, a la deriva. ¿Qué era este país, Canadá, en el que iba a solicitar humildemente que le admitieran? Sólo había visto unas cuantas millas de una de sus provincias un par de veces. El país tenía una extensión 142 veces la de Irlanda, pero sólo ocho veces su población, una cuarta parte inmigrantes. Bilingüe, en teoría. Liberal y diverso; cauto y provinciano. Obsesionado con los deportes, a menudo nevado y también abrasador; una especie de Stepford con clima wagneriano. Hojas rojas, buenos modales, derechos civiles, Dios Salve a la Reina, donuts. Socialista, obsesionado con los Estados Unidos, aburrido o excitante: sobre aquello Síle no tenía las ideas claras, y además lo único que importaba al final era que ella y Jude lograrían dar con el secreto de la felicidad juntas.
Mientras ordenaba y guardaba aquellos días, le dio por escuchar música tradicional, baladas tristes de exilio que en otros tiempos había considerado horteradas célticas:
Hasta que la triste malaventura me sorprendió y me hizo abandonar la tierra con amigos y parientes lejos de mí, seguí una banda de terciopelo negro.
Pero la gente de aquellas canciones había sido forzada a irse, o por los soldados de la Reina o por las hambrunas o simple pobreza. Síle había elegido marcharse; ¿no debería eso facilitar las cosas?
Bebió té fuerte casero mientras miraba entre las cosas de su madre, el netturpetti, un joyero artesanal de madera de rosal y bronce que seguía oliendo a sándalo décadas después. Shay no había querido dote, pero los Pillays habían insistido en darle algo, para que el irlandés no se creyera superior a su hija. ¿Qué iban a pensar las seiscientas almas de Irlanda, Ontario, de la hija de Sunita? ¿Hasta dónde la llevaría su chispa irlandesa?
Ahora se le ocurrió a Síle que tenía que haber sido su padre quien dividió las posesiones de Sunita entre sus hijas tras su muerte; ¿lo había hecho al azar, o había adivinado lo que a cada una le gustaría más? Orla heredó los brazaletes de perla, esmalte y piedras, las figuritas de sándalo, la lámpara de metal tradicional y el espejo de mano de bronce. También todos los ropajes tradicionales de Sunita, rojos, dorados y blancos: a veces Orla se había envuelto en ellos para fiestas elegantes y parecía la esposa de un marajá. A Síle le había dado el netturpetti y muchas joyas de oro, incluyendo la delicada aranjanam, la cadenita que llevaba en la cintura, además de una barca en miniatura con forma de serpiente y una figura de un elefante (su favorita cuando era niña). Y lo que ahora significaba más para ella: la minúscula hoja de oro que había sido prendida del hilo nupcial sagrado, en la ceremonia hindú de Cochin cuarenta y tres años atrás, antes de la boda católica de sus padres, y que seguía colgada de su hilo hoy, muy brillante en la mano de Síle.
Arrodillada junto a su archivador amarillo limón para clasificar papeles que almacenaría en el desván de su padre, se dio tiempo a mirar algunos fajos de cartas de los tiempos anteriores al e-mail. Notó algo sarcástica que había separado los paquetes con gomas para que las efusiones de una amante no se mezclaran con los anhelos de otra. El papel ya empezaba a amarillear, como restos cenicientos de la carne caliente. Con qué incomodidad miró aquellas páginas, como un investigador nervioso que sabía que la bibliotecaria jefa la miraba por encima de sus gafas. No reconoció la caligrafía de alguna de ella; sintió como si estuviera espiando los pensamientos de mujeres desconocidas. Era allanamiento del pasado al que había dado puerta hacía tiempo.
Se quedó copias impresas de algunas respuestas. «Eres la mujer más hermosa del mundo», alguien que firmaba como Síle había escrito en un lugar distante y lo había enviado a Carmel, una estudiante de Bellas Artes no especialmente atractiva que llevaba muchos años viviendo con un veterinario llamado Pete; de vez en cuando enviaban una postal para celebrar el solsticio de invierno. Síle había jurado «Nunca me cansaré de escribirte» a una agente de puerta de embarque basada en Heathrow llamada Lorn, y aquel torrente de correspondencia había cesado tres cartas después, antes de que ni siquiera se viera venir la consumación. (La última carta nunca daba signos de ser la última, notó; simplemente volvías la página y no había nada). Le pareció especialmente embarazoso que hubiera coincidencias en el tiempo, como cuando recibió la felicitación de San Valentín de una mujer mientras Síle empezaba a cartearse con otra en aquella fecha.
Las cartas la pusieron a la vez triste y eufórica: al pensar que había estado enamorada una y otra vez, y que la habían amado, que su corazón se había renovado tan implacablemente como una serpiente que cambiaba de piel. Ahora leyó en diagonal los frenéticos párrafos; no quería ir más lentamente y quedar seducida por el contenido. Las cartas eran como un enigma porque atrapaban momentos pero nunca explicaban lo que había pasado entre una y la siguiente para hacer que el amor y la ira estallasen o se desvaneciesen. «Te echo de menos todo el día y toda la noche», leyó en una nota mecanografiada a Kathleen en su tercer mes, y se sintió conmovida y algo asqueada.
Otras frases le saltaron a la vista, y lo terrible fue que no recordaba lo que significaban.
¡Que venga el 23!
¿Olvidarás alguna vez el momento en que se abrió la puerta?
Te guardaré un t.s.q.
Fui a la playa con D, muy noli me tangere.
Siempre tu Speranza.
Era como un código de guerra. Empezaba a asquearla, la ferviente opacidad de todo aquello.
Lo peor fue cuando encontró al fondo del archivador, bajo varios fajos de cartas, un par de bragas pulcramente plegadas que apenas parecían haber sido usadas. No tenía ni idea de quién eran, aunque sólo había cinco candidatas plausibles. ¿Qué tenía en común la Síle que guardó aquella pequeña reliquia con la Síle que amaba a Jude? ¿Era una Síle o un millón? ¿Era una imagen construida de capas de tiempo finas como el papel?
De repente pensó en el otro archivador, el de su disco duro, lleno con todos los e-mails que Jude le había enviado y los que había enviado ella misma. Pensó en un futuro terrible en el que tendría que leerlos (si las tecnologías eran compatibles) y someterlos a juicio, como si hubieran pasado a mejor vida.
Diciembre, y Dublín tenía color carbón, con las hojas convertidas en un amasijo de barro junto a las alcantarillas. En esa época del año solía comprar el árbol de Navidad en Smithfield, pero esta vez lo celebraría en el número 9 de la Calle Mayor (había intentado, una o dos veces cuando hablaba por teléfono con Jude, decir Irlanda refiriéndose a la de Ontario, pero le produjo un sentimiento de vértigo y, en cualquier caso, Jude tendía a asumir que Síle se refería al país, no al pueblo). Síle se forzó a imaginar su existencia cotidiana después del 15 de diciembre. Suponía que trabajaría en su modelo de negocio, y enviaría un montón de e-mails a sus amigos; igual hasta aprendía a cocinar. Habría tiempo para todo… tanto tiempo que no sabría qué hacer con él. «Basta de darle al coco, Síle». Ella y Jude hablaban mucho de todo aquello, haciendo especulaciones. Sería una nueva vida para las dos, eso lo sabía Síle, pero a pesar de todo se sentía sola: sólo una de ellas tenía que emprender aquel viaje.
Para enero o febrero como muy tarde, los bulbos púrpura empezarían a brotar bajo el manzano de su padre y en el alféizar de Deirdre. Pero entonces Síle estaría encerrada en el invierno de Ontario, que no cesaría hasta el calor de abril o mayo. La primavera era su estación favorita, e iba a mudarse a una parte del mundo donde duraba unos dos días.
—Deberíamos velarte —comentó su padre—; quiero decir, organizarte un velatorio.
—No me muero —replicó Síle con aspereza, aunque sabía que alguien con diagnosis terminal contemplaría la realidad con una mirada hambrienta, atenta, similar a la suya aquellos días.
—¿Es que no has oído hablar del velatorio americano? —le preguntó su padre—. En los viejos tiempos, en Roscommon, se celebraba la noche antes de que los jóvenes se marchasen en barco. Los emigrantes alcanzaban tal estado etílico que no les dolía la partida.
—¿Lo llamaban velatorio porque no esperaban verlos nunca más?
—Eso es.
—Pero yo volveré muy a menudo —dijo Síle sintiendo el sabor de la mentira en su lengua.
El montículo de «regalar» empezaba a parecer simplemente basura. ¿Cómo había adquirido Síle tantas cosas a lo largo de los años? Tubos llenos de pósteres que no recordaba haber comprado; boas de plumas algo raídas; ¡seis pares de tijeras! Llevó las cosas más gastadas a la tienda de San Vicente de Paul.
—En cuanto al resto, me estoy pensando hacer un pothüch —le dijo a Jael mientras paseaban por el Stephen Green, cargadas de compras navideñas en dirección al teatro donde les esperaba Yseult.
—Oh, no… —rezongó Jael—, eso siempre parece que significa «cinco ensaladeras con patatas y nada de postre».
—Que no —la corrigió Síle—, un potlatch es una fiesta en la Costa del Pacífico donde alguien regala todas sus posesiones.
—Ah, vale, entonces me quedo con el colgante de oro de Alan Ardiff.
—¿El qué?
—Ya sabes, el que tiene todas esas lentejuelas.
—Es de cobre, no de oro.
—Sigo diciendo que te arrepentirás de este gesto tan drástico —murmuró Jael, acelerando y pasándose las bolsas a la otra mano—. Tienes que admitir que cambiar trabajo y país y todo por una amante… digamos que a tu proyecto le falta diversificación.
—Lo que has dicho es lo que diría una señora mayor —la picó Síle—. Venga, irse a vivir con alguien siempre comporta riesgo, hasta cuando te quedas en la misma ciudad. Pones el corazón en sus manos. Pero ¿quién eres tú para decirme que no funcionará? Recuerdo el ataque de pánico que te entró en tu despedida de soltera, sacándome de los lavabos y gimiendo: «Síle, ¿cómo voy a estar satisfecha con una sola persona el resto de mi vida?».
Jael sonrió de una manera algo rara.
—Anton era el único irlandés que conocía que era más alto que yo.
—Te haces la cínica —jadeó Síle—, pero de hecho eres mi inspiración.
Jael se detuvo, se estiró y se puso una mano en el cóccix.
—¿Qué te pasa? —Síle se le acercó—. ¿Te ha dado una punzada?
Jael cabeceó. Había dejado las bolsas en el suelo; tenía la mano en la boca.
—¡Vamos, llegaremos tarde al momento estelar de Yseult haciendo de Dorothy!
—Eres tan inocente…
La frente de Síle se contrajo.
Jael habló exasperada.
—Es lo que me gusta de ti, Síle, tienes una especie de transparencia, un brillo, y nos ilumina a los demás…
—¿De qué hablas?
—Cuando me viste con Caitríona en la cafetería —dijo Jael—, ¿de qué crees que hablábamos?, ¿de presupuestos? —Un segundo después dijo—: ¿De declaraciones a la prensa?
Síle rebobinó la escena en su cabeza, las cabezas juntas, la rubia y la pelirroja. Se sintió tan mortificada que tuvo que apartar la cara.
—Quieres decir…
—Una persona no basta. —Jael pronunció aquellas palabras como quien dicta—. No para toda la vida.
—Dios mío…
—O igual soy yo. —Se encogió de hombros con brusquedad.
—¿Estáis…? Tú y Caitríona… ¿quiere que dejes a Anton? —preguntó Síle algo incómoda.
Jael casi soltó una carcajada.
—Ella también está casada, tiene gemelos que van a secundaria. Nadie va a dejar a nadie.
Síle tendría que haberse alegrado, pero sintió una punzada en el pecho.
—Parece que necesito algo extra. Algo mío —dijo Jael con voz ronca—. Sin eso, juro que no podría con todo: la casa, el marido, el trabajo, la niña. Igual necesito un secreto.
Síle asintió.
—Siento mucho pisarte las ilusiones, pero no soportaría que me tuvieras como un jodido modelo de comportamiento. Jael miró el reloj y recogió las bolsas.
—Venga, vamos; como no nos demos prisa, estarán a mitad del sendero de ladrillo amarillo.
Y las dos echaron a correr.
—Ajá, es cierto, me voy a vivir a Canadá —dijo a colegas y conocidos—. Voy a emigrar. —¿Cómo era, se preguntó Síle, que la palabra «emigrar» sonaba noble y trágica mientras que «inmigrar» era algo sórdido y desesperado?
Los inmigrantes tenían que demostrarlo todo, con documentos o testigos, o incluso con sus cuerpos: Shay le contó una historia terrible sobre mujeres hindúes que venían a encontrarse con sus prometidos en Gran Bretaña en los años setenta y se sometían a exámenes de virginidad en Heathrow. Cruzar fronteras, para mucha gente en el mundo, era algo peligroso: armas que quedaban atrás, el hambre que les esperaba, las pertenencias y los parientes que quedaban dispersos… No hacía mucho había leído sobre una mujer palestina que estaba de parto y que tuvo que dar a luz en unos arbustos cuando la pararon unos guardias israelíes; el bebé murió. Parecía no existir un límite a lo que la gente podía soportar para entrar en el país de su (quizá arbitraria) elección: extorsión, humillaciones burocráticas, que les escupieran en las calles… Una de las clientas nigerianas de Orla en la Irlanda de las Bienvenidas acababa de someterse a un aborto a manos de un curandero porque le aterrorizaba ir a Inglaterra en busca de uno legal con la solicitud de asilo sin resolver. Síle intentó no pensar en las peores historias, como la del camión de tomates llenos de polizones asfixiados.
Por teléfono, ella y Jude habían adquirido la costumbre de cerrar los ojos e imaginar que estaban en la cama juntas contando historias. Aquella noche, Jude contaba una de origen inuit sobre una muchacha llamada Sedna que vivía con su padre en el norte.
—Era tan hermosa que los jóvenes cazadores venían de todas partes para pedir su mano, pero ella pensaba que era demasiado buena. Entonces una primavera, cuando el hielo empezaba a romperse, un petrel apareció volando en la bahía y empezó a cantar para ella.
—¿Qué es un petrel? —preguntó Síle.
—Una especie de gaviota. Le cantó… —Jude puso una voz de misterio…— «Ven conmigo, hermosa Sedna, a la tierra de los pájaros, donde no hay hambre y donde no falta de nada. Mi tienda está hecha de pellejos suaves, y te vestirás de plumas; tu lámpara siempre estará rebosante de aceite y tu olla siempre tendrá carne».
—Uh… —dijo Síle—. Ecos de Tir-na-nOg. ¿Se queda tres semanas que resultan ser trescientos años?
—No es folclore celta —le advirtió Jude—. Y entonces Sedna se subió a la grupa del petrel y la llevó a través del mar. Cuando por fin llegaron, se dio cuenta de que la habían engañado: la tienda estaba hecha de piel escamosa de pescado, y lo único que tenía para comer eran espinas. Y se puso a cantar: «Padre mío, ven en tu pequeña barca y llévame a casa». Un año después llegó su padre.
—Por fin, ¡hurra!
—Mató a su amante petrel y con Sedna se marchó en la barca. Pero los otros pájaros descubrieron la muerte de su amigo y empezaron a llorar y gemir, y hoy día siguen haciéndolo.
—Ah —dijo Síle—. Es muy triste.
—Espera. Persiguieron la barca, y con las alas provocaron una terrible tormenta. Y el padre de Sedna la tiró por la borda.
—¿Que le hizo qué?
—Pero ella se aferró al borde, y él se sacó el cuchillo y le cortó los dedos, y ella se hundió. En cuando los petreles pensaron que había muerto, regresaron a casa y la tempestad amainó. Su padre volvió a subir a Sedna a la barca…
—¡Sin los dedos!
—… pero ahora ella le odiaba —dijo Jude—. En cuanto llegaron a su playa, se echó a dormir. Sedna llamó a sus perros y les dijo que le arrancaran a mordiscos las manos y los pies. El padre se despertó sin manos ni pies y empezó a soltar maldiciones; se maldijo a sí mismo, a su hija, a los perros y hasta a los petreles. Y la tierra se abrió y se los tragó a todos.
—Madre del amor hermoso… —profirió Síle cuando se produjo el silencio—. Las leyendas celtas son cursiladas en comparación. Lo único que hacen nuestros duendecillos es intercambiar sus bebés por los nuestros o agriar la leche. —Entonces añadió—: Es sobre la emigración, ¿no?
Jude se rió.
—La moraleja es: nunca te enamores de una extranjera y la dejes que se te lleve a su lejano país.
—Tú crees que todo es sobre emigración.
—¡Pero es que todo lo es! La semana pasada vi en la tele unas películas al azar, Casablanca, Viaje al centro de la tierra, El cielo sobre Berlín, Náufrago ¡y todas y cada una de ellas eran sobre cambiar un mundo por otro!
Al cruzar la calle entre Trinity College y Dame Street a toda prisa, con los brazos llenos de rollos de papel de embalar, Síle se detuvo en la isleta de tráfico y recordó un día también frío, veintisiete años antes, en el que ella y Niamh Ryan habían permanecido en aquel lugar y hablado. Cerró los ojos y volvió a aquel momento, contemplando las motas blancas caer y derretirse en las ondas naranjas de los cabellos de la muchacha. Los pies los tenía dormidos, como Lucy después de entrar en el armario y acabar rodeada de las nieves de Narnia. Ella y Niamh no habían sido amigas especialmente cercanas después de aquel día, y Síle no tenía ni idea de lo que había sido de ella desde los años del colegio. Síle había estado en reuniones diez años después, luego veinte, pero Niamh Ryan jamás había ido. Mejor, la verdad; seguro que sus cabellos no eran del color que recordaba Síle. Igual ya eran de un marrón rojizo, con mechones grises.
Aquellos días se sentía como si viviera en una película. Cada canción que escuchaba por la radio, cada canción al azar que salía de sus auriculares, formaba parte de la banda sonora de Las últimas semanas de Síle en Dublín. Mientras el autobús la llevaba a casa desde el aeropuerto, examinó cada tienda cutre y cada alcantarilla con porquería como si fueran algo precioso. A menudo estaba a punto de llorar, sin motivo; se sorprendió partiéndose de risa por un chiste chabacano sobre tres rubias que le contó un taxista. «Todos tenemos un pasado», le había dicho en julio a Jude en tono de reproche, «pero aferrarse al lugar donde sucedió es patético». Bueno, ahora Síle se aferraba como un bebé. Caminó por las calles del viejo Northside, los recuerdos iban y venían, y cada esquina era un lugar memorable. ¿La echaría de menos a ella Dublín, se preguntó? Y pensar que una vez había presumido de ser ciudadana del mundo sin raíces en aquel lugar. «Mi domicilio arbitrario, mi grano de arena».
—Nunca me creí el rollo aquel de ciudadana del mundo —le dijo Jude por teléfono—. Tengo clarísimo que tienes pasión por Dublín. Por eso me cuesta creerme que vayas a hacer esto.
—Me ayuda que lo entiendas —le contestó Síle.
—Claro que sí. «Respect desfonds», ¿te acuerdas? El contexto lo es todo, y te estás desprendiendo del tuyo. Me voy a tener que pasar el resto de la vida intentando compensarte.
Una gran calidez fluyó por todo el cuerpo de Síle.