Base de operaciones
Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 13.2
Por encima de Toronto, el capitán anunció «una pequeña borrasca». Síle se había tomado tres Baileys durante el curso del viaje, y se sentía estupenda. Durante el descenso, el viento golpeó la fina capa de metal de la cabina; por la ventanilla veía intermitentemente el oscuro anochecer de abril, ráfagas de nieve como escupitajos de un gigante furioso. El avión se sacudió, y el hombre que estaba junto a Síle resopló aterrorizado. Esto iba a ser divertido, decidió, especialmente dado que en Dublín no había caído un solo copo de nieve aquel invierno.
Aterrizar, tocar tierra, con una vibración extática.
Caminar por un aeropuerto desconocido siempre hacía a Síle sentirse como en la primera escena de Jackie Brown, una de sus películas preferidas (¿a ver qué otras películas tenían como protagonista una auxiliar de vuelo inteligente, maciza y de piel oscura?). Caminó deprisa, saboreando la ocasión de estirarse, consciente del movimiento de las caderas enfundadas en la falda. Su maleta de cuero rojo la seguía rodando. Se había arreglado el pelo en un moño estilo francés y se había aplicado un pintalabios llamado Fruta Magullada. El aeropuerto Pearson de Toronto consistía en alfombras grises y arte gigante; fuera de las cristaleras no veía más que nieve trazando espirales.
—¿Visita amigos? ¿Familiares?
—Mmm —respondió Síle a la oficial de fronteras con una sonrisa, casi sin respiración con sólo pensar en explicar el motivo de su visita.
—¿Y cuánto se quedará?
—Sólo el fin de semana.
Le escanearon el pasaporte y le pusieron el cuño (uno más entre muchos otros en sus gastadas páginas) y le dijeron que pasase. Cruzó la aduana pensando: «Que no me paren, que nadie me haga esperar un minuto o explotaré…».
Allí, al otro lado de la barrera, había una cabecita posada sobre una inmensa chaqueta acolchada. Síle se detuvo parpadeando. Jude no le espetó un saludo; simplemente levantó los dedos y avanzó hacia el hueco de la barrera. Llevaba el pelo muy corto, infinitamente suave. Síle había planeado besar a Jude con fuerza, labios y lengua en medio del gentío, pero ahora que el momento había llegado apenas se sintió capaz de darle la mano.
Jude le dio un abrazo. Síle quedó asfixiada por el relleno de plumas; era como estar envuelta en un nórdico. Pero en la espalda podía sentir el tacto fuerte de las manos de Jude y su respiración caliente en el cuello. Estaban obstaculizando el flujo de pasajeros que salían de la sala de recogida de equipajes.
—Hey —dijo Síle haciéndose a un lado—. Hola.
—Hola.
—O, cielos, te he dejado pintalabios en la mejilla.
—¿Sí? —dijo Jude sin hacer nada por quitárselo.
Síle recordó de qué iba aquello, por qué había recorrido toda aquella distancia. El corazón le palpitó con fuerza.
—Aquí estás. ¡A medio metro de distancia!
—A menos —puntualizó Jude acercándose para darle un beso de verdad—. Disculpas por el tiempo —prosiguió un minuto después—; parece que la primavera ha decidido no llegar. ¿Dónde tienes el abrigo?
—No te preocupes, esto tiene forro —dijo Síle subiéndose la cremallera de su impermeable.
Jude le miró los zapatos de tacón.
—Tenemos tormenta polar, y todavía no han echado sal en las carreteras. Podemos ir al Holiday Inn —añadió tras pensarlo un instante.
Síle frunció el ceño ante la idea de pasar la primera noche juntas en el Holiday Inn. Tomó a Jude por la muñeca delgada y cálida y murmuró:
—Seguro que eres una gran conductora.
Jude torció la expresión, recogió la maleta de Síle y empezó a caminar.
—Cuidado, que pesa.
—Ya veo, ya.
—Mira, tiene ruedecitas… —Pero Jude ya había cargado con ella. Síle la siguió entre el gentío, tratando de recordar dónde había metido sus guantes de cabritilla rojos. Al cruzar las puertas automáticas, un golpe de aire gélido casi la tumbó de espaldas. La nieve era una nube de alfileres que le golpeaba la cara, los oídos, los ojos. ¿Dónde había ido Jude? No esperaría que Síle caminase en medio de aquello. Sentía el aire gélido de la noche como cristales rotos en su garganta. Las manos le dolían. El viento ululante aplastaba el impermeable contra su cuerpo; habría dado igual que estuviera desnuda. «¡Apágalo! —pensó—. ¡Que pare de una vez!».
Un tirón en el hombro. El rostro de Jude dentro de un capuchón bordeado de piel.
—¿Dónde estabas?
—¿Dónde estabas tú? —replicó Síle con tono de niña.
—¿No llevas gorro?
—No creía que lo iba a necesitar. ¡Estamos casi en mayo! —Entonces se puso las manos bajo los sobacos, se colocó de espaldas al viento y bramó—: Oye, casi mejor que vayamos adentro hasta que amaine.
Jude cabeceó.
—No amainará. —Y se dio la vuelta sin entrar en discusiones.
Y a Síle no le quedó otra que seguirla, avanzando por el camino que conducía al aparcamiento, cubierto por varios centímetros de nieve. Jude seguía cargando con la maleta en lugar de arrastrarla; resultaba tan camionera que parecía ridículo. El coche resultó ser un Mustang blanco, ribeteado de óxido. Mientras Jude ponía el equipaje en el maletero, Síle fue a la puerta izquierda sin pensar, y entonces sintió que la exasperación se apoderaba de ella por comportarse como alguien que jamás había cruzado el Atlántico.
La calefacción chirrió desesperada.
—Disculpas por este cacharro —murmuró Jude, dando marcha atrás—, pero al menos es un modelo manual, así que cuando hay problemas generalmente los puedo solucionar.
Mientras se arrastraban por la autopista hacia la noche, siguiendo a cientos de viajeros, Síle se quedó sentada cubriéndose los oídos. Se había mojado los tobillos.
—No me han criado para este frío —comentó con un escalofrío irónico.
Jude no respondió. Estaba encorvada ante el volante, mirando con atención más allá de las luces del vehículo en busca de las señales y los carteles. TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A BRAMPTON. ¿Era aquella chica de verdad tan taciturna en persona, intentó recordar Síle, o se trataba simplemente de una actitud provocada por la copiosa nevada? Pero en definitiva, quizá no éramos más que una sucesión azarosa de cambios de humor.
—El clima aquí es fuente de diversión —dijo tan alegremente como pudo—. Podría haber muerto ahí en la terminal, ¿no? Si me hubiera equivocado de camino y me hubiera caído en la nieve o si me hubiera quedado esperándote demasiado rato. En mi país te podrías quedar toda una noche en una zanja y la cosa no iría más allá de un resfriado.
La mirada de Jude seguía fija en las tenues luces del Jeep que llevaba delante. No había otra señal de que se encontraban en una carretera, notó Síle. Tenían que haber salido de la autopista sin que ella se diera cuenta. Las señales estaban cubiertas de nieve y resultaban ilegibles.
—De hecho —empezó a decir Jude con voz ronca; se aclaró la garganta y prosiguió—; de hecho no hace tanto frío, gracias a la nieve.
Síle se quedó a cuadros.
—Eh… ¿eso que has dicho tiene sentido?
—Cuando hace demasiado frío no puede caer la nieve.
Ella asimiló aquella perspectiva tan optimista mientras la noche cerrada se cernía sobre ellas. La propuesta de ir al Holiday Inn ganaba en atractivo. Había visto ya cuatro coches que se habían salido de la carretera, uno de ellos boca abajo. Intentó distinguir si los pasajeros habían salido con vida, pero todo lo que atisbaba era nieve y negrura. La fila de coches siguió avanzando. Síle de repente se preguntó si realmente tenía una carretera debajo o si el coche que iba delante podría haberse salido hacia el campo desolado con el resto siguiéndole como si fueran lentos lemings.
Jude puso la radio, en busca de la predicción meteorológica, y en la media hora que siguió estuvo cambiando de emisoras crepitantes de interferencias que ofrecían soul, clásica, una mesa redonda sobre bandas urbanas y rock cristiano. Se le ocurrió a Síle que todavía no le había visto fumarse un cigarrillo. Igual no fumaba mientras conducía.
—¿Cómo tienes las piernas? —preguntó Jude de repente.
—Entumecidas hasta la rodilla, ya que preguntas.
Jude giró los mandos de la calefacción.
—¿Mejor?
—Pues no…
Se volvió y extrajo una manta del asiento trasero.
Síle intentó sentirse agradecida por aquel gesto de cortesía, mientras se envolvió las piernas con la tela áspera y húmeda. En un momento dado sacó su artilugio y le dio al botón para encender la pantalla. Eran las 8.39 en algún lugar de aquella inmensidad cubierta de nieve y perdida de la mano de Dios. «Distancia a la ciudad de Dublín, 5287 kilómetros». Casi las dos de la madrugada en Stoneybatter, donde Síle podría haber estado metidita en su cama de cobre cubierta con sábanas de algodón egipcio.
No había notado que el Jeep que llevaban delante se había desviado, pero no se le veía por ninguna parte; el Mustang se había quedado solo. Delante de ellos sólo se extendía una blancura amenazante iluminada por los focos, con algunos débiles copos de nieve que seguían cayendo.
—Ya falta poco —murmuró Jude.
Y aquélla fue toda la conversación en la media hora siguiente. Por lo general no había silencio que se resistiera al verbo de Síle, pero aquella noche tenía demasiado frío y se sentía decepcionada; estaba lista si pensaba que iba a hacer ella todo el trabajo. «¿Cómo pude pensar que me gustaba esta mula campestre que no tiene nada que contar ni nada de qué hablar?».
Se detuvieron a un par de manzanas de un cruce, bajo una tenue luz callejera.
—No nos habremos quedado sin gasolina… —dijo Síle.
—No, hemos llegado. —Jude salió a la oscuridad, dando un portazo tras ella.
Síle estaba sola, mientras la piel de su garganta, muñecas y rodillas se contraía en el aire gélido. Teóricamente ya sabía que no habría montañas ni río, pero por primera vez comprendió que la aldea de Irlanda no eran más que cuatro calles silenciosas. Tenía seiscientos habitantes, pero ¿dónde se habían metido? Habían tardado casi cuatro horas en llegar al verdadero culo del mundo.
Jude volvió a abrir la puerta para explicar:
—No puedo dejarlo delante de casa hasta que quite la nieve.
Cuando Síle salió, la nieve le llegaba a las rodillas. La sintió increíblemente mojada y fría penetrándole las medias. Se lanzó en pos del bulto oscuro en que se había convertido Jude. Los copos de nieve se le posaban en los párpados. En un momento determinado casi perdió uno de sus zapatos en un montículo, pero se recordó a sí misma lo que le había costado y volvió a calzárselo.
Jude la esperaba fuera de una de las casas, con las manos bajo los brazos.
—Pronto entrarás en calor —aseguró. Síle apretaba los dientes con fuerza.
En el baño del piso de arriba se golpeó la cabeza con el techo bajo. Todo estaba en francés además de en inglés, notó: el champú, la pasta de dientes…
Pasos lentos en las escaleras. Vio a Jude en el umbral.
—Seguro que ahora mismo me odias.
—Exacto —dijo Síle. Continuó frotándose las piernas desnudas con la toalla almidonada, consciente de cómo Jude se fijaba en ellas.
—Necesitas un buen baño caliente.
—No, siempre me ducho —afirmó Síle—. Es mucho más rápido.
Por fin, ahí estaba. La sonrisa torcida que Síle había estado guardando en su memoria desde principios de año.
—¿Y por qué tienes prisa? —preguntó Jude. Llenó la bañera hasta los topes, comprobando la temperatura mientras Síle esperaba sentada en el retrete con la tapa bajada, sintiendo de repente el profundo cansancio. Finalmente, Jude abrió una caja y echó lo que parecía un puñado de polvo.
—¿Qué es eso? —preguntó Síle.
—Copos de avena. —Jude cerró los grifos, que emitieron un crujido anticuado.
«¿Copos de avena? He viajado marcha atrás en el tiempo —pensó Síle—. Estoy con los jodidos amish, como Harrison Ford en Único testigo».
A solas, se sumergió en el agua sedosa y enturbiada hasta que le cubrió el estómago, los pezones, la barbilla. El calor le hizo palpitar las extremidades. Se sintió como si se estuviera ahogando.
Cuando emergió se envolvió en la toalla y se sintió más dispuesta a asimilar su entorno. Mucha madera sin recubrir; aire cálido que surgía de una rejilla de hierro en el suelo. Se detuvo en la estantería de madera tallada, y recorrió con el dedo los títulos de los libros que contenía: Hermanas en las praderas, La trilogía de los Donnelly, Quién ha visto el viento, Viaje mortal a Wisconsin, y toda una estantería de alguien llamado Pierre Berton. La primera habitación a la que se asomó tenía un aspecto impoluto y un florero junto a la cama; seguro que era la de la madre. La siguiente puerta estaba abierta de par en par, y su maletín estaba allí, de manera incongruentemente eficiente, junto a una mecedora, sobre la alfombrilla. Doblado en la cama había un pijama de algodón a rayas. Síle se había traído su camisón de seda, pero en un impulso se puso el pijama y se arrebujó debajo del enorme y grueso nórdico. Se preguntó adonde había ido Jude. Fuera fumándose un cigarrillo, imaginaba.
Eran las dos de la madrugada en Irlanda, ¿o quizá las tres? Los párpados empezaban a cerrársele cuando apareció Jude en el dintel con un tazón humeante.
—Una manzanilla.
—Perdona —dijo Síle—, pero no soporto la manzanilla.
La chica dejó el tazón y se sentó junto a ella en el borde de la cama.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
Jude dio un sorbo a la manzanilla.
El silencio empezaba a hacerse raro, y Síle dijo:
—Te he traído un regalito —señalando hacia la bolsa de la tienda del aeropuerto depositada en la mesa.
Jude sacó dos grandes cartones de cigarrillos.
—Siempre me he negado a comprar canutos mortales a mis amigos, pero esta vez decidí hacer un gesto para compensar por haberte regañado en Heathrow. Cuando encendiste uno en la cinta de equipajes.
Jude soltó una risa ronca.
—¿Qué? —preguntó Síle—. ¿Me he equivocado en la marca?
Jude se le acercó y sus labios precisos y fuertes la besaron.
Síle se la quedó mirando.
—No sabes a tabaco.
—Justo.
—¡No me lo puedo creer!
—Desde ayer a medianoche me he estado cepillado los dientes un montón de veces, por hacer algo.
—¿Y todo por mí? —dijo Síle maravillada—. ¿Has dejado de fumar por mí?
Jude se encogió de hombros.
—Simplemente has sido… la ocasión.
Síle sonrió con una elegancia felina.
—Por eso estabas tan taciturna esta noche. ¡Tienes síntomas de abstinencia!
—¿Taciturna?
—Ya sabes lo que quiero decir. Llevarme sin soltar palabra, como si fueras la escolta de una prisionera…
—Me concentraba en la carretera. El camino ha sido duro. —La voz de Jude era sombría, pero su boca se retorcía con una sonrisa—. Y en cuanto a ti, que te presentas en plena nevada con zapatitos de tacón y un estilizado impermeable…
—¿De quién es el pijama? —preguntó Síle por cambiar de tema.
—Mío —respondió Jude mirándola con sus ojos de un azul transparente.
—Es muy suave. ¿Entras? —dijo Síle dando unas palmaditas al nórdico.
Jude apagó la luz antes de desvestirse.
—Sangre puritana, ya sabes —murmuró.
Síle escuchó los tenues sonidos de la ropa mientras era depositada en una silla. Entonces la cama crujió cuando Jude se metió en ella. Síle se retrepó hacia atrás hasta que su espalda tocó el pecho caliente de Jude. La muchacha estaba totalmente desnuda. «Se ve que lo de la sangre puritana tiene sus límites». Era extraño, pensó Síle; hasta aquella noche nunca se habían abrazado, no conocían las curvas y ángulos de la otra… pero por fin ahí estaban; así, encajadas, aquélla era la única manera de dormir en una noche invernal de abril.
De repente, se sintió feliz de que hiciera tanto tiempo desde que tuvo sexo con una persona que no fuera ella misma. Demasiado para verse asediada por recuerdos. «Me tendré que quitar el pijama —pensó somnolienta—. La primera vez siempre es crucial. No puedo llevar el pijama puesto cuando me abalance sobre ella de un modo memorable».
—Cielos —musitó—, el frío realmente hace que se agradezca otro cuerpo.
—En la Biblia hay algo al respecto, de hecho.
—Siempre lo hay…
Jude le citó al oído:
—Si dos yacen juntos, tienen calor, pero ¿cómo puede uno calentarse solo?
Síle se quedó quieta, pensando en una réplica ingeniosa, decidiendo sus movimientos.
Pero cuando volvió a ser consciente era de día y un alegre sol amarillo bañaba la cama de un resplandor ígneo.
El sol en sus ojos, amarillo limón en los hoyuelos de sus rodillas y sus codos. No había motivo para la preocupación. Síle y ella supieron qué hacer como si la información hubiera estado codificada en sus genes. Hubo jadeos bruscos y gritos. Las dos quedaron tan enredadas en los cabellos de Síle que ella tuvo que echarlo por detrás del cabezal. Aquello era el número de la suerte, un banquete de diez platos, una máquina tragaperras de frutas en la que —cling, cling— las monedas no hacían más que salir de la ranura.
Se quedaron tendidas recuperando el aliento, con los dedos entrelazados.
—La primera resina es siempre la más dulce —recordó Síle.
La risa de Jude se convirtió en una tos áspera. No era justo que sólo cuando una dejaba de fumar los pulmones se resintiesen. Jugueteó con la delicada cadenita de oro que rodeaba la cintura de Síle.
—Me resulta extraño —dijo Síle—. Nadie la ha tocado desde hace mucho tiempo. Era de mi madre; la llaman aranjanam.
Jude repitió las sílabas, corrigiéndola Síle hasta que lo pronunció correctamente.
—¿No la tocaba Kathleen? —preguntó. Siempre había fantasmas en torno a una cama; casi era mejor invitarlos a entrar, empezar a hacer las paces con ellos.
Síle la miró a los ojos.
—Desde hace algunos años, no.
«¡Fantástico!». Pero Jude sólo articuló aquella palabra para sí, y logró mantener la expresión seria. Pensó en decir algo como «qué horror», pero sería algo cutre triunfar sobre una enemiga derrotada.
—¿Te la quitas alguna vez?
Síle meneó la cabeza.
—Aunque un día de estos voy a tener que hacerla más larga. Cada vez que voy a Kerala, mis parientes me dicen que parezco la reencarnación de Sunita, pero sigo sintiéndome como una extraña allí. Si mamá hubiera vivido lo suficiente como para criarnos a mí y a Orla supongo que seríamos mestizas culturales, pero de hecho somos irlandesas de piel tostada. Nunca me he acostado con nadie que no sea blanca como el papel. ¿Y tú?
—Bueno, Rizla es un mohawk…
—Claro, no había contado a los tíos —dijo Síle con una mueca de ironía—. Pero una cosa sí me ronda la cabeza: me has dicho que no has tenido novias serias…
Jude se encogió de hombros.
—Bueno, las cosas empiezan pero acaban convirtiéndose en amistad, si es que queda algo. No creo tener miedo al compromiso…
—¡Por supuesto que no! Tu trabajo, tu pueblo de mala muerte…
—Soy pragmática, supongo —le dijo Jude—. Si no es el gran romance, no veo por qué comportarme como si lo fuera. —Una pausa—. Y hasta ahora nunca lo ha sido.
Los ojos de Síle eran naranja oscuro.
—Uf… ¿No es demasiado para una primera cita?
Por toda respuesta, Síle trepó sobre ella y le puso la lengua tras el lóbulo de la oreja. De nuevo se pasó al sudor y a los ruidos, y Jude se olvidó de lo mucho que había deseado fumarse un cigarrillo. En cierto momento sintió humedad en el lado de su cuello y le pasó por la cabeza la absurda idea de que le había reventado una vena. Pero entonces Síle levantó su rostro y estaba salpicado de lágrimas.
—¿Qué sucede? —dijo Jude preocupada—. ¿Te pasa algo?
—Nada —gimoteó Síle. Lamió su propia agua salada de la clavícula de Jude—. ¿Nunca te han derramado lágrimas en la cama?
Jude cabeceó.
—Cachorrito. —Síle se dejó caer de espaldas, con el pelo como una hiedra negra extendido sobre el pecho de Jude—. Entonces, ¿qué te parece, el gran romance? —preguntó un minuto después.
—No diría exactamente que me gusta —dijo Jude—. Es un poco como ser Bélgica.
—¿Bélgica? —Replicó Síle con un grito desafinado.
—¿No estaba siempre siendo invadida por ejércitos extranjeros?
—Ah. Siempre con la historia.
—Mi vida ya no es mía —dijo Jude, fingiendo belicosidad.
—«Poscontacto», como decís en la profesión. —Síle rió—. No me culpes a mí.
—Te culpo. A ti y al finado George L. Jackson.
Síle se apoyó en un codo.
—Encendí una vela en su honor el otro día en una iglesia gótica de Viena.
—A partir de ahora siempre te asociaré a la muerte. En sentido positivo —añadió Jude, y Síle respondió torciendo el gesto—. Memento morí, y todo ese rollo. ¿Sabías que dibujaban una calavera en las jarras de cerveza para que cuando te la acabases recordases que ibas a morirte algún día?
—No creo que una cosa así tenga mucho éxito en Ikea.
—Así que, cuando recuerdo cómo nos conocimos, siempre me viene a la mente que hay que atrapar el momento.
—O a la irlandesa.
—Eso mismo. —Jude rodeó con sus manos la cadera de Síle y la apretó como una serpiente.
—¿Te das cuenta de que esto no lleva a ningún sitio? —dijo Síle con una voz indecentemente esperanzada.
—¿Por lo de vivir a cinco mil kilómetros?
—Cielos, eso suena aún peor que tres mil millas.
—Creía que en Irlanda utilizabais el sistema métrico decimal.
—Bueno, en teoría, pero todavía utilizamos millas en la conversación y pedimos pintas —explicó Síle—. Pero sí, me refería a la distancia y al asuntillo de una diferencia de catorce años…
—Eso no tiene por qué importar —dijo Jude—. La gente siempre dice que tengo cabeza de persona vieja bien puesta sobre hombros jóvenes.
Síle hizo una mueca.
—Son dos generaciones, musical y demográficamente. Yo soy del final del Baby Boom y tú eres de la Generación Y.
—Puedo decir en mi defensa que sé tocar «Scarborough Fair». ¿No podemos fingir que nací en los sesenta?
—¿Tocarla con qué?
—Guitarra —dijo Jude—. No hay nada que parezca más de los sesenta.
Síle dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¿Cómo es que no me habías dicho que tocabas la guitarra?
—No soy muy buena.
—Lo suficiente como para tocar «Scarborough Fair», así que se trata de una mentira por omisión. —Extendió la mano para tomar los dedos de Jude y los frotó—. Callosidades; claro, tenía que habérmelo imaginado —murmuró.
—Perdón, ¿te han…?
—Me gustan —dijo Síle con una mueca—. Bueno, ¿qué otras cosas me faltan por saber de ti?
—Un cuarto de siglo, por lo menos.
Mucho después, cuando Síle estaba en la ducha, Jude dejó la cabeza colgando del borde del colchón. Su cuerpo se sentía empapado, abotargado. Se notaba somnolienta y estaba extática a la vez. Tenía un poco de dolor de cabeza, por la falta de nicotina, suponía (Gwen le había sugerido parches, pero Jude prefería hacer aquellas cosas a su manera). Rodó sobre el estómago y miró debajo de la cama. Había pelusas y un lápiz, y un par de delicados zapatos de tacón de ante con marcas de agua.
Abajo, frotó las manchas más visibles con fluido desalinizador. Llevaba los zapatos de nuevo arriba cuando Síle apareció al final de la escalera envuelta en una toalla.
—Ven aquí, preciosa —dijo empezando a descender.
Jude cabeceó, retrocediendo.
—Trae mala suerte cruzarse en las escaleras.
—¡Otra no!
—Puedes llamarlo superstición o sentido común.
—Y yo pensando que no podías apartar la mirada de mí.
—Eso también —dijo Jude palpando y besando los pezones oscuros de Síle, uno después del otro.
Síle se puso una falda marrón de piel, un suéter de seda y un echarpe de angora… una palabra que Jude sólo aprendió aquel día y no podía imaginar cuándo volvería a utilizar. De la cueva del tesoro que era su maleta, sacó un puñado de joyería de oro; de llevarla cualquier otra persona habría parecido demasiado. Al sentir la mirada de Jude sobre ella, sentenció:
—Los nómadas siempre llevan su riqueza encima. Igual no tienes ni joyas. Nunca he conocido a nadie que lleve menos cosas puestas. Camisa, vaqueros, bragas…
Jude se miró a sí misma.
—Cinturón, calcetines… no necesito más.
—Perderías al strip póquer. —Síle examinó la navaja suiza que colgaba de una hebilla del cinturón—. ¿Sabías que el comprador medio la pierde a los tres días?
Ella rió.
—La mía me la regaló mi tío Frank cuando cumplí ocho años.
El beso que siguió duró tanto que Jude pensó que podía caerse.
—¡Aliméntame! —rugió Síle en su oído como si fuera un oso.
Tomaron el «Desayuno voraz» del menú del Garage, donde Jude presentó a Síle a la camarera Lynda, al dentista Johan y a Marcy, la agente de viajes de la ciudad y editora web…
—Tuvo que buscar alternativas cuando la panadería se fue a pique —susurró Jude al oído de Síle. Lucian y Hugo, de la casa de huéspedes Oíd Station, llevaban a su hurón Daphne atada a un pequeño arnés, y querían saber qué le parecía a Síle aquel «Dominio de Su Majestad».
—Me alegra saber que no eres la única gay de la ciudad —murmuró a Jude—. ¡Tanto apretón de manos y que te pregunten por la salud y la felicidad es como de Aquellos Tiempos! Tiene que costarte medio día recorrer la calle. En Dublín simplemente asentimos y balbuceamos «holaqueay». Anda, mira, una devota papista —comentó al ver entrar en la cafetería una muchacha embarazada con una camiseta que llevaba escrito «Nuestra Señora de la Paz».
—En realidad, se trata de un grupo musical —le explicó Jude divertida. Y en voz alta—: Hey, Tasmin. Síle, ésta es la sobrina de mi amiga Gwen… —Cuando la muchacha había salido con el café y los donuts, Jude añadió—: En el paro, bulímica y sale de cuentas en julio. Sus padres se están subiendo por las paredes.
En la mesa contigua, unos granjeros debatían si dar de comer al ganado tarde ayudaría a evitar que las corderas parieran de noche: Síle alucinaba.
Jude pagó en el mostrador.
—Arregladito, hasta ahora —dijo la minúscula y arrugada señora Leung.
—Esa expresión me parece encantadora —comentó Síle al salir—. Da por sentado que todos volverán a encontrarse antes de que llegue la noche. ¿Es china?
—De Hong Kong.
—Recuerdo el sentimiento de ser los únicos étnicos en la ciudad —dijo Síle con un pequeño escalofrío—. No podías ni hurgarte la nariz por si los vecinos llegaban a la conclusión de que «todos os hurgáis la nariz continuamente».
Caminaba de manera sexy, pensó Jude, incluso en aquel viejo par de botas de nieve de Rachel Turner que había escapado de la purga. «Síle O’Shaughnessy aquí, en la Calle Mayor —dijo para sí, incrédula—, aquí, ahora».
La luz en los montículos de nieve recién caída daba un brillo traslúcido a los bordes, y las tuberías y aleros goteaban musicalmente.
—Ésta era la clínica de los Petersons antes de que se jubilasen —comentó Jude deteniéndose ante una casa de piedra caliza de dos pisos—. Cuando el negocio de muebles de papá se vino abajo, contrataron a mamá como recepcionista, aunque no tenía experiencia. Después de la escuela yo pasaba el rato leyendo en la sala de espera.
—Puedo imaginarte ahí, meciendo tus piernecitas —dijo Síle—. ¿Petos?
—Siempre.
Primero llevó a Síle a conocer la oficina del museo.
—Los especialistas de archivos tienen un principio que se llama «respect desfonds» —le dijo desde lo alto de una escalerilla crujiente—, y eso significa que tienes que respetar la procedencia de cualquier objeto… su origen.
La frente de Síle se arrugó.
—Como por ejemplo…
—Por ejemplo esto. —Jude descendió con un cartapacio y desató el cordel—. Los diarios de la señorita Anabella Gurd. Es una de mis piezas preferidas.
—Guau —murmuró Síle inclinándose sobre las frágiles páginas.
—¿Ves este recorte sobre la moda de los miriñaques? —Había sido pegado de manera descuidada, el papel estaba arrugado—. La procedencia exige que no lo arranques y lo metas en un archivo llamado Moda. Lo tienes que dejar aquí, porque nos dice que a la señorita Gurd de Irlanda, Ontario, le preocupaba su ropa interior el 13 de diciembre de 1857.
—El contexto lo es todo —sugirió Síle.
—¡Exacto!
Fuera de la escuela, Jude tuvo que forcejear con el candado.
—La primera vez que vi el interior fue cuando unos chicos y yo entramos por una ventana en secundaria. Estaba totalmente en ruinas, y olía a rayos.
—Pues ahora es precioso —dijo Síle entrando y levantando la cabeza para contemplar las pulidas vigas y las fotos ampliadas sobre las paredes pulcramente blanqueadas, pasando los dedos por la parte trasera de un escritorio—. «La zona en la que se encuentra consistía en un millón de acres de terreno salvaje sin caminos, posiblemente habitado por primera vez por la tribu de los Fluted Point (9500-8200 a.e.c.)» ¿A.e.c.?
—«Antes de la era común». Es la expresión políticamente correcta que equivale a «antes de Cristo».
Examinó los instrumentos de granja y utensilios de cocina, trajes colgados del techo con cordeles invisibles.
—Ya me temía que estaría lleno de maniquíes siniestros.
—¡Uf! La cruz de los pequeños museos. No. Prefiero las cosas reales. Como… ¿A que no imaginas lo que es esto? —Jude le mostró unas pinzas de hierro.
—¿Un instrumento de tortura?
Respondió con una mueca.
—Mira que eres católica. No. Sirve para trocear bloques de azúcar. Pero escucha, no voy a poder hacerte la visita completa o se nos irá tu último día. —Desde que habían salido de casa no dejaba de oír pasar los minutos.
Fueron a un área de conservación cerca de Stratford. Al salir de Irlanda adelantaron a una camioneta roja en un estado lamentable y Síle preguntó:
—¿Y eso que has hecho?
—¿El qué?
—Le has hecho un gesto con la cabeza y luego has levantado dos dedos del volante.
Jude no se había dado ni cuenta.
—¡Ah! Es el saludo de aquí.
—¿Y si no son de aquí? ¿Qué pasa si no reconoces el coche?
—Entonces ponemos una expresión asesina —dijo Jude impávida.
Recorrió con la mirada los campos manchados de nieve como con ojo extranjero. ¿Qué vería Síle? Pasaron huertos de manzanos bajos y retorcidos, tensos ante la llegada de la primavera, y casas altas con imponentes entradas cubiertas por filas de cedros, que parecían repudiar cualquier conexión con la tierra. Un granero desdentado se desintegraba en una explosión de gris plateado; había otro, rojo y enorme, con un techo en el que se leía: «CROWLEY FARM CELEBRA sus 150 AÑOS», y otro que decía, inusualmente:
«VAN HOPPER E HIJA».
—Es todo tan llano… —comentó Síle—. No me extraña que tengan que utilizar nombres tan poco imaginativos como Camino de 13 millas o… —levantado el cuello, leyó el siguiente signo—: ¡Ruta 28!
—El camino por el que vamos lo construyó uno de mis héroes, el Coronel Van Egmond, en medio de la pradera, y llega hasta el lago Hurón. Convenció a las familias de lugareños para que construyesen posadas, y así los viajeros podrían tomarse su potaje de buey y su cafelito, y hacía de intermediario entre las protestas de los colonos y sus jefes.
—Seguro que no se ganó un ascenso.
—Me temo que no. En 1837 se unió a la Rebelión y murió en la cárcel. —Deslizó la mano derecha por la cascada de cabellos de Síle y la mantuvo ahí.
Pasaron por un silo con una torreta cilíndrica a rayas rojas y blancas.
—Mira, un condón gigante —murmuró Síle, leyendo la mente de Jude. Leyó con cierta excitación cada nombre irlandés que veía: Dungannon, Birr, Monte Carmelo, Clandeboye, Listowel, Donegal, Newry, Ballymote…
—En fin, ahí tienes signos de inmigrantes nostálgicos —dijo Jude—. También tenemos Zurich, Hanover, Heidelberg…
Pero lo que más distrajo a Síle eran los carteles que se sucedían junto a la carretera. Aparentemente, en su país los comercios y las iglesias nunca exhibían frases populares con letras dispuestas irregularmente.
—¿Por qué? ¿No es legal? —preguntó Jude.
—No creo que se les pase por la cabeza a los cínicos irlandeses. Ponemos carteles para vender cosas, pero no suministramos consejos sobre la vida. Mira ésa… —Buscó frenéticamente su artilugio cuando pasaron uno que advertía: «QUIEN DICE LO QUE NO DEBE PUEDE PAGARLO CON UNA BOFETADA EN LA BOCA».
—¿Las coleccionas?
Síle asintió, tecleando a toda velocidad.
—Las enviaré a mis amigos por e-mail.
—Van a pensar que los canadienses somos tontos —dijo Jude con tono infantil.
—No, no. Cada país tiene sus peculiaridades.
Síle volvió la cabeza de repente al pasar una iglesia color blanco hueso en cuyo cartel podía leerse: «DIOS TE AMA, TE GUSTE O NO».
—¡Qué miedo!
La siguiente decía: «CULTO SOL LOS DOMINGOS A LAS 11 TODOS BIENVENIDOS».
—Tiene que ser «culto sólo» —dijo tecleando a toda velocidad—, a menos que todos… cómo se dice, ¿en bola picada?
—En pelota picada —respondió Jude con una mueca.
—… y cantan Aleluya al retorno del sol. Los cultos solares tendrían sentido aquí, con inviernos tan largos.
—Mira, junto a ese tenderete de melocotones, ahí hay uno divertido: «LA NOSTALGIA YA NO ES LO QUE ERA».
—¿Melocotones? Vamos a por unos cuantos —dijo Síle revolviéndose en su asiento.
—Pues tendremos que volver en agosto.
—Claro, seguro que son de aquí.
—Eres tan ciudadana del mundo que no sabes ni dónde estás —se burló Jude.
En el aparcamiento del vivero, Síle salió del coche como una dama, con los pies juntos. Jude señaló que la nieve estaba teñida de azul: cristal roto desperdigado por el armiño. Fue delante, con el trineo bajo el brazo; pisó los baches que habían dejado visitantes anteriores o se hundió en la nieve reciente, a veces resbalando. Todo destellaba demasiado como para ver con claridad, pero a lo lejos había un poco de niebla; confundía la vista. Se volvió y el rostro brillante de Síle le respondió con una mueca.
—Es difícil ser elegante en la nieve, ¿verdad? —dijo Síle—. Lo único que se puede hacer es dar zancadas pesadotas como un niño de tres años. Y la nariz no deja de gotearme, y casi no te oigo con tantas bufandas y capuchas. Pero el aire es estupendo. Campos nevados. De pequeña llamaba así a las nubes, cuando el avión las atraviesa y todo se vuelve superblanco.
Jude tomó un sendero estrecho a través del arbolado. La nieve crujió bajo su bota.
—No hay nada como sentirse lejos de otros seres humanos, en medio de la inmensidad, ¿verdad? —preguntó Síle—. Normalmente llevaría puestos los auriculares cuando paseo; es raro no tener una banda sonora. Todo está tan tranquilo…
Jude quiso echarse a reír.
—¿Es un petirrojo? Oh, no, por supuesto, los petirrojos americanos son mucho más grandes. Quiero decir petirrojos canadienses. Creo que son ferozmente territoriales, al menos la variedad irlandesa.
Jude esperó hasta que Síle la alcanzó, luego le puso la manopla en la boca.
—¿Qué pasa? —dijo Síle a través de la mordaza.
—Un momento de silencio.
—¿Para qué hemos nacido con lenguas si no es para hablar?
—Por ejemplo para besar.
Jude se lo demostró. Un cuervo dejó escapar un graznido ronco.
Medio minuto más tarde, Síle dio un paso atrás, desafiante.
—En el colegio solía ganar competiciones de hablar en público; te daban una palabra… «moda», por ejemplo, o «manzanas»… y tenías que hablar de ello cinco minutos sin repetirte.
—Eso lo explica todo —dijo Jude con una carcajada.
Había olvidado lo revitalizante que podía ser el frío, pellizcándola en las muñecas, en el cogote. Salieron a un pequeño estanque, con las orillas blancas ribeteadas de tallos naranjas. Jude se quedó mirando las vetas de nieve blanca en el hielo gris verdoso y se preguntó si la capa sería fina, debido al reciente deshielo, o si sería sólida hasta el fondo.
Una mano enguantada se deslizó en el bolsillo de Jude.
—¿Echas de menos un pitillo?
Jude expiró con fuerza:
—Ya que lo mencionas… daría todo lo que hay en mi cuenta bancaria por uno.
—Oh, cariño. —La palabra sorprendió a Jude, pero sonaba extrañamente natural—. ¿Y cuánto es eso?
—En realidad sólo 75 dólares —admitió Jude.
Síle rió.
—Y las facturas de teléfono seguro que no ayudan.
—Nunca he gastado dinero tan a gusto. Además, dejar de fumar me va a ahorrar una fortuna.
—¿De verdad lo hiciste por mi visita? —preguntó Síle coqueta—. Bastaba con que fumases en el porche un par de días.
Jude se encogió de hombros.
—Siempre tuve la intención de dejarlo antes de los veinticinco, así que ya voy con retraso. Y a mamá le habría gustado; siempre lo llamó «tu vicio asqueroso». —Desprevenida, las lágrimas le inundaron.
—Cuidado, se te podrían helar los ojos —susurró Síle, sacándose una manopla para secar la cara de Jude con la palma de la mano—. Seguro que habría estado encantada. Que está encantada —se corrigió— porque ve que vas a llegar a centenaria.
Jude cubrió la cara en la nube oscura de pelo que asomaba de la capucha de Síle.
—Hora del tobogán —anunció.
Al regresar a casa, Jude abrió el garaje para enseñarle a Síle su motocicleta.
—¡Ooooh! —exclamó Síle poniéndose en cuclillas para fijarse en las elegantes curvas de los tubos de escape—. Seguro que esto te ha costado cinco veces más que tu coche.
—Algo así. Es una Triumph de 1979: el año en que nací. —Jude acarició el refulgente lacado—. Mi tío Frank le hizo unos arreglos, la montaba cada día entre mayo y octubre, hasta que la artritis se hizo tan grave que tuvo que mudarse a Florida, cerca de papá, y dejó a esta criatura conmigo. Has llegado un par de semanas demasiado pronto para que te lleve de paseo —añadió con pesar.
—La próxima vez —dijo Síle, y el pulso de Jude golpeó con gozo. Jude calentó un gratín de chirivía, que inundó la cocina con fragancia de cebolla y salvia—. Ah, ¿no quieres escuchar las noticias?
Síle cabeceó perezosa.
—Este fin de semana no. ¿Te das cuenta de que ni siquiera he comprobado mis mensajes?
—No lo había notado. Pero ahora que lo mencionas, no salgo de mi asombro.
—Bueno, si tú puedes contenerte, también puedo yo…
—Todavía no me creo que esto sea real.
—Yo sí —dijo Síle, con las manos firmemente en las caderas de Jude, atrayéndola hacia sí—. No eres una fantasía: nunca he conocido a nadie tan «aquí y ahora».
En la cama se les hizo de noche sin que ninguna de las dos lo notara. Estaban destrozadas, les dolía todo y la sábana estaba arrugada y hecha un guiñapo. Jude encontró una marca en el nudillo del índice de Síle.
—¡Ajá! —exclamó—. Ahora sí te reconocería en cualquier parte.
Jude se sintió ridículamente nerviosa cuando avanzaron pesadamente por la Calle Mayor de la mano, en dirección al cruce.
—Me recuerda a Narnia —dijo Síle entre dientes—: una farola y un montón de nieve.
Había una docena de habituales en «la charca del pato».
—¡Jesús! —canturreó Rizla—. Las recién casadas se han decidido a salir de la camita.
—¿Recuerdas que te prometí presentártela si no te comportabas como un imbécil? —le dijo Jude al oído.
Él la apartó, tomó la mano de Síle en su zarpa carnosa, le ayudó a quitarse la chaqueta e insistió para que se sentara en su taburete.
—Adelante, mi culo gordo ya lleva bastante rato sentado.
Síle cruzó las seductoras piernas, a pesar de las botas prestadas, y le miró sonriente. Vestida con una falda de colores vivos y chaquetilla rajastaní con abalorios, destacaba en medio de la ropa práctica que los otros clientes llevaban, además de por ser el único rostro sudasiático en el pueblo.
—Dave —dijo Rizla—, te presento a Síle O’Shaughnessy, de Dublín, Irlanda.
El camarero saludó con una sonrisa cauta.
—Lo que tú digas, Riz, tío. ¿Qué será? Tengo Sleeman’s, Upper Canada…
—La verdad, Dave —dijo Síle, endureciendo el acento al apoyarse en la barra— es que no soy muy de cerveza. Lo que me gustaría es un Martini de chocolate, si no es mucha molestia.
—¿Martini de chocolate?
Rizla levantó las cejas en dirección a Jude.
—Se hace con crema de cacao, ya sabes —apuntó Síle.
—Tengo que mirar en el almacén —dijo Dave abstraído.
En su ausencia, Jude dijo a Síle que igual tenía que conformarse con un Martini normal.
Síle abrió los ojos como platos.
—Ten fe en la economía global. En mi supermercado tienen sirope de arce de Ontario.
Y en efecto, cinco minutos después, salió Dave blandiendo una polvorienta botella de crema de cacao. Rizla y Síle levantaron la cabeza interrumpiendo la discusión sobre sus episodios favoritos de los Simpsons para aplaudir. «Esta mujer es una varita mágica», pensó Jude.
Dave se acodó en la barra y examinó a la visitante de cerca.
—Pues menudo acento tienes. Creía que aquí Rizla me estaba tomando el pelo porque no pareces irlandesa.
Jude se puso rígida.
Síle le miró sonriente.
—Y lo gracioso, Dave, es que me dicen que tampoco parezco lesbiana.
Dave pestañeó una vez, dos.
—Bueno, un placer haberte conocido —dijo inexpresivo, pasando un trapo por el mostrador antes de regresar al almacén.
Rizla dio unos golpes en el bar con tácito gozo.
—¡Dos a cero para la Luchadora Irlandesa! Le has callado la boca a ese mamón.
—Pobre Dave —murmuró Síle—, y eso después de prepararme un perfecto Martini de chocolate.
—Seguro que a tus pasajeros no les pasas ni una.
—Tengo que aguantarles muchas —le corrigió Síle—, y precisamente por eso cuando no estoy de servicio digo lo que me da la gana.
Jude sintió que la tensión en sus nervios se relajaba.
—Pues todos estos terrenos eran la zona de caza de los Mohawk —explicaba Rizla a Síle cuando Jude volvió a prestar atención— hasta que los vendimos a la corona a principios del siglo XVII.
—En 1800 y pico —le recordó Jude.
Él no se dio por enterado.
—Pero de hecho no soy «estatus».
—Perdón, pero no te sigo —dijo Síle.
—Mi madre perdió el estatus de india nativa cuando se casó con un holandés. Tuvo que salir de la reserva —explicó—, así que los once fuimos criados en una granja por el oeste de Brantford.
—¡Once!
Él se encogió de hombros.
—Bueno, ya se sabe, o eso o nos extinguimos.
—Pero ¿tú no has tenido ninguno? —preguntó Síle.
—Nooo… —dijo—, sólo muchos sobrinos y sobrinas. Mira, es como los deportes: prefiero ver en la tele a los jugadores de hockey hacerse trizas la cabeza entre sí antes que jugar yo. ¿No es verdad que los irlandeses también crían como conejos?
—Hoy en día menos, ya que no seguimos los dictámenes de la Iglesia —le respondió—. Creo que la familia media ha descendido a tres coma nueve. Y mis padres sólo tuvieron dos.
—¿Se cansaron de darle a la jodienda? —sugirió Rizla—. ¿O hicieron voto de abstinencia?
—Mi madre murió cuando yo tenía tres años. —Esperó un instante e hizo una mueca—. ¿A que ahora te sientes como un cabrón chabacano?
—Ni es la primera vez ni será la última —dijo, e insistió en pagar la siguiente ronda.
Dave seguía mortificado, con la mirada apartada.
—Se pasará la noche sin pegar ojo, tratando de dar sentido a tu presencia —susurró Jude al oído de Síle—. Seguro que hasta lo habla con su grupo de debate bíblico.
—¡Uy! ¿He mancillado tu reputación?
—Demasiado tarde para eso —respondió ella con una carcajada.
Síle echó un vistazo alrededor del bar, haciendo conjeturas.
—¿Qué demografía tienen los clientes? ¿Granjeros sobre todo? Esos dos que hay detrás de nosotros llevan media hora discutiendo sobre la cosecha de alfalfa —cuchicheó.
—Sí, sobre todo industria láctea y cosechas —dijo Rizla—. Aquellos tipos que están jugando al mus trabajan para Pavos Dudovick.
—Luke Randall… —Jude señaló con la cabeza al hombre que leía el Globe and Mail— es el apoderado de un banco en Stratford. Detrás de nosotros se encuentra Greg Devall, el ejecutivo de televisión cuyo maldito todoterreno mató a mi Setter rojo Trip —añadió entre dientes.
Síle entrecerró los ojos, como un mafioso que memoriza una cara.
—Pero ya sabes, a menos que tu familia sea de las de toda la vida, lo cual por estos lares significa establecida en la zona al menos desde hace cien años, no cuentas como si fueras de aquí —dijo Jude—. Papá era tercera generación por parte de padre, pero su madre venía de la metrópolis; fue enviada desde Inglaterra cuando tenía nueve años.
—¿Qué había hecho?
—¡No era una condena a prisión! Aunque en algunos casos es lo que resultó ser —explicó Jude—, en teoría se trataba de una nueva oportunidad, para huérfanos de la metrópolis, de empezar de nuevo como trabajadores en los campos.
—Tienes buenos tríceps para ser una chica tan femenina, Síle —comentó Rizla mientras le apretaba el brazo desnudo. Jude pensó que a Síle no le gustaría, pero en lugar de apartarlo lo tensó para él—. ¿Haces deporte?
—No, ordena bandejas a diez mil metros de altura —le recordó Jude.
—Vale, tía, «¡Soy Síle, vuela conmigo!» —dijo impostando una voz procaz de falsete—. Oye, cuando yo volaba alrededor del mundo me di cuenta de que las chicas del carrito desaparecéis durante varias horas. ¿Qué hacéis, pelar la pava?
—Sí, nos bebemos juntas el vodka libre de impuestos —le contestó Síle—, y así es como conseguimos esta sonrisa permanente. De hecho nuestros ingresos más sustanciosos vienen del sexo; 50 euros por una paja y 100 por un polvo en el lavabo.
Rizla pestañeó sorprendido, y luego soltó una carcajada tan estruendosa que los jugadores de cartas levantaron la mirada. Chupándose el dedo, marcó un tanto en el aire para Síle.
Jugaron al billar.
—Enseñé a Jude todo lo que sabe —explicó Rizla.
—Entonces, ¿cómo es que te gano nueve de cada diez veces? —preguntó Jude ajustando el marcador.
Síle no daba una.
—Es que aquí nada tiene el tamaño adecuado, me está dando vértigo —se quejó riéndose—. La mesa es demasiado baja, las bolas son demasiado grandes y con círculos, en lugar de rojas o amarillas.
—Si te quedases una semana seguro que acababas acostumbrándote —le dijo Rizla—. Te daría un curso acelerado de vida y costumbres canadienses.
—Ya me he caído dos veces de un trineo hoy.
—Así se empieza, pero tienes que patinar, montar sobre la capota del coche, tienes que disparar cosas…
—No le escuches —dijo Jude.
—… y tienes que aprender chistes sobre esos paletos de Newfoundland, los newfies, como los llamamos. ¿Sabías el de aquel que era tan vago que se casó con una mujer embarazada?
—Lo conozco —exclamó Síle—, pero era sobre alguien de Kerry.
—Ya —intervino Jude—, y seguramente los españoles lo dirán de los portugueses.
—Otro newfie va al hospital de St. John’s y dice: «Quiero que me castren». —Rizla levantó las cejas—. «¿Está usted seguro?», le dice el médico. «Sí, sí, tío, que le digo que me castren». Así que le operan, se despierta en una habitación con otro paciente. Dice: «Oye, tío, ¿y a ti qué operación te han hecho?». El otro tipo dice que le han circuncidado. «Mierda», dice el newfie, «¡Eso quería decir yo!».
Jude refunfuñó, pero Síle y Rizla se quedaron roncos de tanto reír.
Tomó aire y pensó: «Cuarenta y seis horas sin humo llevo, sólo me queda el resto de la vida por recorrer». Su amante era Síle O’Shaughnessy Su cabeza era un caleidoscopio agitado. Todo era posible.
Pero al regresar del lavabo (donde, como sucedía cada par de meses, una desconocida se había quedado mirando el pelo de Jude como queriendo decir: «¡Éste es el de las chicas!»), tuvo la impresión de que la atmósfera se había enfriado.
—¿Otra rápida? —propuso Rizla.
—Mejor no —dijo Síle cubriendo un bostezo con la mano.
Al salir a la calle, les dio a las dos fuertes abrazotes y se fue caminando hacia su caravana. Hacía una noche clara y estrellada.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Jude.
No hubo respuesta. Síle mantuvo la mirada fija en las botas de Rachel Turner mientras crujían en la nieve aplastada.
—Rizla dice que tienes que estar realmente colgadita por mí, para haber dejado de fumar.
—Sabes que sí —dijo Jude con cautela.
—Dijo, y cito literalmente: «Ella intenta que no se note, pero mi esposa es una romántica en el fondo».
«Cabrón», pensó Jude. ¿Se había pasado la velada planeando este toque maestro? Lo único que rompió el silencio fue el ruido de sus pasos.
—¿Es un mote que te ha puesto? ¿Esposa?
—Bueno —dijo Jude con el pecho rígido—, en realidad, es técnicamente cierto…
—¿Técnicamente? —Síle se detuvo en seco, y casi se resbaló en el hielo.
Jude extendió una mano para estabilizarla, pero Síle la apartó.
—Nos separamos hace casi siete años.
—¿Me estás diciendo que estabais casados de verdad?
—Menos de un año. —Su voz era temblorosa.
—¿Y por qué no me he enterado antes?
Jude se encogió de hombros.
—Hay un montón de detalles que todavía no hemos comentado.
—¿Detalles?
—Casarme a los dieciocho fue un error tonto; no tenía ni edad para que me sirvieran alcohol. Prefiero olvidarlo.
—Pero me lo podrías haber contado. La mandíbula me llegó al regazo allí dentro; me sentí como una jodida idiota.
—Lo siento.
Síle empezó a caminar de nuevo, dando palmas con las manoplas para calentarse las manos, y Jude imaginó que la conversación había terminado, ante lo cual no tenía nada que añadir.
—Sí, claro, conozco a muchas irlandesas que se casaron antes de saber lo que querían —dijo Síle con una entonación que se suavizaba hasta la exasperación—. ¿Y entonces qué? ¿Te divorciaste a los diecinueve?
—Bueno, entonces es cuando dejamos de vivir juntos —se obligó a añadir Jude—. En realidad no hemos llegado a completar el papeleo, porque Rizla no tiene un duro y yo no iba a pagarlo todo sola.
Síle se volvió, con los ojos pardos fijos como los de un águila a la luz de la farola. «Tacaña —pensó Jude—; tendría que haber pedido un préstamo».
—No te has interesado mucho por él —dijo pasando a la ofensiva—; parece que los tíos no cuentan para ti.
Una pausa tensa.
—En eso tienes razón, es mi punto ciego.
—Venga, vamos a casa antes de que nos congelemos —dijo metiendo el brazo bajo el de Síle y llevándola hacia la Calle Mayor.
Un minuto más tarde, Síle dijo:
—Vale, perdona que siga dándote la lata, pero simplemente para tenerlo claro… resulta que estás casada pero no habéis tenido relación en más de seis años.
Jude intentó tragar. «Relación». ¿Qué quería decir con eso? Un cigarrillo, es lo único que le hacía falta.
—Bueno, no hemos sido pareja.
Pero por supuesto Síle captó la ambivalencia, y sus ojos se dirigieron a Jude como un foco.
—La última vez que te acostaste con él ¿fue hace más de seis años?
«Esto se complica, cuidado».
—Bueno, no —dijo Jude, dejando escapar una nube de vaho.
Síle había dejado caer el brazo.
—¿Y cuándo fue?
—A principios de marzo.
—¿Qué marzo?
—El que acaba de pasar.
—¿El mes pasado? —Síle se quedó erguida y dirigió la vista hacia el cavernoso cielo, resoplando como un caballo—. ¿Entonces qué coño hago yo aquí?
Era una de esas mujeres que adquieren un aspecto espléndido cuando se enfurecen, pensó Jude; los cabellos se le erizaban como un halo rígido. Jude esperaba que las palabras adecuadas le llegasen a la garganta, pero…
—¿Para qué diablos me he embarcado en este ridículo viaje al culo helado del mundo? —preguntó Síle, alejándose hacia el otro lado de la calle—. Creía que eras bollera. Y resulta que sigues siendo bi. ¿Es eso lo que intentas decirme?
—Así es como lo dices tú.
—Bueno, pues adelante, dilo con tus palabras. —Síle esperó—. No me vas a negar que me hiciste creer que estabas soltera.
—Y lo estoy. Lo estaba hasta ahora, quiero decir —se corrigió tristemente—. No me entiendes.
—¿Entender qué? ¿El atractivo erótico de un todavía-no-ex-marido con grasa en las uñas? ¿Cómo podéis ser así?
Jude la sujetó de la manga.
—Cállate un segundo.
—Anda, y ahora resulta que quiere hablar —casi gritó Síle—. Venga, deléitame con algún «detalle». ¡Seguro que me sales con que tienes una criatura! No puedo creer que dejase a Kathleen por ti.
Aquello era realmente un golpe bajo.
—Fue decisión tuya.
—¿Decisión? —repitió sarcástica—. Fue saltar con los ojos cerrados.
Jude tomó aire.
—¿Por qué me estás haciendo esto, Síle?
—¿El qué? ¿Qué estoy haciendo?
—Convirtiendo en volcán lo que no es más que un hormiguero —dijo Jude—. No hay criatura. No hay una siniestra confabulación. Vale, de vez en cuando acabo en la cama con mi ex; ¿no te ha pasado nunca?
—Nunca he estado tan desesperada —dijo Síle con desprecio.
—No estábamos desesperados —insistió Jude—. Sólo pasa un par de veces al año. Se trataba de… compañía. Calor humano. —Tenía la sospecha de que todas aquellas palabras no conducían a ningún sitio. Su recién conseguida felicidad colgaba de un hilo como un carámbano durante el deshielo. Avanzó un paso hacia Síle—. En fin, que la última vez que sucedió fue a principios de marzo, y ya le dije a Riz que sería la última, que había acabado, porque no me parecía bien, porque sólo podía pensar en ti.
Síle echó aliento en sus manos enguantadas.
—Tú eres la que no lo entiende —dijo con gran seriedad—. No es una cuestión de sexo. No me importa con quién te acostaste el mes pasado, aunque a partir de este fin de semana me importa mucho. Lo que no soporto es que me hayas mentido.
—Yo…
—¡Esto ha sido una mentira de omisión bien gorda! Tendrías que haberme contado en qué me metía, y lo sabes. Soy extranjera en este mundo peculiar vuestro. —Respiración entrecortada—. He abierto toda mi vida en canal porque dijiste que me querías.
—Te quiero —gimió Jude.
—No quiero sólo follar contigo. Quiero conocerte.
—Siempre he tenido la intención de contarte lo de Rizla —dijo Jude débilmente—. Hay cosas que son difíciles de explicar por escrito o por teléfono. A veces es mejor esperar el momento oportuno.
—¿Cuál? ¿Éste? —Síle con un gesto de la mano señaló la calle desierta, el cielo negro tachonado.