Sic transit
En la tierra somos como viajeros que se alojan en una posada.
SAN JEAN-BAPTISTE-MARIE VIANNEY
Síle observó una enorme maleta verde atada con un lazo rosa avanzar tambaleándose por la cinta transportadora. Luego un paquete con forma de esfera cuyo envoltorio estaba decorado con copos de nieve volvió a pasar. Su mente era un yoyó. Sintió un escalofrío, y se abotonó el uniforme hasta la garganta. Al oler un cigarrillo, se volvió por impulso, apuntando con un dedo a un letrero en la pared:
—¿No sabe leer?
La muchacha dio una larga calada antes de apagar el cigarrillo con un pisotón de su bota.
—No me atosigues, ¿vale? —murmuró.
Síle se fijó en ella.
—Perdona, chica. No te había reconocido con la capucha puesta.
La joven canadiense tenía un rostro anguloso y ojos azul claro. Cabellos marrones y sedosos que seguro no pasaban de los cinco centímetros de longitud. Tejanos muy gastados que no eran de los caros que se vendían lavados a la piedra.
—¿Quién era? —preguntó en voz baja.
Tras un momento de duda, Síle le dijo:
—El registro sólo da el nombre: George L. Jackson. Está en la morgue; su pariente más próximo tiene que estar recibiendo la llamada telefónica ahora. No llevaba anillo de casado —añadió—, aunque es verdad que los de su generación rara vez lo llevan.
Un silencio.
—La verdad no sé qué es peor —dijo la canadiense—, que tenga una gran familia que le adora o…
—… ser simplemente un solterón con un par de sobrinos indiferentes.
Ella asintió.
Jude Turner. Síle se había quedado con el nombre en el apartado del impreso que decía Testigo.
—Acaba de aplicarme el tercer grado el jefe de tripulación de cabina —le confió.
—¿Qué otra cosa podías hacer? —respondió Jude con voz ronca—. Ya estaba muerto cuando te llamé.
Síle asintió.
—La doctora lo confirmó. Pero la compañía exige que siempre se desfibrile. Tuve que aplicar mi sentido común: decidí que arrastrar al pobre infeliz al pasillo y provocarle un shock sólo serviría para hacer que cundiera el pánico.
—¿Y yo? —preguntó la muchacha un segundo después—. ¿No temías que yo tuviera un ataque de pánico?
—No parecías de las que sufre esas cosas.
Jude Turner se sonrojó un poco, y fijó la mirada en la cinta transportadora: los equipajes empezaban a formar precarias pilas.
—Diecinueve años recorriendo los dulces cielos —explicó Síle—, y una acaba por aprender a identificar ciertos rasgos. Canadiense, ¿eh?
Una mueca rápida.
—La mayoría de los ingleses no reconocen la diferencia entre nuestro acento y el de los estadounidenses.
—La enorme hoja de arce que adorna la espalda de tu cazadora fue una pista considerable.
Esta vez, el rubor alcanzó las mejillas de la muchacha. Síle sólo se sintió un poquito mal por haberle hecho la broma.
—Y yo soy irlandesa; no inglesa.
—Bien. Quiero decir, ya sabes, de por estas islas. —Con la mano hizo un amplio gesto exculpatorio. Se quedó mirando el cigarrillo aplastado junto a la punta de la bota… quizá deseando haber dado alguna calada más, según pensó Síle.
La multitud se separó como las aguas cuando tres de sus colegas pasaron elegantes, empujando sus carritos verdes; una de ellas le hizo un gesto con la mano.
—¿Cómo es que tienes que esperar aquí con el resto del rebaño? —preguntó la joven.
—Ah, es culpa mía: he comprado una cama elástica.
Jude Turner desapareció en el hueco entre dos carritos y emergió con una pequeña mochila negra.
—¿Una cama elástica?
—Eh… de las pequeñitas; te subes, te pones a saltar y los michelines se disuelven sin más. —La joven empezó a reírse, y Síle hizo lo propio a pesar de una oleada de fatiga repentina—. Lo sé, ahora que lo describo suena como una estupidez sin paliativos. Me he gastado 179 dólares en el jodido juguete en Detroit, y todavía tengo que arrastrarlo por la aduana británica antes de volar a Dublín.
—¿Es eso que entra?
Síle entornó los ojos.
—¿Tan grande era? Jesús, el trasto mide metro y medio. Voy a necesitar un carrito para llevarlo…
Pero Jude ya se dirigía a la fila de resplandecientes carros.
—Eres un sol —dijo Síle cuando la joven regresó. Entre las dos colocaron el enorme paquete vertical sobre el carrito. Había llegado el momento de despedirse. Pero en lugar de eso, dijo:
—Oye, ¿sigues entera? Lamento mucho todo esto. —Acompañó el comentario con un gesto de los ojos que indicaba el cielo, la noche, el vuelo.
—La verdad es que era mi primera vez.
«Como dijo la virgen al obispo», pensó Síle automáticamente.
—La primera vez que veías…
La cabeza alargada dio una fuerte sacudida.
—No le vi morir; tiene que haber sido mientras leía la revista o soñaba con un cigarro. No, quería decir que era la primera vez que tomaba un avión.
—Ah… ¡Pobrecilla! Sí que ha sido mala pata…
Las lágrimas discurrían por la mejilla de Jude, cayendo en su cazadora o hacia el suelo surcado de rayas de la sala de recogida de equipajes. Apartó la cara.
—Bueno, parece que la he metido bien metida —dijo Síle con soltura, tocándole el brazo por encima del codo—. Me vas a tener que permitir que te invite a un café al otro lado. ¿Esperas más equipaje?
Otra sacudida de cabeza sin palabras.
En el Bistrot Rive Gauche del aeropuerto (después de que la canadiense hubiera salido un momento a fumarse un cigarrillo) Síle parloteaba sin parar.
—Síle se pronuncia como Sheila, eso es. ¿Y lo de Jude es como en Jude el oscuro?
—¡Correcto! La mayoría da por sentado que viene de la canción de los Beatles —dijo la joven, con la voz algo pesada todavía—. Pero lo que de verdad pasó es que mi madre estaba leyendo la novela de Hardy antes de dar a luz.
—Me gustan los nombres andróginos, la gente se queda desconcertada. —Por debajo de la mesa, Síle sacó los pies de sus nuevos zapatos de tacón y los estiró.
—Mira, te lo agradezco mucho, pero seguro que se te hace tarde para tomar el vuelo a Dublín… —Con los nudillos se restregaba los húmedos párpados, como si fuera una niña.
—¡Bah! Me quedan tres cuartos de hora. —Síle iba a añadir que el desayuno era su única prioridad. Pero se acercó y dijo—: Deja de pensar en lo avergonzada que te sientes. Te sorprendería la cantidad de gente que se me han echado a llorar en estos años.
Un conato de sonrisa.
—También me han pellizcado el culo, me han dicho que tenían cáncer, han intentado abofetearme y me han vomitado cacahuetes encima… en aquellos tiempos en los que se nos permitía servir cacahuetes. Pero no me importa que los críos vomiten; es lo natural y no huele tan mal.
—¿De verdad?
—Le dan menos al brandy —explicó Síle.
—¿Y tú tienes alguno?… Críos, quiero decir.
—No. Lo estupendo de este trabajo es que juego con los de otros y luego se los devuelvo. —Hmmm, pensaría con cierto retraso, ¿estaba intentando averiguar si soy hetero?
Jude se tomó un trocito de una cosa que se llamaba pain au raisin.
—Gracias por el café. Era estupendo.
—Vaya. Eso es un ejemplo de la típica cortesía canadiense.
Parpadeo.
—Es agua sucia —dijo Síle—. Lo único que me gusta de este sitio es la repostería.
Jude se lo tomó en serio:
—Vale, para empezar necesitaba café; no creo que me haya pasado una noche en vela desde las fiestas con las amigas cuando tenía nueve años.
—Admitida la primera razón. ¿Y la segunda?
—Es mejor que el que yo hago en mi vieja cafetera con un colador que no retiene todo el poso.
Síle hizo un gesto de asco.
—Me he convertido en una ridícula esnob del café —explicó—. En Dublín, hay una cafetería italiana en los muelles a la que me tengo que desplazar en cuanto tengo un día libre.
—¿Y eras más feliz antes, cuando no distinguías el bueno del malo?
—Posiblemente… —admitió—. Por lo menos no lo sirves recalentado en el microondas, espero.
—No tengo microondas.
Síle se la quedó mirando.
—Tienes que ser la última que resiste en occidente.
Cuando Jude respondió con una mueca, la curva de su mejilla era tan impoluta como un tulipán blanco. «No tenía otra bolsa —pensó Síle—, el único motivo por el que esperaba en la recogida de equipajes era para hablar conmigo». Bajó la mirada a su tarta y se tragó un bocado mantecoso.
—Tampoco tengo móvil —dijo Jude, señalando con la cabeza al aparato lacado que asomaba del bolso de Síle.
—Ah, esto es mucho más que un teléfono; es lo que llamo «el artilugio». —Lo sacó con mimo. Era un prototipo que le había conseguido una amiga de la industria de telefonía; le producía una emoción superficial saber que el modelo todavía no había salido al mercado. Tiene 7 mensajes, ponía en la pantalla, pero la apagó—. Dice que la temperatura exterior es de menos dos.
—Qué bien.
—¿Es sarcasmo?
—No, para lo que estoy acostumbrada en enero, es templada —le aseguró Jude.
—Dios mío.
—¿Qué otras cosas hace?
—Lo que le pidas. Es mi pequeño genio de la lámpara: hace fotos, puedo escuchar música, reconoce voz, diez idiomas…
—¿A que no sabe lo que significa poutine?
—Deletréamelo —pidió Síle—. Suena un poco como putain. No significará puta…
Jude lo deletreó.
«DESCONOCIDO», dijo la pantallita. Ella frunció el ceño.
—¿En qué idioma está?
—Canadiense. Significa «patatas fritas con grumos de queso y jugo de carne».
—¡Puaj!
Un silencio breve. Jude limpió la marca que el vaso del café había dejado en la mesa.
—Si me hubiera dado cuenta antes…
—Deja de torturarte. —Síle puso la mano encima de la blanquísima mano de la joven, suavemente, como una libélula que se posa. Con los tres anillos dorados, las pulseras de Keralan y el reloj, la suya de repente parecía la mano de una siniestra vieja. «Te estás aprovechando», se dijo, y la apartó.
—Los únicos funerales en los que he estado han sido a ataúd cubierto.
—Yo he visto muchos muertos… claro que te doblo la edad —dijo Síle con forzada exageración, para castigarse por el momento de la mano—: tres tíos y una tía, mis abuelos… por parte de padre, no los hindúes… mi profesora de arte…, No mi madre, yo sólo tenía tres años cuando murió.
Los cincelados pómulos de la joven se encogieron.
—Diabetes —especificó Síle.
—Lo siento.
Síle sonrió.
—¿La recuerdas?
—Bueno… sí y no. Me vienen imágenes, pero sé que algunas proceden de fotos.
—¡Qué raro!
—Tengo unas amigas en Nueva York —dijo Síle— que en las cenas juegan a algo que llaman «los exdifuntos» y gana quien se ha acostado con más gente muerta.
—Suena a necrofilia.
—Un poco sí. —Se bebió de un sorbo el café casi frío y de inmediato se arrepintió—. Cuando papá visita su pueblo natal, en Roscommon, muchos de sus parientes han muerto, y es un poco como el regreso de Oisín.
—¿Es como qué?
—Oisín —repitió Síle—, el hijo de Fionn Mac Cumhaill, jefe de una banda de héroes que se llamaban los Fianna, ¿los conoces?
—Ya. Finn McCool, el tipo que da nombre a los pubs irlandeses.
Síle asintió.
—Pues Niamh la de los Cabellos Dorados entra montada en su caballo blanco mágico, seduce a Oisín llevándoselo hacia poniente, a Tir-na-nOg… que significa Tierra de Juventud —aclaró.
—¿Un poco como el País de Nunca Jamás?
Ella hizo un mohín.
—No son niños… pero nunca se hacen viejos; pues igual sí, algo por el estilo. Bueno, allí la vida es fantástica: todos los días cazan y cada noche cantan. Pero tres semanas después el muchacho ve un trébol y siente nostalgia de su país. Dice a la encantadora Niamh: «Me tengo que volver a Irlanda, aunque sólo sea por un día». A ella no le hace gracia y contesta: «Si tienes que marcharte, vete, pero no desmontes el caballo blanco y no pongas el pie en el suelo».
—Ah —dijo Jude asintiendo—, la fuerza mágica de la tierra nativa.
La joven era espabilada; Síle le respondió con un gesto.
—Bueno, pues Oisín adelanta a algunos tipos debiluchos por el camino que intentan mover una roca. Les pregunta dónde cazan los Fianna, y ellos le miran con los ojos entornados y le dicen que los Fianna llevan trescientos años muertos. Pues bien, Oisín no se cree esta tontería. Pero le da por ayudarles a mover la roca, así que desde el caballo la empuja con fuerza.
—¿Y se cae?
Síle asintió.
—De bruces en el barro, se convierte en una cáscara arrugada, de más de trescientos años, y sabe perfectamente que jamás verá a Niamh la de los Cabellos Dorados.
Jude cabeceó. Tras unos instantes, dijo:
—Seguro que se arrepintió de haberle prestado el caballo.
Síle se echó a reír.
—¡Exacto! Si es lo que digo yo: átalos a los postes de la cama. —Esto le salió demasiado sexy, así que volvió a centrar su atención en el pain au chocolat. Otro silencio incómodo. Sabía que tenía que comprobar la hora pero no quería dar fin a la conversación.
—Entonces… ¿sabes qué le ha pasado?
La joven no se refería a Oisín. Síle se encogió de hombros.
—Las muertes durante el vuelo son más frecuentes de lo que la gente se imagina, aunque ésta fue la primera para mí; se dice que es por los nervios del viaje. —Una línea intercontinental acababa de incluir un armario para cadáveres en sus aviones, aunque no lo dijo—. Un amigo de la universidad hacía montañismo en los picos de Macgillycuddy con su hijo, y de repente se desplomó sobre su sándwich de huevo duro. Al parecer la altura afecta más a la gente que está más en forma.
—O sea que lo de anoche pudo deberse… ¿a la altitud?
—No, no —dijo Síle impaciente—, se trataba sólo de un ejemplo de muerte tranquila y repentina. Las cabinas están presurizadas, sabes; es lo mismo que estar en tierra.
—Pues no lo parece.
—Ah, ya te acostumbrarás a volar, ahora que te has decidido. Dejar atrás la gravedad… —la mano de Síle imitó un rápido ascenso— es mejor que una montaña rusa.
—Las montañas rusas me hacen vomitar.
—Esa imagen sí es repugnante.
—No, cuando para —matizó Jude—. Una vez Rizla, mi ex, me llevó a rastras a la de Sudbury, y me pasé días con náuseas.
—¿Ella también es una ludita como tú?
La joven parpadeó.
—De hecho es él. Vamos, que es un tío, Richard. El apodo le viene de una marca de papel de fumar.
A Síle se le subieron los colores. Los cortes de pelo pueden ser tan engañosos…
—Ah, perdona.
—Mujer, no…
—Rizla, vale, papel de fumar, ya decía yo que la palabra me sonaba —dijo Síle. Y ella que se las daba de conocer a la gente.
—No pasa nada. —Mueca.
«Ah —pensó Síle—, o sea que no me he equivocado…».
—¿Qué me habías preguntado?
—¿He preguntado algo?
—Luditas —recordó Jude—. No, a Rizla lo que le va son las máquinas; es mecánico de coches. Y a mí me encantan las motocicletas, o sea que tampoco soy del todo ludita.
—¿Te vas a acabar el pain au raisin?
—No, sírvete —dijo Jude pasándole su plato con un enorme bostezo—. ¿Cómo te las arreglas con el jet lag?
—Ah, me niego a creer en el jet lag, es como las alergias.
—¿No te crees las alergias?
—No a menos que hagan que la cara se te hinche como un globo. Vosotros los yanquis… los norteamericanos —Síle se corrigió—, siempre estáis con que sois alérgicos a esto o lo otro, como si un sorbo de leche o un mordisquito de pan pudiera acabar con vuestras vidas.
—Yo no soy alérgica a nada —dijo Jude—, y me hago el pan yo misma.
Síle puso los ojos en blanco.
—Eres una verdadera dinosauria, ¿no?
—Y lo que tú eres es una recabita.
—Que soy ¿qué?
—Eran la tribu de Israel que nunca echaba raíces —explicó Jude—. Estaban condenados a vivir en tiendas.
Mi tienda es un minúsculo dúplex en el centro de Dublín… que compré barato antes de que se pusieran por las nubes, por suerte. Pero la verdad es que siempre acabo saliendo del país en los días libres —reconoció Síle—. Mi amigo Marcus me da esquejes en macetas, pero se me mueren.
—Yo también vivo en Irlanda, con mi madre —explicó Jude—. Irlanda, Ontario.
—¡Anda, qué gracia!
—¿Sí?
—Es como París, Texas.
—Esa película sí era buena. Cuando el tipo habla a su esposa a través del espejo sin azogue, y puede verla pero ella no puede verle a él…
—¡Basta! He visto esa película cinco veces y siempre lloro como un bebé —dijo Síle—. ¿Y cuántos habitantes tiene tu Irlanda?
—La población ha bajado de los seiscientos por primera vez desde que suprimieron la línea de ferrocarril en los años treinta.
—Cielos.
—Pues la verdad es que me gusta.
—Mira que puedo ser bocazas —dijo Síle, tapándosela—. ¿A cómo queda de Toronto?
—Dos horas y media. Cerquita, para las distancias en Canadá —añadió Jude.
—Una cosa que me encanta de Toronto es que no hay nada que un turista tenga que visitar; he estado ahí un par de veces, y me dedico a ir al cine y a comer como un animal. Y ¿por qué te decidiste a montarte en un avión, Jude? ¿Eres estudiante, de gira por Europa? —Cuando ya era demasiado tarde, Síle cayó en que era enero.
—No, soy comisaria del museo del pueblo; no es más que una vieja escuela de un aula. «Comisaria» significa que hago de todo sin cobrar casi nada. —Jude añadió—: Pero bueno, hago las cosas a mi manera.
—¿Cuál es tu manera?
—Sin florituras, supongo —dijo tras pensarlo un instante—. En Norteamérica tendemos a dar siempre la versión Disney del pasado, y lo convertimos en un producto empapado en nostalgia empalagosa, lleno de gorritos y excursioncitas felices en trineo…
Síle asintió.
—Los irlandeses hacemos tréboles de mármol verde y los convertimos en colgantes, y luego nos gustan las ruinas brumosas y la voz de Enya susurrando quejumbrosa por megafonía.
—¡Eso es! Y que a nadie se le ocurra mencionar el infanticidio y los linchamientos.
La vehemencia de la joven encandilaba a Síle.
—O sea que tú… —se interrumpió para mirar el reloj—. Mierda, mierda, me tengo que ir pitando. —Hizo un gesto al camarero con el cursi delantal parisino y pendientes para que les trajera la cuenta—. A menos que quieras otro café asqueroso.
—Estoy bien, gracias.
—Pero todavía no me has contado qué haces en Inglaterra —señaló Síle, rebuscando en los compartimentos de su bolso para encontrar unas libras. Para algunos sería curiosidad malsana, pero ella prefería pensar que era un interés nato por las personas.
El rostro de Jude había quedado en blanco cuando levantó la cabeza.
—He venido a recoger a mi madre, que está con su hermana en Luton. Al parecer está… pachucha.
—Vaya por Dios. —Síle le tomó la cuenta al camarero y se la devolvió de inmediato con un billete, haciendo un gesto para acallar las protestas de Jude. Habría preferido no abrir aquella puerta, justo antes de tener que salir disparada para embarcar. Con los dedos sacó una tarjeta del monedero: (Nunca te disculpes, nunca des explicaciones), la puso sobre la mesa.
—¡Qué chula! Gracias. Pero no tengo e-mail —dijo Jude recogiendo la tarjeta con una golondrina negra que se deslizaba sobre las palabras.
Síle O’Shaughnessy
sile@oshaugh.com
Síle frunció el ceño.
—Pero seguro que en el museo… tendrás que responder a preguntas, buscar cosas por Internet.
—Claro, pero no uso la cuenta para temas personales. Creo que es la forma más baja de comunicación humana.
Síle se quedó mirándola.
—Un poco friki, ya lo sé. Pero ésta es mi dirección de verdad. Por si te enteras de algo más sobre el señor Jackson… —Jude escribió en el reverso de la servilleta con su caligrafía de colegiala:
Jude Turner
9 Main Street
Ireland, ON
L5S 3T9
Canadá
—Gracias, pero ya no envío nada por correo postal —dijo Síle, incapaz de resistirse a dar ojo por ojo—. No soporto la tardanza. Para cuando llega, lo que digo ya no es del todo cierto.
Se echaron a reír al mismo tiempo.
—Bueno. Que disfrutes de tu cama elástica —le deseó Jude.
—Espero que tu madre se mejore. ¡Tranquila! —Síle pensó en darle un abrazo, pero se limitó a saludar con la mano, empujando su carrito sobrecargado hacia el cartel que decía: «CONEXIONES PARA LAS TERMINALES UNO, DOS, CUATRO».
Se puso los auriculares, luego se permitió volverse a mirar. Jude Turner estaba en cuclillas fuera del Bistrot Bive Gauche, apretando una correa de su mochila. Sin levantar la cabeza, sin mirar en dirección a Síle. «En fin, por lo menos hemos pasado el rato. ¿Cuál era la última frase de Esperando a Godot? Eso es: Habría pasado de todos modos».
El tiempo transcurría de manera diferente en los aeropuertos: se estancaba, corría como un torrente, se quedaba pegado a las manos y luego te tiraba de espaldas. Síle se pasaba los días cuidando de viajeros que estaban aburridos, que tenían prisa o ambas cosas. En cuanto a quienes volaban con frecuencia, había llegado a la conclusión de que pasarse la vida viajando podía convertir a cualquiera en un monstruo. La comodidad personal era su objetivo, y los otros pasajeros no eran más que obstáculos, restos de un naufragio. Quienes viajaban con frecuencia daban empellones a los artríticos, pisaban a los niños que lloraban, bajaban el respaldo de sus asientos y se quedaban con las caras rígidas como reyes de piedra. Regalaban a su madre por su cumpleaños el mismo perfume de la tienda libre de impuestos que hacía tres años, y siempre al salir escogían el plátano más amarillo del frutero.
Síle sabía estas cosas porque ella misma era una viajante profesional; a veces se sentía como la carcelera de sus pasajeros, otras como su doncella, pero en la mayoría de los casos simpatizaba con sus irritaciones y autoengaños. ¿Acaso no sabía lo que era caminar por un aeropuerto, aislada en una burbuja privada? La cámara siempre la enfocaba a ella y siempre llevaba su banda sonora personal acompañándola. Era la heroína: la víctima del secuestro, la valiente doctora, la espía complicada. Fijaba la mirada en cualquier superficie que le devolviera su reflejo.