Lecciones de geografía

¡Oídme, dioses!;

aniquilad el espacio y el tiempo,

y haced felices a dos amantes.

«MARTINUS SCRIBLERUS» (ALEXANDER POPE),

«El arte de hundirse en la poesía»

Re: Muerte en el cielo

¡Jude, dices «trabajo de alto riesgo», cano si fuera astronauta! Te darás cuenta de que el pánico que tienes a que me estrelle es simplemente una metáfora de tus temores a que te deje si Sigourney Weaver aparece en mi lista de pasajeros. De verdad, cariño, no es la tripulación de aviones, sino los peatones y ciclistas quienes tienen mayor porcentaje de accidentes.

Pero me pongo de los nervios cuando la gente (y supongo que me refiero a los americanos) me vienen con su miedo de volar «en estos tiempos». ¿De verdad creían que antes del 11 de septiembre el mundo era un remanso de paz? Aun dejando de lado el terrorismo, las máquinas grandes siempre pueden tener grandes problemas. Un pato puede hacer una muesca en el parabrisas del avión, y el mayor desastre de la aviación en términos de pérdida de vidas humanas (Tenerife, 1977) sucedió cuando dos jets chocaron de frente.

Se me ha ido el santo al cielo y divago, lo único que quería era tranquilizarte sobre mi seguridad personal.

Re: Añoranza

Ahora ya tengo una buena colección (fondos, como decimos en mi trabajo): fotos enmarcadas, un archivo de cartas o e-mails, un pintalabios que se llama Fruta Magullada que te dejaste en julio… pero me temo que la documentación y los artefactos no me ayudan, Síle.

Aquí está tu cita del día. Ésta es de una mujer llamada Catherine Talbot a otra llamada Elizabeth Carter, en los tiempos (1744) en que las mujeres que se sentían atraídas por otras tenían que quedarse en casa con mamá y escribir muchas cartas En fin, aquí va:

Debemos conformamos con amar y estimar a la gente constantemente y afectuosamente entre una gama de circunstancias que son difíciles y asfixiantes, que anulan cualquier posibilidad de que pasemos la vida juntas.

La otra noche estaba yo haciendo de canguro con Lia para que Cassie y Anneka pudieran ir a la cama, en fin, que dijo una frase que yo juraría que era en japonés. Cassie me dijo algo interesante, que el lenguaje es un efecto secundario del amor. Aparentemente, el hambre o el cansancio no serían suficientes para motivar a Lia a hablar, porque podría simplemente hacer un gesto o llorar. Resulta que el lenguaje es simplemente diversión, un juego que compartes con quienes amas.

Por supuesto desde mi perspectiva actual el lenguaje empieza a parecer un efecto secundario de la pérdida. Supongo que la ausencia hace que el corazón proteste a gritos. Escribirte me recuerda que estás lejos, pero también tiende una especie de puente sobre el abismo. Es un hecho triste: las parejas que pasan vidas dichosas juntos no dejan mucho rastro en los archivos. Mientras que una carta de amor nos sobrevivirá, suponiendo que se escriba en papel sin ácido y se mantenga en un lugar seco.

Síle estaba en Leitrim, recuperándose después de ver nueve películas en tres días en el festival de cine gay de Dublín. Tendida en el prado de Marcus, olía madreselva y caca de vaca en la brisa de agosto. Todavía saboreaba las frambuesas caseras y las grosellas que él le había servido de postre.

—Noticias frescas —le dijo—: La aerolínea está al borde de la ruina y quiere deshacerse de mil trescientos empleados. Más despidos. Hay una propuesta de rescisión voluntaria…

—Suena como pegarte un tiro —observó Marcus.

—¡A que sí!

—Yo también tengo noticias —dijo apoyándose en un codo—. Prepárate.

—¿Qué? ¿Estás embarazado? —preguntó ella.

—Ja, ja. Pedro se muda aquí.

—¿Adónde? ¿A esta ruina?

—El lavabo de casa no sólo tiene agua fría, ya tiene agua caliente, y he aniquilado a los murciélagos. Es una granja del siglo XVIII con vistas al Lough Alien, y las estrellas del rock matarían por algo así.

—Pero… —«sólo lleváis juntos desde abril», quiso decir Síle. Como si aquello significase algo. Como si no fuera posible tener sentimientos realmente serios antes de siquiera besar a alguien.

—Lo que pasa —prosiguió Marcus— es que venir en coche es un rollo, y los fines de semana ya no nos bastan.

—Mira que sois… —dijo Síle tratando de ganar tiempo. Pensó en lo fantástico que sería ver a Jude cada fin de semana, tan sencillo como meterse en el coche.

—Y además el alquiler de su piso en Temple Bar va a dispararse. El médium que consulta ha dicho que su vida muestra una bifurcación en el camino.

Ella no pudo evitar poner los ojos en blanco.

—¿Desde cuándo te crees esas cosas?

—Pues a Pedro le funciona —respondió Marcus sonriendo—. Así que ha convencido a su jefe para que le deje trabajar desde casa. Vamos a terminar el solárium y quizá añadiremos otra ala si nos dan permiso.

—Y haréis el amor apasionadamente entre las ortigas.

—Cada hora. —En unos segundos, se le borró la sonrisa—. No lo pillas, ¿verdad?

—¡Sí!, más o menos.

—Creía que por lo tuyo con Jude…

Ah, Síle comprendía que el amor podía llegar sin avisar y apoderarse de una, eso sí. Comprendía que el tiempo que se pasaba con la amada nunca sería suficiente, cuando el corazón tiene un agujero que no puede ser llenado.

—Sí, claro —repitió débilmente. Y era cierto. Entonces, ¿a qué venía aquel vago temor, el cinismo?—. Pero parece algo repentino.

Él se encogió de hombros.

—Cuando estás listo, estás listo.

Su amigo nunca decía cosas sin sentido como aquéllas, pensó Síle. ¿Y si todo el romance apasionado queda ahogado por la domesticidad? Temía que él lo interpretase como malicia, pero Marcus se limitó a reír. Tenía hierba pegada a la camisa; nunca le había visto tan guapo.

—Ah, querido, te deseo toda la suerte del mundo.

—Sólo vivían a cuatro horas de distancia —dijo Síle a Jude por teléfono—; la geografía jamás ha sido un problema tan gordo para ellos como para nosotras.

—¿No? —Una pausa—. En fin, a veces creo que es parte de lo que nos atrae —opinó Jude.

La idea desconcertó a Síle.

—Bueno, no es que seamos las chicas de la casa de al lado —reconoció—. ¿Crees que de verdad no nos gustaría vivir juntas?

—No, no. Pero la dinámica sería totalmente distinta —dijo Jude—. Ahora mismo, el pulso se me acelera con sólo oír tu voz.

Síle sonrió hacia la pared. Un segundo después continuó: Así que Marcus y Pedro se casarán en el prado de vacas el día treinta…

—¡Anda! No sabía que ya era legal en Irlanda.

—No lo es. Lo llaman «ritual de unir manos», o es como lo llama la invitación.

—No sabía que Marcus fuera pagano —contestó Jude.

—Es cosa de Pedro —le dijo Síle—. Al parecer va de camping con las mariquitas radicales, y Marcus está tan encantado que hará los votos en la lengua que le digan. En fin, que vas a tener que venir.

—Pero sólo los conozco de una vez…

—¡No es por ellos, taruga, es por mí! Las bodas me producen urticaria. Así que, espero que te venga bien, pero te he reservado un vuelo a Dublín el día antes.

Un silencio.

—Cariño, no puedes hacer algo así.

—Ya está hecho —afirmó Síle, esperando que el tono fuera de potentada y no de cría—. No te preocupes, lo encontré tirado por Internet —mintió—. Además, ¿cuántas oportunidades tendrás de tomar parte en un ritual pagano en un círculo de piedras neolítico?

—¡Sí, anda, juega la carta de la Historia Antigua! —La rigidez de Jude empezaba a relajarse—. ¿Y qué me dices de que he gastado todas mis vacaciones sentada en el porche contigo el mes pasado?

—Ajá… mira, como el billete me ha salido a un precio tan ridículo —improvisó Síle— podrás tomarte una semana de vacaciones sin sueldo y yo te lo compenso.

—Te estás pasando —le dijo Jude, pero algo en el tono de voz sugería una sonrisa.

Por desgracia, Síle había olvidado que las líneas aéreas siempre envían al pasajero un recibo de confirmación. Que en aquel caso incluía el dato: «Cantidad total cargada a la tarjeta de crédito de Ms. Síle O’Shaughnessy, 803,92 euros».

Cuando respondió al teléfono, cometió el error de utilizar la expresión «una mentirilla piadosa».

Jude dijo que no le gustaban las mentiras de ningún tipo.

Síle le dijo que era una mojigata.

—No me costó más que dos pares de zapatos, y sabe Dios que no me hacen falta más zapatos.

—Prefiero pagarme mis cosas —dijo Jude.

Síle empezó a sentir que le subía la ira. Estaba cansada, necesitaba una buena taza de té verde fuerte y una dosis de televisión por satélite.

—Mira, pues yo lo que prefiero es verte de vez en cuando.

—Tendrías que habérmelo pedido, en lugar de tenderme una trampa. Eres mucho mayor y mucho más rica —continuó Jude antes de que Síle pudiera responder—, y a veces me siento como si hubiera sido absorbida en tu órbita y no hago más que girar como una muñeca de trapo.

—Eso es ridículo —respondió Síle—. Estás tan pegada a tu sitio que haría falta un tornado para arrancarte.

—Lo único que digo…

—Es tozudez y orgullo, nada más. Ahora, ¿vas a aceptar el billete antes de que me ponga a llorar?

El pequeño BMW de Síle estaba en el taller, así que tuvo que aceptar la invitación de Jael y su familia para ir a Leitrim. Ella y Jude se sentaron detrás junto a Yseult, que miraba Los increíbles.

Le parecía encantadora la pasión que Jude sentía por todas las cosas viejas. Cuando pasaron un letrero que anunciaba la Colina de Tara (TUMBAS DE LA EDAD DE PIEDRA, FUERTE DE LA EDAD DE HIERRO, SEDE DE LOS REYES DE IRLANDA), Jude preguntó si podían parar, pero Jael soltó:

—No hemos llegado ni a Navan, nos queda casi toda una vida antes de llegar.

—En su pueblo, el edificio más viejo es de, ¿cuándo? ¿1830? —dijo Síle.

—Mil ochocientos cuarenta y siete —respondió Jude—, desde que la granja de los McPhee se quemó.

Anton soltó un gruñido.

—Yo me crié en una casa construida en la década de 1780, y no había nada glamuroso en ello. Techos altos llenos de grietas y una cocina húmeda y oscura en el sótano.

—Había seis grandes vías empedradas en la antigua Irlanda —le contó Síle a Jude—. Y una de ellas iba de aquí, la Colina de Tara, hasta el monasterio de Glendalough, en Wicklow, en el sur de la isla. Y el trocito que pasa por Dublín se llama «camino de piedra»… ¡Stoneybatter!

—¿Has desenterrado esa información para impresionarme? —preguntó Jude.

—Seguro que sí —dijo Jael por encima del hombro.

—Lo busqué en el Google mientras esperaba aburrida en la sala de Boston la semana pasada —reconoció Síle.

Acabaron hablando de pasos de frontera. El peor para Jael había sido en Seattle.

—Entonces ese imbécil calvo mira mi pasaporte lleno de cuños y me suelta: «¿Cómo puede permitirse viajar tanto?», y yo le miro a los ojos y le digo: «Porque tengo un trabajo mejor que el suyo».

Síle se partía de risa.

—¡Qué cabrona es! —murmuró Anton a Jude como quien dice un piropo—. ¿No es la cabrona más grande que conoces?

—Bueno… —empezó Jude.

—Puedes decir que sí —intervino Síle—. Él la quiere así.

—¿Qué es eso de «quiere»? —preguntó Jael cambiando de carriles con demasiada rapidez—. ¡La adora!

Yseult se quitó los auriculares.

—De mayor voy a ser una cabrona.

—Claro que sí, cariño —dijo Jael a su hija, mirándola por el retrovisor—. La más.

—Pero, Ysy, ¿recuerdas aquello que dijimos de que sólo utilices palabras así en casa? —preguntó Anton a su hija.

—Ya… —gruñó ella volviendo a ponerse los auriculares.

—¿Y qué dijo el tipo de inmigración después? —preguntó Síle a Jael.

—Ni una palabra.

—Pero tiene que haberla castigado con algún garabato de significado misterioso en el impreso de aduanas —dijo Anton—. Nos pararon y nos miraron hasta la ropa interior.

—Pero la llevábamos tan guarra que tiene que haber sido peor para ellos que para nosotros —reveló Jael con magnanimidad.

Jude habló con su voz ronca.

—Mi amiga Gwen se crió en Windsor, y la gente simplemente cruza el puente para ir a los centros comerciales de Detroit, pero su madre había escapado de los nazis de pequeña y cuando tenía que cruzar una frontera le daba un ataque de pánico.

—¡No! —exclamó Anton.

—Y, claro, los oficiales de aduanas estadounidenses empezaban a sospechar, la sacaban de la fila y la interrogaban en un cuarto aparte.

—Las fronteras son una putada —comentó Síle—. Tendrían que acabar con ellas.

Eso no pasará nunca —dijo Jude—. La mente humana necesita fronteras. Sin ellas se hundiría como una colmena aplastada.

Hubo un breve silencio.

—Madre de Dios, eso es un poquito profundo para las nueve de la mañana en la N3 —murmuró Jael.

—No, mujer. Recuerda que a los veinticinco tiene el doble de neuronas que el resto de nosotros —respondió Anton.

Yseult volvió a arrancarse los auriculares.

—¿Y no tengo yo más que nadie, papá? ¿No tengo diez millones de veces más neuronas que tú y mamá?

—Sí, anda, echa sal en la herida.

—No, Jude tiene razón en lo de las fronteras —murmuró Jael, acelerando para adelantar un camión lento—. Fíjate en todo el asunto de gay-raya-hétero.

—Eso —dijo Jude—, la sociedad se empeña en que todos nos alineemos en un lado o el otro.

—¿Y quién hizo los lados? —quiso saber Yseult.

—Es una manera de hablar —le respondió su padre—. ¿Vas a ver la película o no?

—Y pobre de ti si intentas cruzar de un lado a otro —se quejó Jael sonriendo en dirección a Jude— con unos pocos artículos libres de impuestos en la maleta…

Al dejar atrás Cavan, la carretera se hizo mala, pero el paisaje mejoró. Llegaron a la casa de Marcus al mediodía. El cercado ya estaba lleno de coches aparcados, así que Jael llevó el suyo detrás de la vieja pocilga con suelo de gravilla.

—Es aún peor que las fotos.

—A mí me parece precioso, pero en plan mohoso —le dijo Síle.

Yseult se impacientó y dio tirones a su cinturón de seguridad.

—¡Fuera!, ¡fuera! —Jude le apretó el botón, pero la niña dijo—: No, ya lo hago yo —apartando de un manotazo la mano de la canadiense, y volvió a cerrar el cinturón para poder abrirlo otra vez.

«Malcriada», dijo para sus adentros Síle sin perder la sonrisa.

—No veo globos —señaló Anton.

Jael se fumó un cigarrillo rápido mientras se aplicaba más pintalabios marrón en el espejito.

—Igual ha habido una riña de enamorados y lo han cancelado.

—Los globos no serían muy paganos, ¿no? —señaló Síle.

Jude regresó y sostuvo la puerta a Síle.

—Hay una enorme hoguera en el prado tras la casa, y gente con túnicas multicolores.

—¡Por favor! —silbó Jael fumando dos largas caladas del cigarrillo antes de aplastarlo en la gravilla—. Espero que el champán sea excelente.

Había sólo aguamiel en grandes cuernos, que pasaba de mano en mano. Síle se salpicó el cuello de su túnica de seda naranja, y tuvo que entrar en la casa a limpiárselo antes de que empezaran a llegar las avispas.

—Pensaba que me habías traído aquí con fines lascivos, y no para que te ayudase a hacer la colada.

—Ya me gustaría —dijo Síle abandonándose en su abrazo—. La verdad es que sigo sin creerme todo esto.

Jude frunció el ceño confundida.

—La idea de que Marcus y Pedro permanecerán juntos un día más simplemente porque han intercambiado guirnaldas y votos. Es una gilipollez, todo el rollo ese de «hasta que la muerte nos separe».

Jude se encogió de hombros.

—Los Petersons que viven al lado de mi casa han tenido un feliz matrimonio que dura casi sesenta años.

—Claro, alguna vez suena la flauta —admitió Síle—, aunque ¿quién puede decir desde fuera cuándo un matrimonio es feliz de verdad? Pero lo que quiero decir es que no es la boda lo que mantiene a las parejas unidas.

—Verdad. Conmigo y con Rizla no funcionó —admitió Jude.

Síle le sonrió.

—Prefiero una amante a tener una esposa.

—¿Y por qué? ¿Suena mejor?

—Porque entonces se trata de una elección, no una promesa. «Un día detrás de otro», como dicen los alcohólicos —añadió contundente.

La tarde tenía cierta tonalidad de fin del verano, y la ceremonia fue sorprendentemente emocional, a pesar de que los hombres con túnicas siempre le recordaban a Síle La vida de Brian. Pedro y Marcus tenían una pinta excelente en lino blanco a juego y saltaron sobre la escoba juntos. Síle lanzó una cesta de pétalos de rosa y hojas de menta sobre sus cabezas.

—¿Cómo son las bodas cuáqueras? —susurró a Jude.

—Adivínalo.

—¿Todos callados? —Entonces empezaron a reírse y no pudieron parar; Síle culpó al aguamiel, que tenía alguna otra cosa.

Para cuando se sirvió el banquete sobre caballetes precariamente plantados en el prado, con servicio a cargo de muchachas con guirnaldas, el estado de ánimo de los invitados les empujaba a la estridencia. Una ovejita negra pasó por allí balando. Síle y Jude se pusieron a hablar con los vecinos que tenían una granja orgánica; Síle no conseguía recordar sus nombres. Tenían una hija que estudiaba Eco-nómicas en Galway.

—¿Es una de esas señoritas con guirnaldas de margaritas?

—No, no, son de una agencia —le aseguró el señor Orgánico—. Nosotros somos los únicos oriundos en esta fiesta. No, Marcus se lleva bien con esta gente, pero nunca llega a hacerse explícito nada, ¿sabes?

—O sea…

La risa de la señora Orgánica sonaba ebria.

—Todos saben que Pedro y él son de la acera de enfrente, y a nadie le importa, ¡pero prefieren no recibir una invitación de boda!

Jude asentía.

—Algunas partes del Canadá rural son así.

El marido habló sobre dos hombres que conocía que se cogieron de la mano en una playa de Sligo y entonces unos adolescentes se pusieron a tirarles piedras.

—¡Como algo directamente del Levítico!

Síle fingió un escalofrío teatral.

—Lo cual demuestra que los gays tendrían que dirigirse de inmediato a la ciudad más grande que conozcan y no salir de ahí.

—Venga ya, menudo cliché. Cosas terribles pasan en las ciudades también —alegó Jude—. Para mí es más importante poder ver el cielo sin cien rascacielos delante que la prerrogativa de pedir un capuchino doble a una trans tatuada.

—Cada uno a lo suyo —dijo Jude con una risita que hasta a ella le pareció afectada.

—¿Qué es una trans? —quiso saber la señora Orgánica.

Marcus había estado rondando el grupo, y en aquel momento se acercó a intervenir.

—En ese caso Dublín sería la ciudad para ti, Jude. No hay ni un rascacielos y muy pocas trans tatuadas.

—Ah, pero ¿podría permitirse los capuchinos dobles a precios de Dublín? —preguntó el señor Orgánico.

—¡A ver quién puede! —dijo Síle agradable, mientras buscaba con la mirada la de su amante. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para sacar la discusión de siempre?

La señora Orgánica daba la enhorabuena al novio.

—Aparte de una ligera jaqueca por el aguamiel, me lo estoy pasando bomba —le aseguró Marcus.

Luego hubo un baile a la luz de la luna llena: ritmos latinos en lugar de gaitas, lo cual fue un alivio para la mayor parte de los invitados. Jude insistió en que Síle bailase una pieza lenta con ella, abrazándola con fuerza y moviendo las caderas de Síle al compás. Jael se llevó a los suyos al bed & breakfast más lujoso del condado de Leitrim, pero Síle y Jude acabaron en un colchón individual en el despacho de Pedro, un gallinero todavía no renovado. Tras darle las buenas noches, se puso a besar a Jude en ambas mejillas agradeciéndole el regalo que les había traído, una foto de dos granjeros solteros en el condado de Waterloo, Ontario, con un marco que había hecho ella misma de corteza de cedro.

—De 1873, o 1876 como muy tarde —dijo escrupulosa—. Me gustaba el modo como se apoyaban sobre una única horca.

—Competencia imbatible para mi carísimo frutero —se quejó Síle mientras se acostaban.

Jude le mordió la nuca y le echó aliento caliente.

—¿Estás bien entonces? De verdad tengo que parar de decir groserías sobre la vida rural.

—Nunca lo conseguirás —dijo Jude besándole cada vértebra desde el cuello—. Supongo que es bueno que podamos discutirlo; es prueba de que ya hemos superado la fase de guardarnos las cosas.

—Vale, fantástico. La próxima vez nos cortaremos las uñas de los pies en la cama y nos tiraremos pedos en el baño.

Soltaron una estruendosa carcajada.

A la mañana siguiente, Síle preguntó a Jael si podían volver por la N4 porque Jude quería ver la parte de Roscommon de donde procedía la rama de los O’Shaughnessys. Jael y su familia se quedaron en el coche, algo que a Síle le pareció bien. Ella y Jude caminaron hacia el pequeño lago y se quedaron mirando su negrura cristalina. Las nubes se dispersaron y de repente el cielo adquirió el azul de la vena de un bebé. El trébol exhalaba un intenso perfume cuando lo pisaban.

—Mi bisabuelo se ganaba la vida paseando yanquis por este lago —le dijo Síle—, hasta que una noche llenó el bote y todos se ahogaron.

—¡No!

—Al parecer estaba trompa… borracho —explicó—. Ésa es la casa donde creció papá. La que está detrás de la roca de granito —dijo señalando hacia el pueblo.

—Así que es un paleto como yo.

Síle se rió.

—Veníamos a ver a mis abuelos cada mes más o menos. Estábamos aquí el fin de semana que murió mamá.

Jude deslizó la mano en la de Síle.

—Se lo estaba contando a Gwen y quería saberlo: ¿fue por hipotensa o por hipertensa?

—Hipo —le dijo Síle—. Jamás supieron por qué entró en coma, pero una bajada de azúcar en la sangre puede presentarse de repente… confusión, temblores, convulsiones… Encontré una página web que decía que si has tenido diabetes mucho tiempo dejas de notar los signos de peligro. Ésa es la verdadera tragedia… si se hubiera bebido un vaso de zumo de naranja, se habría salvado. O una inyección de glucosa, si hubiéramos llegado a casa un poco antes aquel domingo y llamado una ambulancia a tiempo.

—Cielos, espero que tu padre no se sienta reponsable —añadió Jude poco después.

Síle se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Le gusta hablar de ella, pero no dice nada de la muerte. Creo que tardó diez días en desconectar la máquina. ¡En fin! —Volvió a señalar en dirección a la colina—. La roca se conoce como Diarmaid y el Lecho de Gráinne, pero te advierto que lo mismo sucede con cualquier piedra de extremo plano o cualquier dolmen de aquí a Kerry.

—¿Quiénes son Diarmaid…?

—Ah, ¡es una buena historia para un fin de semana de boda! ¿Te acuerdas de Fionn Mac Cumhaill?

—¿El padre de Oisín? —dijo Jude.

—Muy bien. Bueno, pues Gráinne, la hija del rey, tenía que casarse con el viejo Fionn, pero durante el banquete de bodas en la colina de Tara se fugó con uno de sus jóvenes pretendientes, Diarmaid. Así que todos los Fianna formaron una partida de caza para buscar a la pareja por toda Irlanda; Diarmaid y Gráinne nunca podían dormir dos noches en el mismo lugar.

Jude sonrió.

—¡Como los recabitas! ¿Terminó en catástrofe?

—Bueno, lo pasaron mal mucho tiempo. Dieciséis años —le dijo Síle—. Entonces un jabalí salvaje abrió a Diarmaid en canal y ella tuvo que acabar casándose con Fionn.

Regresaron al coche colina abajo.

—Ven un par de semanas la próxima vez, y así podemos hacer una gira mágica de historia.

—Me encantaría.

Síle sintió el pulso palpitar en su garganta.

—Mejor: ven para siempre.

Jude no respondió. Volvió su mirada clara hacia Síle.

Síle le devolvió una sonrisa forzada.

—Sé que crees que te asfixiaría cambiar de ciudad, no hablemos de continentes.

—No es por eso —dijo Jude con cuidado—. Pero no creo que pudiera reconocerme en Dublín.

—Stoneybatter es una especie de pueblo…

—Dentro de una ciudad. Y yo sería una extranjera en paro, desorientada, esperando cuatro días a que regresaras a casa.

«No sería así», protestó Síle para sí, pero ¿para qué continuar?

—Me halaga. Y me conmueve.

Aquello no aplacó a Síle. Maldita sea, ¿por qué no podía haber mantenido la boca cerrada hasta que tuviera bien montada la defensa? Ahora aquello era una profunda grieta en el suelo que tendrían que estar sorteando durante el resto de la visita.

Yseult estaba acostada en el asiento trasero.

—Me aburro, ¿hay algo para comer? —preguntó levantándose con un bostezo cuando entraron ellas.

—¿Sabías que los caracoles pueden pasarse hasta tres años durmiendo?

Una mirada gélida.

—No vas a engañarme, ya tengo ocho años.