Lo que se mueve, lo que cambia
Como el pájaro errante lejos de su nido, así es aquel que yerra lejos de su casa.
Proverbios, 27:8
Jude sólo sintió una punzada de pánico transitoria. Esta vez eligió un vuelo diurno, aconsejada por Síle, para no perder una noche de sueño. Después de Groenlandia vio icebergs: recién desgajados, como si a un dios se le hubiera caído un plato al suelo.
Durante lo que el piloto llamó «cola para el aterrizaje» sobre Dublín, Jude divisó un verde más brillante de lo que había imaginado que podía ser el campo: pequeños parches irregulares de campos claros y oscuros, y luego la escampada gris, negra y marrón de la ciudad. No había rascacielos, le alegró descubrir. Y entonces descendieron, con el aterrizaje tan suave como si el avión se deslizase en patines sobre la pista, mientras chirriaba la maquinaria.
Síle la esperaba a la salida, con el pelo suelto sobre la espalda.
—No puedo creerme que estés aquí —gritó—. «Jude de excursión a la Irlanda Grande».
El cielo del anochecer era como una gorra gris ajustada. Mientras Síle salía del aeropuerto en su cochecito gris, Jude pasó la mano por el tapizado gris plata de cuero. La mayor parte de los vehículos que circulaban por la carretera eran nuevos, y pequeños: en lugar de furgonetas y camionetas, vio Mini Coopers y una gran cantidad de automóviles que parecían haber sido acortados. Síle avanzó lentamente por el atasco, pasó por delante de esculturas de metal rojo o de piedra. En un momento dado, tomó una carretera secundaria para evitar un tramo en obras, y Jude notó que había una fila de caravanas en la cuneta.
—¿Qué hacen ésos? ¿Han venido de excursión y se han instalado aquí junto a la carretera?
—¿Cómo? Ah, son Viajeros, van de un sitio a otro, gitanos irlandeses.
—Fantástico —dijo Jude.
—Cierto, pero se les trata como si fueran mierda.
Jude se sintió aliviada al comprobar que Síle era una excelente conductora.
—Es como un decorado de cine —murmuró cuando giraron por una calle adoquinada con casas de tejados de hierro a ambos lados.
Síle apretó un botón y todas las cerraduras se ajustaron con un clic.
—Para una película de prisiones de los cuarenta, puede. Éste es de los peores barrios; prenderían fuego al coche aunque no se detuviese.
—Estoy tan extática, que todo me parece bien —dijo Jude, mientras pasaban un enorme edificio de oficinas, todo de granito gris y cristal verde—. Lo que sí hay es mucha basura —añadió al ver todas las bolsas de plástico enredadas en los árboles y bolsas de patatas fritas clavadas en las vallas.
—Somos un país de guarros, lo sé.
Muchos peatones (y conductores también) hablaban por teléfono móvil. Y la gente parecía toda igual, con la excepción de algún rostro negro y una mujer solitaria con un velo que esperaba en un semáforo. Caras muy pálidas en general; perfiles chatos, cabellos color castaño claro o a veces rojizo.
Empezaba a lloviznar cuando Síle torció para entrar en una callejuela con una fila de casas de ladrillo rojo y puertas pintadas de escarlata, color crema o azul marino. Aparcó en lo que a Jude le pareció un espacio imposible, tocando los parachoques de los coches de delante y detrás. Introdujo la llave en una puerta de color amarillo chillón y la abrió de un empujón de cadera. Jude (evitando una caca de perro) la siguió.
Era como una casa de muñecas. Mobiliario de terciopelo brillante llenaba una habitación que podía cruzarse en tres zancadas; lucecitas navideñas enmarcaban la ventana. Detrás de la puerta de la calle, había apoyada una gran serigrafía de seda, enmarcada.
—¿Es Amelia Earhart? —preguntó Jude.
—¡Buen intento! La traje de Berlín el año pasado y no tengo ni idea de dónde colgarla.
Cierto, no había pared con un hueco lo suficientemente grande. Jude vio una chimenea de hierro con relieves de pájaros exóticos, y se inclinó para recorrer las formas con las yemas de los dedos. Una empinada escalera en la esquina, apenas más amplia que una de mano. Una minúscula cocina a la americana con manzanas arrugadas en un frutero hecho con una espiral metálica.
—¿Es una escultura? —preguntó tocando una especie de araña zancuda de acero inoxidable.
Síle la miró extrañada.
—No me puedo creer que a estas alturas haya alguien que no tenga un exprimidor de limones Alessi.
—En mi planeta nadie. —Jude de repente sintió una gran fatiga.
—¿Petrushka? —llamó Síle—. ¿Petrushka? —Ascendió ruidosamente las escaleras, pasando por debajo de una gasa de colores brillantes—. Mis primos me lo enviaron desde Mombai; técnicamente es un velo de novia; les advertí que acabaría colgado de la pared. ¿Petrushka? —La voz flotó escalera abajo—. Mi vecina Deirdre la alimenta cuando no estoy, pero tiende a enfadarse y a esconderse en mi armario. La gata, digo, no Deirdre.
Jude leyó una notita amarilla en el banco de la cocina que decía: «¡¡Dejar dinero para Neela el sábado!! Y preguntar por las alfombrillas». Concluyó que Síle debía de tener una chica que le hacía la limpieza y, aún más divertido, que a veces hacía uso de métodos primitivos como el papel para hacer recordatorios. Jude regresó al sofá púrpura, acarició el suave tejido. Hojeó una revista llamada Simplicidad que parecía consistir en complicadísimas instrucciones para comprar, clasificar y almacenar las pertenencias.
Un largo timbrazo la hizo saltar. Oyó voces en la calle, a menos de un metro. Consiguió adivinar cómo funcionaba la cerradura y abrió de golpe. Al principio pensó que no había nadie, pero enseguida aparecieron tres chiquillos. Iban vestidos con pantalones de chándal muy brillantes, y dos de ellos andaban en patines. Uno de los chicos dijo algo con un acento impenetrable.
—¿Perdón? —respondió Jude.
—¡Tenemos el gato! —chilló la niña.
—Ah, pues qué bien. No soy la… propietaria, de hecho —explicó Jude.
—¿Eres americana? —preguntó el chico más alto entrecerrando los ojos.
—Canadiense —dijo Jude distraída, mientras sentía que el jet lag se apoderaba de ella como una nube—. Canadá es un país enorme al norte de…
Pero la interrumpió la niña de rasgos duros, que avanzó hasta el umbral.
—«Pos» dile a la señora que tenemos a su «jodía» gata.
Jude se la quedó mirando; entonces levantó la mirada en busca de un adulto.
Síle llegó a la puerta, apartando a Jude.
—Traedla inmediatamente.
Se abrió otra puerta a menos de un metro, y una mujer canosa con rulos se asomó.
—¿Estás ya en casa?
—Ya están otra vez estos cabroncetes, Deirdre.
—Es un secuestro —^exclamó el niño más pequeño, como si acabara de recordar la palabra.
—Sí —dijo su hermano—, y queremos un rescate. Queremos 20 euros.
—Una buena paliza es lo que os vais a ganar —gritó la vecina.
—Le meteremos un petardo en el culo —dijo la niña.
Síle la agarró por el suéter.
—A ti sí que te voy a meter un petardo en el culo, pero ya.
Jude retrocedió, horrorizada.
La niña se escabulló y le escupió. Ella y el muchacho salieron corriendo en sus patines, con el niño pequeño tratando de alcanzarlos.
—Traedme a Petrushka inmediatamente —se desgañitó Síle— o llamaré a la policía. ¡Sé quiénes sois!
—¿Sí? —preguntó Jude en voz baja.
—Es una manera de hablar.
—¿No crees que le harán daño?
—Ah, no se atreverían —aseguró Deirdre.
—Cabroncetes extorsionistas —farfulló Síle entre dientes.
Para llenar el silencio, Jude se presentó a la vecina. Le vino a la cabeza como un relámpago la imagen que aquella mujer de mediana edad podría hacerse de ella: una camionera avariciosa y mochilera que había expulsado a la «adorable Kathleen».
—Dales cinco minutos —aconsejó Deirdre— y luego llama a la policía.
Dentro, Síle se acomodó en el sofá. Jude se inclinó a besarla en la frente. Mientras preparaba el té con él, para ella, extraño hervidor de agua eléctrico, oyó un golpe en la puerta. Síle dijo algo en el umbral y por fin regresó acunando a un gato gris.
—¡Bien hecho!
—He regateado con los jodidos monstruos y me lo han dejado en diez euros —explicó Síle acariciando la cabecita de Petrushka—, pero tendría que haber sido menos. Estoy perdiendo facultades.
—El amor debilita —sentenció Jude, quizá con un exceso de frivolidad.
—Eso debe de ser —dijo Síle dejando a la gata en el banco de la cocina e inclinándose a dar a Jude un largo beso.
Mientras tomaban el té, Síle se relajó y Jude se puso a averiguar dónde gustaba a Petrushka que la acariciaran.
—Deirdre parece una estupenda vecina.
—Lo es, maravillosa. Me pone leche en la nevera, abre la puerta al fontanero… y lo único que yo hago por ella es de vez en cuando llevarla al centro. Pero así es Stoneybatter: los de toda la vida todavía se visitan cada día.
—El tipo de pueblo que me gusta —bromeó Jude.
—Dejando de lado los secuestros de animales de compañía.
—Bueno, a nosotros también nos envenenaron unos perros el año pasado; todos sabemos que fue Madge Tyrrell, pero no podemos probarlo.
—Oye —le dijo Síle—, iremos a cenar a casa de Jael y Anton, han insistido mucho. ¿Te apetece? No mucho…
—En fin, preferiría llevarte directamente a la cama —respondió Jude—, pero me apetece cualquier cosa siempre que pueda estar mirándote.
Jael y Anton vivían en la parte sur del río Liffey (la parte cara), en un barrio burgués donde todas las casas quedaban ocultas por altos setos. La casa tenía alfombras tupidas como musgo y óleos abstractos, algo intimidatorios, en la pared.
La delgadísima Yseult hablaba casi tan rápido como su madre.
—¿Sabes cuántos años tengo? Adivínalo —exigió a Jude.
—Eh, pues no sé.
—Claro que no lo sabes, tonta. Por eso he dicho que lo adivines.
Jude decidió que odiaba a los niños irlandeses.
—¿Nueve?
Los ojos en blanco.
—Sieeeete. ¿Sabes cómo se escribe mi nombre? Seguro que no.
Esta vez, Jude estaba preparada para el fracaso.
—A ver, I… s…
—¡Mal! —dijo la niña—. Es con Y griega. Y-s-e-u-l-t.
Jael le puso una mano de uñas abigarradas en la boca.
—Deja de dar la lata a nuestra invitada. Acaba de llegar desde Canadá.
—Le has dicho a papá que los canadienses son aburridos.
Un movimiento casi imperceptible recorrió las mejillas de Jael.
—No he dicho eso. Lo que dije es que se trataba de un estereotipo falso.
Jude miró a los ojos a su anfitriona y casi soltó una carcajada.
—Necesito un cigarro ¡ya! —anunció Jael—. ¿Jude? —Ella torció la cabeza.
—Lo siento, lo he dejado.
—Es lo que me cuentan, pero la mitad de los exfumadores que conozco me gorrean un cigarrillo de vez en cuando.
Jude negó con la cabeza y la pelirroja le sonrió coqueta.
Cuando su mujer abandonó la habitación, Anton dijo:
—Lo dejó cuando estaba embarazada, y casi acabó con los dos. No paraba de aullar «¡Nunca más!».
No se sentaron a la mesa hasta las diez: un tajín marroquí con albaricoques. Jude esperaba que la cría se fuera a dormir, pero a Yseult le dio por ser aún más exhibicionista. Jude esperó un silencio en la conversación, que era más que nada sobre el terrible sistema sanitario de dos niveles (un amigo de Anton se había pasado tres días sufriendo en una camilla), el potencial nuclear de Irán, si la nueva línea de tranvía aliviaría el tráfico de Dublín, pollos sin plumas modificados genéticamente y los precios de timo que a cada uno de ellos le habían cobrado por un té o un sándwich de jamón. Luego pasaron a hablar de si la música realmente hacía que los niños fueran mejores en álgebra y, cuando Jude por fin consiguió decir «Está buenísimo», todos se la quedaron mirando.
—La comida, quiero decir. Y el vino —añadió en dirección a Anton.
—¿Qué esperabas, beicon y col? ¿O simplemente un cuenco de patatas? —dijo Jael soltando una estruendosa carcajada.
—Tendrás que perdonarla, no está acostumbrada a que alaben su cocina —bromeó Anton levantándose a recoger los platos.
—Verdad. He empezado a cocinar ya en la madurez —reconoció Jael—. El noviembre pasado, el gordo cabrón éste se fue a Praga para no sé qué follón y nos dejó a Yseult y a mí para que sobreviviéramos a base de tikka masala congelado, y de repente me dije: «Soy una mujer inteligente, llevo mi propia agencia de artistas, ¿por qué no abro un libro de cocina por primera vez en mi vida?».
Jude iba a decir algo sobre la primera vez que había hecho trucha ártica a la barbacoa, pero perdió la ocasión; la conversación había pasado a centrarse en la televisión digital, el bilingüismo (aquí Jude intentó decir algo sobre los colegios canadienses de inmersión en francés pero volvió a fracasar), un reciente asesinato especialmente brutal y si los hombres muy peludos deberían hacerse la espalda a la cera. Ella acabó por dejar de luchar y permitir que la corriente de palabras le pasase por encima.
En cierto momento sus anfitriones se fueron a la cocina y Jude se volvió para sonreír a Síle. Pero la boca de su amante estaba rígida.
—¿Qué te pasa?
—No has dicho palabra en cuarenta y cinco minutos —susurró Síle.
—¡No he tenido ocasión de meter baza! ¡Os pasáis el rato hablando todos al mismo tiempo!
—Los irlandeses estamos muy evolucionados —replicó Síle—. Sabemos escuchar y hablar al mismo tiempo.
—Bueno, pues yo no.
Síle se mordió el labio.
—Sólo quiero que les caigas bien.
—No soy una foca amaestrada —dijo Jude entre dientes, y entonces el mango brulée entró, anunciado por Yseult utilizando una trompeta de papel.
Jael salió a fumarse otro cigarro después del postre, y Jude estuvo a punto de salir con ella. Pero en el sofá, Síle entrelazó los dedos con los suyos y así hicieron las paces. La niña se fue a la cama a regañadientes a las once y media. Media hora después, Anton bajó y murmuró:
—Ya ha caído.
Jael, tumbada en el otro sofá, como Sarah Bernhardt, se incorporó como movida por un resorte.
—¿Alguien quiere un poco de coca?
—¡Mmm! —se relamió Síle.
—A mí ya me va bien el café —dijo Jude en voz baja mientras pensaba: «¿A quién va a apetecerle un refresco después de esta comilona?». Sólo comprendió cuando Anton trajo una vieja lata con rayas etiquetada como matarratas.
—Es una aventura conseguirla hoy en día —se quejó Jael—. Peor que una canguro de confianza y casi tan cara.
Anton esperó hasta que Jael y Síle se hicieron sus rayas.
—¿Seguro que no te apetece? —dijo amablemente ofreciendo el espejito a Jude.
De repente se sintió harta de ser tan predecible, de estar callada, de decir que no a las cosas. Era una mujer con una amante extranjera y un descubierto en su cuenta que no podía permitirse; estaba lejos de casa. Fingiendo no darle importancia, tomó el billete enrollado. Síle la observaba con cierta cautela. Jude aspiró, luego se apoyó en el respaldo, sin sentir nada más que cierto abotargamiento en la nariz. Pero en pocos minutos se sorprendió participando sin titubeos en un debate sobre los sistemas de voto, a pesar de que todo lo que sabía sobre representación proporcional estaba basado en un rápido vistazo, casi ya olvidado, a un folleto de los Nuevos Demócratas. No se sentía drogada sino de lo más saludable, la invitada que siempre había deseado ser.
—Hay algo en esto que me recuerda cuando estaba haciendo autoestop por el campo, en el parque Algonquin, y al torcer me di de narices con un enorme oso negro. Dicen que tienes que levantar los brazos para parecer más alta y cantar tan alto como puedas…
Se metió en el papel de pueblerina canadiense con toda la ironía que pudo, y Jael estuvo tronchándose de risa hasta que sintió que iba a vomitar, y Anton incluso, por algún motivo que Jude olvidó enseguida, hizo una demostración de bailes regionales escoceses en la alfombra persa, utilizando un atizador y unas tenazas.
Mientras Síle estaba en el lavabo, Jael proclamó que necesitaba otro cigarrillo. Jude salió con ella a respirar aire fresco. Las casas irlandesas no tenían un porche delantero, empezaba a descubrir, así que acabaron en el césped húmedo. Jael se tambaleaba por el vino.
—¿Todavía te huele bien? —preguntó agitando el cigarrillo ante la nariz de Jude.
Jude se permitió aspirar. Sí.
—Tentadora.
—Lo que me gusta es el sabor —dijo Jael besándola.
Al principio, Jude se quedó demasiado aturdida como para reaccionar, y entonces se le escapó una risita. Su anfitriona había pisado algún arbusto aromático y tiraba ceniza en el césped, como si nada hubiera sucedido. Jude pensó en dejar pasar el momento, pero un profundo instinto de lucha la estimuló.
—¿Y eso por qué?
—Simplemente para ver qué talla gastas —respondió Jael con un tono razonable. Dio unas cuantas caladas más, luego pisoteó la colilla en el césped antes de recogerla para llevarla a casa.
A la una de la madrugada, Síle metió a Jude en el coche verde y todos se despidieron.
—Bueno, al final todo ha ido bien —dijo Síle, mientras daba marcha atrás.
—Mmm… —Jude tuvo el impulso de mencionar el extravagante incidente enseguida, pero empezaba a cambiar de opinión. Había oído suficientes historias sobre Jael como para saber que antes de casarse había tenido la ética de un chimpancé en cuestiones sexuales, pero un sexto sentido le decía que la mujer no había tratado de seducirla; se trataba de una travesura como mucho. Probablemente no era el momento de ser sincera al cien por cien.
—Todo gracias a la coca. De ahora en adelante traeré un poquito a cada fiesta. —Pasó la mano por encima del cambio de marchas y deslizó sus dedos entre los pliegues de la falda de seda de Síle. Se quedó mirando por la ventana mientras se deslizaban ante ellos los letreros luminosos de Dublín: B&B, ANGELO’S CHIPS, PELIGRO OBRAS, COLEGIO DEL SAGRADO CORAZÓN, APARCAMIENTO LLENO.
—Entonces, ¿Yseult es tu ahijada?
—Mi castigo por algo que he hecho mal. Con una tarde que pase con ella, ya me alegro otra vez de no tener crías.
I’m as. A Anton le encantaría tener otra, pero Jael lo mandan freír espárragos. —Se volvió con una enorme sonrisa—. Escucha, dado que para ti son sólo las ocho de la tarde…
—¿Sí?
—Cuando el año pasado me tocó el turno Dublín-Heathrow, iba de ida y vuelta tres veces al día. Nunca sabía en qué país estaba. Bueno, lo que iba a decirte es —acariciando la nuca de Jude— que precisamente hoy toca noche Colleen en la disco…
—¿Quieres decir, de chicas? Por mí vale. Sólo tengo tres días; he de hacer tantas cosas como pueda.
Jude se esperaba un local brillante, cromado y con cristaleras, pero era el salón de baile del piso de arriba de un viejo hotel. La chica que vendía entradas parecía una quinceañera y muy mona.
—Doy gracias por la nueva generación —gritó Síle en el oído de Jude—. Cuando tenía tu edad conocía todos los caretos arrugados de este sitio.
—Por cierto —preguntó Jude mientras se tomaba su primera pinta de Guinness (y, sí, sabía mucho mejor en Irlanda)—, ¿ha intentado Jael llevarte a la cama alguna vez?
—Sólo una —dijo Síle con una sonrisa que tenía algo de incomodidad—. Me metió mano en la parte trasera de un taxi, pero la espanté. Jael ha sentado cabeza un poco pero a veces no sé cómo, dado que es como es, puede soportar su vida.
«Toqueteando a la invitada en el césped, quizá», pensó Jude.
Entonces se acercaron en manada un grupo de amigas de Síle, y todo se llenó de saludos chillados y besos en las mejillas. El aspecto familiar de aquel pequeño mundo fue reconfortante para Jude: más o menos las mismas proporciones de chaquetas vaqueras o cuero, pintalabios o escot sonrisas y gestos adustos que encontraría en una noche para mujeres de una ciudad media canadiense. Gran parti de la música le resultaba conocida, pero no demasiado, por suerte todavía no habían puesto I Am What I Am o Sisters Are Doing It For Themselves. Por primera vez aquel día, Jude se sintió más o menos en casa.
El único problema era que no entendía una palabra de lo que decían aquellas mujeres. Síle intercambiaba a gritos unas frases con dos de ellas; probablemente la interrogaban sobre por qué había dejado a la perfecta Kathleen.
Síle se acercó a ella y le dio un beso en la mandíbula.
—Conozco a la mayoría de las que vienen aquí —señaló—, es posible que haya dormido con la mitad. He vivido con la mitad de la mitad de aquellas con las que he dormido. He amado a la mitad de la mitad de aquellas con las que he convivido. ¿Y adónde me lleva todo esto?
Jude se la quedó mirando.
Síle se partió de risa.
—¿No reconoces la cita? Es de una de las novelas de Beebo Brinker. Basura bollo de los cincuenta.
—Ah —articuló aliviada.
—Otra frase de Beebo que me encanta es: «Nueve meses de deseo le estallaron como un petardo entre las piernas».
Jude sonrió.
—Te entiendo. Va más allá de lo de El pozo de la soledad. «Aquella noche nada las separó».
Intercambiar citas no era la actividad ideal en medio de aquel barullo. Jude tomó a Síle por las caderas y la condujo a la pista de baile bordeada de luces. Síle parecía hacerse la remolona, algo que Jude sólo entendió a mitad de la primera canción, cuando llegó a la conclusión de que los movimientos extraños, agitados y desacompasados de su liante no eran el resultado de su destreza en un estilo de ile sofisticado que todavía no había llegado a Canadá.
—¿Podemos sentarnos ya? —le gritó Síle al oído.
—Buena idea.
—Vale, vale, resulta bastante embarazoso. —Al acomodarse de nuevo ante la mesita con su Martini se lamentó—: ¿A que parece que sepa bailar?
—Pareces el baile encarnado, cariño.
—Me gustan las discotecas, me encanta la música. Pero alguna hada madrina malévola me negó el sentido del ritmo.
Jude empezó a reír de nuevo.
—Mientras que tú, animal, te mueves como un demonio. Vuelve a la pista; mira, ahí están Lisa y Sorcha saludando.
—¿Seguro?
—Adelante, quiero mirar.
Horas más tarde, Jude estaba en el lavabo echándose agua en la cara cuando una mujer alta y rubia se apostó junto a ella y dijo entre dientes:
—Tú tienes que ser la canadiense.
Jude parpadeó.
—Culpable —dijo con expresión divertida—. Y tú tienes que ser amiga de Síle.
La mujer cabeceó y se aplicó con dos movimientos el pintalabios marrón. El estómago de Jude se tensó. La rubia cerró el bolso de golpe y se alisó la falda de satén.
—Imagino que todo te parece un gran chiste —dijo volviéndose para colocarse frente a Jude.
—Qué…
—Un frívolo romance internacional, no importa lo destructivo que sea. —La voz de la mujer seguía bajo control—. Me pregunto si tienes escrúpulos.
Jude tomó aire con dificultad.
—Mira, Kathleen…
—Cierra la boca. —La nariz de la mujer estaba a pocos centímetros de la de Jude—. No me conoces, no me llames Kathleen. Eres una avariciosa destructora de parejas y me das ganas de vomitar.
La puerta se abrió de golpe y entraron dos chicas riéndose. Cuando se habían metido en sendos cubículos y cerrado las puertas, Jude prosiguió en voz baja.
—Sé que querías a Síle…
—No sabes nada de mí. —Los elegantes rasgos se arrugaron—. Nosotras teníamos una vida en común; para tu información, teníamos algo que eres demasiado joven e ignorante para comprender y era duradero, funcionaba, hasta que llegaste tú y lo llenaste de mierda.
Jude no sabía qué hacer. Todo el cuarto de baño parecía inundado de dolor, y Kathleen ya había salido por la puerta.
Cuando Jude regresó a la mesa, estaba vacía. Miró en derredor sintiendo un pánico irracional. Síle no podía haberse ido sin ella, ¿verdad? ¿Con Kathleen? «Eso es ridículo».
Tuvo que preguntar a dos amigas de Síle antes de localizarla en la cola para la consigna. La voz de Síle era ronca, pero sus mejillas estaban secas.
—Simplemente estaba recogiendo las chaquetas.
Jude la rodeó con los brazos.
—¿Qué te ha dicho a ti?
—No tenía que haberte traído aquí. El mundo es un pañuelo —dijo Síle en lugar de responder—. Siempre hablaba con tanto desprecio de los bares gays que no pensaba…
—Me lo he pasado estupendamente —insistió Jude, y era cierto al menos en parte.
En la cama de cobre de Síle hicieron el amor la mitad de la noche, y luego Jude se durmió como si la hubieran derribado de un hachazo.
Por la mañana se duchó en la estrecha cabina con azulejos, y la cosa fue bien hasta que mientras se enjuagaba el pelo el agua empezó a salir fría.
—Tenía que haberte avisado —dijo Síle, riéndose mientras frotaba a Jude con una gran toalla naranja—. Somos la nina de la civilización, pero la fontanería es penosa.
—No pasa nada —dijo Jude—, así me he despertado.
En casa de Síle siempre sonaba música. Había altavoces en todas las habitaciones. Era buena música, de salsa a Hach, pero jamás paraba. Jude estuvo tentada de pedirle un pato de silencio, pero «adónde fueres…».
Después de lo que Síle denominó «una fritanga», se fueron paseando al centro, por los muelles; Jude olió una destilería de Guinness en un momento, y luego una ráfaga de mar que subía por el río. Las plantas se desbordaban por encima de muros de piedra; reconoció unas clemátides, y Síle consiguió identificar una fucsia. Mostró a Jude un buen surtido de catedrales, criptas y edificios. Las calles estaban tupidas de cuerpos; la gente se daba empujones y a veces murmuraba una disculpa. Había un viejo con un tic que gritaba obscenidades y una mujer que predicaba a gritos sobre un cajón boca abajo.
Cruzaban una calzada muy transitada hacia Trinity College cuando Síle se detuvo en la isleta de tráfico.
—Aquí está, el lugar sagrado.
—¿Qué lugar sagrado?
—Yo tenía trece años. Había una chica en mi colegio, Niamh Ryan…
—¿Como la muchacha de cabellos dorados que se llevó a Oisín al otro lado del mar?
Síle se rió.
—Supongo. Pero esta Niamh tenía cabellos cobrizos flamígeros. No es que fuéramos amigas o algo así, pero yo siempre sabía cuándo estaba en la clase sin volverme para mirar; podía escuchar lo que decía a siete metros.
—Ah… —Jude recordaba enamoramientos como aquél.
—Una vez, haciendo compras para Navidad, nos encontramos en la calle. La parada de Niamh estaba en Fleet Street y la mía en Nassau Street —dijo Síle, señalando en direcciones opuestas—, así que le dije que la acompañaría hasta la mitad del camino, pero no llegamos a ponernos de acuerdo dónde estaba la mitad del camino, y terminamos en esta isleta. Hacía mucho frío, bueno al menos para Irland y había hasta un poquito de nieve húmeda; empezamos chillar: «¡Nieve!», intentando tocarla. Nos quedamos aquí toda la tarde hablando, hasta que se hizo de noche. Yo tenía las piernas congeladas, porque llevaba medias y zapatitos de charol, pero no me habría cambiado de sitio ni aunque hubiera explotado una bomba.
Jude asintió.
—La primera vez que tienes una conversación así… sientes como que te han despertado a cachetes.
—¡Exacto!
Acabaron tomando un trago en un pub tranquilo, pero algo casposo, «el único en la zona que no ha sido invadido por millonarios veinteañeros», según Síle.
—Voy pillándole el truco a la ciudad —le dijo Jude—. Hay un constante ruuum, ruuum, ruuum, energía bruta desbordada…
—Te estás adaptando sorprendentemente bien para ser una chica de pueblo —bromeó Síle.
—Hay una frase del Corán que dice…
—Vaya, de repente nos ponemos en plan aconfesional.
—«Vive cada momento en este mundo como si fueras un viajero en tierra extraña», que tal como lo veo yo significa que hay que prestar atención a todo.
—Pero también podría significar que vayas siempre extreñido —propuso Síle, dando un sorbo a su Martini—. Me paso la vida trabajando con «viajeros en tierra extraña» y siempre están la mar de tensos.
Jude besó sus labios rojo cereza.
Tomaron bacalao con patatas fritas mientras esperaban a que los músicos empezasen a tocar. Había violines, un banjo y un peculiar tamboril. Síle envió dos SMSs a su amigo Marcus (era una costumbre irritante, pero Jude tenía la sensatez de no protestar) y a las once apareció, alto y con cara infantil, vestido con un traje marrón claro.
—Ya me imaginaba que estarías pasando el fin de semana con Pedro —afirmó Síle abrazándole.
—No, qué va —dijo sin expresión—. Estaba en Leitrim, cuidando las coles, pero en cuanto recibí tu mensaje me monté en la vaca y vine galopando campo a través.
Jude le sonrió y le tendió la mano.
—Porque ¿cómo iba a perder la oportunidad de conocer a la famosa canadiense? —dijo inclinándose para besarla en la mejilla—. Como especialista en la O’Shaughnessy, te diré que nunca la he visto tan enamorada. Antes le costaba encontrar tu país en el mapamundi, pero ahora no para de darnos la lata con detalles que encuentra en Internet, como todos los canadienses que hay que nadie sabe que son canadienses.
Síle tomó aire:
—Joni Mitchell, Mary Pickford, William Shatner…
—Para ya, niña —dijo él—, o te doy una torta.
Marcus se puso a contar a Jude que mudarse a Irlanda constituía el destino natural para los ingleses con ganas de comerse el mundo. Había sido auxiliar de vuelo para una compañía británica, luego para otra con base en Chicago, antes de tomarse un año libre para trabajar en Sydney en una cooperativa de comida orgánica.
—Entonces un dublinés me arrastró aquí para el Orgullo del 93 (para celebrar que el sexo entre gays dejaba de ser un delito) y descubrí que llevaba a un irlandés dentro.
—Más de uno, si no recuerdo mal —dijo Síle procaz.
—Y entonces… ¿te quedaste? —quiso saber Jude, fascinada con la idea de un fin de semana que duró una vida.
Él asintió.
—Ahora soy un «paddy» en todos los sentidos; mi madre se queja de que estoy perdiendo mi acento natal. Me encanta estar arraigado, votar en las elecciones, saber a quién jalear en los Juegos Olímpicos.
Síle dio un bufido.
—No sé de qué te sirve. Irlanda tiene premios Nobel a patadas, pero en deportes no son los amos del mundo precisamente.
—Últimas consumiciones, por favor —exclamó el barman.
—¿Ya va a cerrar? —preguntó Jude, sorprendida. Empezó a sacar billetes de la cartera, pero Marcus le dio una palmada en la mano—. Síle no me ha dado ocasión de gastar euros todavía —protestó—, me siento como un gigoló.
—Pues te aguantas —dijo Síle—. Guárdalos para la próxima vez.
—Síle —intervino Marcus ofreciéndole un billete—, no me apetece levantarme…
En cuanto Síle fue a la barra, se volvió hacia Jude.
—¿Y qué planes tenéis?
—¿Para el fin de semana?
—No, a largo plazo.
Aquello la descolocó.
—No creo que tengamos planes. Todavía.
—¡Joder, mira cómo hablo! —dijo Marcus apurando su jarra—, parezco el Barrett de Wimpole Street, en plan victoriano. Lo que pasa es que no me gustaría que se quedase con el corazón roto. —Sus ojos grises le miraban intensamente.
—A mí tampoco.
—Y estas relaciones a distancia tienen un gran potencial de acabar en catástrofe.
—¿Más de lo habitual? —Jude le miró fijamente.
—Vale, tienes razón. Perdona el interrogatorio. —Le dedicó una sonrisa incómoda—. Me pone nervioso conocer a las novias de Síle.
—¿Cuántas…?
—Sólo dos… no, tres —decidió Marcus—. Con Ger nos reíamos mucho, y la piloto era agradable, pero demasiado neurótica… El caso es que ninguna parecía suficientemente buena. En cuanto a Kathleen, era demasiado… rígida —añadió, antes de que Jude se decidiera a ponerle la palabra.
Jude resopló.
—Se me acercó anoche en una disco.
—¡No!
—Y yo no diría que estaba rígida. Pensé que iba a darme una paliza.
Marcus se quedó mirándola.
—Bueno, supongo que el dolor saca a la gente rasgos ocultos. Como la tinta invisible y un hierro candente.
Jude intentó sonreír ante aquella imagen.
—Síle y yo siempre estamos con esas bromas, tenemos un matrimonio de conveniencia teatral… gemelos de plata, diálogos de Noel Coward, cócteles a las cinco…
Ella sonrió con generosidad y añadió:
—Mira, Marcus, no sé si me la merezco, pero te prometo que la trataré bien.
—Ok, trato hecho. Mi novio lleva gemelos con las camisas de seda —dijo Marcus distraído—, y por eso se me han pasado por la cabeza. Sobre todo rojos y verdes, para las camisas… pero creo que le iría mejor el color crema. Hablando del rey de Roma… —Se incorporó haciendo un gesto a alguien que entraba.
Pedro era un hombre de piel morena, pequeñito y guapo que besó a Jude en las dos mejillas.
—Así que estáis viviendo a bastante distancia —comentó Jude para empezar la conversación.
—Como todo el mundo —dijo Pedro deslizándose junto a Marcus.
—¡Un delirio! —terció Marcus, en lo que ella dedujo que era entonación tipo Noël Coward—. ¡Un auténtico delirio!
—¿Qué te parece Dublin? —preguntó el español.
—Me encanta —le aseguró Jude.
—Odia las ciudades —comentó Síle, que llegaba con las bebidas.
—¿Y cuánto tiempo lleváis juntas? —preguntó Pedro.
—¿Desde dónde se cuenta? —objetó Marcus—. Porque si se trata de consumación, sólo se produjo en abril.
—Desde el día de Año Nuevo —afirmó Jude tajante.
—No me digas —dijo Síle con una mueca.
—Al menos para mí. Entonces fue cuando la vieja roca cayó al estanque.
—O sea que son seis meses —constató Pedro con sensatez—. Entonces tendrías que venir aquí —le dijo a Jude.
¿No estaba aquí?
—Eh… —¿Se trataba de un problema de traducción?
—A vivir.
Ella soltó una carcajada. Luego se sintió fatal porque parecía que despreciaba la idea, pero en realidad fue por pura sorpresa.
Síle asintió en dirección a Pedro.
—Una idea genial. —El tono era ligeramente sarcástico, pero eso no tenía nada de raro. Jude no podía leer su expresión.
—Bueno, a éstas ya les hemos arreglado la vida; ¿alguien quiere un paquete de papas?
Un rato después, Jude y Síle hacían cola esperando un taxi con una llovizna empapándolas lentamente.
—Ah, y cuando tú te fuiste a por las bebidas —recordó Jude—, Marcus me aplicó el tercer grado sobre mis intenciones a largo plazo.
Síle gruñó.
—Lo siento mucho. Gente a la que no conoces de nada que te da la lata para que emigres de inmediato. —Un mechón de pelo se le quedó pegado a la mejilla—. Yo nunca… o sea en un mundo perfecto —se corrigió a sí misma—. ¡Claro que me encantaría encontrarte en mi lecho cada vez que regreso a casa! Pero ya veo que tienes tu propia vida.
¿Era aquello una manera de decir «no te metas en la mía»? Jude continuó hablando en tono ligero.
—Bueno, no del todo mía, desde la invasión de Bélgica.
Síle la besó, las bocas heladas por la lluvia. En la cola que había formada detrás de ellas, unos chavales borrachos empezaron a dar voces. Jude se estremeció. Síle continuó besándola. Ahora uno de los tipos fingía vomitar. Síle metió el brazo bajo el de Jude y miraron hacia los taxis.
Cuando Jude se despertó el domingo, no tenía ni idea de dónde estaba. Entonces reconoció la minúscula habitación cuadrada en la que se había acostado, los brillantes colgajos en la pared.
—No tenemos por qué movernos hasta dentro de una hora: papá no nos espera hasta las doce —murmuró Síle a través de su melena, y Jude sintió rigidez en el estómago.
Mientras se dirigían a la casa de Shay O’Shaughnessy, Síle rebuscó entre los CD.
—¿Bhangra, Sharon Shannon, Dolly o Franz Ferdinand?
—Eh, el que más te mole.
Síle frunció el ceño.
—¿Desde cuándo te da por decir «el que te mole», tía?
Jude suspiró:
—Seré brutalmente sincera: no conozco ninguno de ésos.
—¡Ajá! La otra noche conseguiste que todo el mundo te mirase mientras bailabas, pero seré yo quien te eduque musicalmente —dijo Síle, y puso una cantante country o western que resultó ser Dolly Parton.
—¿Soy la mujer más joven que te has llevado a casa? —preguntó Jude. Quería hacer una broma, pero le salió con una nota de ansiedad.
—Ah, no, cuando me traje a casa a Carmel las dos teníamos diecinueve años.
—La mayor diferencia de edad, creo que quería decir. ¿Y la más pobre?
—No cobramos entrada por la comida dominical —murmuró Síle.
—Entonces la más extrajera.
—Para nada. Ger sólo era de Liverpool, pero papá apenas la entendía.
—¿La que tiene más probabilidades de que la llamen «caballero» en el lavabo de las chicas?
—La más guapa —dijo Síle mirándola a los ojos.
Lo único que Síle tenía a su favor era la expresión en el rostro de su amante. «Tendría que haberme guardado unas rayas de coca para la visita a la familia», pensó. Jude era la invasora, la bruja maléfica, la comensal número trece. Sería la culpable de cualquier desastre.
La casa de Shay O’Shaughnessy era alarmantemente elegante, un caserón de tres plantas frente al mar. Sólo el padre y la hermana estaban allí; el cuñado se había llevado a los cuatro chicos a un sitio llamado Croke Park para ver un partido. «Maldición». Jude había albergado la esperanza de que los niños le proporcionasen cierta protección.
Shay era tan rosado y canoso como Orla era oscura; ella tenía la piel y los cabellos de Síle, pensó Jude, pero rasgos más duros. El padre y las hijas tenían el mismo tic cuando fruncían los labios. El almuerzo consistió en cordero al horno, y en su intento de mostrar agradecimiento, Jude comió demasiado.
—Animal revuelto se curva bien, en doce… —murmuró Síle en la salita, examinando un crucigrama casi acabado.
—No, déjalo, lleva todo el fin de semana torturándome. Al final se me ocurrirá mientras duermo —dijo su padre, encendiendo otro cigarrillo—. Jude, me cuentan que sólo has escapado de la condena hace poco.
¿Se refería al matrimonio? Jude parpadeó atónita. ¿La estaba llamando «destroza-hogares»?
—Sí, y eso no ayuda —añadió Síle ahuyentando el humo.
—Ha insistido porque los niños no están —se disculpó Orla—. Aunque, técnicamente, esta casa entra dentro de la prohibición de fumar en lugares de trabajo, papá —añadió incisiva—, ya que ahora tienes una limpiadora.
¿Es que nadie en esta familia fregaba sus propios suelos?, se preguntó Jude. Igual los O’Shaughnessys podrían describirse como… ¿qué expresión había oído en casa de Jael la otra noche?… «Socialistas de salmón ahumado», eso es.
Shay dio una larga calada y sostuvo el cigarrillo por detrás de su silla, como un adolescente.
—Discúlpame por tentarte, Jude. En realidad me desborda la admiración.
—No pasa nada —le aseguró ella—. La verdad es que sólo tengo ganas a altas horas de la noche. —Acurrucada en la mecedora del porche, con insomnio, aferrándose a la imagen de su amante lejana. ¿Qué pensaban Shay y Orla que hacían ella y Síle? ¿Imaginaban que simplemente se trataba de sexo, o preferían no imaginarlo en absoluto?
—Una vez trataste de dejarlo, papá, ¿no? —preguntó Orla.
—Mmm… en el sesenta y nueve, cuando cumplí los cuarenta: los peores once días de mi vida. Con la excepción del fallecimiento de tu madre, por supuesto —añadió suavemente—. Pero ya se sabe que las hojas diabólicas no hacen daño a todo el mundo.
—Menudo cuento —dijo Síle.
—La última vez que me hice un chequeo —le confió a Jude—, el doctor Brady dijo que no se lo explicaba, pero que tengo los pulmones de un montañero adolescente.
El padre era un seductor… y no parecía dar señales de sentir resentimiento por Jude, algo que tuvo que admitir a pesar de la nube de paranoia que la envolvía. La hermana era más complicada, pero Jude se la metió en el bolsillo preguntándole por el centro de acogida Irlanda de las Bienvenidas.
Orla salió con un mitin sobre el hecho de que se negara la ciudadanía a los hijos de no irlandeses nacidos en tierra irlandesa.
—Cuando votamos que se negara la ciudadanía a los hijos nacidos en tierra irlandesa en familias de otros países me sentí tan avergonzada… ¡No es que la gente venga aquí por capricho! Conozco una familia que se fue de Bosnia en cuanto estalló la guerra y no llevaban ni pañales, y uno de nuestros voluntarios llegó de Ruanda sin una mano.
—Irónicamente, todos somos emigrados —dijo Jude. Orla se quedó mirando—. Si te remontas una o dos generaciones, quiero decir.
—Exacto.
—En Canadá no puedes evitar ser consciente de que te encuentras en terreno robado.
—Mientras que aquí, un irlandés como yo… de los pálidos quiero decir —añadió Shay en tono de broma— tiende a imaginarse que sus antecesores salieron de los pantanos.
Jude se encogió de hombros.
—Todos somos de algún otro sitio originalmente. Hasta mi amigo Rizla, que pertenece a la mayor comunidad india de Canadá, las Seis Naciones del Territorio Grand River, pero para picarle le recuerdo que vinieron del estado de Nueva York.
—¿Ah, sí? —se maravilló Shay.
Síle sonreía, y Jude se preguntó si estaba resultando aburrida. Se volvió hacia Shay y le preguntó cuándo se había construido la casa.
—Más o menos… en 1850. Pero Monkstown data del siglo XIII, cuando los cistercienses construyeron el castillo.
—Tiene que haber sido la mar de excitante crecer aquí.
Orla hizo una mueca.
—De pequeña a mí me daba envidia la casa «nueva» de mi mejor amiga, con armarios que cerraban bien y unos columpios en el jardín.
—A mis hijas la historia no les dice nada —se lamentó Shay dirigiéndose a Jude—. Y Sunita, mi esposa, tampoco acababa de interesarse. Tienen una concepción distinta del tiempo en la India, claro. ¿Sabías que la palabra en sánscrito para «mundo» significa literalmente «lo que se mueve, lo que cambia»? Los hindúes creen que las cosas pasan una y otra vez. Para Brahma, un solo día es… espera, antes lo sabía…
—Cuatro millones de años humanos —contribuyó Síle.
—Buena chica —dijo él, agradecido—. Y cada día de Brahma empieza con la creación y termina con la disolución, y tiene catorce subdivisiones; cada una de ellas concluye con un diluvio.
Jude empezaba a sentir algo parecido al vértigo.
—Y la comida termina con fresas —anunció Orla dirigiéndose a la cocina.
Eran pequeñas, y más dulces que las que Jude conocía. Ahora el sol de junio había salido, claro y amortiguado, y Shay propuso que Síle les llevase por la costa a un lugar llamado Piedragris.
—Claro, «piedra» y «gris»; me encanta cuando los nombres tienen sentido —dijo Jude a Síle en la playa de guijarros.
—Ah, pero son nombres ingleses, impuestos a nuestro paisaje —respondió con un atisbo de burla mientras caminaban con dificultad.
—¿Cómo puedes sostenerte sobre esos tacones?
—¿No te gustan? —preguntó Síle, mientras imitaba a Marilyn Monroe con la falda levantada por el viento.
—Más de lo que te crees —dijo Jude con media sonrisa.
—Llevo tanto tiempo con estos zapatos que si no llevara tacones me sentiría como si me cayese de espaldas.
Orla y Shay estaban enfrascados en una competición para ver quién hacía que los guijarros saltasen en el agua más veces, y Síle y Jude se unieron a ellos. Jude intentó no presumir, pero era con mucho la mejor. ¿Había venido kathleen aquí con la familia cada domingo, antes de que se la hubiera expulsado sin avisar? ¿Se había puesto a lanzar guijarros o le había parecido un juego pueril?
—Lanzas como una niña —dijo Orla a su hermana.
—Lo que pasa es que me falta práctica. —Síle disparó un guijarro hacia Orla, que le golpeó la pierna.
—A ver, niñas. Portaos bien u os quedaréis sin helado advirtió Shay.
—Ah, ahora me siento de nuevo con treinta y nueve —dijo Síle solemne—, porque de ninguna manera me cabrá el helado.
Nadie le había intentado poner en un aprieto mencionando el nombre de Kathleen, se percató Jude. Lo cual significaba que todos estaban siendo muy cuidadosos. Mirando hacia las olas de cobalto tomó aire.
—Eres un tipo afortunado, vives junto al mar —comentó a Shay.
Él resopló.
—Aclara la cabeza.
—Pero nadar en agua salada tiene que ser raro.
—Si tienes cortes escuece como mil demonios, pero cuando sales el picorcillo es agradable.
—El océano índico es el mejor —añadió Síle—; es tan salino que resulta más fácil flotar.
—No puedo imaginarme que aquí haga calor como para nadar —dijo Jude con un pequeño escalofrío.
Síle se rió.
—¡Entérate de que estamos en pleno verano! Pero cuando hace viento puede ser un poco rollo. Papá a veces nos ofrecía una recompensa de un penique a la primera que se metiera hasta el cuello.
—¿Quién ganaba?
—Casi siempre yo —dijo Orla.
—Sí, es más estoica. Pero papá es un buenazo —dijo Síle, metiendo la mano bajo el brazo de su padre—, y quien llegaba la segunda recibía medio penique.
Síle podía sentir que los minutos goteaban como un grifo mal cerrado. En Stoneybatter, llevó a Jude a la tienda de la esquina a comprar fish and chips.
—Alta cocina irlandesa.
Al regresar pasaron junto a unos niños sentados en un muro.
—¿Sois bolleras? —dijo una niña con desprecio.
—Sí —respondió Síle volviéndose para responder sin perder una gélida sonrisa—, y gracias por preguntar.
—Bésala, ¿eh? —le pidió un chico.
—¡Bésala tú!
Doblaron la esquina.
—Ya van dos veces en un fin de semana —comentó Jude entre dientes—. No parece que te importe.
—Palos y piedras —dijo Síle encogiéndose de hombros.
Aquella noche, su última noche, llovió a cántaros. Síle apartó las barras de la persiana a un lado; la cortina de agua era tan negra como un río de petróleo, y un coche que pasaba produjo una estruendosa salpicadura. Jude estaba tendida junto a ella, con el aspecto de una imagen de piedra de un fauno que dormía. Pero sus ojos estaban abiertos y reflejaron las luces de la calle.
Síle estaba cansada, pero no quería gastar ni un minuto durmiendo. Se permitió insistir. Golpeó uno de los postes con el tobillo. Se olvidó de que vivía en una fila de casas y se puso a lamentarse a gritos como una banshee en plena noche.
Se durmió sin quererlo, entre un fuerte abrazo y el siguiente, y se despertó a las siete el lunes con el ruido del despertador, sintiéndose como una niña que no quería ir al colegio.
A través de la persiana de la salita llegaban las luces de un taxi que esperaba.
—Me gustaría poder llevarte —le dijo a Jude—. Cómo me fastidia tener que ir a reclutar estudiantes en la jodida feria universitaria…
—Igual es mejor así.
—Sí. Los adioses son demoledores, ¿verdad? —Presionó la cara contra los pechos duros de Jude y rugió—: ¡Exijo asilo de un mundo implacable! ¡Y declaro ésta mi tierra!
Jude logró reír.
Mientras Síle se encontraba junto a la puerta de casa en su quimono de satén color crema viendo cómo el taxi doblaba la esquina, Deirdre asomó la cabeza.
—¿Cómo estás, Síle, hijita? ¿Te encuentras bien?
—Estupendamente…
La mujer mayor se acercó hacia ella. Su rostro estaba rígido.
—Para lo que necesites, sólo tienes que dar unos golpecitos en la pared.
—Vale, muchas gracias —dijo Síle, preguntándose si Deirdre había quedado descolocada por la juventud de su visitante.
—No, pero… si hubiera algún problema, ni te lo pienses, da un golpe en la pared. ¡A cualquier hora del día o de la noche!
—Así lo haré. —Y Síle saludó con la mano a su preocupada vecina antes de entrar, pensando en qué iba a desayunar.
Sólo cuando iba por la tercera tostada de pan integral y mermelada de grosella lo entendió. Encaramada en el taburete de la cocina, sintió mortificación y placer mezclados como en un cóctel. Recordó los sonidos que Jude le había sacado, gritos que tenían que haber sonado a la vez como dolor y como placer. «Fantástico —pensó—, ahora todo el mundo en Stoneybatter empezará a decir que la azafata está siendo torturada por una chapera». Echó a reír, sentada a solas en la cocina, y no podía parar.
«Os quedan otros dos meses, todo lo más», era una de las cosas que Kathleen le había dicho en el club la otra noche. «Os maldigo a las dos», era la otra.