El duende del lugar

Vivir en una sola tierra, es ser cautivo;

viajar de un país a otro, espíritu salvaje.

JOHN DONNE, «Elegía 3: Cambio»

Una noche de finales de enero, Síle y Kathleen se encontraban en un pub del mercado de Smithfield, en Dublín. Al otro lado del ventanal, antorchas de gas brillaban sobre postes gigantescos; la luz resplandecía en el desgastado empedrado.

—El arquitecto ha ganado un premio, ¿no? —dijo Kathleen dando un sorbo a su vaso de vino.

—¿Sí? A mí me parece Colditz. Me encantaba venir los sábados a comprar verdura, cuando era un mercado de verdad —dijo Síle.

Kathleen se recogió un mechón claro detrás de la oreja.

—No sé por qué te molestas; cuando voy a cocinarla, siempre se ha podrido ya.

—Son muy decorativas —dijo Síle con una sonrisa—. Y además el dichoso Corpo también ha acabado con el desfile de caballos. Echo de menos el galope surrealista y los mozos montando a pelo por mi calle. La rehabilitación vale cuando significa que gente como yo podemos vivir en el centro —añadió con una pizca de autoparodia—, pero no cuando se carga los localismos y las tradiciones.

—Oh, me parece que en Stoneybatter todavía quedan localismos —dijo Kathleen con un pequeño escalofrío.

Aunque llevaban juntas, ¿cuánto?, unos cinco años ya, Kathleen jamás había mostrado interés por mudarse; mantenía su piso georgiano de techos altos en Ballsbridge, a una manzana del club de tenis. Así, Síle tenía pareja además de una casa para ella sola, que casi siempre le parecía la mejor solución, a pesar de la espinaca rancia.

El artilugio empezó a tocar Leaving on a Jet Plane. Tras una breve conversación con su amiga Jael, colgó y dijo:

—Catástrofe doméstica, otro cuarto de hora.

—Ésa es la verdadera diferencia entre la Nueva Irlanda y la Vieja —dijo Kathleen—: los móviles te permiten decir a tus amigos lo tarde que van a llegar, como si eso los absolviera.

—Anoche me puse a hablar con alguien que quería entrevistarme para un artículo sobre Irlanda tras el boom económico.

—¿Ah, sí? ¿Y no querría ligar contigo el pobre?

—La pobre —rectificó Síle; le gustaba el sentido de propiedad que a veces le entraba a Kathleen—. ¿Te imaginas? «Veterana azafata Síle O’Shaughnessy, estupenda a los treinta y nueve, se suelta las largas trenzas que debe a la herencia de su difunta madre Keralan» —improvisó.

Kathleen prosiguió:

—«En el fondo, todos somos iguales» —ríe la indo-celta Síle mientras arrastra su carrito por el ajetreado vestíbulo de salidas del aeropuerto de Dublín.

—Bullicioso vestíbulo de salidas.

—Atestado y bullicioso.

—«Su adorable pareja rubia Kathleen Neville —añadió Síle— trabaja como funcionaría de rango en uno de los mejores hospitales de la capital celta…».

Kathleen respondió con una mueca.

—Mira que somos desagradecidas y pijoteras. Cuando éramos estudiantes nos pasábamos el día rezongando sobre el atraso decimonónico de Irlanda, y en cuanto llegó el dinero y pasamos al siglo XXI

—Hay mucho por lo que podemos ser ingratas, especialmente en Dublín —protestó Síle—. Un filete de lubina te cuesta un ojo de la cara, todo el mundo está estresado, cada vez más cabreados, y con todo el tiempo ocupado a un mes vista…

—Por lo menos no eres la única cara de color —señaló Kathleen.

—Cierto. De hecho, si me comparo con las mujeres en chador que van por ahí, ni siquiera parezco extranjera. Oye, ¿te conté lo que le ha pasado a Brigid?

—¿Qué Brigid?

—Tienes que haberla conocido en alguna fiesta, es de personal de tierra. Pelo negro, se broncea rápido, pero toda su familia es de County Cavan. El otro día iba en un autobús y le soltaron «Vete a casa, india de mierda».

Kathleen mostró repugnancia.

—Cuando me lo contó nos reímos. Mejor reírse —añadió Síle enseguida.

Kathleen se tapó un bostezo con unas cortas y claras uñas y se acabó lo que quedaba del vino.

—Me voy a ir a dormir. Si Anton y Jael se presentan…

—Llegarán enseguida, seguro.

—No espero a nadie más de una hora, cariño. Dales recuerdos.

—Okey —dijo Síle algo apagada—, no llegaré demasiado tarde.

—Seguro que ni me despiertas. —Kathleen se inclinó para darle un beso.

—Tomaremos un desayuno opíparo.

—No va a poder ser. Tengo una reunión de presupuesto temprano. Café en la cama, eso sí —prometió Kathleen. Se volvió para preguntar—: ¿Necesita otra pastilla el gato?

—Ah, sí, gracias por recordármelo.

Desde el ventanal del pub, Síle la vio dirigirse a la parada de taxis, hasta que su cabellera rubia y abrigo de camello desaparecían entre la multitud; aunque estaba en perfecta forma, a Kathleen no le apetecía caminar diez minutos por calles oscuras y sucias. Síle sintió una punzada de culpabilidad por no regresar a casa con ella. Pero por otra parte Kathleen podría haberse quedado un rato para tomar un trago con sus amigos… tus amigos, habría matizado probablemente.

En el artilugio le apareció un texto de Orla, que la invitaba a la función escolar de John y Paul de El rey y yo, y sí, gracias a Dios, Síle estaba en la ciudad aquel día, a diferencia de las otras tres ocasiones en que le habría correspondido hacer de tía: «Guardadme una entrada», respondió. El pulgar le dolía (demasiados SMS), pero no hizo caso. Un nombre que no reconoció resultó ser el amigo de un amigo de un amigo que estaba en un congreso sobre hibridación cultural en Varsovia y le pedía consejo sobre restaurantes: Síle miró en su guía y le envió una recomendación rápida.

Mira que los humanos eran dados a las palabras… era algo que no dejaba de sorprenderle. No les bastaba cantar, dar conferencias, cotillear y telefonear a extraños par a ofrecerles la oportunidad única en la vida de aprovechar una ocasión única, sino que encima escribían. ¡Una auténtica torre de Babel! Enviaban tarjetas de cumpleaños y notas breves, novelas históricas y obituarios, letras y entradas de enciclopedia, libros de afirmaciones y basura… y todo esto ¿para qué? Para estar en contacto, para convencerse los unos a los otros, suplicar, aplacar, tranquilizar. Para seguir funcionando.

Cuando la última agenda electrónica de Síle se había estropeado, con lo que había perdido toda su agenda… sólo con recordarlo el cuello le dolía. Se había sentido como un buceador al que el suministro de oxígeno se le ha obstruido.

Había dejado el texto de Marcus para el final, ya que su antiguo colega era su hombre favorito (bueno, después de su padre). «A ver si nos vemos para tomar algo. Tengo un notición». La mirada de Síle quedó fijada en aquellas palabras. ¿Había conseguido un trabajo estupendo? Pero Marcus quería dedicarse al dibujo técnico. Su patrona estaba intentando que dejase el piso de Dun Laoghaire, eso lo sabía, o sea que igual había conseguido encontrar algo que más o menos pudiera permitirse, si es que quedaba algo así en Dublín.

Y Jael y Anton seguían sin aparecer. Buscó el resumen electrónico del Irish Times y se detuvo en el informe de la enviada especial en Bagdad. Qué curiosa era la vida de los enviados especiales: esquivando municiones, garrapateando notas en un supermercado. Le parecía que nunca acababan de asentarse; en cuanto se sentían como en casa en un nuevo país, igual olvidaban cómo explicar las cosas a sus lejanos lectores.

Por alguna razón, aquello le recordó a Jude Turner, como le pasaba con tantas cosas aquellos días. Se le había ocurrido a Síle de vez en cuando en aquel mes de enero localizar el pequeño museo en Internet y dejar caer un saludo, igual incluso con la excusa de una investigación genealógica o algo así. Pero no, mejor dejarlo como un encuentro sin consecuencias en el aeropuerto, una de las consecuencias felices de la vida viajera.

Le preocupaba a Síle un poco que durante aquel desayuno en Heathrow no había llegado a pronunciar la frase «mi pareja Kathleen». Pero la verdad es que tampoco la obligaba nadie a hablar de su vida doméstica (o no doméstica) con todo el que conocía. Nunca la volvería a ver, así que ¿qué más daba?

La larguirucha Jael se abrió paso a grandes zancadas entre la multitud.

Desolée, desolée, cariño —gimió, dándole un sonoro beso en la mejilla—. Nuestro canguro se cayó de la bicicleta cuando hacía cabriolas para impresionar a Yseult… Venga, qué pasa, cómo estás.

—Por fin. Hola —dijo Síle.

Jael llevaba la melena rizada cobriza más corta de lo habitual, apartada de su cara pecosa, y dejaba ver unos colgantes plateados en las orejas. Cuando se sacó el encendedor, Síle chasqueó los dedos. Jael lo cerró de golpe con un aullido.

—Siempre se me olvida la puta ley antitabaco. Vivimos en un estado policial.

—¿No se te ha ocurrido dejarlo?

—No voy a consentir que el gobierno me fuerce a nada —dijo Jael virtuosamente—. No, la verdad, estuve tentada cuando cumplí los cuarenta, pero me parecía demasiado tarde para ir con jodiendas.

Anton llegó al reservado con tres vasos llenos.

—Perdón, perdón, perdón. ¿Estás tú sola, Síle?

—Eso, ¿Kathleen ha ido al lavabo? —Jael echó un prolongado vistazo al pub.

—Bueno, se disculpa. No se encontraba demasiado bien —dijo Síle, consciente de que jugaba con la verdad.

—No será ese bicho que últimamente pilla todo el mundo… —preguntó Anton.

Ella cabeceó.

—No da abasto en el hospital, como de costumbre. Y ya que hablamos de hospitales, ¿habéis llevado al chico a urgencias?

—Ni hablar —dijo Jael—. Un par de tiritas, y le dijimos que ni se le ocurriera llamarnos a menos que le gotease la sangre.

Anton se arregló la corbata.

—No acaba de convencerme lo de un canguro masculino.

Su mujer le golpeó el muslo.

—Me niego a volver a discutir esto. Quienes corrompen menores no son adolescentes, son los curas y los hombres héteros como tú.

—¿Te refieres a mí en concreto? —Se dirigió a Síle poniendo los ojos en blanco—. Como si tuviera tiempo o energía. Una paja en la ducha una vez cada quince días, y a veces ni eso.

—Conor es un encanto —dijo Jael—. Seguro que Iseult lo tiene levantado casi toda la noche jugando a Daemon Quest.

—Culpa tuya, por cierto —Anton dijo a Síle.

Síle asintió.

—Jamás se lo habría bajado de haber sabido que mi ahijada tenía una personalidad tan adictiva.

—De tal palo tal astilla —sentenció Jael complaciente.

—Marcus, amigo mío. —Anton se levantó para dar un abrazo a su amigo, alto y con la cabeza afeitada.

—Mola la cazadora —comentó Jael entre dientes—. Aunque la camisa no le pega nada.

—Me encanta el corte de pelo, pero tendrás que hacer algo con la cara —contraatacó el inglés, intentando acomodarse en la banqueta.

Síle le dejó sitio y le besó en la oreja.

—Cuenta, cuenta. Parece que tiene un notición.

—Has follado —dedujo Jael—. Emanas un aura de maldad.

Marcus sonrió y se rascó la cabeza.

—Eso no sería un notición.

—Hombre, depende de con quién. ¿Y si es un famoso? Igual se ha cepillado al vocalista de un grupo de niñatos.

Marcus hizo una mueca.

—Nunca me han ido los yogurines. Igual cuando me haga más viejo; dicen que en cuanto pasas de los cuarenta, sientes el impulso irrefrenable de esperar a la entrada de las guarderías.

—¡Menudas perspectivas de futuro! —dijo Síle, que se disponía a cruzar esa frontera en octubre. La atención se le fue a Jude Turner. Parecía que acababa de entrar en la veintena. Pero ¿cómo se podía ser comisaria de algo a esa edad?

—Follar no sería un notición —sugirió Anton—. Pero un novio propiamente dicho sí.

—Dejadlo estar, chicos —pidió Marcus sonrojándose—; me gusta ser soltero.

—¿Os acordáis de aquella vez, en el Stag’s Head, que una chica de diecinueve años presumía de ser célibe? —le preguntó Síle—. Marcus le preguntó si era apio o besugo.

—Seguro que la dejó descolocada —dijo Jael estallando en risas.

—¿Qué es…?

Anton fue interrumpido por su mujer:

—Venga, seguro que ya te lo hemos contado.

—Apio es cuando dices que no a todo el mundo —explicó Marcus—; besugo es cuando nadie quiere ir contigo.

—Y tú eres un auténtico apio —le aseguró Síle.

—Fresco y apetitoso.

—Todavía no nos has contado el notición —protestó Anton.

—Bueno, allá voy. Soy el orgulloso propietario de una cabaña pintoresca en el noroeste.

Un silencio.

—¿Noroeste de qué? ¿Noroeste de Dublín, como en la zona de Stoneybatter? —preguntó Síle sin demasiadas esperanzas.

—El Noroeste del país, o sea, el salvaje County Leitrim.

Ella se cubrió la cara con las manos.

—Se siente… —dijo Marcus.

—Me da que no lo sientes en absoluto —señaló Jael.

—No puedo evitar estar encantado —respondió Marcus—. Toda una casa para mí solo. Y ya era hora de escapar: esta ciudad se está convirtiendo en un agujero.

—Pero no es justo, casi todos los amigos se han ido al quinto pino a vivir —protestó Síle—. Trish hace shiatsu en Cork, Barra hace televentas desde Gweedore… Ya me doy cuenta de que Dublín es una locura, a menos que tengas mucha pasta, pero ¿es preciso que os vayáis tan lejos y encima parezcáis tan contentos?

—No me perderás, princesa; volveré los fines de semana. —Marcus entrelazó los dedos con los de ella—. Para mí tiene que ver con cumplir treinta y cinco.

—¿Qué pasa con los treinta y cinco? —quiso saber Jael.

—Ya sabes, la mitad de los setenta que te ofrecen en la Biblia. Después de mi cumpleaños me vi en un piso minúsculo en Dun Laoghaire, dándole al estropajo, y de repente pensé: «¡A la porra con esto, podría tener un huerto!».

En fin, ¿qué podía responder Síle a eso? Se quitó la gran cola de caballo de los hombros y apuró su bebida, pero sabía a amoniaco.

—Enhorabuena, tío —dijo Anton.

—Cuando me echaron de casa y empecé mi época mochilera —recordó Jael— le contaba a la gente que había escapado de las afiladas garras de la Madre Irlanda para siempre. Pensé que me asentaría en Berlín o Atenas, o que nunca me asentaría.

—Nadie sabe nada —comentó Marcus.

—Nunca decidí regresar a Dublín —continuó con el ceño fruncido—. Creo que simplemente vine una Navidad y quedé atrapada. ¡Y ahora mírame! Carrera, casa, marido, prole, como sogas que me amarran a puerto.

—Es lo que se llama kismet —sugirió Síle.

—Déjate de chorradas hindúes —dijo Jael—. Simplemente es un accidente de larga duración.

Anton la besó en la mandíbula.

—Bueno, pues por eso precisamente quiero elegir dónde vivir —sentenció Marcus—, en lugar de dejar que lo haga una oportunidad de trabajo o un hombre.

—¿Tienes fotos? —preguntó Jael.

Él dudó.

—Te darían la impresión equivocada.

—O sea, que parece un vertedero.

—Digamos que necesita cariño.

Mientras Jael le interrogó sobre el precio y otras particularidades, Anton murmuró al oído de Síle:

—He jodido otra vez mi ordenador; no se apaga si no le meto un clip doblado en el agujero.

—Ya le echaré una miradita cuando me pase a veros —prometió.

—Tendrías que cobrar por mimar a estos ignorantes ricachones —cortó Jael—. Si te hartas del Club de las Millas Aéreas, te podrías ganar la vida como tecnochacha.

—No te he preguntado cómo fue la investigación —exclamó Marcus—. Supongo que no te han echado…

—Una reprimenda oficial —dijo Síle con un suspiro.

—Mamones.

—La compañía aceptó no sólo que el señor Jackson ya estaba muerto cuando me avisaron, sino también que el doctor de a bordo había confirmado que habían pasado horas desde el momento en que la resucitación fuera posible. Con todo, subrayaron que siguiendo las directrices tendría que haber salido pitando a por el desfibrilador y arrastrar al hombre al pasillo, por mucho rigor mortis que tuviera.

—Parecería una escena de Fawlty Towers —murmuró Jael.

Síle se sonrojaba con sólo recordarlo; después de tantos años de antigüedad y su impecable expediente, le habían reñido como si fuera una cría. Su mente divagó hacia el rostro de impecables pómulos de Jude Turner. «Ofrecí a la pasajera otro asiento —había dicho en la investigación—. Pero como apenas faltaba media hora para el aterrizaje, declinó la oferta. El doctor opinó que el cuerpo del señor Jackson no presentaba ningún riesgo para la salud». Había mencionado a Kathleen aquella chica; le había contado que había una canadiense un poco nerviosa en el asiento contiguo al muerto, y que la había invitado a un café.

—Es típico de la industria turística hoy en día —decía Marcus—: montones de directrices estúpidas y miedo de que alguien litigue.

—La última es que tenemos que evitar que los pasajeros hagan cola para el lavabo, no sea que se trate de algún tipo de conspiración para meterse en la cabina —les dijo Síle—. ¡Ah! Y tenemos que estar atentos por si pillamos a alguien leer el Corán o un almanaque… A veces siento que nunca tendría que haberme metido en este trabajo.

—Ah, pero seguro que te compensa por lo de viajar gratis —añadió Anton.

—¡Eso! Seguro que eres la única persona que conozco que se despierta un día de lluvia y dice: «A ver adónde voy hoy» —rezongó Jael.

—En cualquier caso, el chollo era aún mejor antes de las compañías de bajo coste —apuntó Marcus.

—No seas quejica —dijo Anton a su mujer—. Tú estuviste en Trieste la semana pasada.

—Pero fue por trabajo. Hemos cerrado lo del Festival EuroJoyce. Por cierto, Síle, es una campaña de dos meses, con un megapresupuesto.

—¡Enhorabuena!

—Un trabajo que significa desayuno con champán —dijo Anton— mientras a Ys y a papá se nos atragantaban los cereales en casa.

Síle se abrió camino hacia el bar para pedir la ronda siguiente. Se volvió a contemplar los rostros animados de sus amigos. Jael estaba repasándose con el pintalabios en un espejito y dando codazos a Anton al mismo tiempo. A él le empezaban a salir algunas canas en las sienes. Sabía que, si no fuera por unos carísimos tratamientos de Cereza Malaya, Jael tendría los cabellos totalmente grises ya. Con aquella chaqueta de rayitas negras parecía… una mujer de mundo. ¿Era ésa la expresión? Cuando Síle la conoció, su amiga vestía de manera mucho más agresiva, como si fuera una estudiante que vivía de los cheques que sus padres le enviaban desde la granja agrícola. Por supuesto, Jael era lesbiana entonces, enfundada en cuero curtido y corbatas de Oxfam.

Aquello fue a principios de los noventa, antes de que la bonanza económica disparase los precios y la vida se hiciera frenética, antes de que Jael se camelase sus primeros trabajos y pusiese en marcha Primadonna Publicity. Y antes de Anton. Síle rememoró la llamada de teléfono en plena noche: «He dicho que me voy a casar con el tío este de culo gordo de gerencia. ¿Crees que meo fuera de tiesto?». Desde que Síle les conocía, Anton y Jael no hacían más que andar pinchándose el uno al otro. Especialmente desde que nació Yseult: la maternidad había sacado a Jael de sus casillas («¡Esta criatura se mea en todo lo que le pongo!»). Pero su matrimonio parecía tan sólido como cualquier otro.

Por otra parte, ¿cómo podía juzgarse desde fuera si algo estaba construido sobre roca o arenas movedizas? Por mucho que conocieras a uno, te podía resultar un gran misterio por qué él o ella amaba a cierto individuo entre todas las personas del mundo. ¿Qué se susurraban el uno al otro bajo el edredón? ¿Mandaba uno de los dos o tenían un acuerdo secreto de reparto de poderes? Y respecto a lo que duraría la relación, bueno, lo mismo sabríamos si lo echásemos a cara o cruz. Síle había visto relaciones preciosas y tiernas encallarse en las rocas más pequeñas y emparejamientos escépticos que duraban hasta que la muerte los separase. Las parejas que había pensado que estaban la mar de felices se rompían y admitían que pasaron años de amarguras; las relaciones tenían intrincados mecanismos de privacidad, incluso en aquellos tiempos de confesiones torrenciales en los medios.

El artilugio sonó. «Se nos ha acabado el dentífrico sin flúor. Buenas noches».

Síle tomó nota mentalmente de intentar comprarlo en la farmacia de guardia al volver a casa.

En los primeros años, a menudo se sorprendía presumiendo de que Kathleen y ella no compartían casa: «No nos apetece la domesticidad». Pero habían estado engañándose, pensaba ahora. A los cinco años, todas las parejas eran domésticas, aunque vivieran en casas distintas. Las dulces trivialidades acababan por apoderarse de una; la placidez y lo irritante se convertían en habituales a partes iguales.

—Tres Martinis de manzana verde y una Murphy —gritó en dirección al barman, agitando un billete de cincuenta euros, pero el gesto de asentimiento fue tan mínimo que Síle no acababa de saber si se dirigía a ella.