Consecuencias
Todo equipaje es intercambiable.
ARITHA VAN HERK, «Inquietud»
Tres semanas después, Síle todavía no conseguía quitarse de encima la sensación de que había sufrido un accidente de coche; sentía cada músculo triturado.
¿Cómo había podido pensar que Kathleen era controlada y sofisticada, emocionalmente centrada? La mujer se había roto como un huevo. Había alegado enfermedad para no ir a trabajar, vivía sin quitarse la bata, y había dejado de peinarse. Tres noches seguidas, Síle había aparecido para preparar unas tostadas a Kathleen y disculparse una y otra vez. Dormían tan enlazadas como sogas; cuando Kathleen se despertaba llorando, Síle le acariciaba la cabeza y le susurraba para que volviera a dormirse. Se le ocurrió que jamás habían tenido unos momentos tan intensos; era como un eco de enamorarse.
Pero tras una rotación de cuatro días que le llevó de Dubrovnik a Viena, cuando llegó de nuevo a Ballsbridge encontró un sobre con una «S.» que contenía una nota que decía: «Esto no me lleva a ninguna parte. Por favor, pasa la llave por debajo de la puerta».
Naturalmente sintió alivio: Síle tenía que reconocerlo. Pero también desdicha porque cinco años de sus vidas se desvanecían.
Ahora los tulipanes de abril se cimbreaban como banderas.
—Igual sería mejor tomártelo con calma un poco; con la canadiense, digo —le aconsejó Marcus.
Pero Síle ya había superado los jueguecitos. Cuando se sentía con la moral baja aquellos días llamaba a Jude.
—Supongo que tendría que decir que siento que estés pasando por esto —dijo Jude— o que nunca quise causar problemas, pero eso no sería verdad.
—Cuáquera —exclamó Síle con un pequeño gruñido. Se secó la cara—. Olvida lo que tienes que decir, ¿qué es lo que quieres decir?
La palabra salió disparada como un cohete.
—¡Aleluya!
—De parte de Kathleen o…
—… de la mía —admitió Síle con un nudo en la garganta.
Shay O’Shaughnessy apartó la mirada por el bullicioso café. Su generación de hombres y mujeres en Irlanda se casaban para toda la vida, se recordó a sí misma; ni existía el divorcio en sentido legal ni se lo imaginaban, y si acababan separados para ellos era un vergonzoso fracaso.
—Has estado con otra —añadió Orla.
—¡Que no! —Pero antes de terminar de replicar a su hermana, Síle reconoció que era una tontería defenderse con precisiones. ¿Acaso no era cierto que cada célula de su cuerpo se estremecía al escuchar la voz ronca de Jude al teléfono? De haberlo permitido la geografía, ¿acaso no habría ido Síle a su casa hacía semanas para besar aquella sonrisa asimétrica y abrirle los tejanos?—. Hay una mujer en Canadá a la que he estado escribiendo —dijo con dificultad—. Trabaja en un museo. Tiene veinticinco años. —Se obligó a sí misma a añadir, en su pensamiento, «asaltacunas».
Shay pinchó la quiche con el tenedor, sin ganas.
—¿No es verdad que los canadienses son un poquito… aburridos? —preguntó Orla.
¿Por qué todos salían con aquello?
—¿Y los irlandeses no son todos burros y analfabetos? —replicó Síle.
Shay consiguió reír entre dientes.
—Tú ganas —dijo Orla—. Entonces, ¿has llegado a encontrarte con esta canadiense o sólo chateáis?
—Mmmm… la verdad es que a mí me suena a personalidad inventada —su padre se esforzó por sonar trivial—. Seguro que resulta ser un conductor de camión de Swansea. «Ciberdisfraz»: es un concepto que explicaban el otro día en el Guardian.
—La conocí en un vuelo —aclaró Síle, mirándole a los ojos. «O sea, como tú y Sunita».
Una larga pausa.
—Bien, pues me sabe la mar de mal, especialmente lo siento por Kathleen, claro —dijo Orla—. Tengo que enviarle unas flores.
Síle fijó la mirada en su plato.
—Y por lo que respecta a tu nuevo ligue… lo único que se me ocurre es que parece que te sobra un montón de tiempo.
Orla se concentró en la ensalada, y Síle la observó con odio. «Por qué —quiso preguntar—, ¿sólo porque no hago lo sensato que es permanecer en una pareja sin relaciones sexuales el resto de mi vida? ¿Por qué las cosas que siento no tienen un objetivo claro, una hoja de ruta, un anillo de oro?».
La lista de colegas y amigos a los que tuvo que informar era interminable; tuvo que recurrir a la vulgaridad de un e-mail masivo: «Aquí Síle, me temo que voy a tener que daros la mala noticia de que Kathleen y yo hemos decidido que estaremos mejor cada una por su lado…». Había intentado una evasiva para proteger la dignidad de Kathleen, pero sólo cuando lo echó a volar al éter se percató de que lo había hecho para apaciguar sus sentimientos de culpa. Entonces se preguntó qué tipo de e-mail estaría enviando Kathleen.
Hubo quien respondió con preocupación y calidez, y otros no respondieron. Empezaban a disociarse tácitamente los viejos amigos de Síle por una parte y los viejos amigos de Kathleen (la pareja no tenía ninguno que hubieran hecho juntas, pensó Síle, lo cual le pareció significativo) y aunque le dolió no podía discutir esa división. Ni siquiera tenía fotos de Kathleen, se le ocurrió pensar en plena noche; los álbumes cuidadosamente etiquetados en el piso de Ballsbridge contenían cinco años de viajes y fiestas, pero Síle no podía ni imaginarse ir a repasarlos y pedir una selección representativa.
Kathleen había recuperado su actitud formal y eficiente… o al menos una copia fracturada y vuelta a pegar. Una caja grande con las posesiones de Síle apareció en Stoneybatter, traída por un mensajero que también le dio a firmar un impreso para cerrar su cuenta bancaria compartida. Su vecina Deirdre lo recogió todo, como siempre hacía con los paquetes cuando Síle estaba fuera.
—De tu amiga Kathleen. —Por supuesto Deirdre no era una ingenua, pero «amiga» era la palabra que empleaba su generación (los otros vecinos se obcecaban en pensar que Síle era soltera como consecuencia de las exigencias de su carrera).
Síle tuvo que contarle la verdad ahí, en el umbral de la puerta:
—Es que ya no estamos juntas, Deirdre.
—Pues sí que es una pena. —Una pausa—. A veces he pensado en dar la gran patada a Noel —le dijo en tono confidencial, señalando con la cabeza la salita, donde su marido se pasaba el día sentado leyendo el periódico—; lo que pasa es que la pensión no nos alcanzaría para dos casas.
Eso, por alguna extraña razón, hizo que Síle se sintiera mejor.
—Es la mar de dulce por tu parte que quieras conocer los sórdidos detalles —dijo a Jude por teléfono aquella noche—, pero mejor te los ahorro.
—Imposible —replicó la muchacha—. Estoy metida hasta el cuello.
—Pero…
—He hecho añicos la felicidad de una mujer a la que ni siquiera conozco. He roto mi propia regla —afirmó Jude con severidad—. Sabía que estabas en pareja y no me retiré.
—Igual porque yo no hacía más que enviarte señales para que vinieras a por mí como si fuera una perra en celo —susurró Síle. No pudo distinguir cuál soltó antes una carcajada. Ella gruñó—. Todo se ha complicado tanto… Cómo me gustaría haber estado soltera cuando te conocí.
—¿Tal como fingiste estarlo en Heathrow?
—¡Eso no es verdad! Bueno, supongo que era una «mentira de omisión», como la llamaban los curas. ¿Qué pensaste cuando por fin te dije quién era Kathleen?
—Como si me hubieran metido un clavo en la mano de un martillazo.
—¡Jo! Hasta las metáforas te salen de camionera.
—En fin, todos los principios son tan complicados como los finales —le dijo Jude—. Todo se solapa; es como un estanque de nenúfares. No creo que conozca a dos personas que cuando se enamoraron estuvieran ambas sin pareja.
Ahora, sentada en su cafetería favorita mientras leía el Irish Times y se tomaba un capuchino, Síle echó un vistazo hacia el Lifíley y le sorprendió notar que su euforia iba en aumento.
—Mmmm… —le dijo Jael, que la había llamado desde el móvil mientras se dirigía a Galway en tren—. Hay un tipo determinado de clímax que se siente al poner fin a una relación que ha durado demasiado.
—A ti no te caía bien Kathleen, ¿verdad? —constató Síle, permitiéndose coger el toro por los cuernos.
—No sabía por dónde entrarle —exclamó Jael—. Se me hacía cuesta arriba darle conversación sobre el tenis o el puto chachachá.
Síle se sintió herida sin saber por qué.
—¿Y eso por qué?
—Ah, nada —dijo Jael—. Kathleen es el tipo de novia que se solicitaría por catálogo.
—Mira que eres cabrona.
—Gracias.
Síle dio un largo sorbo al café.
—¿Y qué haces en Galway?
—Tenemos la presentación en una sala de banquetes de las reflexiones de un cascarrabias sobre la impotencia y la muerte. Te daría su nombre, pero igual hay periodistas en el tren.
—Tú siempre tan discreta.
—Chica, Síle, soltera se está mucho mejor.
—En palabras de la señora de Anton McCafferty —dijo automáticamente. Y enseguida añadió—: La verdad es que no me siento soltera.
—Anda con cuidado. La de Canadá puede ser simplemente un síntoma de tu desconexión —le advirtió Jael—. Las bolleras se emparejan demasiado rápido; los chicos son más sensatos. Marcus puede darse un paseo por el parque Phoenix si le vienen las ganas, ¿no?, o la sauna si llueve.
Síle hizo una mueca cuando pensó que la versión que Jael había asimilado de lo que ciertas publicaciones denominaban «el estilo de vida gay» estaba siendo escuchada por los pasajeros de aquel vagón.
—Bueno, ahora no, está enterrado en Leitrim inmerso en La Vida Contemplativa.
—Caray, se me había olvidado, pobre idiota. Entonces lo único que le queda es follarse a las ovejas.
El teléfono hizo un ruido tan alto que tuvo que apartarlo del oído.
—Cálmate.
—Si tengo que pasarme un mes sin hacerlo —le dijo Jael—, que me corten la garganta.
Era como ser buscada por la policía o como estar planificando una fiesta sorpresa. Síle se pasaba el día mordiéndose la lengua. En la tienda de Stoneybatter donde compraba Time, Private Eye, Wired, sus baguettes y beicon en lonchas, se moría de ganas por confiarle a la fatigada adolescente al otro lado del mostrador: «Acabo de poner mi vida patas arriba por una desconocida».
Envió a Jude una foto de cada una de las cinco estancias de su casa; tuvo que pedir prestada a Deirdre su cámara, porque cuando las enviaba digitales se colgaba el ordenador del Museo de Irlanda. Sonrió a las madres que llevaban a pasear a sus bebés al parque, y daba raciones extra de frutos secos a sus pasajeros, pero le faltaba la paciencia cuando alguien interrumpía sus ensoñaciones sobre Jude y saltó cuando su cuñado empleó sin darse cuenta la palabra «azafata» para referirse a ella. Se suponía que el enamoramiento producía felicidad. Lo que ella sentía era más como palpitaciones o indigestión.