Algunos inmigrantes huérfanos indigentes
- Con llegada el 6 mayo de 1891: Noble, Thomas. Edad: 16. Sexo: V Criado de granja en el SS Norwegian de Liverpool a Quebec.
- Con llegada el 4 de junio de 1891: Weiner, Adolph. Edad: 10. Sexo: V Escolarizado.
- Con llegada el 4 de junio de 1891: Weiner, Pauline. Edad: 10. Sexo: M. Escolarizada.
- Con llegada el 4 de junio de 1891: Weiner, Maggie. Edad: 11. Sexo: M. Escolarizada, todos ellos en el SS Parisian de Liverpool a Quebec.
Glad Soontiens, un artista textil y la mejor aliada de Jude en el comité del museo, se paró a leer por encima del hombro de Jude. Dejó escapar una carcajada de fumadora.
—Fíjate cuántos Weinercitos. ¿Y qué es eso de «escolarizado»?
—Un niño que ha ido al colegio, imagino.
—Seguro que los separaron enseguida y les mandaron a pasturar vacas.
—Las posibilidades de adopción son escasas —dijo Jude a la mujer de mediana edad.
—Por cierto, ¿llegó a acabar Rachel el edredón de estrellas y escaleras que estaba haciendo?
—Casi —respondió Jude, concentrándose en poner otra chincheta—. Me parece que sigue faltando un poco de guata en el relleno.
—Tráemelo y lo arreglaré para la feria de este año.
Jude lo veía todo borroso. Cuando logró alejarlos del tablón de anuncios Glad ya andaba por media calle.
En la radio local, tras las noticias, escuchó un reportaje sobre Pakistán que de rebote le hizo pensar en Síle O’Shaughnessy. Jude imaginó a la auxiliar de vuelo sentada con las piernas cruzadas, enfundadas en medias, bebiendo a sorbos sólo café italiano del mejor, mirando a través de las ventanas en las plazas iluminadas o las calles lluviosas, expectante, glamurosa.
El ordenador beis estaba casi oculto tras una caja de impresos en microforma; Jude lo utilizaba sobre todo para buscar en bases de datos como el Registro de Nacimientos y Muertes de Ontario. Se le ocurrió que ninguno de los voluntarios conocía su contraseña, que era contraseña.
«Venga, si vas a hacerlo decídete de una vez», se dijo.
De: irelandmuseum@interweb.ca
Para: sile@oshaugh.com
Fecha: 22 de febrero 11.22
Asunto: Saludos
Querida Sile (¡disculpa que no sepa cómo poner el acento en la i de tu nombre!):
Tomate cono un cumplido que éste sea el primer e-mail que envió por una cuestión que no sea de trabajo. Simplemente quería decir hola y que te debo un desayuno. Si alguna vez vienes a Toronto me podría plantar allí por la autopista, si tienes un rato entre vuelos y quieres «cerner como un animal».
Jude pretendía aquí un tono ligero, para no parecer una paleta pueblerina desesperada por ligar. La verdad era que jamás «se había plantado» en Toronto por la autopista; sólo iba si necesitaba investigar en las bibliotecas o pillar alguna exposición en el museo Royal Ontario.
Hoy debería estar catalogando cartas, y haciendo fichas de toda la serie de un periódico anticonfederación de principios de la década de 1860 (la Confederación era cuando Cañada decidió convertirse en país, por si te interesa).
«Seguro que no, menuda chorrada», dijo para sí soltando un gruñido, y borró la frase.
Al mirar el calendario de puentes históricos en el sudeste de Ontario en la pared del despacho, veo que hace siete semanas y inedia desde lo de Heathrow (bueno, desde que yo estuve, tú tienes que haber pasado por allí veinte veces). El motivo por el que no te he escrito hasta ahora es que lo de mi madre resulto ser un tumor cerebral y estaba muriéndose. De hecho, murió el 22 de enero.
Como me ha costado diez minutos escribir las últimas dos frases, mejor dejarlo por hoy, antes de convertir en una costumbre lo de llorarte encima.
Una gramática algo extraña, tono de chica necesitada; Jude borró hasta «dejarlo por hoy».
Si tus viajes por el ancho mundo conocido te dejan un minuto, ya me contaras si recibes esto.
Adiós,
Jude (Turner)
Ya había puesto el ratón sobre ENVIAR cuando se le ocurrió algo y estiró el brazo por encima del escritorio cubierto de papeles hasta alcanzar la estantería de los libros de referencia.
P. D.: Acabo de buscar lo de los recabitas.
Está en Jeremías 35:7
Ni construiréis una casa ni sembrareis ni plantareis vides o las poseeréis: hasta el fin de vuestros días viviréis en tiendas; y viviréis siempre en tierras de las que seréis extraños.
Lo curioso es que recordaba lo de vivir en tiendas de los recabitas como si fuera una mala costumbre, o quizá un castigo. Pero ahora al volver a leer el versículo, ¡creo que de hecho se les dice que no echen raíces para no ser vulnerables a los ataques! ¿Te funciona la metáfora, Síle?
¿Te ves como una escurridiza guerrera del camino que jamás quedara atrapada en un lugar y nunca tendrá que hacer ratas a la barbacoa como los que estamos más arraigados?
En fin. Adiós de nuevo.
Volvió a pensarlo y casi borró el párrafo, pero quedaba más animado que lo que venía antes, y terminar con una cita bíblica era mejor que con la noticia de la muerte de su madre.
«Enviando mensaje “Saludos”. Bandeja de salida vacía». Como si las palabras fueran una bandada de golondrinas que escapan de una jaula, persiguiéndose las unas a las otras contra el cielo invernal.
Un golpe en la puerta le produjo un sobresalto. La carota marrón de Rizla contra el cristal, con los ojos en blanco y la lengua fuera.
—Lo siento si tienes mono de antigüedades, pero el museo cierra los lunes —dijo ella acercándose para abrazarle, pero calculó mal porque él ya había retrocedido para quitarse la nieve de las botas.
—No puedo estar mucho rato, tengo una mierda de Pontiac con las ruedas quitadas. ¿Va todo bien? —preguntó Rizla.
Jude volvió a sentir un nudo en la garganta.
—Mira que estoy harta de tanta empatía —suspiró—. ¿Te he contado que Bub llamó a la puerta después del funeral para ofrecerse a quitar la nieve de delante de casa todo el invierno?
—¿Bub tu vecino mudo?
—Pues resulta que tiene muchas cosas que decir en cuanto se pone a ello. Superelocuente a la hora de contarme que la muerte nos tiene a todos controlados y que mi madre era una santa; cuando se mudó le hizo tarta de moras. Hace un curso por correspondencia de electricidad, y su verdadero nombre es Llewellyn.
A Rizla se le atragantó la risa.
—Ya veo, imagino que no sacaría nada en la granja de pavos. —Sacó una lata de ginger-ale y la abrió con un dedo—. ¿Te pasarás luego a probar el rosbif del día? —Era el único mecánico en el Garage, la única gasolinera con café de la ciudad.
Jude cabeceó.
—Tengo calabacines para recalentar. Gwen viene esta tarde. Voy a ir a verla al torneo de béisbol sobre nieve. ¿Vendrás? —preguntó sin grandes esperanzas.
—¿Para los restos de calabacín o para una cena de verdad?
—Si tanto necesitas una hamburguesa…
—Nada, sólo era para tomarte el pelo —le dijo sonriendo y mostrando una hilera irregular de dientes. Dejó la lata encima de unos ficheros marrones.
Jude la quitó de inmediato.
—Tío, que son las cartas de la familia Krebniz; las tengo en préstamo.
—Ya están llenas de manchas —indicó echando un vistazo rápido.
—Son lágrimas —le dijo recogiendo las carpetas—. Ninguno de los tres hermanos vio a los otros nunca más.
—Mira que es deprimente la historia —comentó mientras tomaba un trago del ginger-ale.
—Esta noche si quieres puedes pasarte después de la cena, y nos tomamos una cerveza.
—Ni hablar, creo que podré sobrevivir sin otra conferencia sobre mis hábitos de palurdo.
—¿Por qué no lo dejas estar?
Rizla frunció los labios.
—Tu amiga se dedica a cambiar los pañales a viejos para vivir, pero se cree que es toda una dama.
—Dices eso porque a Gwen no le hizo gracia tu chiste sobre el Holocausto…
—Oye, si alguien tiene derecho, somos los indios nativos —dijo con una mueca—, que también fuimos víctimas de un genocidio. Además, ¿y lo de aquella vez en el restaurante?
Jude suspiró.
—¿Y qué si pidió a la camarera que limpiase la mesa?
—El problema es cómo lo hizo —rememoró Rizla—. Tan cortante. Para mí si una tía se pone de los nervios por un gotarrón de kétchup, seguro que luego se comporta igual.
—¿Luego cuándo?
Se miró la bragueta.
—¿Crees que su alteza se dignaría a dormir donde abulta?
Jude se sorprendió soltando una risotada.
A la hora de comer, salvó las dos manzanas que la separaban de casa luchando contra la tormenta de nieve, y sintiéndose tan hueca como una caña. La mano derecha, en la que portaba un cigarrillo, estaba entumecida a pesar del guante. Un día de estos tendría que hacerse mayor y dejar de fumar.
A pesar del letrero que decía «NO QUIERO CORREO COMERCIAL, POR FAVOR, SALVEMOS LOS ÁRBOLES», el buzón estaba lleno hasta los bordes de propaganda; sintió una irritación sin límites. Se sacudió la nieve acumulada en las botas y se las desató en el vestíbulo. Había un mensaje en el contestador de un tipo de Mitchell que respondía a su anuncio sobre la venta del Honda Civic de 1994. Jude se estremeció ante la idea de que el viejo coche de su madre desapareciera de su aparcamiento ante la casa, hasta que pensó de nuevo en lo que podría hacer con el dinero; sin la pensión de Rachel, la factura del gas era cada vez más difícil de afrontar.
Cuando echó la propaganda a la papelera, un sobre de bordes húmedos se deslizó del resto. Tenía un matasellos borroso que decía Baile Atha Cliath, que para Jude sonaba a trabalenguas, pero en el sello había una cruz celta y su corazón empezó a latir con fuerza. Se sentó al final de la escalera en el oscuro vestíbulo y se sacó la navaja del cinturón para abrir el sobre mientras sus manos temblaban como si se hubiera excedido con el café.
17 Stoneybatter Place
Stoneybatter
Dublin 2
Irlanda
14 de febrero
Pues hola, Jude la Oscura. Espero que mi caligrafía te parezca legible, porque, aunque te parecerá irónico que algo así suceda a una tecnófila como yo (puedo presumir de haber visto el primer nacimiento en vivo en la Red en el 98), mi impresora acaba de autodestruirse dejando una nube de humo, así que voy a tener que copiar esta carta de la pantalla A MANO. Sólo el hecho de que el transbordador a mi vuelo de Boston lleva media hora de retraso justifica el derroche de energía. No doy crédito a lo primitivo que es esto de hacer garabatos en el papel con gotitas negras que salen de un tubo…
Esperé seis semanas para ver si te rendirías y me contactarías primero, pero ya veo que eres de las fuertes, silenciosas y testarudas con quienes una chica jamás debería meterse a competir por ver quién aguanta más. ¿O quizá hay una razón más prosaica? Podrías haber extraviado mi tarjeta, ya que las cosas siempre se pierden cuando uno viaja; a lo largo de los años he perdido la mayor parte de mis pendientes favoritos por los desagües de los lavabos de los hoteles (en mis ratos libres no me importa llevar pendientes diferentes, pero para el trabajo tengo que ir arreglada hasta extremos ridículos).
Nuestro amigo George L. Jackson resultó ser pentecostal [mi corrector ortográfico desconoce esta palabra] setenta y cinco años, divorciado y con cuatro hijos adultos (la investigación fue un horror, pero por lo menos no me echaron del trabajo). ¿Piensas mucho en él? Yo sí, especialmente durante vuelos nocturnos, cuando las luces se amortiguan y muchos pasajeros se ponen a dormir. Llevaba su propia compañía de plásticos, y se dirigía a Inglaterra para vender muestras en una feria. No tenía historial de enfermedad cardiaca, pero de eso murió. La línea aérea pagó tanto el vuelo de su hija mayor para recogerlo como el embalsamamiento. Ahora ya sabes tanto como yo.
La mano se me ha cansado ya, voy a tener que parar antes de haber dicho gran cosa. Me pregunto cuánto va a tardar en llegarte la carta, en mida, en alce, o con lo que utilice la Policía Montada hoy en día. Intento imaginarme la aldea de Irlanda, Ontario, y enseguida me doy cuenta de que las imágenes que se me forman en la cabeza me vienen todas de Doctor en Alaska, que ahora que lo pienso no pasa en Canadá. Vaya. La vida de aldea siempre me hace estremecer, no hay cines (estoy tan colgada del cine que vería dos películas al día si tuviera tiempo) ni locales para escuchar música, o zumerías… ¿Cómo te las arreglas cuando te apetece un zumo de fresa y pera?
Cállate, Síle, tus modales dejan mucho que desear… Igual soy yo: las ciudades me ponen. Necesito sentirme libre como una cometa… Aunque mi base está en Dublín, podría estarlo en cualquier sitio (¡bueno, en cualquier sitio con más de un millón de habitantes!); la vida es una merienda campestre, por decirlo de alguna manera. Kathleen (mi amiga) no está de acuerdo; dice que los emigrantes siempre le dan algo de pena.
Al otro lado de mi ventana, en la calle de casas sencillitas en la que vivo, empiezo a ver que los tulipanes violetas más aguerridos empiezan a asomarse (yo no sé cultivar nada, pero mi vecina Deirdre y yo tenemos un AMB, y utiliza mi alféizar para las macetas que le sobran). Sin duda la primavera (mi estación preferida) se acerca.
Hmm, la caligrafía es un poco como el código Morse, lenta y seria. Es mucho más táctil que el ordenador, sin duda. Aquí hay una mancha, por ejemplo, de restos de mi tarta de frambuesa:
Síle
P. D.: Feliz día de San Valentín.
En su lucha por descifrar la enrevesada caligrafía, la primera impresión de Jude fue que, en efecto, la carta había sido escrita para matar media hora. ¿Y aquello de «Kathleen (mi amiga)» se refería a una amiga o más bien…? Al leer por segunda vez, prestó más atención a las frases sobre la espera de seis semanas y la lucha de voluntades y la clara referencia al día de San Valentín. Tenía que haberle llevado un rato copiarla a mano. Se chupó el dedo, tocó la mancha marrón al final de la página y la probó. La frambuesa despertó en su paladar y ella pensó: «¡Qué descarada!».
Releyó la carta dos veces más; estaba demasiado nerviosa para comer. Se sentó a la mesa de la cocina con su pluma y una hoja no demasiado amarilla de papel del Museo de Irlanda.
Querida Síle:
Recibí tu carta después de enviar mi e-mail… ¡Ajá!
Me encantó tener noticias tuyas.
Ya sé que el correo postal tarda un poco: si nuestros antecesores no se hubieran comunicado con algo tan duradero como el papel en los últimos mil años, no quedaría gran cosa de ellos.
Jude intentaba un estilo reflexivo, pero aquello sonaba a sermón. Hora de cambiar de tema.
Sí, pienso en George L. Jackson, especialmente cuando no consigo dormirme. Gracias por contarme cosas de él. Aunque por muchos datos que tengamos nunca conoceremos a la gente.
Rachel Turner, apellido de soltera Dorridge, nacida en Chichester, el 3 de abril de 1938. Llegó a Toronto en septiembre de 1957. Trabajó en el departamento de accesorios para mujeres de Eaton’s. Casada…
«Basta ya, Jude».
A cada momento tengo que consultar el diccionario. Algunas de mis dudas las aclara, pero cuando me hablas de AMB no hay nada que se corresponda con lo que puede significar.
Si se acerca la primavera en la Gran Irlanda, está claro que la diferencia entre nuestros países no se limita a cinco horas, sino que es toda una estación.
Aquí en Ontario hace una brillante tarde de invierno, y las aceras están cubiertas en montones de un metro de altura de nieve beis, así que es preferible caminar por la calzada, que produce chirridos bajo las botas.
Hay casas que siguen teniendo puestas las luces navideñas. Por mi parte estoy orgullosa del carámbano que hay en la ventana de mi habitación, que mide casi tanto como yo.
«Cielos, esto suena como una redacción escolar sobre el tema “un día de invierno”».
La casa de mi madre está en la Calle Mayor, a un par de manzanas del cruce. Sigo intentando acostumbrarme a decir «mi casa», pero cada vez me parece que es como dejar que mamá desaparezca un poco más.
En fin, ¿qué sentido tenía escribir a una extraña si no podía contarle las cosas que sentía? Continuó.
El museo está sólo a una manzana; no necesito tomar transporte público para ir al trabajo. El verano pasado, cuando me lastimé una rodilla jugando a hockey en la calle con unos chavales de diez años, todavía podía ir a saltitos. Que sepas que este villorrio (que es como se denomina oficialmente) no es tan «terriblemente homogéneo» como te imaginas. Tenemos especialistas en arreglos florales y fundamentalistas, sí… y el año pasado alguien escribió con tiza LAMEFELPUDOS (o sea, yo) a la entrada del museo… pero también tenemos un hotelito que llevan unos gays, dos diseñadores de páginas web, un corredor de bolsa y un budista. Cuando vives tan cerca de otra gente te das cuenta lo individual que es cada uno. Hay un tipo en una mansión en ruinas al norte de la ciudad que caza ciervos con su labrador y se dice que hasta tiene una relación antinatural con la perra. Su esposa le dejó hace mucho tiempo, o quizá, como dicen algunos, esté enterrada en el bosque… Oh-Oh, ahora que lo pienso todo esto acabará confirmando tus prejuicios sobre la siniestra vida rural, ¿no?
Es verdad que si quiero un zumo de fresa y pera no me queda más remedio que utilizar la Moulinex de mi madre. Una vez más: MI Moulinex. Síle, acabo de pensar que te envidio por haber perdido a tu madre cuando eras demasiado joven para saber qué sucedía.
Vaya, esto sonaba más real, pero…
Lo siento, eso suena cruel y estúpido. Por supuesto es mejor tener una madre cuando creces… pero ahora mismo echo tanto de menos a la mía que siento dolor en todos y cada uno de mis huesos.
La carta empezaba a ir cuesta abajo sin remedio.
Esta carta empieza a ir cuesta abajo, pero supongo que de nada sirve fingir que me siento realmente de una pieza. Es otra cosa que tienen las cartas escritas a mano, que son más honestas. Si hubiera intentado tachar lo de arriba lo habrías visto, mientras que en los e-mails la gente puede corregir sus sentimientos.
Igual debería enviarle por e-mail una versión revisada de esta carta. Se tiró con fuerza del lóbulo de la oreja. ¿Por qué tenía que ser tan difícil responder a una carta? Tenía que evitar ser demasiado empalagosa, pero también la frialdad; no sonar como una nonagenaria pero tampoco como una cría de siete años. Algo entre «Estimado cliente» y «Adorada mujer de mis sueños».
Aquella frase hizo a Jude parar en seco. Dejó de lado la pluma. Había llegado a olvidarse del sueño; ni siquiera acertaba a decidir si lo había tenido la noche anterior o hacía unas cuantas noches. Era simple y a la vez le mortificaba. Síle O’Shaughnessy tendida en una nube, desnuda y oscura como una figura de Gauguin, asomada y mirándola, sin vergüenza.
Jude empezó a escribir la primera mentira que se le ocurrió.
Suena el teléfono. Mejor que responda.
Hasta la próxima, Jude.
P. D.: Me gusta lo que dices sobre ser libre como una cometa… pero si alguna vez has echado a volar una cometa te habrás dado cuenta de que tiene que estar bien sujeta por el cordel, porque de lo contrario cae en picado.
Vaya, la longitud de la posdata destrozaba su coartada sobre el teléfono, pero qué más daba. A Jude le habría gustado enviarle algo, quizá una flor, pero no había nada ahí fuera creciendo entre el barro helado. A cambio, buscando en las repisas, metió en el sobre una pequeña pluma de barnacla canadiense de pocos centímetros.