Clímax

Si yo fuera un mirlo,

silbaría y cantaría,

y volaría en pos del barco

que lleva a mi amada.

ANÓNIMO, «Si yo fuera un mirlo»

Síle, Marcus y Jael comían un sushi caro en un restaurante de Temple Bar diseñado totalmente con superficies duras y ruidosas.

—Es como sentarse a comer en un xilófono —se quejó Marcus a gritos.

—Así acabas cuando te la piras lejos de la civilización —le dijo Jael—. Sólo llevas dos meses y ya has perdido la armadura urbana.

—Cultivo lechugas, chirivías, puerros y coles verdes, y estoy construyendo un solárium.

—Vale, tío, y estoy hasta el pirri de oír a gilipollas naturistas complacientes. ¿Y qué llevas en la cabeza?

—Es el tweed, que está de moda otra vez —intervino Síle mordisqueando un poco de jengibre.

—No en forma de boina cazurra.

—El cráneo afeitado era un poco excesivo en Leitrim —dijo Marcus mortificado ajustándose la gorra—. Me parece que los vecinos creen que estoy con quimioterapia.

—Y en cuanto a ti… —Jael amenazó a Síle con un palillo—. Creía que el rollo de la canadiense iba a ser una cosa de pasar el rato.

Aquel comentario pilló a Síle desprevenida.

—No, tú fuiste la que dijo que sonaba estupendo mientras sólo fuese cosa de pasar el rato. —No conseguía ocultar su sonrisa.

—Espero que seas consciente de que puede seguir sucumbiendo a los peludos encantos del neandertal de la casa de al lado.

—Mmm… —cortó Marcus—, el maridito de la caravana suena a obstáculo.

—Ni es peludo ni es un obstáculo —dijo Síle levantando la voz. Casi deseó no haberles contado toda la historia—. Sólo pasa ocasionalmente y sin darle importancia, no es que estén enamorados.

—No, casados y basta —dijo Jael con una risita.

—Divorciados, a la espera del papeleo —replicó.

—Okey, pero aunque esté loca por ti, las relaciones a larga distancia son desagües de tiempo y energía —le advirtió Jael.

—Claro, cualquier cosa que no sea estar tumbado en un sofá requiere energía —protestó—. Anton está muy ocupado, pero parece que encuentra tiempo para taekwondo, ¿no?

—Ni me menciones el jodido taekwondo. Es sólo una excusa para deshacerse de mí y de Y se los sábados por la tarde. No, pero ¿te acuerdas de cuando me ligué a aquella exmonja portuguesa? —preguntó Jael—. Hay que ver la de vueltas que daba esperando a que llegase el correo.

—Aquello era antes del e-mail, abuelita —añadió Marcus—. Entre el Internet y los vuelos baratos, nunca ha sido más fácil enamorarse de alguien lejano.

Síle le hizo una mueca.

—En cualquier caso así ha sido, o sea que no tengo elección.

—Claro que sí. Las bolleras y su romanticismo torturado. —Jael apuró su sake—. Si vas a continuar, que no se haga muy serio. ¿Y el sexo telefónico? Lo intenté unas cuantas veces con aquella policía australiana.

—¿Sólo unas cuantas? —preguntó Marcus.

—¿Te hacía sentirte sola? —preguntó Síle—. A veces pienso que sería triste… ya sabes, el abismo infranqueable entre la palabra y la carne.

—No, lo que pasa es que era demasiado caro —bromeó Jael—. Le costaba tanto correrse que cada vez me salía por treinta libras.

Se partieron de risa.

—Supongo que siempre se le podía decir a la australiana que hiciera un poco de calentamiento —dijo Síle—, y luego llamar para el gran clímax.

—Ah, y una vez con Anton… —añadió Jael—. Él estaba pasando la noche en Belfast y el café no le dejaba dormir.

—¿Fue más fácil? —preguntó Marcus.

—¡Dos minutos máximo! Dejé A dos metros bajo tierra sin volumen y apenas me perdí nada.

—Nunca sé si haces que las cosas suenen excesivas —dijo Síle— o vives en el exceso para tener cosas que contar a tus amigos.

—¿Excesiva yo? Ya me gustaría, ya. Cuando pienso que hubo un tiempo en que vivía la vida loca —se lamentó Jael con la boca llena de arroz—. Promiscua, ubicua, rompiendo corazones a diestro y siniestro. Y ahora soy una mamá de zona residencial con un corte de pelo que no necesita gran atención.

—Sigues teniendo un piercing en la lengua —la consoló Marcus.

—No, se ha cerrado —dijo solemne sacándola.

Síle expresó su decepción con un gemido.

—¿Y sabes qué es lo peor? Enviamos a Yseult a Kildare en tren, y papá y mamá la llevan a catequesis el domingo.

—¡No!

—Vigila que no se convierta en una siniestra homófoba de mayor —alertó Marcus.

—No te preocupes por eso —le dijo Jael—. Para serte sincera, nos la quitamos de encima unas cuantas horas para follar.

—Antes prefería los chats a los teléfonos —confesó Marcus—, porque hay imágenes.

—¿Antes? —repitió Jael.

—¿Quieres decir que has sublimado la libido para convertirla en jardinería? —quiso saber Síle.

—Bueeeno… —Tomó un sorbito de sake sonrojándose.

Jael lo pilló al vuelo.

—No me digas que has encontrado marcha en los páramos del noroeste.

—No, fue en los páramos del Temple, un bar —aclaró cabeceando—. Vive en el edificio donde está Vintage Vinyl. He pasado allí todo el fin de semana.

—Anda, por eso no les has hecho caso a mis mensajes —dijo Síle con tono recriminatorio.

—¡Mira que eres puta! —le felicitó Jael, con voz lo suficientemente alta como para sobresaltar a los de la mesa de al lado.

—¡Nombre y número de serie! —Síle sintió una absurda punzada: tendría que haber sido la primera en saberlo, pero últimamente no se sacaba a Jude de la cabeza…

—Pedro Valdés. Y te conoce, Síle.

—¿Pedro el de Barcelona? Jesús, el mundo es un pañuelo. Hizo las fotos del orgullo gay el año que yo lo organicé… como en el 93 o por ahí.

—¿Me lo podías haber presentado hace tanto tiempo?

—¿Cómo iba a imaginar que habría un flechazo mutuo con él, de entre todas las monas que conozco?

—Claro que lo hubo —dijo Marcus—. Está como un tren, te partes de risa con él, es un estupendo diseñador…

—Yo habría pensado que Pedro era un poquito tranquilo para ti —dijo.

—En absoluto. Es sólo que va a la suya.

Jael se encogió de hombros.

—Con estas cosas nunca se sabe.

—Me alegro mucho —dijo Síle a Marcus pasándole el brazo por el hombro.

—Seguro que ahora habrías preferido quedarte en Dublín —comentó Jael.

Él le sacó la lengua.

—La última vez que hice de celestina fue absolutamente desastroso —dijo Síle— y decidí no volver a intentarlo.

—¿Cuándo fue eso?

—Mi hermana Orla. Le presenté a William, que era mi tutor en un cursillo empresarial, pero con el paso de los años se ha hecho de un católico que asusta. Pero escucha —le dijo a Marcus—, ¿cómo es que Pedro y tú no habíais coincidido hasta ahora?

—Pues tenemos que haber coincidido, según comentamos, en alguna noche sadomaso en el Quays allá por el 98…

—Empieza a hablar en plural, ¿te has dado cuenta? —observó Jael lúgubre.

—… pero él llevaba una máscara de goma, y no recuerdo su cara.

Las mujeres se troncharon.

—¡Así que Jude Lavinia! —Síle estaba tumbada junto al fuego en su bata de terciopelo púrpura, con los cabellos desparramados secándose en un cojín de seda con bordados.

—Que te calles —dijo Jude—. No sé cómo pude permitir que me sonsacaras mi segundo nombre.

—Quieeeero saberrrrlo toooodo… —pronunció Síle con acento transilvano.

—Tiene que ser tarde por allí.

—Estaba esperando a que empezase Los Soprano.

—¿Un coro?

—¡Jude! Hay veces que tu ignorancia sobre televisión hace que me parezcas una marciana.

—Ah…

—¿Ha llegado la primavera a Ontario? —preguntó Síle.

—Prácticamente es verano. El lilo del jardín trasero empezó a florecer el día de la madre, y pensé que se trataba de uno de los poco frecuentes chistes de mamá.

—Pobrecilla… —dijo Síle apenada. Un silencio—. Aquí el día de la madre es en marzo, no en mayo; tiene que depender de cuándo salen las flores. —Se imaginó a Jude limpiándose las lágrimas con el puño. ¿Qué camisa? ¿Lanegra de algodón?—. Ojalá estuvieras aquí, y así llorarías en mi pelo superabsorbente.

Una risa temblorosa.

—Lo recuerdo bien.

—Por cierto, a Jael y a Marcus les parece un poquito sospechoso que te hayas enamorado de una mujer mayor justo después de perder a tu madre.

Hubo una clara pausa antes de que Jude respondiese.

—¡Anda! Eso no se me había pasado por la cabeza…

—Bromeas.

—No hay relación entre las dos cosas.

—Todas las cosas están relacionadas, cariño —dijo Síle.

—Bueno, pues llámame ingenua…

Síle deseó no haber sacado el tema.

—No quería decir…

—Pero creo que tus amigos sacan conclusiones sin pensar.

—Bueno, eso no hay ni que decirlo —se apresuró a confirmar—. Aquí en Dublín hablamos más rápido que pensamos.

—Rizla tiene tu edad; igual es que la gente joven no me parece tan interesante. Y si hubieras conocido a mamá, bueno, digamos simplemente que ella y tú no tenéis nada en común —dijo Jude rápidamente.

Síle se removió para ponerse cómoda en la alfombra de piel de oveja.

—Cómo me gustaría que estuviéramos teniendo esta conversación juntas en la cama.

—Mmm —exclamó Jude emitiendo un sonido largo y profundo—. Lo que tenéis las mujeres mayores es que de verdad sabéis lo que hacéis.

—¡Oye! ¡Gracias! Pero no es que mi experiencia sea prolija. Jael utiliza un concepto que llama «densidad sexual», que se refiere al número de gente con la que has tenido un «encuentro genital» dividido por los años que llevas como sexualmente activa. Dice que cualquiera cuya densidad sea menos de uno es como si hubiera roto la invitación al festín de la existencia.

—¿Y qué densidad tiene Jael?

—Estaba por los cinco cuando la conocí, pero desde que se casó con Anton está cayendo en picado.

—¿Y la tuya?

—Veamos… contándote a ti —decidió Síle— saldría a seis en, cuánto llevo, veinte años… y sale a sólo cero coma tres por año.

—Una pierna —sugirió Jude— o un brazo y unas cuantas costillas.

Síle se rió.

—No me creo que sólo haya habido seis afortunadas antes de mí.

—Quieres decir, teniendo en cuenta que te parezco una puta a la enésima potencia enfundada en cuero.

—Bueno, es porque… has viajado tanto, ¿no? Has nadado en suficientes océanos como para ser capaz de sacar conclusiones. Te gustan muchos tipos de comida, música, películas…

—¿Y por qué no habrá sido mi vida amorosa tan ecléctica? Pues no tengo ni idea —dijo Síle—. Igual porque he estado tan ocupada viajando y comiendo y yendo al cine.

—Sólo con marcar tu número ya me pongo cachonda.

Síle se incorporó y los cabellos cayeron como velos húmedos en torno a ella. Ninguna dijo nada durante un minuto. «Qué raro —pensó—, lo que paga la gente en momentos de tarifa alta para escuchar silencios mutuos».

—¿Síle? ¿Sigues ahí?

—Sí, pero me has dejado sin habla.

—Vaya, por primera vez.

Con el transbordo tocando el claxon en la calle al amanecer y los mirlos graznando, Síle se puso unas medias negras nuevas mientras enviaba un e-mail a Jude.

Pensar en ti siempre me pilla por sorpresa, como el arana de un limón cortado. Tuya. S.

—Nuala y Tara, vosotras sabéis español, ¿verdad? ¿Alguien que hable japonés?

—Un poquito —dijo Justin.

Ella examinó su solapa.

—Estupendo, pero ¿dónde está la insignia?

—Síle, no sé cómo ha podido suceder…

—No te la habrás dejado otra vez en la mesita de noche… La próxima vez tendré que ponerlo en tu expediente —le advirtió.

—Sí, mamá —susurró.

Ella le miró haciendo un gesto.

—Vale, esta noche yo estaré en la cabina principal, y me acompañaréis tú, tú, tú, tú, tú y tú —dijo señalando. Los otros cinco irían en primera clase, que daba menos trabajo, pero que exigía una actitud más servil, pensaba—. El capitán ha dicho que esperará su chuleta cuando sobrevolemos Groenlandia, y que bebe zumo de pomelo; para el primer oficial, clamato.

—¿Cuántos pasajeros llevamos? —preguntó Coral ajustándose el fular jade. Parecía tener resaca; más de una vez aquel año, Síle la había pillado tomándose unas bocanadas de alivio de la botella de oxígeno.

—Noventa y seis por ciento —le dijo Síle. Expresiones de desagrado por doquier: cuando empezó casi siempre era el 50 o el 00 por ciento, con largas filas vacías.

—He oído que las aerolíneas rusas dejan algunos pasajeros ir de pie para que quepan más —comentó Lorraine.

—Un mito de la profesión —dijo Justin un poco petulante.

Al comprobar la lista de pasajeros, Síle tomó nota de una famosa televisiva de poca monta, un pasajero que había sido rechazado por carecer de certificado médico de su pierna rota y tres que no habían aparecido (lo cual significaba, en su experiencia, que seguían en el bar). Al adelantarse para ayudar a plegar lo carritos de bebé, una ráfaga de aire frío hizo que su sonrisa quedase rígida. Síle pensó en su amiga Dolores, que se había dormido con la cara contra una ventanilla de tren y se quedó con una mejilla paralizada varios meses.

—¿Es tu primer vuelo? Así se hace, machote. Caballero, creo que eso no cabrá… Eso es, inténtelo del revés, pero si no se puede llevar a bodega. Sí, éste es 12 E, no hay 12 F. Es verdad, no es lógico, tampoco hay I o J.

Notó a una mujer de rostro sonrojado que parecía estar de más de treinta y dos semanas, ahora que se había quitado el abrigo, pero si había conseguido saltarse el control de la puerta de embarque, Síle no pensaba ponerse pesada. Recorrió la cabina, cerrando los compartimentos, contando cabezas. Un hombre le estiró de la manga y le preguntó si servían Drambuie, con lo cual tuvo que volver a empezar.

—Les agradecemos que hayan elegido nuestra compañía —concluyó Síle ante el micrófono—, y les deseamos que tengan un vuelo agradable. A chairde, tá fáilte romhaibh inniu —volvió a empezar en un bien ensayado irlandés.

Una mujer de Cork defendió el osito electrónico de su hija.

—No irá usted a decirme que el Teddy Parlanchín va a cargarse el sistema de navegación. ¿En qué lata de sardinas volamos?

—Por favor, apáguelo ahora —dijo Síle. Voz de hierro bajo sonrisa de terciopelo—. Caballero, ¿desea una aspirina para el despegue? La presión puede hincharle la pierna bajo la escayola.

El momento de elevación le produjo la oleada de placer habitual, atada a su asiento. Se preguntó si a Jude llegaría a gustarle alguna vez: ¿eran contagiosas las pasiones? Síle no podía recordar cuándo, a los tres o a los cuatro años, había sido consciente por primera vez de la magia de saltar de un país o incluso de un continente a otro. Pero lo que había amado desde el principio fue el modo en que las casas se convertían en cajas, los coches en insectos, los humanos en motas de polvo, todo componiendo un mundo de juguete en miniatura. Y las figuras abstractas: marcas de arado sobre campos rectangulares, ríos que parecían perezosos gusanos gigantes, montañas que eran simples pliegues y arrugas en una colcha. Ese sentimiento de extrañeza, de posibilidad. Sentías que te deslizabas lentamente cuando de hecho ibas más deprisa que cualquier otra cosa. Mientras el avión se empinaba y traspasaba las nubes, la niebla se desvanecía y te encontrabas flotando sobre el infinito, sobre deslumbrantes campos nevados.

Por supuesto lo irónico era que desde que Síle empezó a trabajar como azafata siempre estaba demasiado ocupada colocando cosas, apilando, sirviendo y conversando para mirar por la ventanilla.

Una llamada desde la cabina del piloto; el primer oficial le dijo que el detector de humos de los lavabos de primera clase estaba encendido. Ella envió a Jenny a llamar a la puerta y amenazar con una sanción. Síle jugó levantando a un bebé manchado de zanahoria y paseándolo por el avión durante cinco minutos, y logró que dejara de llorar cantándole «Rema, rema, rema tu barca» al oído. Pasaron junto a una mujer enferma que tosía mucosidad en la bolsa de vómitos, y pensó en George L. Jackson y se detuvo a ofrecerle un vaso de agua. Aquella gente estaba bajo la protección de Síle: miles y miles a lo largo de dos décadas. Hizo una suma rápida, y descubrió que por sus manos había pasado casi un millón de pasajeros.

—¿Más azúcar? No, lo siento, no hay descafeinado. Ya sé que deberían, yo misma lo he propuesto ya.

Nuala salpicó café en el puño de un pasajero y tuvo que correr por el pasillo para traerle un impreso para la tintorería.

—No te apures —le dijo Síle al oído al pasar junto a ella minutos después—, en mi primer año le tiré el té encima a un niño de dos años y creí que era el final de mi carrera.

—¡Muchas gracias, caballero! Sí, el uniforme es llamativo, ¿verdad? El diseño es de Louise Kennedy.

Un flashback le recordó aquel traje tan terrible de los ochenta: la rígida chaqueta verde con enormes solapas en los bolsillos, el chaleco de lana azul. A principios de los noventa la cosa no mejoró, con aquellos botones militares, las hebillas en forma de trébol y los pulcros cuellos en la blusa. Se veía como alguien con cierto gusto, a pesar de lo cual, se le ocurrió, se había pasado un porcentaje alarmante de la vida en uniformes feísimos. Trató de evocar una imagen de su madre envuelta en las austeras formas del uniforme de Air India: gorra ladeada, perlas, guantes… El pensamiento se le fue a Las chicas del crepúsculo, aquella novelita de 1959 sobre un romance entre dos seductoras azafatas.

En cuanto tuvo un momento libre, comprobó sus mensajes. Un e-mail de un primo de Delhi en el que le anunciaba otra criatura y uno de Jude.

Tendría que estar llamando a la Sociedad de Archivistas Canadienses para agradecerles el préstamo de su máquina de medir la humedad, pero en lugar de eso me he puesto a buscar tu clan (por Internet, te alegrará saber). ¿Sabías que eres descendiente directa de Heremon, un rey de Irlanda del siglo IV? También había un Sir William Brooke O’Shaughnessy, que introdujo el telégrafo en la India y el cannabis en la medicina occidental…

A veces lo digo en voz alta sólo para hacerlo real: Síle Sunita Siobhán O’Shaughnessy. Cuando pasé el mercadillo hace una hora te vi comprando sellos, pero supongo que se trataba de una alucinación.

Síle le envió una respuesta.

((((((((((((jude)))))))))))))

(Si frecuentaste los chats, sabrás que eso significa un fuerte abrazo).

Un niño con un chándal psicodélico juega con su yoyó y me mira como si supiera que estoy escribiendo a una mujer a la que doblo en edad (ok, una mujer con el 64% de mi edad) que por algún motivo me ama a pesar de que mis frases (si es que las quieres llamar así) se prolongan hasta el infinito. En LAX[1] el otro día vi un anuncio de vitaminas, con el lema «Una manzana cada día», que decía: «Cuando no tenga tiempo o posibilidad de cernerse una manzana, tome los nutrientes equivalentes en una tableta fácil de tragar». Casi podía oírte partiéndote de risa con eso, diciéndome que a quien no tenga tiempo o posibilidad de comerse una manzana le podrían dar un tiro directamente y evitarle el sufrimiento.

Quiéreme (es una orden).

Impresos y cotilleo en la cabina: cuándo se decidirá la compañía a subirnos el sueldo como prometieron, y de qué había servido la huelga de brazos caídos del año pasado. Lorraine, que empezaba a estar macizota, había recibido una (poco) sutil carta del departamento de personal invitándola a unirse al programa de dieta de la compañía. Había rumores sobre una bolsa de cocaína escondida en la cisterna de las habitaciones reservadas que la compañía utilizaba en Nueva York. Aparentemente era cierta la historia de un guardia de seguridad en Denver que se metió en la máquina de rayos-X para ver el aspecto de su cerebro.

—Padraic, yo te lo sostengo, la manivela está atascada; Nuala ya se ha roto una uña intentándolo. Sí, ya lo he puesto en el informe de vuelo un par de veces. El lavabo está en dirección contraria, señora —dijo Síle a una pasajera, recuperando su voz profesional—. Ah, está haciendo estiramientos, fantástico. Cuidado no se dé con la cabeza en el compartimento de equipajes.

Y volvió a hacer su ronda como si fuera una enfermera.

—Si está en español, probablemente está usted en el Canal 3, pruebe el Canal 1. Cuatrocientos Benson and Hedges, aquí tiene, son cuarenta dólares americanos. —Vender tabaco era la parte de su trabajo que a Síle le gustaba menos—. Un momento, lo compruebo… avión en miniatura, para tres o más años, no, no es para bebés. Seis vasos largos de Waterford, una vela de Connemara, y un par de gafas J Lo, enseguida.

En cinco horas aterrizarían. Las aerolíneas árabes decían «si Dios quiere» después de cada anuncio, y parecía sensato. A menos que eso fuera otra historia falsa de las que circulaban en el oficio.

Más papeles que rellenar, toallas calientes.

—¿Euros o dólares? Lo siento, nuevas reglas, en clase económica sólo hay bebidas sin alcohol gratuitas. En el avión, sí… ja. Sí, señora, la cena llega enseguida.

Teniendo en cuenta la cantidad de pasajeros que se dejaban la comida, hay que ver la prisa que tenían siempre por que llegara. Desde que la compañía había simplificado las comidas, Síle siempre llevaba la suya: un panino de camembert y manzana le esperaba en la sala de cola.

—Cuidado, el aluminio está caliente. ¿Pidió usted la comida vegetariana baja en sodio y sin lácteos? Ah, lo siento, hay que encargarla con antelación. El pollo se nos ha terminado justo ahora; ¿puedo ofrecerle ternera? Va con… una salsa.

La madre de Síle había servido completas cenas de cinco platos preparadas en una cocinilla de un metro por un metro treinta, como Shay no se cansaba de recordar a su hija. «Vale, papá, que ya lo sé», replicaba Síle poniendo los ojos en blanco, «moviéndose con elegancia y hablando de Gandhi todo el rato». Las cosas eran más chic en aquellos tiempos; Síle imaginaba aquel mundo perdido en cámara lenta y en blanco y negro, con ráfagas de violines en la banda sonora. Sunita Pillay muestra su sonrisa más deslumbrante a un joven dublinés que viaja a Bombay comisionado por su destilería. «Me llamo Shay O’Shaughnessy, y ¿cómo se llama usted?». Los mundos se tocan, tiemblan, giran en órbitas distintas. El pasillo del estrecho avión se disuelve en el pasillo de una iglesia y la marcha nupcial.

Se sorprendió bostezando, aunque aquello no era más que la segunda de las tres etapas de su ruta entre el viernes y el martes. El truco para los vuelos largos era no dejar de moverse. ¿Qué se decía en aquellos tiempos en los que las auxiliares de vuelo tenían que retirarse al contraer matrimonio o con la aparición de la primera pata de gallo, la era de las bodas secretas y los embarazos ocultos? «Es un trabajo que requiere piernas jóvenes», eso era. Desde que Marcus había aceptado una terminación de contrato, no dejaba de recordarle los riesgos para la salud: los auxiliares de vuelo tenían tres veces más accidentes que los mineros, al parecer, y estaban más expuestos a radiaciones que los trabajadores de plantas nucleares. Al menos los horarios eran mejores que en los tiempos de su madre, se dijo: Sunita había volado hasta 120 horas al mes, mientras que Síle tenía una media de setenta y tres. A veces sentía que la energía se le iba en medio del vuelo, cerraba los ojos y se convertía en su madre, siempre sofisticada, siempre elegante, deslizándose por el pasillo con sus piernas siempre jóvenes.

Era especialmente al llegar la noche cuando sentía un cortocircuito en el tiempo, pensó Síle en su habitación de hotel, al despertar de repente tras una sórdida pesadilla en la que jugaba a tenis con Kathleen y las bolas les caían encima como granizo. Podías dejar caer la cabeza en la almohada y entonces, cuando parecía que sólo había transcurrido un instante, tenías que sacar la mano para apagar de golpe un despertador: ¿cómo se habían desvanecido las ocho horas? ¿O acaso se podía estar tendido en la oscuridad con inquieta ansiedad, entre la consciencia y la inconsciencia, y sintiendo cada hora como cuarenta días en el desierto?

Evocó a Jude, o mejor dicho su ausencia, un sexy fantasma que Síle podía abrazar. Buscó el artilugio y encendió la pantalla.

Antes dormía caro un tronco, pero desde que te conocí creo que he olvidado cómo se hacía. A veces recito las letras de canciones conocidas; a veces recorro lentamente tu cuerpo con la imaginación, comprobando que todavía recuerdo cada pliegue, cada lunar. ¿Cuenta cómo consentido el amor que mi espíritu te hace mientras duermes? ¿Y si las dos estamos dormidas?

Anoche te presentaste con un sórdido gorro de dormir y un vestido con cuello alto —claramente resultado de tu desternillante descripción de los talleres en tu colegio—. Me parece insultante que no me hayas dejado colarme en tus sueños, Jude, pero voy a tener que creerme que la gente nueva tarda diez años en ser procesada por el subconsciente. Lo que sucede es que me fastidia ser «gente nueva». Me veo deseando (ahora viene algo perverso) haber estado presente… como una asistente de catorce años, sosteniendo toallas o hirviendo agua en tu nacimiento. Echo de menos todo lo que conozco de ti, Jude, y también todo lo que no conozco.

Los sueños daban tirones inesperados al tapiz del tiempo. A veces, la noche era una alegre sesión de cine, pero un cine en el que una podía pasar de una sala a otra. Las identidades se borraban y se intercambiaban: era tu padre, pero era mujer, o al menos eso te parecía… Había sueños que parecían no acabar nunca; una vez Síle llegó a soñar en toda una condena de cadena perpetua por asesinato, y se despertó con el rostro humedecido por años de llanto, pero entonces se dio cuenta de que estaba seco. A veces, podía evocar todo un mundo en cuestión de segundos, creando una compleja historia para explicar el timbre del teléfono que la había despertado.

¿Por qué creía la gente que la vida real era la del día, se preguntaba Síle? Sería difícil explicar a un marciano que los eventos diurnos contaban y que los nocturnos (sin importar cuán impactantes o dramáticos fueran) no. Por la noche la gente emprendía viajes que les llevaban lejos de sus compañeros de lecho, vivían épocas infinitas, y por la mañana todos se comportaban como adúlteros, como si nada hubiera sucedido.

En casa, tendida en su sofá púrpura, con los labios pegados al auricular, dijo a Jude:

—Nunca llegamos a calcular tu densidad sexual.

—Ah… —dijo Jude al otro extremo de la línea.

Síle hizo una mueca.

—No temas, no soy una celosa patológica. Lo único que te pido es que me lo cuentes todo y que me ames con locura.

—Vale, entonces. ¿En orden cronológico?

—¿Acaso no eres archivista?

—Es posible clasificarlo de otras maneras; temáticamente, por ejemplo…

—Empieza con los encuentros genitales —le pidió Síle.

—En el instituto: Sven, Pete, Dave… luego Mike, y, eh, otro Dave.

El torrente de nombres descolocó a Síle.

—¿Te has acostado con todos esos tíos monosilábicos?

—Bueno, no siempre, esto… follando, pero nos enrollábamos. Lo hacíamos en el asiento trasero de coches.

—¿«Enrollaros» y «hacerlo» quiere decir genital?

—Claro, teníamos que entrar en calor y los inviernos son largos. Mike fue el aborto.

—Es una descripción cruel de un joven.

—Sabes a qué me refiero —rió Jude—; se le rompió el condón. Y, seamos justos con él, me llevó en coche hasta la clínica de Toronto.

—El Dave que yo conocí, el barman en aquel tugurio… ¿es alguno de los Daves a que te refieres?

Síle oyó que Jude gruñía.

—Era el segundo, pero la verdad aquello fue sólo una noche en un autocine.

—¿Qué ponían?

—Una de las de Alien.

—La primera, espero… o no, porque seguro que estamos hablando de los noventa, ¿no?

—Pues no sé. Todo pasaba en un planeta cárcel.

Síle puso los ojos en blanco.

—La tercera, entonces; no fue el mejor momento de Sigourney Weaver. En fin, ¿cuántos llevamos?, ¿cinco? Hasta ahora el reparto es totalmente masculino —comentó.

—Sí, eso es algo que siempre sacan al revés en las películas: la chica femenina es la que acaba teniendo todos los hombres en su pasado —señaló Jude—, mientras que por lo que sé somos las bolleras que vamos a los billares y conducimos desde adolescentes las que acabamos enrollándonos con ellos. Pero no, también hubo tías: Hannah, Sue…, una de la colonia cuáquera que se hacía cortes en los brazos; es terrible, pero he olvidado su nombre.

—¿Te parecía diferente con tías? —quiso saber Síle.

No hubo respuesta por un segundo. Entonces:

—El sexo siempre es diferente, dependiendo de con quién estés.

—Tu generación realmente os habéis cargado las etiquetas, ¿no?

Una pausa.

—Es un ejemplo típico de las limitaciones de los teléfonos —dijo Jude—. No estoy segura de si sonabas impresionada o triste.

—Un poquito de cada —respondió Síle riendo un poco.

—En mi caso… en la tira de casos, las etiquetas no valen —señaló Jude con dulzura—. Podría acostarme con cualquiera. De hecho —se adelantó—, así ha sido. Pero hasta ahora nunca me han robado el corazón.

—Cierra los ojos, ahora es cuando te beso. —Un minuto después, Síle dijo—: Continúa con la lista; todavía ni has acabado el instituto.

—Querido lector, me casé con él —citó Jude en un tono que se quería animoso—. Rizla se declaró la noche en que cumplí los dieciocho.

—Qué te entró…

—¿Sabes que Gwen me lo pregunta una vez al año? —suspiró Jude—. Estaba cabreada con mis padres por separarse, pero no es una buena excusa. Riz parecía glamuroso, además de ser mi mejor colega. Supongo que pensé que la vida con él sería como estar de vacaciones.

—¿Fue en tu boda la última vez que te pusiste un vestido?

—La verdad es que los dos fuimos en vaqueros. Entonces, cuando regresamos del viaje a Detroit y nos mudamos a su caravana…

—¿Te llevó a Detroit de viaje de bodas? —dijo Síle—. ¿La ciudad en la que ruedan películas posapocalípticas sin construir decorados?

Jude soltó una carcajada.

—Fuimos a escuchar a un par de buenos grupos. Rizla se metió en una trifulca y se rompió el pulgar. En fin, todo aquel año nos lo pasamos en paro y casi siempre colocados; mi madre pensó que había arruinado mi vida, y yo empezaba a estar de acuerdo. Y entonces me di cuenta de que me gustaba la cajera del Wal-Mart de Mitchell mucho más que mi marido. Así que le dije a Rizla que había sido un error.

—¿Cómo se lo tomó?

—Bastante bien. Entonces me fui a plantar árboles al norte de Ontario. Es lo que los jóvenes hacemos aquí para ganar algo de pasta —explicó Jude.

Síle frunció el ceño.

—Un segundo, ¿y qué pasó con la cajera?

—Ah, sí, se llamaba Lina.

—Se me están acabando los dedos —comentó Síle mirándose de nuevo el pulgar derecho.

—Tuve un rollete con otro plantador de árboles que se llamaba Steve… aunque casi siempre nos quedábamos dormidos a la mitad, porque acabábamos hechos polvo. Luego trabajé en un bar de Goderich y me acosté con… —escarbó en las profundidades de su memoria— otro Dave. ¡Lo siento! En Stratford estuve con Gwen, luego Kay; con Kay pasamos unos meses bastante buenos…

—No será esa tu amiga hétero Gwen… —interrumpió Síle.

—¿Ves lo que te decía de las etiquetas? —dijo Jude malvada—. Vale, tienes razón, a Gwen sólo le gustan los tíos, de hecho los deportistas cachas. Ella y yo siempre estábamos trompa, nunca planeamos algo así. Tampoco es que pasara gran cosa, de hecho, sólo lo justo para que nos sintiéramos algo azoradas a la mañana siguiente.

Síle cabeceó sin dar crédito.

—Entonces llegó Lynda.

—¿No será la camarera del Garage?

—Ajá. Y creo que también tuvo su pequeño encuentro con Rizla, justo cuando él estuvo como mecánico allí.

—Es lo que tienen los pueblos —murmuró Síle sintiendo un escalofrío.

—En junio se casará con Bud.

—¿El vecino tuyo del mostacho?

—No, ése es Bub, el desplumador de pavos; Bud es capataz. Pondrán una carpa en el campo detrás de la escuela de primaria.

—¿Te han invitado?

—Claro. Tocaré «Amazing Grace» con mi guitarra después de los votos. Nuestro… momento fue hace siglos; seguro que Lynda ni se acuerda.

—Lo dudo —dijo Síle seductora.

—Luego viene Clarisse, del Museo Infantil Pionero. Ah, y se me olvidaba la señora Lubben.

—¿Señora Lubben? —Dobló otro dedo.

—Nunca supe cómo se llamaba; yo tenía unos quince años. Era la madre de una amiga.

—¿Amiga en plan novia?

—Amiga amiga, lo siento.

—En fin —dijo Síle—. Me salen dieciocho, incluyéndome a mí. Qué grupo tan variopinto.

—Bueno, al crecer en el campo acabas con cualquiera a quien le apetezca. Oye —preguntó Jude—, ¿hay que incluir todo lo genital? ¿Incluso si no ha sido compartido por ambas partes?

—Por supuesto.

—¿Y si ha sido… incompleto?

Una carcajada incómoda de Síle.

—Si no cuenta como sexo hasta que alguien se corre, yo tendría que excluir toda mi primera pareja.

—Vale, entonces tendré que incluir la vez en que estaba pirada y me enrollé con una cuidadora de gallinas que se llamaba Marsha.

—¿Es que nadie puede resistirse a tus encantos?

—La culpa es de los largos inviernos —dijo Jude avergonzada.

—¿Seguro que es por eso? —preguntó Síle—. Diecinueve a la una, diecinueve a las dos… Adjudicado por diecinueve. ¿Y empezaste a qué edad…?

—Catorce. O sea, hace once años. Así que mi densidad es diecinueve entre once. ¿Tiene calculadora tu artilugio?

—Sí, pero también me sale de cabeza —dijo Síle—. Uno coma siete por año.

—¡Guau! Supongo que a Jael le parecerá bien. Más que a ti, sospecho —dijo Jude frívola.

—No, no…

—Yo no me preocuparía —le dijo Jude casi en un susurro—. Desde que nací no me había sentido tan bien con nadie.

Una noche templada de mayo, cumpleaños de Jude. Lo había celebrado durante el almuerzo con una llamada de cincuenta minutos a Síle, sin preocuparse en absoluto por el precio. Ahora había montado la Triumph para dar el primer paseo largo de la temporada. Con las luces largas encendidas, apretó el acelerador por senderos poco transitados, sintiendo en la cara el aire que ya empezaba a oler a flores. Conducir la motocicleta en plena noche le parecía extrañamente seguro, como si la oscuridad la acolchonase. Llegó hasta el lago Hurón y bajó hasta una playita que conocía. Alguien había encendido una fogata tras las rocas. Se sentó en la arena húmeda y jugueteó dejándola caer entre sus dedos. Veintiséis. De repente sintió la necesidad de fumar, pero ahora sabía que se le pasaría.

Camino de casa, frenó junto a la caravana de Rizla y dio unos golpecitos en la ventana. Él sacó la cabeza.

—Gracias por el llavero, so friki —dijo sacándose del bolsillo una mujer desnuda tallada en madera de la que colgaba un pesado manojo de llaves.

Rizla continuó sonándose la nariz.

—Un detallito que he ido tallando mientras veía la tele.

—Encuentro Inspiración En La Televisión, Dice El Artesano De Fama Mundial Richard Vandeloo.

—Cumpleaños feliz. ¿Entras?

Jude cabeceó.

—Voy a pasarme por la oficina, a comprobar el e-mail.

—¿Pasada la medianoche? —Hizo una imitación de un perro jadeante.

—Sí, vale, tío, lo llevo mal. —Jude volvió a montarse en la moto—. Cuando me da por racionalizar me doy cuenta de que tiene que haber montones de mujeres brillantes y hermosas por ahí…

—¿Tú crees? —preguntó Rizla rascándose el cuello—. Me podrías pasar sus teléfonos.

—… pero por algún motivo la única que me interesa es Síle.

—A ver de qué servirá que sea guapa si no puedes verla —señaló.

—En mi mente sí puedo.

Él soltó una risotada desde el alféizar corroído.

—Todo esto me huele mal.

—¿El qué?

—Que te robe el corazón alguien que vive tan lejos. A ver, a las tías os mola el compromiso; lo leí en la consulta del dentista.

Jude se lo quedó mirando, abstraída por un momento.

—¿Por fin le has enseñado ese molar a Johan?

—Bueno, le ha echado un vistazo.

—¿Necesitas que te mate el nervio?

Él hizo un gesto con la mano.

—Ya veremos, cuando tenga la pasta.

—Ah, Riz… —Jude tuvo que recordarse a sí misma que no era asunto suyo—. En fin… ¿decías que has leído algo sobre Síle y yo en una revista? —dijo confusa.

—No, sobre todas las camioneras en general.

—Venga, habla más alto, creo que la señora Bayder-Croft no te ha oído.

La señora Bayder-Croft, la de la casa de al lado, era demasiado presumida como para ponerse el aparato de audición.

—Es un hecho —insistió Rizla—. ¿Qué pasa con nuestra Jude?, nos preguntamos; por fin consigue una novia en serio pero vive a medio planeta de distancia…

—Un cuarto —le corrigió Jude.

—No es sensato, qué quieres que te diga.

Jude se rió y se marchó acelerando con la Triumph.

La noche siguiente quedó con Gwen a tomar algo en la taberna Shakespeare’s Head de Stratford. No le gustaba especialmente el decorado en plan tradicional, pero al menos no estaba lleno de jóvenes gritones del instituto.

Gwen estaba en medio de un relato de su excursión para hacer snowboard en la Blue Mountain. Jude pensó que escuchaba de verdad. Pero Gwen paró en seco y dijo:

—Estás a años luz de distancia.

—Perdón.

Gwen levantó un nacho cargado de queso fundido.

—¿O a cinco mil kilómetros, para ser más precisa?

—No tanto; de hecho, menos de mil esta noche. El mes que viene hace la ruta de Boston.

—¿Te envió un regalo de cumpleaños?

Jude sonrió encantada:

—Una estupenda alforja para la moto. —Con una nota escrita a mano: «Para que puedas llevarme de paseo».

—Chúpate ésa. —Gwen había ido recogiendo algunas expresiones curiosas de los ancianos de la residencia.

—¿No es raro que el amor encoja el tiempo? —dijo Jude súbitamente. Gwen la miró con los ojos entrecerrados, y Jude sintió una oleada de incomodidad, pero continuó—. Cuando te enamoras de alguien, todo se ralentiza de una manera muy rara. Un poco como aquella vez que probamos setas en el bosque cuando íbamos al instituto.

—Mmm —dijo Gwen recordando la ocasión.

—La vida diaria se convierte en una especia de épica: La Primera Vez Que Vi Su Rostro, Nuestro Primer Paseo Junto al Lago, La Primera Llamada, La Noche que Me Quedé Haciendo Anagramas con Su Nombre…

Gwen se la quedó mirando:

—¿Anagramas?

—Cuando no consigo dormirme… —confesó Jude.

—¿Qué te puede salir con Síle?

—También utilizo su apellido.

Gwen soltó una estruendosa carcajada.

—No, pero lo que te decía sobre el tiempo es que, en cuanto empiezas a sentirte feliz, los días pasan en un suspiro.

—Yo nunca llego a la fase de felicidad —le recordó Gwen.

Estuvieron cotilleando sobre varias amigas del colegio, que o se habían quedado embarazadas o en la ruina.

—Ah, oye —dijo Jude—, ¿qué hacías el martes en el Motel Darlene?

Gwen la miró sin pestañear. El Darlene era uno de los muchos moteles de las afueras de Stratford.

—El martes, ¿pasadas las cinco?, vi tu Chevrolet negro.

Ella negó con la cabeza.

—Está lleno de Chevrolets negros.

—Vale —dijo Jude confusa.

Gwen tomó otro nacho.

—Mis padres preguntaron por ti el fin de semana pasado. Me dijeron: «¿Y cómo le va con ese ligue de vacaciones?».

Jude no pudo evitar erizarse.

—Podrías haberles dicho que se trata de una relación a larga distancia.

—Todas lo son —dijo Gwen con la mirada fija, enigmáticamente, en su cerveza.

La conversación había decaído.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó Jude—. ¿Habéis despedido a aquella enfermera, la que llenaba a las ancianas de moretones?

Gwen dejó el vaso encima de la mesa.

—No voy a mentirte. A ver, creo que es lo que he hecho, pero ya que lo has sacado…

¿La enfermera? Pensamientos extravagantes empezaron a formarse en el cerebro de Jude.

—¿Lo dices por lo del motel? No había intentado sacar nada…

—No te preocupes.

—Gwen, que no… Simplemente pensé que tenías un pariente de visita que se quedaba en el Darlene.

—Es pariente de alguien —dijo Gwen con amargura—, pero no mío.

—No tienes por qué.

—Mierda, ya que estoy en ello.

«Déjala hablar», se recriminó Jude.

—Normalmente nos vemos en mi casa —empezó Gwen en voz baja—, pero ahora tengo albañiles toda la semana, así que fuimos al Darlene. Sólo es la segunda o tercera vez que hemos tenido que hacer eso; no puedo creerme que pillases el coche.

—Es por la matrícula —se excusó Jude—; la segunda mitad se me ha quedado en la cabeza: XOX, como abrazos y besos.

Gwen hizo una expresión de consternación.

—Su esposa está mal. Así es como lo justifico, aunque podría decirse que eso empeora las cosas.

—¿Qué le pasa? ¿Está muriéndose?

—Ojalá —susurró Gwen, y enseguida cabeceó como para ahuyentar las palabras malignas—. Depresión sobre todo; agorafobia intermitente. Algunas cosas neuróticas como lavarse las manos y llamarle cada media hora.

—Oh, Gwen… —Jude comprendía cómo su amiga más centrada podía convertirse en un salvavidas para un hombre en aquella situación—. ¿Es…? —No sabía qué se le permitía preguntar—. ¿Le conociste en St. Mary’s?

Una mueca curiosa.

—Mucho antes. Le conozco el mismo tiempo que tú. —Inclinándose al oído de Jude, susurró el nombre—: Luke Randall.

Jude se cubrió la boca con la mano. El director de banco vivía justo al salir de Irlanda, donde la carretera hacía una curva. Era bajito, fornido, en absoluto el tipo de Gwen. Se pasaba por el ultramarinos con mucha frecuencia, pero nadie había visto nunca a su mujer.

—Sabía que me mirarías así.

—Lo siento, yo…

—Seguro que piensas que soy despreciable.

—Simplemente me he quedado sorprendida. —Jude buscó las palabras adecuadas—. ¿Y cuánto tiempo…?

—Tres años más o menos. Supongo que te lo tendría que haber contado antes, pero ir guardando secretos es un rollo, así que decidí ahorrártelo.

Jude se quedó en silencio. Pensó en tres años de compromiso, tres años de espera.

—Y, antes de que me lo preguntes, jamás va a dejar a su esposa.

Síle había arrastrado a Marcus y a Jael a lo que prometía ser una estupenda actuación de monólogos de un danés, y ahora pagaba una ronda de Martinis tras otra en un intento de compensarles.

—Y cuando se iba tras el biombo y tardaba horas en regresar con una máscara que representaba a su madre —recordó Marcus.

Jael cabeceó.

—Eso no ha sido lo peor.

—¿Podría haber sido la referencia a Hamlet? —sugirió Síle.

—Lo peor de todo —proclamó Jael— fue cuando nos pasó unas imágenes de las Torres Gemelas y se quedó ahí delante de la pantalla haciendo que sus manos representasen pajaritos que revoloteaban.

Síle gruñó.

—Casi había conseguido olvidar ese trozo.

Marcus la señaló con el dedo.

—Y me has arrastrado de Leitrim el primer sábado de verano del año para esta mierda multimedia.

—¡Ya me he disculpado! Pero por lo menos puedes pasarte el resto del fin de semana con Pedro.

—Bueno, eso sí —dijo con una mueca picara—. ¿Y cuándo nos vas a presentar a esa Jude tuya?

—Cuando consiga reunir el precio de un vuelo —respondió Síle tratando de no sonar lúgubre.

—Mala señal —sentenció Jael cabeceando.

—Cobra muy poco.

—Quizá, como vulgarmente se dice, no le molas lo suficiente.

—Cállate, so cabrona —dijo Marcus.

—¿Y qué le ha parecido a Pedro tu mansión en ruinas?

—Me visita casi todas las semanas; dice que es el único lugar en el que realmente puede desconectar.

Jael puso los ojos en blanco.

—Con tanta hormona removiéndose entre los dos, seguro que Pedro pensaría que un mingitorio es el Taj Mahal.

—De hecho, no tiene un aspecto tan sórdido, ahora que he puesto un techo; tú y Anton y Yseult tendríais que aventuraros hasta allí para una merienda —le recomendó Síle.

—Pero la verdad es que le echo de menos el resto del tiempo —concluyó Marcus en voz baja.

—La culpa es de Síle —dijo Jael—, que empezó con estos rollos.

—¿Qué rollos?

—Los de enamorarte de gente que vive a una distancia inconveniente.

—Leitrim está sólo a cuatro horas de Dublín, eso no tiene nada de larga distancia —ironizó Síle—. Es lo que los canadienses pueden recorrer para ir de picnic. —Sabía que exageraba, pero no podía evitar cierto resentimiento por la suerte de los chicos que sólo se encontraban a un rato al volante.

Marcus le robó la aceituna de la copa.

—Pues te parecía lejísimos cuando no hacías más que quejarte de que todos tus amigos estuvieran mudándose al campo.

—Cualquiera que no esté al alcance de la mano en las altas horas de la noche está demasiado lejos —sentenció Jael apurando el Martini.

Síle sintió una curiosa emoción ante la imagen de Jael abrazándose al cuerpo cálido, borracho de sueño, de Anton de madrugada.

—No es por menospreciar al catalán o a la canadiense —dijo Jael—, pero me parece imposible que todo el esfuerzo que hacéis por ellos valga la pena.

Síle y Marcus compartieron una sonrisa de conspiración.

—Es el espíritu de los tiempos —terció él—. Las nuevas tecnologías nos permiten meternos en estos embrollos. Hacen que estos arreglos sean prácticamente posibles sin hacerlos vivibles. Todos lo intentan: conozco varios matrimonios a caballo entre Los Ángeles y Nueva York, incluso con hijos.

—Yo me voy dando cuenta —explicó Síle— de que es como una especie de problema de salud, como el colon irritable o los piojos… En cuanto cuento a alguien que tengo una relación a larga distancia, la gente me suelta: «¡Anda, yo también!».

—Pues a ver si te curas, tía —dijo Jael exasperada—. Vale, pasaos algún fin de semana en el Toronto Hilton, follando como perras, hasta que te la quites de la cabeza. ¡Pero no empieces a atarte con compromisos ahora que acallas de quitarte de encima a Kathleen!

—Claro que es un pelín inconveniente haberme enamorado de Pedro cuando acababa de mudarme al campo —confesó Marcus—, pero tampoco voy a dar marcha atrás.

—¿En qué? —preguntó Síle—, ¿en el enamoramiento o en la mudanza?

—¡En nada! Me encanta la casa y el terreno, y él no me pediría que los dejase de lado.

Jael cruzó una mirada con Síle y levantó las cejas infinitesimalmente. Síle comprendió lo que aquello quería decir: «Igual Pedro tiene a otro en la ciudad».

—Reconozco que las cosas no han sucedido de la manera más conveniente —prosiguió Marcus—, pero, oye, eso es el destino.

—Vale, si de lo que se trata es de «destino» —dijo Jael fingiendo admiración.

—Lo curioso es que para Jude y para mí podría haber continuado siendo una cosa sin gran importancia de haber vivido ella aquí. —Síle pensaba en voz alta—. Podríamos haber ido a cenas, conciertos…

—… mierda multimedia… —sugirió Jael.

—… o simplemente ver juntas las noticias. —La idea de compartir estos placeres simples y cercanos con Jude le produjo una punzada de dolor. Pero por otra parte, tampoco es que quisiera aquel simulacro de vida juntas que había tenido con Kathleen—. Mientras que por e-mail o por teléfono…

—Estás obligado a decir lo que realmente piensas —completó Marcus, asintiendo—, decir la verdad.

—Madre santísima, si hemos llegado a «la verdad», ha llegado el momento de pedir la cuenta —dijo Jael buscando al camarero.

—Síle, ¿no será que cierta matrona que conocemos está siendo asaltada por el monstruo de ojos verdes?

—¡Por favor! —gruñó Jael—. Mientras vosotros vais yo he ido y he vuelto, he subido y he bajado, he aullado en auriculares y volado con aerolíneas cochambre… ¿Recordáis aquel lío catastrófico con el dermatólogo de Génova?

—¿El que resultó que tenía esposa y cuatro criaturas? —recordó Síle.

—Cinco. La distancia es romántica, eso lo admito, pero también es romántico saltar del Golden Gate. Por lo menos Marcus está sólo a un rato en coche de su novio, pero ¡Síle, anda que tú…! No soporto que te pases la vida bailando el tango de las zonas horarias.

—¿Dónde has oído esa expresión? Hace que la cosa parezca sexy —dijo Marcus.

Jael estaba seria.

—La mar de sexy hasta que a alguien le sacan un ojo.

Síle cerró la puerta de casa, sorteó la maleta y fue directo al teléfono. Las ganas de hablar con Jude eran como la picazón que uno siente antes de un trueno. Ni siquiera se quitó la gabardina; se dejó caer en el sofá y presionó la Memoria 01. «Por favor, que esté en casa». Las seis en Dublín, que era la una de la tarde en Ontario. «Que no tenga que dejarle otro mensaje».

—¿Jude?

—¡Hey, hola!

—Por fin. Se oye como un eco…

—¿Sí? Aquí no se oye —dijo Jude—. ¿Quieres que intentemos…?

—No, déjalo —interrumpió Síle. Las voces estaban un poco desincronizadas, lo cual era algo desconcertante. Hacía siglo y medio que se había inventado el teléfono; ya podrían haber solucionado estos problemas técnicos—. Ya sabes que si pidieses una beca para mejorar tu equipamiento podríamos hablar a través de Internet…

—Lo que el museo necesita es financiación más básica, como pagar la calefacción —afirmó Jude—. Además, jamás conseguiría avanzar en el trabajo si te tuviera siempre hablando; pensar en ti ya me distrae bastante.

Síle sonrió mientras observaba motas de polvo danzar en la luz del ventanal.

—¿Has ido a tu reunión cuáquera esta mañana?

—Sí, de hecho acabo de regresar.

—¿Por qué sigues con eso, si la pregunta no es muy incordiante? —Se decidió a preguntar Síle.

—Supongo que en parte es por la historia: hemos sido unos gruñones testarudos desde hace casi cuatro décadas. Y desde el punto de vista político —añadió Jude— estamos a más de trescientos sesenta grados a la izquierda de vuestro Papa.

—El Papa no es nada mío, hace siglos que no soy practicante —le recordó Síle—. ¿Y de verdad no se permite que nadie diga una palabra?

—Claro, hay gente que puede levantarse y hacer una propuesta, pero lo normal es que en una asamblea pequeña nadie diga nada, y ésas son las mejores.

—Me gusta que tengas rarezas —murmuró Síle.

—¿Que yo tengo rarezas? Tú eres la hindú irlandesa que no para de volar y que tiene cabellos como Rapunzel.

—Lo que quiero decir es que con todas mis novias irlandesas he compartido algunos lugares comunes. Como los chistes sobre María Goretti.

—¿Quién es María Goretti?

—¿Lo ves? Cualquier irlandesa sabría que era la top entre las niñas santas. Se resistió a su violador hasta la muerte y murió de heridas de puñal, pero no antes de perdonarle.

—Qué asco —objetó Jude.

—Me encanta que pienses así. Me ayudas a ver mi propia vida con nuevos ojos.

—Oye, ¿has recibido ya las fotos de cuando era bebé?

—Sí —contestó Síle riéndose—. ¡Hay una en la que te bañan en el fregadero con seis meses! Las he puesto en la nevera, sostenida por imanes de Magritte.

—¿Qué Magritte?

—El de los hombres con bombín.

—¿Sabes?, anoche intentaba imaginar las primeras llamadas a larga distancia —dijo Jude—. Piensa que podrías estar hablando con tu prima en Melbourne y ella podía decir: «El sol acaba de salir», y tú mirabas por la ventana y estaba todo oscuro…

—Te darías cuenta de que el sitio donde vivías no era más que un puntito en el globo terráqueo.

—¡Exacto! Y que todo conocimiento es relativo.

—Por cierto, ¿cuándo vas a visitar mi puntito en el globo terráqueo? —preguntó Síle, con un tono que esperaba que sonase más seductor que insistente.

Un pequeño suspiro.

—No te imaginas lo que me gustaría.

—Anda, venga. Simplemente cárgalo a la tarjeta de crédito.

—No tengo.

—¿Que no tienes tarjeta de crédito? —exclamó Síle sorprendida.

—Nunca he querido endeudarme.

—No es que lo queramos, simplemente sucede. Cielos, eres la única persona que conozco que está fuera de la economía del crédito. ¿Es una de esas cosas frikis de los cuáqueros?

—No, sólo una cosa friki de Jude.

—Pero menuda tontería. Es medieval. Yo me compré el BMW con la hipoteca de la casa —le dijo Síle.

—Yo no hago las cosas así.

Qué extraño era sentir tanta ira con una corriente de amor. Síle mantuvo el tono frívolo.

—Mira, Sinatra, si lo tienes tan claro a los veintiséis, no quiero ni pensar cómo serás a los cincuenta. Ya sé, deja que te compre yo el billete.

—Pensaba que la compañía sólo te permitía transferir el viaje gratis a la familia inmediata.

Síle maldijo a sus jefes y a sí misma por haber dejado que algo así se le escapase.

—Sí, pero puedo conseguir un enorme descuento.

—Es muy amable por tu parte…

—¿Amable? No soy tu tía solterona —rugió. Entonces, suavizando la voz de nuevo, añadió—: El dinero está distribuido al azar. No tengo por qué sufrir por el simple hecho de que las directoras de museos minúsculos reciban un sueldo tan bajo. Venga, quiero comprarme unas cuantas noches en la cama contigo.

—No. —Para ser una puritana testaruda, Jude tenía una risa la mar de provocadora—. Pediré al banco un descubierto.

Síle aulló como una loba triunfante.