CAPÍTULO XXVIII
Ambrosine Barker había llamado y llamado por teléfono. No le importaba el tiempo que Mrs. Winterton tardase en regresar cómodamente a su departamento. Se hallaba dispuesta a que supiera lo que ella pensaba de su conducta. Marcó HAM 2356 media docena de veces, pero no obtuvo respuesta. Por suerte, el teléfono se hallaba junto a la cama camera de los Barker, de modo que no costaba trabajo llamar por séptima vez. No era mucho más de las once y resultaba previsible que Mrs. Winterton se hubiera detenido a tomar una copa a último momento. Aunque quizá su nuevo amigo podría haberla llevado a un cabaret de West End.
Sentada en el lecho, comunicaba sus puntos de vista a Teddy, quien yacía de espaldas sobre las almohadas, con los ojos cerrados. Ya se había cansado de decirle, “quédate tranquila y apaga la luz” y escuchó entonces la siguiente opinión:
—No estás dormido, Edward, de modo que no te hagas el interesante.
—Estoy tratando de dormirme, Ambrosine. Si a eso puede llamarse “hacerse el interesante…”
—Yo tengo que saber si Mrs. Winter ton se olvidó de su compromiso y si sabe que le hemos estado reservando una silla durante siglos y siglos. Por supuesto, lo sabe, pero quiero ver qué excusa me da.
Marcó el número por séptima vez y estaba a punto de repetir lo que le había dicho sobre “ese fascinador Mr. Winterton se ha marchado y todo esto sucede a sus espaldas; algunas mujeres nunca están satisfechas, aun cuando se han casado con un hombre buen mozo y tienen una renta anual de diez mil libras”, cuando Mrs. Winterton contestó su llamado.
Con la voz melosa que utilizaba para toda índole de entuertos, Mrs. Barker le dijo:
—¡Oh, al fin la encuentro, querida! —con tono de mucha sorpresa—. Pero, ¿qué ha pasado? La esperamos tanto tiempo... Claro, no nos importaba, pero...
Teddy Barker escuchaba con los ojos cerrados los silencios que Ambrosine trataba de llenar.
Mrs. Winterton parecía pedir disculpas, evidentemente, algo excitada, porque Ambrosine le dijo:
—Perfectamente, querida, no estamos molestos, sólo nos preguntábamos por usted... —Y luego:— ¡Ahí Pero le diré que la encuentro tan contenta y animada...
Ambrosine comenzó a dar vueltas en torno de lo que en verdad quería saber, o sea, esa nueva amistad con el jefe inspector de Scotland Yard, Mr. Warwick. Entonces le dijo:
—Pero querida, ¿no sabe quién es? ¡Pero no, por supuesto no es Mr. Warwick a secas! Pregúntele a Teddy. ¡Es el empleado de Scotland Yard que se halla a cargo del crimen de Robert Hodges...! ¡Qué gracioso que no lo supiera, cuando parecían tan amigos! Es muy simpático, no lo dudo, muy amable para detective. Pero debería andar con cuidado. ¡A lo mejor, quiere arrestarla a usted... I
Ambrosine Barker prorrumpió en alegre y estrepitosa carcajada.
—Simplemente es una ocurrencia mía, pero, en verdad, Mrs. Winterton, usted... ¡Hola! ¡Hola!... ¿Me ha cortado? —Con el receptor aún en la oreja, se volvió a Teddy.— ¡Bueno! ¡Qué me dices! ¡Me ha cortado... I
Teddy Barker bostezó.
—Quizá esté muy cansada, querida, y quiera dormir. —Y agregó:— ¿Puedo apagar la luz ahora?
A pesar de oír el ruido familiar de la llave en la cerradura, Thelma Winterton se quedó sentada en el borde de la cama, atolondrada e inmóvil. No pudo hacer siquiera un esfuerzo para preguntarse por qué Adrian regresaba tan temprano. Sólo podía pensar en el mundo fantástico en que había vivido. Y a pesar de lo que acababa de saber, aun amaba a aquel hombre, tanto como detestaba a Adrian, y aun en ese momento no podía dudar, por fantástica que le pareciera la idea. Dos personas inverosímiles que se habían encontrado, ¡eso era todo! Y, por cierto, esas dos personas eran particularmente grotescas. Sumamente grotescas.
Ya se hallaba de regreso su marido. El mundo volvía a ser real. No había idilio, ni un ápice de idilio.
Y en cuanto a la otra figura, más grotesca aún, ¿dónde se hallaría, y por cuánto tiempo, antes de transformarse en el ser hábil y astuto que en verdad era, aunque en otras circunstancias hubiese parecido romántico? ¿Llamarían dentro de poco a la puerta?
—¡Thelma! ¡Thelma! ¿No me oyes? (La voz de Adrian.) Te digo que han encontrado ahogado a alguien en la pileta de natación. Y, ¿sabes quién es?
“—No debo perder tiempo”—, pensó Thelma.
Si no se daba prisa, podrían llamar a la puerta de un momento a otro y él vendría a arrestarla. ¿Sería él en persona quien la arrestaría?
En otro tiempo, era precisamente eso lo que anhelaba. Era su plan para castigar a Adrian. Pero ya tenía otro proyecto, y Adrian sería igualmente castigado. Primero le diría todas las cosas que era preciso que escuchase sobre sí mismo. Y lo demás vendría inmediatamente después. No la acobardaban las fuerzas de Adrian. Su fuerza era pura labia. Pero debía hacerlo cuanto antes, para poder irse luego con Box. Su destino ya no era ir a Old Bailey. Ése era un lugar demasiado grotesco para un ser romántico. Existía un lugar mejor y bien podría habérsele ocurrido antes. Lo cierto era que también antes había pensado en ello, pero había estado loca.
—¡Thelma!
Adrian estaba enojado.
—Disculpa, Adrian —comenzó a decirle por hábito. Se levantó.
Él estaba rojo, herido y enojado por cierto.
—Estoy exhausto y siento hambre, Thelma. He pasado el día más espantoso de mi vida. Bien te lo puedes imaginar...
Thelma le dijo que si la esperaba en la sala le llevaría algo de comer cuanto antes.
—Un poco de sopa, aunque más no sea, Thelma.
—Sí, Adrian.
Se dirigió a la cocina, como en sueños. Pasó por la sala, encendiendo las luces, Adrian le pidió que abriera la puerta corrediza para que pudieran conversar (para que él pudiera) y al hacerlo alcanzó a ver sus inmaculados pantalones de franela, mientras él corría los cortinados de terciopelo. Adrian recobró su humor y lanzó expresiones de fatiga.
—¡Ay! ¡Estoy acabado, querida! ¡Déjame sentar!
Le vio sacar de su sitio el almohadón escarlata para repantigarse en el sofá y colocar la cabeza sobre aquél.
Thelma seguía inmóvil aún, en la cocina, absorbida por la intensidad de sus pasiones, no sólo contra Adrian, sino contra todos los hombres, a raíz de Mr. Warwick. Su vida era un puñado de intereses y su engreimiento tal, que las mujeres, en realidad, no vivían en absoluto. Sólo los hombres vivían.
—¿Enchufaste la estufa eléctrica, Thelma? —le gritó—. No oí el ruido ...
Thelma pensó: “—¡No! Y no la voy a enchufar"
—¡Qué semana! Robert Hodges... mi padre y ahora Hilton, mi amigo. Un muchacho tan prometedor. No me cabe duda de que podría haber hecho algo por él. Te preguntarás por qué he regresado tan pronto, Thelma, pero pensaba en ti. Mrs. Garside se ocupará de mamá y mi permanencia no tenía mucho sentido. Es incómodo y mañana tengo una conferencia sumamente importante. Nunca me perdonarán si les fallo, aun en estas circunstancias. Y en cuanto a mí... —prosiguió, como si antes hubiera estado hablando de otra persona.
Thelma lo dejaba charlar. Entró con lentitud en la sala. Adrian yacía abandonado artísticamente en el sofá y en cuanto la vio su actuación fue aún más artificiosa. Quería escuchar el preludio de Lohengrin y le pidió otro almohadón.
—Este tiene un aspecto delicioso, pero es un poquitito duro. Sácalo, Thelma, y ponme otro.
—¿Qué hago primero, Adrian?
—¿Qué? Pon el disco primero, zonza. Luego arrójame el almohadón azul del sillón. Después te llevas éste. ¿Dónde lo pondrías? Me gusta estimular tu estética personal. ¡Y mira cómo progresa!
Thelma levantó la tapa de la victrola y puso el disco familiar de Lohengrin. Sin mirarlo, presintió que había comenzado a dirigir, aunque con aire de fatiga, sin duda. Le llevó el almohadón azul y se quedó con el rojo.
—Gracias, Adrian.
Se hallaba detrás de él, cerca de la victrola y de la pared. Estrechó contra su pecho el almohadón, preguntándose cómo empezaría a hablar. Era preciso exponer todos los tabúes, todas las vanidades, todas las humillaciones. En cuanto terminase la música, comenzaría a hablar lentamente.
Adrian... ¿Recuerdas la primera noche de nuestra luna de miel, en ese hotel horrible junto al mar? Nevaba. .
Adrian parecía haberse olvidado de su sopa. Volvía a ser el hombre de manos artísticas que “podría haber dirigido una orquesta”. También se había olvidado de ella.
Una vez más, él era su propio auditorio. Se veía a sí mismo en el Albert Hall. ¡Mr. Adrian Winterton, el hombre múltiple! Dentro de poco, el vasto auditorio se pondría en pie, aplaudiéndolo (por supuesto, entre ellos estaría su mujer). Él sonreiría y les haría reverencias. La gente podría ver sus ojos azules y vanidosos, sus dientes largos y seguros.
Thelma, con el almohadón contra el pecho, pensó:
—Y para terminar, le diré: Estoy enamorada, Adrian, de un hombre bueno y sencillo.” —Él creería que se trataba de él mismo, pero le diría:— “No, es Mr. Warwick.”
No sabía hasta qué punto era exacto, porque lo positivo era que se había enamorado de un hombre astuto que, hasta poco antes, parecía bueno y sencillo.
Y finalmente le diría:
“—Así que ya lo sabes. Y ahora, adiós, Adrian.”
Sería un adiós al crimen, también.
Buscaría a Box y bajarían volando la escalera hasta el automóvil. Jamás volvería a ver ese cuarto, salvo en sueños. Y quizá ocurriera muy a menudo.
Un odio amargo la inundaba, pero no había perdido su tranquilidad glacial.
Pero en cuanto sonó el timbre un pánico inmediato se apoderó de ella. Como en un relámpago, sintió el repentino temor de que la arrestasen y de que Adrian, después de todo, lograra salvarse. Sus crímenes parecerían producto de una locura y quizás Adrian sostuviese que él ya lo sabía, que se hallaba “estudiando” su caso. ¿Cómo no se le había ocurrido? Aparecería “perfecto como siempre” y como “el infortunado y noble marido que no podía traicionar a su mujer”, sino que trataba desesperadamente de curarla. Algo por el estilo... Bueno, ¡no saldría con la suya! Ni tampoco, yendo al banquillo de los acusados, torturaría ella al hombre que amaba, y que en verdad, en cierta forma, había dado la impresión de amarla. Tenía un nuevo plan y lo cumpliría al punto. Si era preciso que Adrian eludiera la amargura de sus palabras, sería, después de todo, lo único de que escaparía. Su muerte sería “perfecta, como todo”, creyéndose el hombre perfecto. Pero no quedaba otro remedio. Era una pequeña ironía de la vida.
Volvió a sonar el timbre.
Adrian estaba con los ojos cerrados, escuchando las dramáticas notas finales de su preludio favorito.
—Thelma, atiende la puerta, por favor... —la instó, impaciente. Él se hallaba muy ocupado, dirigiendo. —¡La puerta, Thelma!
¿Por qué puerta pasaría él dentro de poco?
Al día siguiente su suegra se preguntaría si Adrian y Vivian se habrían encontrado en el otro mundo. ¿O no pensaba ese tipo de cosas?