CAPÍTULO IX
Pero también para Thelma era un tanto misterioso el problema de cómo llamar a su suegra, si Edith o mamá, en vez de Mrs. Winterton, aunque ambas posibilidades, en cualquier forma, se le atrancaban en la garganta. Thelma prefirió no darle ningún nombre, y aun entonces, después de diez años, seguía sin nombre. La frialdad había llegado a un punto tal, que las visitas de los Winterton a Londres eran muy raras y, además, Adrian explicaba:
—Mamá no puede soportar las bombas. Le afectan los nervios.
Era muy razonable: si iba a Londres y se topaba con una bomba, muy posiblemente se quedaría sin nervios. Adrian, dando otro giro al asunto, agregó que “sería terrible para papá. Se sentiría enormemente perdido sin ella".
—Sí, me lo imagino...
El tono de sus palabras producía a veces cierta perplejidad en su marido, pero en aquella ocasión se limitó a decir que hacía cuarenta años que sus padres se habían casado. “¡Qué esclavitud para el pobre señor!”, pensó Thelma, irreverente. Pero Adrian le dijo que era uno de esos matrimonios que podían llamarse ideales. ¿No creía ella lo mismo?
—Me parece que tu madre es idealmente feliz —le contestó con precaución.
Adrian pasó por alto sus palabras y adoptó un aire complacido.
—¡Cómo me gustaría que los viésemos más a menudo! Pero con estas bombas...
Una gran distancia parecía separarla ahora de Hill Crest y gracias a Dios era cierto. Pero no se había olvidado de aquellos años y ello importaba mucho para el presente. Y el presente había llegado a ser, de súbito, intensamente urgente. Durante mucho tiempo había vivido en medio de una niebla increíble y si bien su cerebro no la había sacudido del todo por lo menos el color había cambiado. Ahora era una niebla escarlata. ¿Efectos de la guerra? ¿O se trataba de algo que, en cualquier forma, tenía que suceder?
Con la guerra, la vida privada de muchas personas había experimentado un cambio, aunque más no fuera porque la nueva situación significaba el fin del aislamiento. La guerra reunía a una enorme variedad de gente. Se podía ver, con asombro, cómo vivían las otras personas y cómo cada cual se hallaba preparado para resistir a los demás. Era una experiencia reveladora y el antiguo adagio sobre el dar y el tomar en el matrimonio volvía a regir con deslumbradora vigencia.
Se podía ver, con desconcertante claridad, que existían parejas más felices, integradas por cónyuges igualmente generosos. Y entonces sí la guerra era algo malo, porque a cada rato amenazaba con separar a esos seres y a veces con indiscutible tentación. El crimen en masa no sólo se dirigía a lo físico, sino también a lo espiritual. La guerra era un llamado al crimen y a la miseria.
Pero, por otra parte, se podía comprobar también con desconcertante claridad, que la guerra tenía algo de bueno.
Mr. Vivian Winterton, por ejemplo, había concurrido al Wilton Town Hall y llegado a ser una personalidad durante la noche. Le dieron un gran casco blanco que llevaba pintada una gran W negra. Se ocupaba de la vigilancia vecinal y su tarea consistía en llamar a las puertas para saber solamente cómo andaban los desvanes de la casa. A veces tenía que treparse a ellos, sin incomodar con su llamado, para dar caza a algún bandolero revoltoso.
Se volvió retozón como un colegial y comenzó a recuperar la línea, aunque también tenía infinitas ocasiones de perderla, con todos los whiskies dobles que durante cuarenta años había echado de menos. Y no era posible que al volver a su casa lo delatase el olor a bebida, porque el vecino Williamson le suministraba en cada oportunidad un pedazo de queso.
—Absorbente, mi amigo, absorbente. ¿No le parece?
Poco después, escribía Mrs. Winterton: “Tu padre ha cambiado por completo desde que empezó el bombardeo y parece otra persona. Claro que a ustedes los hombres, Adrian, les gusta la guerra. Supongo que por ser tan excitante. ¿Cómo está Thelma? Espero que le guste su trabajo de telefonista. Me extraña que no se halle a cargo de un camión de bomberos o de algo por el estilo. ¡Es tan fuerte! ¿No te parece? Cuídate, querido, en estas noches terribles. Ponte tu casco. Londres debe de estar espantoso. Si no fuera por mis nervios, iría a verte, pero por otra parte, cuanto menos gente haya en Londres ahora es mejor, según dice The Times.”
Sí, la guerra tenía algo de bueno, si producía esos resultados en Mr. Vivian Winterton.
También obraba favorablemente sobre otras personas. Era cosa sabida que de noche ya no existía el problema de la desocupación y que la fila de desocupados se había corrido de Trafalgar Square a Buckingham Palace, cambiando carteles por medallas. Una nueva excitación y una nueva esperanza habían invadido la atmósfera, a pesar de que Hitler quería emular a Napoleón, esforzándose por supuesto. Estaba a las puertas de París y a las puertas de Londres; quizá se hallase en ese momento a las puertas de Moscú y, dentro de poco, a las de Nueva York.
Los teléfonos del mundo dejaban oír su campanilleo de alarma. Phoebe (alias Pixie) Saunders se sentó junto a Thelma, frente al tablero de conmutadores y le dijo:
—Nunca caerán bombas sobre Alemania. Así afirma Goering. ¡Pero aquí sí han empezado a caer...!
Agregó que una de ellas acababa de explotar en el departamento donde vivía su madre, deshaciéndolo.
—Y tu madre, ¿estaba allí?
—Sí. Pero no creo que haya llegado a darse cuenta.
Tal fue la forma en que comenzó esa amistad superficial y poco grata de Thelma y Phoebe. La joven era linda, femenina y menuda. Si la madre de Thelma hubiera muerto así, se habría horrorizado. No era sólo por lo repentino, sino también por la imposibilidad de inhumar sus restos. Pero sucedía que Phoebe no se llevaba bien con la madre. Ésta se había divorciado y los pormenores del asunto tenían visos de sordidez. El padre se hallaba allende el mar, en alguna otra parte. Resultaba espantosa la idea de esa muerte repentina. Minutos antes en ese lugar se alzaba una casa antigua, con los cuartos recién barridos, las dos camas hechas y la "señora bebiendo, quizás, una taza de té en la sala. Luego, no quedaba nada, salvo el polvo sofocante y los escombros en la calle. No quedaban siquiera restos de la taza de té de la señora.
Thelma le ofreció a Phoebe que fuera a vivir a The Fermines, hasta tanto se hallase en condiciones de proyectar una nueva vida. La acompañó a un funeral por el alma de la señora. Durante la ceremonia, ambas se preguntaron, dubitativas, qué debían hacer con las flores que habían llevado. Por fin, las depositaron al pie del monumento recordatorio de la Gran Guerra. Ya no quedaba ninguna ventana en el templo y una brisa fría se colaba por los agujeros. Phoebe había tomado todo a la moderna, alegremente, quizás debido al mismo esfuerzo emocional. Comenzó a pensar cómo solucionaría la pérdida de la cartera de su madre, dónde se encontraban la libreta de cheques y los documentos de identidad de la extinta. Thelma, que quizás fuera la más afectada de las dos, porque le habían dado una sólida educación religiosa, pensó que era horrible tener que hablar con el gerente del banco sobre la difunta Mrs. Saunders y su libreta de cheques, extraviada a raíz de la muerte.
Pero Phoebe se echó a reír y le dijo que era lo único que se podía hacer. El estado le pasaba una pequeña renta, muy exigua, y el puesto de telefonista le sería indispensable. Por lo menos, en ese momento era imprescindible. Aceptó la invitación de vivir en The Pennines durante un tiempo. En el departamento de los Winterton quedaba disponible un cuarto, aunque chico.
—A mí denme pisos modernos —dijo con vulgaridad Phoebe— mientras siga cayendo del cielo esta descarga. No te preocupes por el tamaño del cuarto. El pasillo es más que suficiente para mí.
Durante el bombardeo, los inquilinos comenzaron a instalarse en los pasillos de los diez pisos y los que no temían tanto morir sepultados vivos descendían rápidamente por los cuatro ascensores a la planta baja.
Phoebe y Thelma escogieron el pasillo junto a la puerta N? 100 y allí acamparon con sus colchones y con Box. A veces Adrian las acompañaba y otras andaba por ahí, dando conferencias.
Una noche en que se hallaba fuera, Phoebe no tardó en revelar íntegramente su persona. Habló a Thelma de unas fotografías que llevaba en la cartera y Thelma se transfiguró de asombro. En ellas podía verse a Phoebe, rubia y pequeña, reclinada en un diván como Dios la echó al mundo. Un subtítulo decía: “Oh, Pixie!”
—Pero... ¿para qué son? —tartamudeó Thelma, sonrojándose.
Phoebe permaneció impávida. Mrs. Winterton parecía haber llevado una vida muy recatada.
—¿Para qué? Para los hombres. Sólo quiero saber si te parecen buenas como fotos...
—Este... sí...
—Muy buenas y creo que acertó con los efectos de luz y sombra. No es muy crudo, ¿no? “Por favor, Tony, ¡trata de ser sutil!”, le dije.
Phoebe guardó las fotos en la cartera, bruscamente, agregando que sus amigos solían llamarla “Pixie” y que a ella le encantaba.
Este incidente dejó tan azorada a Thelma que, cuando Phoebe se fue, hizo un esfuerzo y se lo contó a Adrian. Se trataba de un asunto difícil, pero tenía necesidad de ponerlo en claro por si se hallase en lo cierto al no estimar conveniente ya la amistad de una persona como Pixie Saunders.
Cuando se lo contó, Adrian bajó los ojos y se puso un poco colorado, aunque trató de quitarle importancia, riéndose en seguida.
—La última guerra —dijo a su mujer con tono didáctico— ha tenido por consecuencia la libertad sexual más desagradable.
Le habló, además, de otras guerras históricas, dándole fechas, en especial, sobre los romanos, quienes lamentablemente habían hecho creer tanto a los hombres como a las mujeres que en esas circunstancias se hallaban “sin trabas”. Comenzó a hablar un poco de Pompeya y de la casa de los Vettii, pero ella lo interrumpió.
—¿Sin trabas?
—La gente se cree con derecho a hacer lo que quiere, Thelma, cuando se declara una guerra. Alegan que mañana pueden estar muertos. ¿Te das cuenta?
—Pero es una tontería, ¿no? Todavía tienen que enfrentarse con Dios... y quizás muy pronto.
Un tanto condescendiente, Adrian le contestó:
—Así es, querida, así es. Pero yo no me preocuparía por ello.
Thelma advirtió que se había puesto colorado y solemne, como si no fuera una persona joven. Cierta experiencia le advertía que a Adrian no le gustaba que ella se manifestase como ser pensante, por lo cual prefirió añadir que se hallaba un tanto preocupada por Pixie.
—¡Oh, ella puede cuidarse sola! —le dijo vagamente y se fue a la biblioteca.
Ahogó el tema leyéndole durante buen rato la Enciclopedia Británica, que pasaba rápidamente de los problemas sexuales a una comparación entre la estrategia de los romanos y la de nuestros días. Un largo pasaje versaba sobre el asalto de las fortalezas.
El problema sexual, por supuesto, era uno de los temas más o menos tabú entre ellos. Adrian siempre se había sentido incómodo a este respecto. También a ella le molestaba, pero era justamente por eso, se decía a sí misma, que deseaba hablar del asunto. Debería tratarse, por el contrario, de una cosa llena de encantos y perfectamente simple. ¿Y no era su marido, acaso, la persona más indicada con quien hablar de ello? También podía conversar con Pixie Saunders, desde que habían trabado amistad, pero se hallaba convencida de que las dos no veían las cosas desde el mismo punto. Pixie era bonita y sin duda buscaba hombres en gran escala. Thelma en cambio no era bonita y los hombres no la preocupaban en absoluto. Se producía así cierta tirantez en su amistad con Pixie, pero no se volvió contra ella, aunque sí comenzó a experimentar un interés extrañamente celoso por la chica. Se dio cuenta de que… al mismo tiempo, quería que se fuera y que se quedara, y que fuese amiga suya en forma más absoluta, o sea, que dejase de llamarse Pixie y de cazar hombres con tan buen resultado y quemase esas fotos espantosas que reservaba para los nuevos candidatos. ¡Si por lo menos pudiera hablar francamente con Adrian! Él alardeaba de una pasión intelectual por educar tanto a los jóvenes como a los grandes, pero las cosas fundamentales, que con seguridad todos querrían saber, eran tabú. ¿Podía darse a esto, en verdad, el rótulo de educación? En la época actual somos muy modernos y nada hay que no sepamos. Sin embargo, da la impresión de que cada día sabemos menos sobre la verdad. Ignoramos la forma de conquistar la dicha, pero en cambio sabemos cómo matarnos los unos a los otros y convertirnos en seres totalmente hastiados e infelices.
Muchas veces intentó hablar de estos problemas con Adrian, mientras vivieron en Hill Crest. En un principio se había sentido la esposa débil, pero, con el correr de los años y aunque Adrian parecía quererla débil, Thelma se sintió instintivamente lo contrario. ¿No era cierto que el más desventurado soñaba con el triunfo? Y ella, acaso, ¿no era tan desventurada? ¿No anhelaba triunfar? Cierto que ella era al mismo tiempo reprimida y suprimida; su vida la había hecho así. Pero sólo contaba diecisiete años. Tenía toda la vida por delante, un hogar propio y estaba casada. Tenía una suegra y un suegro. Y, además, un perro.
A menudo, solía dar largos paseos con Box, durante los cuales le refería sus problemas, para ver cómo sonaba. Cuando no sonaba tan mal, volvía a tiempo para hacer el té de Adrian y le barbullaba simplemente todas las cosas que quería decirle. Trataba de no ver la forma en que su marido tomaba los buñuelos con manteca y le decía, echándose a reír, sin nerviosidad alguna:
—Y es así como, salvo la querida Miss Sloper, no he tenido a nadie, Adrian. No se podía contar con las Wicklow, y no era mucho mejor el resto de las profesoras. Una de ellas, Miss Bendix, me tenía cierto afecto y creí que llegaríamos a ser verdaderas amigas. Pero al poco tiempo la despidieron.
Y luego:
—No sé por qué, nunca he tenido una amiga, es decir, una amiga por mucho tiempo. Parecían apreciarme pero nunca llegábamos a nada. Nunca me invitaron a sus casas. Supongo que por mi culpa. Siempre decían que yo era “ruda”. —Suspiró—, ¡Esos días de vacaciones en el colegio! ¡Las aulas vacías! Me pasaba horas limpiando las camas con parafina. Me gustaba hacerlo. Era algo en que entretenerme y un anuncio de que muy pronto empezarían las clases.
Llena de tristeza, lo miraba con los ojos iluminados.
Pero Adrian parecía molesto por la vaguedad de su charla. En cierta oportunidad intentó preguntarle qué quería decirle, pero se interrumpió de pronto, como si se hallase nervioso, y se volvió junto al fuego.
Sólo se sentía cómodo cuando hablaba de sí mismo, o cuando se veía a sí mismo educando o ayudando a otra persona. Se sentía cómodo cuando podía “educarla”, pero en cuanto ella comenzaba a hablar con franqueza o intimidad, se asustaba o se sentía molesto. Se amaba a sí mismo y sin duda se tenía en el más alto concepto, y muy sinceramente. Era todo lo que quería ser. Si existía algo que pudiera producirle pena, con respecto al cuadro de su propia persona, se trataba de dos o tres cosas insignificantes, por ejemplo, su desagrado por la “violencia” del boxeo. Cierta vez tuvo que disertar sobre el tema y decidió entonces que el boxeo era una ciencia intelectual. También el pacifismo era intelectual, aunque secretamente pareciera lamentarlo, como el hecho de que él, privadamente, fuera un pacifista.
Otra de las cosas que lamentaba era no poder fumar cigarros. Lo impresionaba el aura de un fumador de cigarros y le quedaría muy bien un habano entre sus dos dedos, mientras el humo ascendiera satisfactoriamente por las cortinas. Las cajas de cigarros, además, daban importancia en una esquina del escritorio o sobre una mesa ratona. Ahí los ponía, pero ¡ay! los cigarros lo enfermaban.
—Supongo que por mi corazón, Thelma. De modo que debemos moderarnos...
Sin embargo, este inconveniente tenía su compensación, puesto que ponía en evidencia qué importante era su persona para el mundo. No fumar cigarros sería un sacrificio meritorio.
Una forma frecuente de su vanidad consistía en pararse frente al espejo y preguntarle:
—Thelma, ¿qué tal estoy? ¿He cambiado?
Estudiaba su rostro constantemente en los espejos, siempre complacido con su imagen, sin esperar una mejora, aunque alentando la secreta esperanza.
Cuando Thelma hablaba espontáneamente sobre su infancia y sus días de colegiala, o recordaba a Winnie Calvert, Adrian parecía molesto y poco deseoso de escucharla, hasta que lograba salir del paso.
—Ahora me tienes a mi —le decía, complacida por su ocurrencia—. Y, claro está, a mi madre.
—Sí.
Todo volvía a achatarse. ¡Qué difícil era comunicar lo que uno llevaba en el corazón! Sin embargo, pensaba, sería muy sencillo si entre dos personas mediaban el amor y el matrimonio. Quizás ella no quisiera todavía a su marido, pero había resuelto que muy pronto lo querría. En cualquier momento. Lo que deseaba era un poco de charla íntima, una comunicación interespiritual, aunque resultase torpe o tonta. El roce de una mano, solamente. Pero, ¿no era verdad que las manos de Adrian le desagradaban?
Box y ella se sentaban en el suelo. Él, en el sillón. Se oía el triste repiquetear de la lluvia sobre las tejas de la casita. Se sintió triste y le preguntó:
—Adrian, ¿puedo ir a una de las reuniones de la sociedad polémica?