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CAPÍTULO XIV

A Thelma no le fue permitido saber en detalle de qué se trataba, porque evidentemente era un asunto tabú.

Se traslucía, sin embargo, que Vivian había estado perjudicando las finanzas durante largo tiempo, en forma habitual aunque lamentable. Descubierto, al fin, a través de los chismes, Mrs., Winterton envió en seguida al Wardens' Post la renuncia de su marido. Podía hacerlo, debido a su edad. Pero el asunto tuvo por consecuencias la llegada de una “rubia sumamente ordinaria” a Sea View, que olía fuertemente a ron y que llevaba unos aros verdes muy movedizos. Al referirse a ella decían “esa mujer” y la consideraron responsable del gasto de varios cientos de libras de los recursos de los Winterton, desde octubre a noviembre de 1939 aproximadamente, sin que nadie pudiera lograr mayor exactitud en las fechas.

—¡Y pensar que nunca lo sospeché, Adrian! ¡No sabía lo que Vivian ocultaba en su ser!

Lo había ocultado, evidentemente, pero ahora salía a luz y las finanzas habían sufrido un fuerte golpe. Sólo quedaba “una cosa por hacer. Debemos vender la casa y vivir en otro lugar, Adrian. Aun en Londres. Ningún sitio es lo bastante lejos para huir de ese... espantoso recuerdo. ¡No quiero volver a ver jamás a Sea View! Pero, claro, no me quedará más remedio, hasta que tengamos una oferta por la casa, ¿Qué me aconsejas?”

La discusión íntima entre Adrian y su madre se efectuó después del té. Thelma y Vivian se quedaron en la cocina, Vivian quería “ayudar a secar, ¿no?” Así, Mrs. Winterton logró encerrarse a solas con su hijo. Tuvo que bajar la voz, porque la sala tenía una puerta corrediza que comunicaba con la cocina y era muy delgada. Vivian dijo a Thelma que todo era muy difícil, pero Thelma no supo si se trataba del lavado o de la vida en general. Vivian parecía vender salud y de un parpadeo localizó una botella de Vat 69 que había entre los platos de loza del aparador.

—Ah... ¿Te queda una botella para ciertas ocasiones, querida?

—Sí, conseguimos una por mes. ¿Quiere un poco? —También Thelma hablaba en voz baja.

Vivian se rió, nervioso, y al parecer buscaba una respuesta conveniente. Antes de que la lograse, Thelma le sirvió un whisky triple.

—Ah... ¡caramba! Y, ¿habrá un pedazo de queso?

—Sí, sí.

Thelma lo acompañó en su ligero refrigerio. No le agradaba el gusto del whisky, pero sí sus efectos. Con el tiempo lograría cierta afición por la ginebra. Su morbidez le producía una extraña excitación. En el estudio había un libro sobre el árbol del enebro.

Cuando entraron por fin en el otro cuarto, Adrian se hallaba de pie junto a la estufa eléctrica, con aire importante. Tenía los ojos entornados, como cuando se lo forzaba a escuchar temas tabú. Mrs. Winterton parecía más grave aún. Vivian tuvo un corto ataque de tos, pero se sentía muy bien.

Para facilitar las cosas, Thelma preguntó:

—¿Es hora ya de ir al teatro?

Esa misma noche, mucho más tarde, cuando Adrian dio las buenas noches a su padre, Thelma alcanzó a oír:

—No te preocupes por las finanzas, papá. Creo que lo mejor es olvidar por completo el asunto, ¿no? Mi administrador ha hecho unas- espléndidas inversiones estos últimos años, gracias a mis consejos. Por supuesto, hablaré con Thelma. Todo lo tenemos en común.

Muy honrado de su parte.

Al acostarse, le preguntó si estaría de acuerdo en ayudar a sus padres, por lo menos hasta que vendieran Sea View y pudieran “levantarse”. No había olvidado que una parte de sus propios recursos eran de ella (en otro tiempo, Thelma había creído que todo era de ella) y por eso, no quería tocar una acción sin su consentimiento.

—Por mí, puedes hacerlo, Adrian —le dijo, con voz letárgica. Mucho más le interesaba saber adónde iría a vivir Edith próximamente. Si se proponía vivir con ellos, o en Londres, sería la última gota. Pero esto no parecía haberse ventilado aún.

Thelma se puso el piyama. Londres se había volcado puertas afuera. Otra vez reinaba la tranquilidad (no advirtió el cese de las sirenas de alarma) y Adrian reposaba sobre las almohadas. Vestía un pijama de seda amarilla y, a los pies de la cama, artísticamente, podía verse su bata de dormir, de colores y con dibujos de pavos reales. Como estaba leyendo, no se podía apagar la luz aún. Quizá fuera a leerle en voz alta. Pepys, por supuesto.

Thelma se deslizó entre las cobijas. Cerró los ojos y en verdad no le oyó decir:

—Querrás que te lea, Thelma, supongo —casi como si estuviera cumpliendo un contrato familiar.

Pero lo que oyó con mayor nitidez fue su dolorido: “¡Thelma!”

Comenzó a recordar. Sus pensamientos se habían sumido en la profundidad de lo sobrenatural, pero, aunque se lo hubieran pedido, no habría podido referirlos ni por un millón de libras.

Sí, habría podido.

Recordaba lo que Mrs. Winterton había hecho esa noche con el almohadón. Eso lo había vinculado, como se vincula una pequeña célula cerebral con otra, con el lejano recuerdo de otros almohadones, con esa muchachita de hada tanto, tanto tiempo: Winnie Calvert. Si en aquella oportunidad el almohadón hubiera sido un poco más consistente, la habría matado.

Y los almohadones que tenía ahora, ¿eran mejores?

—¡Thelma...! ¡Te estoy hablando!

Abrió los ojos y volvió la cabeza para mirarlo. Se hallaba erguido, rojo, y con expresión de dolor.

—Discúlpame, Adrian. Estaba pensando...

—Te pregunté si querías que te leyera... —le replicó sin importarle en qué estaba pensando—. También quisiera saber si vas a acompañar a mamá a Harrods, mañana. Ha pasado un mal momento con papá. —Se explayó un poco más sobre ello, agregando—: Con todo, lo llevaré al Museo Británico. Encauzará su mente por un sendero más saludable. —Esa frase le hizo olvidar el asunto de su padre y recordó su libro nuevamente—. Podría utilizar esa frase para cuando lo revise. ¡Sí!

—Sí, iré a Harrods mañana, Adrian —dijo Thelma—. Quiero comprar un almohadón.

Se alegró, porque esa vez no habría dificultades con Harrods; pero frunció el ceño.

—¿Un almohadón?

—Sí.

—Pero ¿por qué? —le preguntó, un tanto indulgente.

—No lo sé en verdad. Quizás sea un capricho. Pero en cualquier forma, los almohadones de nuestro sofá son muy delgados.

Adrian observó que tal vez necesitaran más plumas.

—Bien, haz tu pequeño capricho, Thelma —y le sonrió—. Te lo regalaré yo. ¿No te parece que te consiento un poco?

Resultaba un tanto difícil, por ese entonces, saber si era cierto o no. Se hallaba en un letargo tan grande, respecto de las cosas rutinarias, que ya no se tomaba el trabajo de pensar si su dinero era de ella, de él o de ambos. No le importaba. Él le extendía un cheque a comienzos de mes y durante años se había llegado a la amistosa conclusión de que "ella no entendía los talonarios de cheques”.

Nadie sugirió que apenas podía hallarse capacitada para ello si nunca había hecho ninguno. Resultaba bien claro y un poco ridículo que no supiera cómo endosar un cheque, o cuando se lo cruzaba y se ponía "8c Co.” Y no teniendo idea de eso ¿cómo podía entender cosas tan complicadas como capital, participación y dividendos?

—Creo que lo mejor es que dejes todo en mis manos, Thelma —había decidido rápidamente Adrian, cuando ésta recibió el importe de su herencia. Y agregó, palmeándole la cabeza—: Te daré un cheque mensual para las compras y demás. Si no te alcanza, no tienes más que pedirme.

No empleó la palabra "decirme”, pero a Thelma le importaba muy poco. Canjeaba sus cheques en el almacén de Bundy y no la preocupaba una cuenta personal en el banco. Por aquel entonces, era optimista y acariciaba la preciosa idea de que el tiempo

les traería la felicidad, no sólo la que se ajustaba a Adrian sino, además, la que ella concebía. Le “pedía” dinero cuando necesitaba comprarse ropa, o cuando deseaba regalarle algo para el cumpleaños (faltaba poco tiempo, el 10 de abril) o para el aniversario de casamiento, que también se aproximaba (10 de febrero), si alguno de los dos. llegaba a acordarse. A veces se olvidaban, sobre todo en los últimos años, hasta una semana o dos después.

—A ver, a ver, Thelma, la semana pasada... ¿no hizo nueve, no, diez años que me casé contigo? Ah, querida, ¿por qué no me hiciste acordar? Estuve tan ocupado con mis conferencias...

En Navidad, tenía que “pedirle” algún dinero para hacerle un regalo, “un libro ele ensayos o de obras de teatro, Thelma, me parece lo mejor. Alcánzame el Sunday Times”, y también para su madre: “una planta, quizá. Le mandaremos un giro a algún negocio del pueblo”. Lo mismo ocurría con los regalos del resto de las personas con quienes habían simpatizado abajo, en el club. Todo resultaba así amistoso y conveniente. Thelma cambiaba los cheques mensuales en el almacén de Bundy, en King Street. Mr. Bundy era un hombre gordo y chistoso. Todas las semanas le decía:

—¿No me habrá dado un cheque sin fondo, Mrs. Winterton? —Luego se inclinaba sobre el mostrador, en forma confidencial, para darle noticias como ésta—: Le he guardado un frasco de mermelada de naranja legítima. Sé que a Mr. Winterton le gusta... Pero, ¡ni una palabra a nadie! Es algo que le doy fuera de la ración...

Mrs. Edith Winterton no simpatizaba con Bundy. Le parecía ordinario. Odiaba a los hombres que “guiñaban los ojos” y cierta vez, Mr. Bundy había empleado la expresión incomprensible, pero evidentemente vulgar, de “soldado de antaño” cuando la anciana Mrs. Winterton le pidió una docena de cajas de fósforos.

—¿Una docena? —exclamó Mr. Bundy—. Eso es lo que propiamente llamo la llegada de un soldado de antaño. Mis clientes más antiguos sólo pueden llevar una caja por mes...

E hizo un guiño a Thelma Winterton.

A Mrs. Edith Winterton le gustaba acompañar a su nuera en las expediciones domésticas, aunque no se tratase de Harrods, pero no entraba en el negocio de Bundy y permanecía afuera mirando con ojos críticos la cola allí formada.

La nueva visita no fue distinta de las anteriores. La señora tenía una reducida mentalidad de dueña de casa y sus pensamientos llegaban a un correcto nivel en los asuntos de la especialidad. La prolongada inconducta de su marido también excedía sus posibilidades. Se había sentido chocada e indispuesta y aunque su hijo había solucionado los problemas financieros implícitos, e iría a Sea View a efectuar las negociaciones para la venta de la casa, no se sentía capaz de decidir su próximo cambio. Ignoraba si debía volver a Wilton al día siguiente o al otro día, porque Adrian aún no podía saber cuándo su ardua labor de conferenciante y el resto de sus ocupaciones lo dejarían partir.

—En cualquier forma, mamá, debes quedarte unos días con nosotros —le dijo mientras tomaban el desayuno—. Te hará muy bien. Thelma insiste en ello. Y, además, quiero que conozcas a mi editor. A los editores siempre les gusta conocer el ambiente de uno. Es muy importante. Tú y Thelma podéis ir a Harrods y pasar allí un rato agradable. Thelma quiere comprar un almohadón.

En Harrods, Edith encontró un gran consuelo para su estado de alma. Y, por esa vez, también Thelma. Su suegra expresó el deseo de ir en primer lugar a la sección lingerie, donde, asistida por su tacto y por un probador privado, compró un corsé que resultó una ganga.

A las once, siempre tomaba un ice cream y un café con leche. Luego iniciaba una excursión por toda la casa, excepto la sección librería, que la “cansaba”. Esa mañana no compró ninguna otra cosa y trató de llegar a la sección almohadones atravesando la platería, cuchillería, perfumería, carteras, pieles y papelería.

Sus comentarios con respecto a los precios y a la calidad tenían un valor crítico. Comparaba todas las cosas con las de los negocios de Wilton y de Benbridge.

Thelma se sentía tranquila y extrañamente feliz.

En seguida descubrió el almohadón de su gusto y lo llevó sin envolver, con una sensación de gozo completo. Era un juguete privado. Algo suyo, muy suyo. Escarlata, ni chico, ni grande, ni suave, ni áspero. De terciopelo.

Como no tenía llaves, tocó el timbre. Rin... rin...

Desde la cocina le llegaron los gritos histéricos de Box y voces de hombre.

Robert Hodges les abrió la puerta.