CAPÍTULO XXV
Mr. Adrian Winterton, reclinado en el sofá, con la cabeza sobre un almohadón, declaró que no olvidaría la amabilidad de George Hilton.
—Aunque soy un hombre múltiple y deportista —le dijo con voz temblorosa— mi corazón no puede resistir una cosa de esta índole. He amado a mis padres más que a mí mismo.
Era una frase vagamente generosa y el detective se dio cuenta de que Winterton estaba en escena en ese instante. Su actitud le interesó mucho. Mucho, por cierto.
Adrian pensó que cuando Hilton se había ofrecido a “ir en seguida” se trataba de una simple manifestación de amistad personal.
—Un hombre siempre es necesario en un momento como éste —le dijo Hilton, sin implicar un doble significado. Buscó su sombrero negro y ya estaba con un pie afuera cuando le dijo:— Trataré de conseguir un auto de la policía, uno veloz. Quizás llegue allí en una hora y diez minutos.
—Cuando me halle en condiciones, telefonearé a la casa de mi madre —le contestó Adrian Winter- ton. La puerta principal se cerró con estrépito.
Una vez fuera, Hilton se echó a correr. No podía hacer otra cosa para estar al ritmo de sus pensamientos. Sólo se detendría abajo para telefonear a su jefe (Winterton no debía enterarse aún de ciertas cosas) y dejarle un mensaje en caso de que no estuviera.
Sucedió que el jefe inspector Warwick no estaba en su oficina, de modo que le dejó un cuidadoso mensaje y pidió un automóvil.
Debía salir de Hammersmith cuanto antes. No. No necesitaba chófer. Él mismo manejaría hasta Wilton.
Lo más exótico de todo lo exótico, pensó Thelma, era que se enamorase después de haber cometido su segundo crimen. Pero la vida en sí era singular en muchísimos aspectos y qué decir en su persistencia de reunir gente inverosímil. Muchas veces se había planteado el mismo problema. Pero, ¡había llegado el momento!
Él era bajo, de mediana edad, tirando a calvo y, a no ser por la tristeza del momento, con una risa pronta en la mirada. Desde cierto punto de vista, era tan cómico como la posibilidad de enamorarse de él, pues tenía un andar menudo y rápido y los zapatos muy bien lustrados. Usaba ropa negra a rayas y un sombrero gris y flexible.
Había pedido (resultaba gracioso) “un vaso de agua”. Cuando le abrió la puerta, pudo confirmar el pasmoso dicho de que el amor surge de pronto (aunque no trascienda). Pero, por otra parte, ¿a qué podía aspirar ella entonces? Había muchos motivos en contra.
Pero era un hombre amable, prudente y generoso en el actuar. Daba la impresión de tener sangre cálida en las venas y entrañas también cálidas. Y no fláccidas, por cierto, sino fuertes. Sus ojos lo confirmaban. Eran verdes.
Había llamado a Sea View una mañana como ninguna. Y en lugar de un vaso de agua, encontró una tragedia.
Él mismo fue a buscar al médico, porque hacía una hora, Edith había hecho cortar el teléfono. Su suegra quería al doctor Roden, a pesar de ser el más distante, no tener teléfono en su casa y esgrimir puntos de vista y costumbres más antiguos que la misma muerte. Hacía mucho tiempo que Edith Winterton lo conocía y no sólo entendía “el corazón de Vivian, sino también el mío”. No deseaba más que ese médico, de modo que el desconocido caballero, que pidió lo llamasen “Mr. Warwick, a secas”, partió apurado en busca del antiguo doctor. Cuando por fin llegó éste, Mr. Warwick permaneció respetuosamente a un lado, y oyó su diagnóstico. La muerte se había producido por un ataque al corazón. Tenían que sacar a Vivian Winterton de la parte trasera del automóvil y llevarlo al dormitorio. No necesitaría ir a Londres ya. Él había deseado quedarse en Sea View, en su casita triste, donde la atmósfera y los muebles le eran familiares. Ya podía quedarse allí, porque su pobre vida había terminado. Y, al fin de cuentas, también Mrs. Edith Winterton tendría que quedarse, aunque más no fuera por un tiempo. Ya que Mr. Warwick había sido tan amable, ¿sería aún un poco más amable e iría a buscar en el coche a su vieja amiga, Mrs. Garside? Mr. Warwick volvió a salir de prisa en el automóvil de Adrian Winter ton, apoyada su espalda contra el almohadón rojo. Era un poco pequeño para el auto y le costaba trabajo alcanzar los pedales. En otras circunstancias le hubiera resultado gracioso, pero no en ese momento.
Desde la acera, ella le sonreía.
Se suponía que era casado, pero ¡qué feliz haría a una mujer un hombrecito corriente como ése! Los domingos trabajaría en el jardín, más altos que él los girasoles. Ella le llevaría el té y luego a sus dos hijos, pequeñitos y graciosos como él. La niña se llamaría Jackie y el varón Sunday, porque habría nacido un sábado. ¡Sería cómico!
—¡Qué amable es usted! —le dijo Thelma cuando Mr. Warwick se disponía a salir por segunda vez—. Y aún no ha tomado su vaso de agua...
Él la miró, interesado.
—Vaya a reconfortar a su madre, querida.
—A mi suegra...
—No tardaré.
—Está perdiendo mucho tiempo...
—Mi tiempo me pertenece.
¿Que su tiempo le pertenecía? Entonces, quizás no fuera casado. ¿Sería un solterón jubilado? ¿Con una voz tan amable como la suya?
El automóvil se puso en marcha arrastrando una nube de polvo otoñal.
Thelma entró en la casa.
A las dos habló con Adrian desde la cabina telefónica del camino. A las tres y media, Mr. Warwick se hallaba de regreso con la vieja Mrs. Garside, quien entró rápidamente con Thelma a ver a la viuda, provista de un frasco de sales.
Al mismo tiempo, recibieron la inesperada visita del detective inspector de Scotland Yard, George Hilton. Thelma se sintió un tanto impresionada por su presencia, y dejó a los dos hombres solos en el comedor.
La débil voz de Edith Winterton sólo pronunciaba una frase. Quería ver a su hijo. ¿Estaba por llegar?
No era posible contestarle que había preferido enviar a un detective, de modo que le dijo:
—Envió a un amigo.
No era una respuesta satisfactoria y a esa confusión y desgracia había que añadir la reciente supresión del teléfono. Lo único que sabía Mrs. Winterton era que quería ver a su hijo, y Thelma no alcanzaba a comprender por qué no había llegado aún.
Sospechando que una muerte repentina en la familia sería una forma de tabú, Thelma le dijo:
—Probablemente esté esperando que yo regrese con el coche.
Edith Winterton yacía tendida en un diván y prorrumpió en un ataque de sollozos histéricos.
La vieja Mrs. Garside, que parecía una de las brujas de Macbeth (uno de sus papeles preferidos cuando no podía hacer el central), le susurró a Thelma, con voz sibilante:
—¡Vuele a Londres a buscarlo, querida! No me gusta para nada el aspecto de Edith...
Por lo tanto, volvió al comedor para anunciar que se iba.
George Hilton la contempló con fría mirada, pero sólo le dijo:
—Mr. Warwick le agradecería que lo llevase a Londres. Ha perdido el tren.
Fue como si le anunciasen el cese de un castigo. ¡Tenía que llevar a Londres al pequeño Mr. Warwick! —el único hombre que hasta entonces le había gustado—. Sería un instante feliz, antes del final que inevitablemente se aproximaba. Porque George Hilton ya sabía algo.
Mr. Warwick la miró, intensamente.
—¿Salimos, querida? Le estaré muy agradecido...
—Es un placer poder retribuirle algo de su amabilidad.
A los pocos minutos volvía a apoyar la espalda sobre el almohadón escarlata.
Las piernitas de Mr. Warwick apenas llegaban al piso del automóvil. Había cruzado sus manos regordetas sobre el regazo.
No parecía hallarse de prisa y Thelma tardó dos horas en regresar, deteniéndose en una confitería al aire libre, durante un cuarto de hora o veinte minutos.
Se sentó con ella entre los rosales y ése fue el instante más feliz de su vida. Respondía a todas sus preguntas. La miraba con intensidad y le decía:
—No, querida, mi vida no ha sido nada fácil. —Dio a entender que la mayor parte la había pasado en un empleo del gobierno en Whitehall y que a menudo no se había sentido a gusto. No dio la impresión de querer extenderse sobre el particular, pero le dijo:— Me he quedado soltero por una simple razón: ¡nunca me enamoré de nadie!
En cuanto al resto, parecía un hombre cansado, aunque apenas contaba cincuenta años, y le gustaba el sur.
Cuando se dio cuenta de que la estaba invitando a hablar sobre sí misma, se sintió molesta y llena de un miedo terrible, porque ¿qué podía decir? Sí, era casada. No, no tenía la suerte de tener chicos. Sí, le encantaban las criaturas. No, no tenía padres. Sí, también ella prefería el sur. Pero su marido era... conferenciante. Un hombre sumamente ... múltiple.
—¡Ah!
Cuando le resultó imposible continuar, sintió fijos sobre ella los ojos de Mr. Warwick.
Entonces el hombrecito le dijo estas palabras, muy excitado, aunque no tenía la intención de parecerlo. Le hablaba como una persona inteligente a otra y, además, como si también le estuviera diciendo un cumplido.
—Si me permite, Mrs. Winterton, y aunque sé que es usted una mujer casada, nunca como hoy me he sentido más cerca de la idea del matrimonio.
Se hizo una pausa angustiosa.
Antes de que tuviera tiempo de desmenuzar esa frase en los emocionantes fragmentos en que anhelaba hacerlo, se echó a discurrir en seguida: “—Sabe que soy casada, me ha dicho que es soltero y no me cabe duda de que es honesto, educado, con experiencia e inteligente, y sin embargo, nunca había pensado en casarse hasta que me conoció.”
Una niñita que se hallaba con la gente de la mesa contigua se aproximó, interesada, a Mr. Warwick. Era muy pequeña. Lo miró y con voz aguda le dijo:
—¡Hola!
Mr. Warwick inclinó la cabeza. De una simpática inhabilidad con los niños, le respondió:
— ¡Hola, querida! ¿Me vas a dar un beso?
—No —le contestó la chicuela—. Voy al baño.
Se hizo un silencio de estupor y luego se oyó una carcajada general.
Cuando el auto marchaba en dirección a The Fermines, él le dio las gracias.
—Haberlo conocido a usted, Mr. Warwick, significa mucho para mí —le dijo Thelma—. ¿Volveremos a vernos?
Él la había tomado de la mano, con amabilidad.
—Sí, querida...
—Si alguna vez se le ocurre venir a verme, vivo en el departamento Nº 100 —agregó con cierta tristeza.
En ese momento tuvo que mover el automóvil para que pudiera entrar un taxi. Cuando dio vuelta el recodo para entrar en el garaje, Mr. Warwick ya había desaparecido.