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CAPÍTULO XII

Parecía que era necesaria una guerra para que el democrático Londres se volviese sociable. Hasta la batalla de Londres, los Winterton no habían cambiado un “buen día" con los ocupantes de los otros departamentos del apartado pasillo donde vivían. Su departamento llevaba el número 100. En el 101 habitaban los Potterson, familia sumamente reservada. Hasta ese entonces, sus componentes sólo habían sacado la cabeza de vez en vez, para recoger sus botellas de leche, como si la parte posterior de sus cuerpos fuese sagrada. En el 102 vivía un pretendido ex almirante Tippits, cuyos hábitos nocturnos eran tales, que a veces había probado sus llaves en las cerraduras del 101 y del 100. Cuando los vecinos le preguntaban a qué se debía su aparición, el almirante Tippits estaba a punto de caerse ahí mismo, por la puerta entreabierta, oliendo como un barril de “Four X”, aunque siempre con gran cortesía, y hasta un tanto excesivo en las disculpas subsiguientes. Estas disculpas eran expresadas mientras sus pies lo sostenían amistosos y a menudo se reanudaban al otro día, aunque en el caso de las horrorizadas mujeres de la familia Potterson, la costumbre del almirante Tippits de pegar a las personas con el codo y hacer guiños, nunca recibía más estímulo que un “está bien” muy seco, a través de la puerta abierta tan sólo dos pulgadas. Abajo, en el bar, conocían muy bien al almirante Tippits, y también, durante las incursiones aéreas, arriba, en la terraza, donde permanecía cuadrado, aunque apoyándose en la barandilla, como si se hallase de nuevo en el puente de su nave. Desde allí gustaba vigilar la ciudad en llamas, los reflectores y el lento descenso de los relámpagos.

Los primeros años de Thelma en The Pennines oscilaron entre un extraño contento y un fastidio creciente y misterioso. Por último, fue víctima de amargo resentimiento. Las causas parecían complejas, pero ella las supuso muy simples. Las primeras semanas transcurrieron en un ambiente de excitación, porque se trataba de algo nuevo y porque ella alentaba ilusiones tanto en su vida íntima como en su contacto con Londres. Pensó que ellos dos llegarían a ser "hombre y mujer”, progresando satisfactoriamente, atravesando fases que siempre implicarían problemas mutuos y una comprensión más profunda. Creyó que se harían de muchos amigos, jóvenes como ellos mismos. Vivían en un lugar precioso, con una vista preciosa del maravilloso Londres. Allí se alzaba la ciudad. Muy cerca podía ver el Oratorio, la cúpula de la catedral de Westminster, los techos de las casas de Park Lane, la techumbre de la lejana estación Victoria. Desde el dormitorio, en los días muy claros, se alcanzaba a divisar los árboles de Kentish, muy a lo lejos. Desde el estudio de Adrian se veía sobre todo el Labour Exchange y desde el cuarto libre (“el cuarto de mamá y de papá”) se veía King Street allá abajo, en Hammersmith. También se podía ver esta misma calle desde el balconcito de la sala. Era un espectáculo que debería hallarse pleno de misteriosa alegría, pleno de bullicio y de encanto. Pero la felicidad no parecía encontrarse allí. Eran necesarias dos personas para hacer la felicidad, y hasta entonces, se daba cuenta, sólo había existido una. Esa persona era Adrian. Él era el rey. No había reina, pero Adrian deseaba súbditos y gradualmente empezó a buscarlos. Necesitaba un auditorio. Thelma cumplía las labores de una especie de secretaria. Tomaba mentalmente notas y se levantaba a preparar el té. Durante un lapso increíble lo escuchaba y tomaba mentalmente sus notas: lo que le gustaba comer a Adrian, lo que él quería hacer luego, lo que él quería estudiar en lo futuro (caminando de un lado a otro y moviendo con patetismo los brazos); cuáles eran sus últimos “puntos de vista", cuándo lo habían “felicitado” la última vez... Thelma no pensó nunca qué le importaba a ella todo eso y si era posible que le llegase a importar. Su propia persona no había experimentado ningún cambio visible y Adrian se hallaba demasiado preocupado consigo mismo para observar las lentas modificaciones que se operaban en su mujer, o la forma en que aquella cabeza había comenzado a debilitarse. Su marido sabía menos sobre ella que ella misma y nadie suponía que tuviera pensamientos insospechados y oscuros. Nadie poseía el don de descubrirlo.

Durante largas, largas horas, Adrian se ausentaba y durante largas, largas horas, ella permanecía sentada en el suelo, con la cabeza enferma. No era tanto lo que pensaba como lo que esperaba. Él quería su cena. Llegaría, triunfante, de su agrupación artística o de su pequeño club político (había comenzado con ambos).

—Tengo un montón de cosas que contarte, querida. ¡Me han felicitado! Pero, ante todo, siento hambre. ¿Qué me preparaste, Thelma?

No veía la mirada curiosamente cavilosa de su mujer. Se veía a sí mismo en el espejo del vestíbulo.

Cuando llegaron a The Pennines Adrian se hallaba convencido de que Londres le saldría al encuentro. Al no producirse lo que esperaba, se creó entre ellos un silencio creciente y estúpido. Ninguno de los inquilinos les daba siquiera los buenos días o las buenas tardes, aunque tropezasen con ellos en cualquiera de los cuatro ascensores amarillos. Adrian lo “lamentaba” y durante la cena pronunciaba largos discursos sobre la democracia como verdadera esclava del esnobismo. Concurrió a todos los puntos de reunión de The Pennines, disfrutando con preferencia del squash, juego donde por lo general ganaba con facilidad. Pero no logró mucha popularidad, y poco a poco dejó de interesarle. Thelma no sabía si había pasado algo, porque no la llevaba muy a menudo allá abajo. Siguió entonces un período incierto y más bien malhumorado. Adrian se dedicó a los programas de radio o a escuchar sus discos clásicos favoritos. El preferido era el preludio al acto tercero de Lohengrin y con esa música empezó a acosarla. Las sugerencias fuertemente dramáticas y sensacionales de la música se infiltraron en el cerebro de Thelma en la forma más curiosa. A él le gustaba sentarse a la mesa, ajeno a la comida, y dirigir el disco como si fuera Henry Wood. Le comunicó que él “podría haber dirigido” y se propuso educarla en esa materia. Sin embargo, repentinamente y después de años, Thelma descubrió que algo pasaba dentro de su ser y que ya no prestaba atención a su marido. Él quería que ella también dirigiera el disco, aunque haciendo algunas pausas para cuidar los bifes y los pancitos. Entrevió entonces el cuadro absurdo que formarían ambos:” Lohengrin rasgado por la victrola detrás de ellos, mientras movían artísticamente las manos en el aire y oscilaban al compás de la música. Cierta vez, sin haber podido dormir por el bombardeo la noche anterior, Thelma explotó:

—¡No, Adrian, por favor! ¡Hoy no...!

Fue una súplica.

Adrian se sobresaltó ligeramente y la miró sonrojado. Pero no le dijo palabra. Se limitó a su comida.

Tiempo después se refirió, de pasada, al distinto efecto que producían las bombas sobre las personas.

—A mí más vale me inspiran, Thelma...

Thelma supuso que se trataba de su habitual vanidad, porque a ella no la inspiraban en absoluto. Que la podían afectar, se le ocurrió una o dos veces, pero no creyó que le pudieran provocar otro efecto que estragarle los nervios y producirle extraños dolores de cabeza.

Y bien mirado, su matrimonio parecía tener consecuencias semejantes.

Cuando por fin terminó la batalla de Londres, se sintió algo mejor durante breve lapso, pero luego advirtió que reaparecían sus cavilosos dolores de cabeza. Paradójicamente, cuando comenzó el período de las bombas voladoras se sintió mejor. Era raro.

Algo de esto le contó a Phoebe, pero la chica no tenía mucho alcance, a excepción de lo referente a hombres o asuntos amorosos. Pensaba que el amor era el remedio aconsejable en toda circunstancia para los dolores de cabeza. Quizás fuera así, pero la conversación terminaba inevitablemente en ese punto, porque Thelma creía prudente no hablar francamente sobre su matrimonio con nadie y mucho menos con Phoebe.

Pero luego, cierta semana se produjo un tumulto de cosas positivas. Fue como si durante un tiempo infinito el mar hubiera estado empollando la música siniestra de Lohengrin y hubiera decidido, de pronto, agitarla con arrebatado ímpetu. Se trataba más bien de irritación que de enojo y el nuevo tempo era más vale excitante. Un cambio de cualquier modo. Por el mismo tiempo en que dejó su trabajo de telefonista bajo certificado médico (el diagnóstico era poco claro pero decidido y lo obtuvo de un ginecólogo local), Adrian llegó muy agitado con el anuncio de la próxima publicación de su primera “obra”. Con él traía a su “editor”.

Thelma contempló al joven editor con tímido asombro (creía que los editores debían ser algo maduros) y estrechó su mano.

—Mr. Robert Hodges —dijo Adrian, con tono de querer granjearse su simpatía—. Thelma, mi esposa.

—Mucho gusto —dijo Thelma y apenas tuvo tiempo de darle la mano, porque Adrian había llevado con gran prisa a Mr. Hodges al interior de su estudio, “para mostrarle algunas de mis otras actividades. Thelma nos dará algo de comer”. Mr. Hodges vestía un saco sport verde y sucio, al que le faltaba un botón.

No le llevó mucho tiempo a Thelma advertir que en Mr. Hodges, lo mismo que en Adrian, había algo un tanto artificial para no decir espurio. Mr. Hodges cortejaba a las mujeres casadas. Adrian mismo lo había corroborado con un juicio preventivo. (A pesar de que se trataba. de un tema tabú, ella se ingenió para saberlo.)

No era casado. Tampoco tenía exactamente lo que se llama una casa editorial. Para ser preciso, Adrian admitió más tarde que “su padre le ha dejado un pequeño taller de imprenta, que ahora ha decidido convertir en editorial, gracias a mis consejos”. Pero Adrian no aclaró cuán diminuta era esa imprenta, ni tampoco que le pagaba con prodigalidad el privilegio de la publicación. Thelma lo supo por el mismo Robert y también se enteró por sus propios datos, sorprendentemente francos, de que era hijo ilegítimo de un conde italiano y que su presunto padre había muerto ignorando su existencia.

Tales conversaciones parecieron a Thelma muy mundanas, a pesar de que contaba con cinco años de Londres y de guerra y casi diez de matrimonio con Adrian.

—Usted no parece en absoluto amanerada, Mrs. Winterton —fue la temprana opinión de Mr. Hodges.

También él tenía una mirada cavilosa.

Adrián lo había conocido abajo, en las canchas de squash y como había ido conociendo a muchas otras personas. Esas amistades fueron la base principal de la agrupación artística, del club político y, en ese momento, del campo editorial. Thelma pensó que esas relaciones (relaciones que nunca llegaron a ser amistades) excedían en mucho su propio “alcance”. La conversación resultaba extrañamente “deshumanizada” y llena de asuntos oscuros y aburridos. Hubo un período Oscar Wilde, que duró un año, durante el cual Adrian y el resto de sus vinculaciones no se cansaron de discutir la vida y la obra del literato, pasando por alto, cuando ella estaba presente, el asunto de su encarcelamiento.

A éste sucedió otro período de visitantes ocasionales, por lo general hombres y casi siempre con necesidad de un corte de pelo y un lavado de camisa. Durante esa época pusieron en su sitio al arte mundial, nombraron repetidas veces a Augustus John, pero sin que se pudiera tener la seguridad de si estaban o no de acuerdo con él.

Luego siguió el período jurídico. En estos dos últimos, Thelma descubrió que Adrian “podría haber pintado” y “podría haber triunfado en el terreno jurídico”. Se veía a sí mismo como un artista glorioso y como un abogado no menos glorioso. “Tengo aptitudes para el detalle. Y no me cabe duda de que también reúno la voz y el aspecto de un buen abogado.”

Thelma se horrorizaba con frecuencia ante el desparpajo de su vanidad, hasta que se dio cuenta de que el resto de los circunstantes era un hato de egoístas mentalmente inferiores a su marido. “Usted hubiera sido un actor magnífico, Mr. Winterton”, le dijeron en cierta oportunidad y en esta forma agradable comenzó el período teatral. Garrick y Gielgud eran nombrados constantemente por todos y, por supuesto, Shakespeare. Como sentía un evidente disgusto por Hamlet, Adrian se hallaba seguro de que podría hacer con Macbeth “algo que hasta ahora no se ha hecho”.

A raíz de estos temas, los críticos de los periódicos y los principales críticos del mundo escénico eran puestos en picota por su “inevitable prejuicio y favoritismo”. En el departamento se veían siempre el Sunday Times y el Observer, y Thelma provocó cierta vez un silencio en la conversación general, por preferir “el llamado humano del News of the World”. “Sé que no se trata de esto...” admitió, dando a entender que no se trataba del problema que ellos estaban ventilando. Thelma echaba un vistazo al ejemplar del almirante Tippits, cuando iba al incinerador de basuras. Los domingos, el ejemplar sobresalía por la ranura del buzón, por lo menos hasta mediodía.

Mr. Hodges era oscuro y pálido, con cierta aureola sugestiva, que tal vez proviniera de ser hijo de un conde italiano. Su pelo era renegrido. Como a Adrian le gustaba “salir de lo vulgar” y sus temas en las conversaciones a veces eran curiosos, desde cómo extraer aceite del carbón, hasta los problemas del incesto. Como el incesto era tema tabú, Adrian experimentó el consabido aumento de color de las mejillas.

—No hablemos ahora de eso, si no lo toma a mal, Robert —lo interrumpió, agregando, en modesto francés, que las señoras se hallaban presentes.

—Muy bien. Después —había prometido Robert.

La conversación versó entonces sobre Wagner.

—¡Ah, Lohengrin! —exclamó Adrian, instalado a propósito en mitad de la habitación, listo para dirigir! Con ello le probaría a Mr. Hodges su conocimiento de música clásica, por si dudaba. No había comenzado a imprimir el libro y era necesario impresionarlo aún.

—Hum... —murmuró vagamente el editor con respecto a Wagner.

La escena pareció a Thelma muy tonta y hubiera querido decirlo. Pero hacía tanto que había desistido de competir con Adrian en las conversaciones, que ya creía carecer de todo talento para ello, si alguna vez lo había tenido. ¡En ese momento le parecía imposible haber hablado en aquel debate y haberlo derrotado! Lo mejor que podía hacer era guardar silencio, a no ser de rigor la risa o algo convencional, como un “sí” o un “no”, o “realmente, ¡qué extraordinario!” También había pasado por un período especial en el que sólo podía decir “¡fantástico!”, cosa que luego empezó a fastidiar a Adrian, porque pensaba que ella no le hacía caso.

—Thelma se concentra en el aspecto doméstico del matrimonio —informaba, mostrando sus largos dientes, con algún embarazo—. ¡No se la puede superar en materia de buñuelos!

También a Mr. Hodges le gustaban los buñuelos. Thelma terminaría por asociarlo con los “buñuelos de agosto”. Robert vivía en una pieza, pasando King Street, y ambos frecuentaban la misma confitería. El confitero prefería hacer buñuelos en el mes de agosto, porque la gente estaba harta del pan de guerra y más harta aún de las tortas de guerra. Los buñuelos eran una forma de variar y la mayoría de la gente se había acostumbrado a freír con margarina.

—Debería venir a probar mis buñuelos —le diría Mr. Hodges, un tanto sorpresivamente, y sin tomarse la molestia de aclarar que tanto los buñuelos de Thelma como los suyos provenían del mismo negocio. Pero eso sucedió más tarde.

Aquella atareada semana, en la que se suponía que Adrian había ingresado al mundo editorial y Thelma había conocido a Robert Hodges, dejando además sus tareas de tiempo de guerra, se tenía reservada, a pesar de las bombas, la visita del viejo matrimonio Winterton. Hasta ese entonces, el bombardeo los había mantenido lejos.

“Sin embargo, tenemos noticias —decía la carta de Mrs. Winterton— de que el bombardeo es menos intenso ahora. Además, Adrian, debo verte por razones de finanzas” Esta última palabra había sido subrayada con energía y otra de las frases subrayadas era la siguiente: “Hubiera dejado a papá en casa, pero tengo que llevarlo conmigo y te diré por qué. ¡Estoy tan preocupada, Adrian! Necesito enormemente de tu consejo.”

Adrian frunció el ceño, sintiéndose importante mientras tomaban el desayuno. Thelma trató de permanecer inmutable, aunque se hallaba intrigada. El post-scriptum decía: “¿Cómo está Thelma? ¿Me dices que ha dejado sus ocupaciones de guerra? Hablas de un certificado médico. ¿Está enferma, acaso?"