CAPÍTULO VI
Fue, aquél un incidente curioso. De vez en cuando, Thelma volvía a acordarse.
Winnie Calvert, una cosita tibia y femenina, había manifestado claramente y en muchas oportunidades, un extraño miedo por Thelma Wilson. A menudo, podía vérselo reflejado en su carita cincelada y en sus ojos redondos de bebé. Pero la forma en que mejor se concretaba era eludiendo los lugares donde se hallaba Thelma. Si estaban en clase, se sentaba lo más lejos posible. Su miedo consistió, además, en rechazar trémulamente cuanta camaradería pudiera suscitarse, o las propuestas de ayuda en inglés y en caligrafía. Eran éstas las asignaturas en que Thelma se sentía más fuerte y donde Winnie flaqueaba. Thelma, aguijoneada por ese extraño rechazo, se valió de su superioridad en aquellas materias para tratar de mejorar las relaciones. Sin embargo, Winnie fue empeorando con el tiempo, y una tarde calurosa, durante el período de verano, salió volando de su presencia, literalmente, como poseída por una especie de pánico. Saltó la red del tenis y desapareció en busca de la protección de un cerco de tejos y del jardín de la cocina. Este hecho “incitó” a Thelma, como lo expresara más tarde, y con un salvaje impulso, algo histérico, se precipitó en su busca. En ese momento tenía el almohadón en la mano, pues había tratado de persuadir a Winnie de que se sentara a charlar con ella bajo los cedros.
La sorprendió junto a las zarzamoras. Winnie cayó al suelo dando gritos estentóreos y se volvió evidenciando la intensidad del miedo que sentía. Gritaba y sollozaba, golpeándola con sus dos piernitas blancas, defendiéndose con ambas manos de algo imaginario.
Thelma, fastidiada y sorprendida, pero dispuesta a demostrarle cuán tonta era, comenzó a reírse del pataleo y de la respiración angustiosa, con esa risa que empleaba a menudo, por temor de que la llamasen “ruda”. Creía que si se reía o hacía bromas, no pensarían que era “ruda”, no daría la impresión de estar enojada,
Se arrojó sobre Winnie, literalmente, y, para poner término a esos gritos y a todo, empezó a ahogarla con el almohadón. No lo haría esa vez, pero le servirá de advertencia y cuando más tarde hubiera recuperado el aliento, le diría: “Criaturita tonta... ¿Qué diablos te pasa conmigo?” Pero la respiración de Winnie se detuvo peligrosamente, lo mismo que sus gritos y, al parecer, para siempre. Su cuerpo cálido había dejado de retorcerse frenéticamente. Thelma quedó sorprendida, llena de alarma, mirando una vaquita de San Antonio sobre los rubios bucles de Winnie.
Esa noche, en el dormitorio, se realizó una especie de proceso, presidido por la prefecta Anthea García, una hebrea anteojuda. Su veredicto anteojudo fue proclamado en tono chillón y vulgar:
—Si Miss Sloper no se hallase enferma, Miss Wilson, le haría saber todo lo que ha sucedido hoy. ¡Podría haber matado a Winnie Calvert con toda facilidad!
—¡Pero si apenas la sofoqué!
—¿No sabe que existe algo llamado “shock nervioso”? Mi padre estuvo en la guerra mundial (el prefecto García, explicó oportuna). El corazón puede dejar de latir muy fácilmente y así es como uno se muere. En lo futuro, absténgase de molestar a Calvert con esas atenciones tan poco agradables.
Fue un golpe extrañamente cruel. ¿Que la molestaba con atenciones poco agradables? ¿Qué quería decir eso? Ella quería a Winnie y deseaba ser correspondida. ¡Era tan simple!
Podía sentir aún el contacto cercano de aquel cuerpecito cálido bajo el suyo y recordaba la vaquita de San Antonio sobre los bucles rubios de Winnie.
Y ahora, en ese presente inmediato en The Pennines, King Street, Hammersmith, no le había sido otorgada la gracia de lograr con nadie una intimidad mayor que la que había conseguido en aquella época.
No había cambiado mucho, sin duda, pero quizás tampoco cambiaban los demás, a pesar de lo que se diga al respecto.
Se pasaba, tal vez, por distintas experiencias y pruebas; por muchas fases, durante semanas, meses o tal vez años (como los prisioneros de guerra), pero uno era siempre el mismo al fin de cuentas, con la sola excepción de que las reacciones se dominaban un poco más.
Por ejemplo, aún conservaba una extraña atracción por los almohadones. Sin embargo, era necesario que cambiase su gusto. Ahora tenían que ser de terciopelo. Cualquier otro material dejaba escapar el aliento. Robert Hodges se lo había enseñado (como debía haberlo hecho Winnie Calvert). En lo futuro, para Pat, si era Pat el indicado, o para cualquier otro, tendría que ser de terciopelo. Quizás no fuera Pat. Pero alguno había de ser. (Resultaba interesante no saberlo.)
¡Almohadones! Había visto uno escarlata en Harrods. Y de terciopelo.
Al pensar en Harrods, automáticamente recordó a los Winterton. Era inevitable, porque la madre de Adrian vivía y respiraba por Harrods o por sus avisos en los periódicos. Cuando se acercaba el cumpleaños de la señora, o Navidad, Adrian trataba de alegrarla (como si existiera algo que pudiera alegrarla) enviándole “alguna cosa de Harrods". Si amenazaba con una visita a The Termines, como en un principio sucedió a menudo, Adrian le decía: “Tenemos que llevar a mamá a Harrods, Thelma.” A veces, simplemente, le preguntaba: “¿Acompañarías a mamá a Harrods, Thelma? A papá y a mí, en realidad, no nos interesa”, agregaba, refiriéndose en general a las compras.
Pero eso sucedió tiempo más tarde.
En un principio, las cosas fueron más difíciles. Era triste que una pelea de primer orden tuviera que terminar luego en una paz un tanto amarga. Pero lo cierto es que Thelma llegó a preferir la frialdad epistolar de la señora, a la crítica fría de sus anteriores visitas, que pretendían tener un tono más amistoso. Adrian, por supuesto, sostenía “Mamá te quiere en verdad, Thelma, pero cree que tú no le tienes simpatía.” (¡Creía!) Y otra vez le dijo: “¿No te parece que eres un poco ruda con ella?”
¡Qué raro! ¡Cómo se presentaba esa palabra en su vida! Ella nunca se había sentido torpe, como ocurría evidentemente con Mr. Winterton padre. Pero éste nunca se daba por aludido. Se quedaba allí, en el cuarto, esperando que terminase la visita, listo para el momento en que tuviera que recordar “la botella de agua caliente de Edith, para el tren”, lo mismo en verano que en invierno. O a veces aparecía en las cartas: “Como de costumbre, Adrian. Lo estoy haciendo arreglar el jardín. ¡Está tan encorvado! Y, ¿cómo se encuentra Thelma? Aquí, los azafranes...”
Los azafranes (del tipo anaranjado) se hallaban estrechamente unidos al matrimonio de Thelma, porque vio los primeros de aquel año al salir del colegio Daimler, en el atrio de la iglesia. Era un 10 de febrero y durante los últimos meses había entablado una seria lucha con las señoritas Wicklow, cada día más desesperadas por sus tres mil libras. Por supuesto, sabían que “Está cometiendo un grave error, Thelma... ¡Le lleva diez años!” Según su concepto, la gente debía casarse sólo cuando su edad coincidiese exactamente y mencionaban varias curiosas propuestas que les habían formulado a ellas mismas, por las cuales podrían haber logrado riquezas indecibles y la felicidad, a no ser porque los pretendientes se hallaban tan cerca del sepulcro. A veces, las Wicklow creían que sus consejos habían surtido efecto y que aun era posible triunfar, pero ignoraban que la vacilación de Thelma era motivada por otras cosas: las manos nudosas de Adrian y el repentino interés de Mrs. Winterton por aquel insospechado capital... En un comienzo, Mrs. Winterton había puesto cara de perro ante la idea del casamiento y su actitud había sido de lo más fría. No era tan dada a hablar como a “sentarse” y por la forma en que lo hacía, Thelma podía adivinar de qué lado soplaba el viento. Ese lejano 10 de agosto, cuando Adrian y ella se vieron por primera vez, sopló viento norte hasta fines del otro enero. Hasta ese instante, nadie creyó necesario hablar de las tres mil libras. Pero, inesperadamente, Thelma dijo a Adrian, tanto como para quebrar el aburrimiento de un paseo más bien tedioso, que las señoritas Wicklow la estaban urgiendo para que se decidiera a aceptar la propuesta que le habían hecho. Le ofrecían un cargo de maestra y querían saber de una vez por todas si lo iba a aceptar o no.
—¿Y por qué no? —le preguntó el joven.
Ella le contestó que no entendía de dinero y no sabía si sería algo conveniente. Dudaba si debía dedicarse a la enseñanza e invertir en ello sus tres mil libras, cuando los albaceas se lo permitieran. Y él, ¿creía que el dinero era importante?
—¿El dinero, Thelma?
Hizo una reflexión al respecto, especialmente para ella, con aire amable e importante.
—Bueno, supongo que con él se pueden hacer muchas cosas... —Thelma se sentía fuera de lugar, como siempre que estaba a su lado, y agregó estúpidamente—: No tengo idea de las cosas prácticas.
Adrián pronunció una larga conferencia sobre el valor del dinero en el mundo contemporáneo, según el Gold Standard y Thelma se sintió más al agua que nunca. Agregó que, si ella quería, le preguntaría a su madre. “En ciertas ocasiones” el consejo de una mujer era útil, aunque le dio a entender que no siempre. Aquella ocasión quizás fuera excepcional.
Adrian usaba para sus paseos una enorme gorra de cuero y una larga echarpe amarilla. Sus trajes eran amplios y sus zapatos marrones siempre modestamente limpios. A veces le recordaban a dos sabuesos dorados, frenéticos y sedientos, que agitasen sus enormes lenguas colgantes.
Las visitaba con bastante regularidad, al parecer para discutir problemas educacionales con las señoritas Wicklow y para presenciar algunos de los partidos iniciales de lacrosse, en el período de otoño. Por cierto que fue árbitro en varios de ellos, siempre con amabilidad y gentileza y siempre dispuesto a dar consejos sobre la forma de mejorar la técnica. A veces, dio algunas clases, en especial de historia e inglés, y decidió que para Navidad debía realizarse una representación más importante que las de costumbre. Pero una epidemia de paperas perturbó su proyecto, y se suspendieron las clases del período intermedio. También sufrió un ataque el sistema nervioso de las señoritas Wicklow, agotado ya por los problemas que entrañaba el futuro del colegio. Se oían resonar con mayor fuerza sus tacos en el piso, endureciéronse sus rasgos faciales y sus "buenos días" se tornaron graves y cortantes.
—¿Aun no se ha decidido, Thelma? —era la enérgica pregunta que le formulaban todos los domingos, después de misa, escudadas en una sonrisa dura. Y durante el almuerzo, sugerían que la actitud de Thelma en cuanto a la ayuda, parecía un tanto tacaña.
—Va a perderlo todo —fue una de las veladas advertencias de Henrietta, subrayada por una sonrisa torcida y agria.
Joan Wicklow rastrillaba un buñuelo de manzana con crema.
—Por cierto que ni soñando encontrará comida como ésta en los restaurantes de Londres —insinuó con frialdad.
“No —pensó a su vez Thelma—, pero aquí enseño gratis y ustedes creen que muy pronto podrán disponer de mi dinero, ¿no?”
Pero no les dijo nada. Sabía que Miss Sloper les había informado que todo lo que ella había disfrutado allí, desde los alimentos hasta la instrucción, había sido pagado por la testamentaría de su madre. Las señoritas Wicklow eran, en cambio, simplemente un par de gatas.
Se dio cuenta de que no era de buena educación demorar su respuesta, pero se sentía literalmente incapaz de resolver su problema, por estúpido que pareciera. Sentía miedo. No tenía a nadie a quien consultar, nadie que pudiera ayudarla.
Bueno, sí, tenía a alguien: Adrian...
Era un hombre y entendía de cosas prácticas. Y, además, para mayor seguridad, consultaría también con la madre de él.
Por desgracia, Thelma no aguantaba a la señora, ni su casita a diez millas de Lington (de nuevo se repetía el número diez). En cambio, le daba lástima el padre, un hombre muy simpático pero digno de compasión. Podría decirse que era un ser “dirigido”, para no llamarlo “desviado”. Ambos veneraban a su hijo como si fuera Dios. Y él tenía algo de Dios. Era tan enormemente inteligente y bueno...
Además, buen mozo y educado. Si bien no era lo que se llama alto, tenía todo el volumen y la dignidad necesarios para pasar por alto. Verlo quitarse sus enormes guantes era un espectáculo emocionante. Se sonreía, mostrando sus largos dientes y sus ojos azules y claros, cruzada la frente amplia y rubicunda, por la marca curva del sombrero. El pelo, rubio y fino, ponía al descubierto un espléndido rostro.
Cuando iba a visitarlas, prefería por lo general dar un paseo, aun en medio de la nieve, el viento o la lluvia. Fueron asimismo a Lington Hill, dejando varias millas atrás el Santuario, tan cerca de la ruta que conducía a Londres. “Sesenta millas”, rezaba el letrero.
El cartel que señalaba el otro camino decía: “Diez millas a Wilton”. Allí vivía la señora. El lugar era completamente desolado y parecía pedir disculpas por alejarlo a uno de las sierras y los árboles. Pero por ese camino se iba al mar, de modo que no quedaba otro remedio. El mar y los árboles no se mezclaban, a no ser unos pocos pinos robustos.
La casa de la señora se alzaba sobre la greda y durante las caminatas no se pisaba sino greda, hasta llegar a una verja de hierro, rota, que interrumpía la vista helada del mar. Y después, había que volver por el mismo camino. Mrs. Winterton afirmaba que era “tonificante” y le parecía {tan “inteligente” la forma en que las gaviotas “remolineaban” sobre las cabezas!...
En un principio, Thelma creyó que Adrian iba a Lington porque le interesaban los problemas educacionales, pero luego pensó (en cuanto tuvo una idea panorámica de Wilton) que iba allí para disfrutar de un hermoso paseo. Nunca se le ocurrió pensar que le pediría que se casase con él, por lo menos conscientemente, y cuando sucedió, se sintió enferma y a punto de desmayarse. El escenario fue una cabaña que Adrian eligió para tomar té con crema y Thelma no sabía bien si se había sentido enferma y a punto de desmayarse ante la perspectiva de casarse con Adrian o por la sobrecogedora perspectiva de casarse con cualquiera y tener al fin un hogar propio. Era algo que, en verdad, toda muchacha desdichada deseaba. Quería ser feliz y tener casa propia. Eso era la libertad en su cabal expresión. El Colegio Wicklow, antes St. Arme, había sido su hogar en otro tiempo, pero no cabía duda de que no podía seguir allí. Había recorrido ya esa etapa. Fue una condena muy larga, en verdad, que trató de sobrellevar lo mejor posible, a veces con alegría pasajera. Ahora, creía merecer un descanso. En aquella sombreada cabaña, se sentó a tomar té, mientras el corazón le flaqueaba. No había nadie en el salón, a no ser ellos dos. Los leños ardían en la chimenea, llenando de brillo los frenos de bronce y los arreos de los caballos. Una caldera de cobre oscilaba, colgada de un gancho.
Adrian había hablado con su madre “acerca de los problemas de Thelma” y el resultado había sido invitarla a pasar con ellos el fin de semana.
—¿El fin de semana? —-preguntó con voz ronca, tal vez demasiado pronto. Se le había ocurrido que la señora no tendría tiempo para ella en absoluto. Thelma era muy joven y no merecía en absoluto a su hijo.
—Sí. —La voz de Adrian sonó un tanto herida, pero insinuando al mismo tiempo que no había reparado en el tono de Thelma. ¿Tendría ella que aceptar esa propuesta y la de casamiento que también le había hecho?— ¿Aceptas mi propuesta de casamiento, Thelma? Si lo haces, espero que también aceptes esta amable invitación de mi madre. —Y agregó con gentileza—: ¿No quieres?
Le contestó, exhausta, que se trataba de algo tan repentino... Se sintió enrojecer y perder luego el color. Mientras se sentaba, acalorada y ridícula hizo la terrible observación de que las cosas repentinas eran tan espantosas...
Él se rió en forma comprensiva. Claro. Era lógico que todo eso tuviera la excitación de lo repentino.
—Así lo creo, Thelma. Pero estoy seguro de que vendrás. Hay muchas cosas de qué hablar. Y mamá apenas te conoce.
—Pero, ¿me tiene simpatía, Adrian? —se oyó decir a sí misma.
Él pareció desorientarse un poco, pero eludió la dificultad con una carcajada, diciéndole que debía dejar a la señora en sus manos. ¡Por supuesto que la quería!
—No me pareció, cuando...
—Querida, ¡no seas tonta! —la interrumpió en forma amable—. Además, la gente puede cambiar de idea. Mamá me recuerda a un menudo péndulo —agregó, un tanto desconcertante.
De cualquier modo, no era nada difícil que así fuese. Primero había estado contra Thelma y contra el casamiento. Ahora por el casamiento (y por el capital que implicaba) y más tarde, cosa ilógica, de nuevo en contra, cuando ya todo era irremediable.
—Si te parece que tenemos algo en común... — dijo con tono esperanzado, en la cabaña.
—¿Tú y yo...?
—No, tu madre y yo. Pero, claro, también me refiero a ti y a mí, Adrián...
Sintió el roce desagradable de sus manos.
—¡Chicuela absurda! ¿Sabes que a menudo pareces un muchacho?