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CAPÍTULO XVII

El misterio se hizo más profundo cuando, al cabo de un rato, Mrs. Winterton pidió si la podían alojar hasta el regreso de su marido, siempre que no les fuera incómodo.

Había tratado de hallar una nueva solución para explicarse la conducta de Adrian. Durante la noche dio muchas vueltas en la cainita que le ofrecieron los Barker, pensando en el problema. Parecía que Adrian le hubiera dado carta blanca a su llamado editor y amigo con respecto a su esposa, con el agregado de un llavero, para llegar a la situación siguiente: él, un hombre tan perfecto, daba la bienvenida a la imperfección ajena. Lo que Adrian quería, pensó, era perdonarle algo. Sí, ¡eso era! Quería pararse delante de la estufa eléctrica, y hacerle entender que jamás alcanzaría su nivel, tanto moral como intelectual, y que por eso, justamente por eso, se hallaba dispuesto a perdonarla y a olvidar. Esta escena le recordó a su suegra, por analogía inmediata, aunque ésta no se hallase tan dispuesta a perdonar. ¡Si lo sabría el pobre Vivian!

“¡No, muchas gracias!”, pensó Thelma. Y si bien tuvo que tragarse la idea de que su marido no la necesitaba sexualmente y por tanto se hallaba dispuesto a prestarla a un amigo, aunque por razones particulares, se levantó sintiéndose extraordinariamente fresca.

No se dio cuenta de que se trataba de otro río de cólera que irrumpía en lo profundo de su ser e iba a unirse con la comente principal, cerca ya de su torrente abrumador.

Durante el desayuno estuvo alegre, sin advertir las curiosas miradas de Ambrosine. Y tampoco notó su creciente ansiedad, durante el lento transcurso de la semana, porque aunque Thelma subiera “a buscar la correspondencia” y al volver les decía que no había nadie en el departamento, aun no daba señales de querer regresar hasta que no estuviera su marido.

Durante la mayor parte del tiempo, Mrs. Winterton permanecía sentada, como en sueños, con los ojos fijos en el helecho de la verja. Fumaba sin cesar Gold Flake o Churchman's Number One. No aceptó los Players que le ofrecieron sus huéspedes.

El tiempo se había puesto muy caluroso.

Cierta vez que Mrs. Winterton subió a buscar su correspondencia manifestó a su regreso que él estaba allí. Se rió con ese modo suyo, convulso, sin alegría y un tanto alarmante. Y cuando Ambrosine insistió “ahora es el momento de que Teddy suba a hablar con ese individuo, querida, de hombre a hombre. Ha hecho huir de su casa a una mujer respetable y evidentemente ha obtenido del portero un juego de llaves. ¡Qué audacia! Sube a verlo, Teddy”, Mrs. Winter ton no se opuso y volvió a sentarse, con cierto desinterés, mirando nuevamente la verja. Como Edward protestase, nervioso, su mujer exclamó:

—¡Oh, Teddy! ¡Sube de una vez! Recuerda que solías boxear en el colegio.

—Hace mucho tiempo, querida.

Pero por fin subió para volver casi en seguida. Dijo que no había nadie allí, como había sucedido la vez anterior.

Mrs. Barker dio la impresión de hallarse furiosamente defraudada.

—¡No has entrado!

—Sí, Ambrosine. Fui... este... al baño, a la cocina, a la sala, al cuarto de huéspedes y este... a su dormitorio, Mrs. Winterton, por lo cual me excusará.

—Pero alguien tiene que haber estado allí —gritó Ambrosine, como si su marido se hubiera olvidado de mirar debajo de la alfombra—. Si Mrs. Winterton lo ha visto y ha hablado con él. ¡Dios mío... !

—La única respuesta posible, Ambrosine —protestó Teddy Barker, dolorido— es que ese hombre se haya marchado.

Incómoda, Mrs. Barker contempló a Mrs. Winterton. ¿Sufriría quizá de alucinaciones? ¡Qué alivio cuando volviera Mr. Winterton! Tenía la impresión de que estaban cobijando a un loco posiblemente peligroso.

Influida por tal idea, Ambrosine cerró con llave, esa noche, la puerta de su dormitorio, muy cautelosamente.

Mrs. Winterton se hallaría aún en la salita, fumando y contemplando el helecho. La repisa de la chimenea se hallaba atestada de adornos y retratos de Edward, en su época de colegial, un tanto desvaídos por el tiempo. Le había costado mucho trabajo interesarla en “la cancha del colegio, Mrs. Winterton, que, según se decía, era la mejor de Inglaterra”. Mrs. Barker advirtió que aquella mujer no parecía en verdad oír. Sin duda, no sería ducha en cuestiones de colegios ni en sus campos de deportes.

Pero, ¿en qué pensaba? ¿Pensaba en algo? Echaba terriblemente de menos a su esposo, sin duda, reflexionó Mrs. Barker. Quizás se debiera al hecho de que algunas parejas no podían dormir si se hallaban separadas aunque más no fuera una noche.

Mrs. Winterton estaba tan profundamente unida a su esposo, se la veía tan mansa a su lado, bebiendo sin duda sus sabias palabras. Algunas mujeres eran así.

—No se preocupe, querida —le decía a Thelma, de cuando en cuando—. Dentro de muy poco se hallará de vuelta. ¿No tiene noticias? —Dio un corcovo y se inclinó hacia adelante, con ojos inquisidores.

—Sí. He recibido una carta esta mañana.

—¡Ah, qué bien! ¿Y qué dice sobre su... sobre su desagradable experiencia, querida?

Thelma contestó que ella no le había dicho nada aún.

—¿No? —exclamó Mrs. Barker, fastidiada y muy sorprendida—, ¡Debería haberlo hecho...!

—No dejaré de decirle qué amables han sido usted y su esposo, Mrs. Barker —la interrumpió Thelma, cortés. Luego volvió nuevamente sus ojos al helecho.

¡Qué mujer pintoresca en verdad! Tan ensimismada y además tan vaga. Y sin embargo, agradable y cortés, aunque sin abandonar su deprimido estado de ánimo.

—Sin duda, se lo contará usted cuando vuelva.

—Mrs. Barker se hallaba segura.— Es difícil hacerlo por carta, ¿no?

Thelma durmió en un catre verde y chico que había en el cuarto de huéspedes de los Barker. Allí pudo ver un palo de hockey viejo de Mr. Barker, unas ajadas crestomatías latinas y algunas rodilleras.

La cuarta noche, otra vez insomne y sin sentir atracción por el latín, releyó la carta de Adrian a la luz de la lámpara, recostada sobre la almohada.

Adrian había empleado su tinta verde preferida. La letra era muy menuda, pero un prodigio de nitidez. Al final de cada párrafo verde se veían artísticos floreos. La carta constaba de ocho hojas muy tupidas de ambos lados.

“Sea View - Wilton 2 de agosto de 1944.

"mi querida Thelma:

“Te agradezco tu carta aunque lamento su brevedad. Pero me alegra saber que te has librado de las últimas bombas. Según tengo entendido, en este distrito están lanzando la V2, pero no te preocupes demasiado por mí. Supongo que también Londres sufrirá algo semejante. Te puedo asegurar que la guerra europea está llegando rápidamente a su fin. Estoy ampliamente satisfecho con Eisenhower y Montgomery. Y, por supuesto, con Churchill.

“Thelma, te has olvidado de preguntar por mi madre y por ese motivo no he podido entregarle tu carta cuando me la pidió. Desagradándome como me desagrada cualquier forma de subterfugio, mucho me temo tener que decirle una mentira piadosa para no herir sus sentimientos. Mi madre es sumamente sensible.

“Suena un poco hueco, querida, decir que no hay novedades cuando una escribe cartas. Yo no lo haría, puesto que ello sólo es índice de una vida y un cerebro vacíos.

”En lo que a raí respecta..."

Seguían varios largos párrafos referentes a sus actividades en Wilton. Había ido a la Sociedad Polémica, muy a tiempo para manifestar sus puntos de vista sobre la clase de gratificación adecuada para los soldados de las fuerzas armadas, en cuanto se reintegrasen a la vida civil. “Mi discurso resultó espléndido y creo que les he hecho un bien.” Le habían llovido invitaciones para tés y almuerzos, en especial por parte de Mrs. Garside y de Miss Brightseed, quien quería conocer su impresión sobre la temporada de Shakespeare en Londres y asimismo sobre la tendencia alcohólica de posguerra en dicha ciudad.

Pero nada decía en su carta sobre Mr. Hodges, aunque mencionó su libro a punto de aparecer. “Aquí ha causado un revuelo tremendo, aunque tenga que decirlo yo mismo y no me sorprendería que tuviera una considerable aceptación. ¿No estás orgullosa de mí? Estuve hablando del libro con un miembro del consejo médico local y trató de persuadirme de que volviera a Wilton, a dar algunas conferencias sobre temas del espíritu. Pero veremos si me quedará tiempo libre para ello.” Seguía diciendo que se hallaba muy bien encaminado en la indagación de los distintos procesos mentales por los que un hombre puede matar a otro, por ejemplo, y pensaba que una serie de artículos o conferencias suyas podrían propender muy bien a la disminución de “la incontenible ola de crímenes de posguerra. La veo llegar. Es en verdad un deseo de autoexpresión, Thelma, quizás un descontento oscuro, básico que aflora, aunque mucho más complicado de lo que parece a simple vista. Puedo advertirlo en algunos rostros fatigados por la guerra. No me cabe duda, por consiguiente, de que mi libro ha de ser una valiosa contribución a los problemas mundiales. Sólo que, si la publicación alcanza una gran demanda, como es factible que suceda, no es nada difícil que tenga que viajar. Veremos. Me gustaría visitar Norte América. Y de ser posible, te llevaría conmigo.”

Agregaba que no habría dificultades para la venta de Sea View, pues la carencia de alojamiento era un problema nacional. Su madre había mantenido la casa en buenas condiciones, por lo que podía entenderse que la había fregado con regularidad. Su padre “arreglaba el jardín, como antes de la guerra”. Había dejado su puesto de sereno, “sin ocasiones ya de abandonar la casa” y “pregunta por ti”. Se hallaban reflexionando cuidadosamente qué era lo más sabio, si tomar una casita en el mismo distrito, o anotarse para un departamento en The Pennines. “Lo último sería delicioso, y sé que te gustaría. Yo le daría a mamá ese intercambio mental que, mucho me temo, papá no se halla en condiciones de darle. Y además, estaría muy cerca de Harrods.”

Thelma bostezó.

“Pasé por tu pueblecito de Lington, en automóvil. Ya no está allí el Colegio Wicklow y durante algunos años ha sido una mansión privada. Pero nuestra pequeña iglesia, donde me casé contigo, está allí aún, lo mismo que el Santuario, al pie de la colina y la escuela del pueblo. Me habría gustado detenerme a inspeccionar la escuela si no hubiera andado tan de prisa, pero, según me informan, se halla inteligentemente dirigida y sigue las directivas pedagógicas del pensamiento moderno.”

Otro pasaje, lleno de floreos, decía:

“En este lugar del mundo, el follaje es delicioso. El roble inglés se halla poblado de hojas. ¡Qué pena da pensar que el otoño amenaza sorprendernos nuevamente! Anoche, el crepúsculo fue increíble, pinceladas de rojo con estrías anaranjadas, como si un pintor hubiera perdido el dominio de sus pinceles y paleta. Pero cuando te vea te lo describiré con mayores detalles.”

Y, luego de hacer una observación sobre la vida en Londres, “más plena y más rápida” que la del campo, concluía con las siguientes palabras:

“Mi proyecto es llegar a Paddington el próximo lunes 7, a las 3.15 de la tarde. Espero verte en el andén. He decidido ofrecer el 10 una pequeña reunión, Thelma. Nos va a hacer mucho bien a ambos. Un escritor, sobre todo, debe ver mucha gente. Desde aquí, he invitado a varias personas que conocí estos últimos tiempos, a raíz de mis conferencias en el ejército; por ejemplo, a un crítico bastante interesante, que se llama Toby Woodeson. Creo que podríamos invitar también a la pobre Mrs. Glover y a los Barker. Me ocuparé de ello en cuanto llegue. Tú podrías ir a la «Compañía de Vinos Victoria» para ver qué pueden darnos.”

La carta finalizaba con la despedida de un esposo modelo: “Recibe el amor de tu devoto y afectuoso marido, Adrian Winterton.”

Le gustaba tanto ver sus dos nombres en un papel que los escribía siempre con todas sus letras, ya se dirigiera a ella o a cualquier otra persona. Debajo de su nombre se veía otra línea verde y floreada y un artístico tilde.

La carta se deslizó al suelo, durmiéndose Thelma con la luz encendida. Cuando más tarde sonaron las sirenas, se despertó, apagó la luz y volvió a dormirse. Como la mayoría, también los Barker ignoraban ya las sirenas. Los refugios se hallaban vacíos, descontada la presencia de algunos mezquinos comerciantes.

Thelma durmió a intervalos, soñando con la pequeña iglesia donde Adrian "se había casado con ella”, y con el Santuario, su pórtico pesado y su campana, sus antiguos muros y sus “robles ingleses”. En sueños, pensó que muy bien podría haber acudida a ese pórtico en busca de la felicidad que, al decir de muchos, se ocultaba allí adentro.

Porque en este mundo no podía encontrarla.