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CAPÍTULO XXI

Decidió prepararse en gran forma para recibirla. Pronto llegó el jueves y ya eran las tres en punto.

Había pensado ir a la imprenta para ver si su maduro ayudante se hallaba mejor y podían comenzar con la impresión del libro, pero al dirigirse allí se encontró por casualidad con un conocido en Fulham Road, a la hora sumamente crítica de las once y media. Fueron ineludibles uno o dos tragos, y por una razón u otra, siguieron bebiendo. En poco tiempo se hicieron las tres.

Llamó un taxi, apurado por volver a Castle Street. Sería mejor no llegar tarde. Tenía que afeitarse y acomodar el cuarto. Mrs. Fisher jamás intentaba limpiarlo u ordenarlo y la única persona que alguna vez se había ocupado de ello había sido Baby. Ahora, rotas las relaciones, a pesar de que la joven le había hecho repetidas propuestas para negociar la paz, se negaba a ir a sacudir el viejo polvo.

Cuando entró en la casa, Baby se hallaba en el vestíbulo. Acababa de tener una conversación con Mrs. Fisher, quien descendía a su departamento tipo mazmorra, en el sótano. De allí emanaba un fuerte olor a cebollas y la casera fue ansiosamente a su encuentro.

Baby puso mala cara cuando lo vio, pero no obstante, le brillaron los ojos y le dijo que en su cuarto tenía cerveza, por si le interesaba.

—En el mío tengo ginebra —le contestó, grosero, y subió la escalera. Ignoraba si Thelma prefería té o cerveza a las cuatro de la tarde, de modo que se había procurado ambas cosas. También tuvo la precaución de poner un chelín en el medidor del gas.

—¡Ginebra! —exclamó la mujer.

—Sí, pero no para ti, Baby.

Baby barbotó una expresión más bien ruda, para indicar su concepto sobre cierto tipo de hombres, pero Robert desapareció dando un portazo. Los portazos eran algo inveterado en él.

Desde arriba, Baby preguntó a Mrs. Fisher;

—¿No sabe, querida, si Mr. Hodges espera a alguien?

—¡Qué sé yo! —fue la respuesta.

Mohína, Baby decidió trepar la escalera lentamente y luego de una breve hesitación abrió la puerta de Robert y lo contempló un tanto irónica. El muchacho estaba arreglando su cuarto. Tendía la cama, arreglaba los almohadones, ponía la pava en el fuego. ¡Caramba! Hasta había conseguido un cepillito y barría la alfombra.

—¡Ah! —exclamó con sarcasmo—. ¡Conque es una mujer!

—Puedes ir a ocuparte de tus propios asuntos — le replicó.

Baby se recostó contra el marco de la puerta.

—En cierta época, en mi casa había reuniones a cualquier hora del día o de la noche —le recordó. Pero no pudo continuar con su sarcasmo y se contrajeron en un rictus sus labios abultados—. ¡Y cuando pienso en todas las bombas que hemos evitado juntos!

—No me lo recuerdes —le dijo Robert—. Eres la primera mujer que se me ha entregado sin quitarse el sombrero. Y ahora, mándate a mudar de aquí, ¿quieres?, y piensa en tu adorado marido.

La empujó hacia afuera y cerró la puerta.

Allí, Baby se puso a llorar porque no se trataba de un chiste.

“—Tengo que saber quién viene a verlo”, pensó. Con lentitud y abrumada, subió los escalones que conducían a su propio cuarto. Entró en él pero dejó la puerta entreabierta. Alcanzaba a oír el silbido de Robert. Era el preludio de Lohengrin.

Robert creía que la música le asentaría a Thelma porque, si uno reflexionaba un poco, se trataba de una mujer un tanto siniestra. En el departamento de los Winterton siempre parecía haber música, ¡Qué suerte tener el disco, aunque el gramófono daba lástima! Con todo, funcionaba.

Fue a buscar el disco, lo puso en el gramófono y le dio cuerda. Después de la afeitada se sentía espléndido. La pava hervía y apagó el gas. Buscó un par de vasos, por si acaso Thelma quisiera ginebra. Uno de los vasos tenía una rajadura, pero el otro no estaba tan mal. Tomó un buen trago de la botella, unos tres dedos, tanto como para animarse un poco, y se acomodó junto a la ventana para poder ver The Pennines. El día era cálido y tormentoso. ¿Qué tal andarían los preparativos de la reunión de los Winterton? ¿Y qué excusa le pondría ella a su marido para irse justo a las cuatro? Su manejo era curioso, pero quizás tuviera pocas ocasiones de eludir a Adrian, y las cuatro podía ser una hora oportuna. Salvo que, claro está, le hubiera estado tomando el pelo todo el tiempo.

Ante esta idea se deprimió un poco, y como no había señales de la visita, tomó otro trago. Los relojes daban las cuatro. Se acordó absurdamente de que al comienzo de la guerra propalaban noticias a las cuatro de la tarde. Ahora, las noticias se pasaban a las seis y a eso de las seis... ¡bueno! Sería lindo ir luego a una reunión, aunque se tratase de un pelma aplastante como Winterton. Volvió a arrodillarse en la ventana y alargó su cuello. ¡Ojalá no viniese con ese perro espantoso! Sería fastidiosamente sugestivo. Los perros estaban de más.

De pronto, la vio aparecer. No traía al perro consigo y venía rápidamente a su encuentro, con ese paso suyo sólido, oscilante.

Robert se frotó las manos con excitación, y en cuanto estuvo lo bastante cerca le hizo un saludo con la mano. Luego descendió por la escalera a abrirle la puerta. Gracias a Dios no había señal alguna de Baby y la voz ronca de Mrs. Fisher llegaba desde su lejano cuarto con olor a cebollas, cantando:

“Dormida y despierta

sufre mi pobre corazón.

Por ti se halla destrozado,

lo sé, querido...”

Y resultaba agradable subir la escalera con Mrs. Winterton y darle un poco de Wagner en lugar de aquello.

Mrs. Winterton parecía hallarse sumamente contenta consigo misma y se halla predispuesta a reírse a carcajadas. No dejaba de ser un tanto exagerado, pero Robert sabía que se hallaba nerviosa. Thelma no dejó su risita insinuante y mientras tanto examinó con ojos interesados cada detalle de la habitación. Tenía el aspecto de alguien que se halla corriendo una aventura. ¿Habría ido en tren de chanza y por ello vestía con ropas masculinas? Robert sintió un poco de pena por ese atavío, porque le hubiera gustado verla con ropas de mujer para variar, en vez de la chaqueta y los pantalones de los tiempos de guerra. Y no le gustaban las bromas cuando llegaba el momento del amor. Su blusa y corbata blancas no estaban tan mal, pero se encorvaba como si le pesasen los hombros.

Se hallaba más dispuesta a tomar ginebra que té y mucho más dispuesta a hablar de sí misma que nunca. ¿Habría tomado un poco de ginebra antes de ir? Sin embargo, no parecía hallarse ebria, por lo menos no mucho más que excitada. Thelma se rió en forma hombruna y le hizo algunas bromas sobre su “cuarto democrático” y le preguntó de quién diablos era la fotografía que tenía sobre la repisa de la chimenea.

—Es linda.

Él hizo una mueca.

—La única persona que he querido realmente —le dijo—. Muy ligada a mí.

—¿Quién es?

—¿Quién era? Mi hermana. Ha muerto.

Thelma dejó de reírse pero volvió a hacerlo, al preguntarle:

—Y esta mascota de plata, ¿qué representa?

—El ratón Mickey. Preguerra, ¿se acuerda? Una vez despreció un auto. Bueno, si a eso no se llama...

—Nosotros nunca pensamos en un auto.

—¿El gran Winterton podría mancharse las manos al cambiar una rueda?

—Adrian no puede manejar. Pero yo sí —explicó Thelma—. Una vez fuimos a veranear a Pevensey Bay. Como Adrian se hallaba muy ocupado, yo tomé lecciones para pasar el tiempo.

Robert Hodges se sentó en una punta del diván.

Ella siguió hablando un largo rato en la misma forma.

—Agradablemente autobiográfica —comentó Robert, tratando de apurar las cosas. No había que perder un minuto. Una o dos ginebras, un poco de Lohengrin y después sería mejor cerrar con llave la puerta y bajar las cortinas para que no se viera el interior del cuarto desde la casa de enfrente. —¡Caramba! Su vaso está vacío...— exclamó, volviendo a levantarse.

Fue hacia la mesita e inclinó la botella sobre el vaso de Thelma. Ésta se hallaba detrás. Sonreía en forma bastante incómoda. A veces parecía un poco zonza, pensaba Robert. Pero quizás estuviese un tanto nerviosa.

Ahí estaba, apoyada contra la ventana y jugueteando con uno de los almohadones. Lo palpaba como si no le pareciera suficientemente relleno. ¿Estaría criticándolo?

—Mucho me temo que este cuarto sea muy inadecuado para invitar a una dama, Thelma, y no creo que en verdad los almohadones...

Iba a erguirse para alcanzarle el vaso pero, cosa increíble, empezó de nuevo con su risita y lo hizo objeto de un jugueteo singular. En efecto, se precipitó sobre él, desde atrás, siempre con su risita y le aplicó contra la cara el almohadón sofocante. Tenía una fuerza de león, pero no parecía saberlo porque cada vez estrechaba más su abrazo. Robert dejó caer el vaso de ginebra que fue a estrellarse sobre la mesita con un tintineo más bien lejano.

A no dudar, aquello resultaba cómico. ¿Ignoraba aquella mujer, por ventura, que había que bajar las cortinas y cerrar la puerta con llave antes de comenzar el holgorio?

De pronto, se le ocurrió que le estaba faltando el aliento. Una broma era una broma, pero una tontería como ésa no se podía llevar tan lejos.

Con las manos trató de quitarse de la cara el almohadón, pero ella ya lo había tumbado de espaldas y parecía que se hubiera sentado en el diván. Él se retorcía, de espaldas, con las piernas abiertas. Sus gritos sonaban demasiado apagados para que pudieran oírse y se dio cuenta de que Thelma ya no se reía. Se hizo un silencio pavoroso, a no ser por la pesada respiración de Mrs. Winterton.

Robert comenzó a agitar violentamente las piernas y con ambas manos tiró un manotón a la cabeza de la joven, quien pudo evitarlo gracias a su pelo corto.

Robert oyó el lúgubre preludio de Lohengrin y también su final. La púa siguió rasgando el disco, por largo rato, confundiéndose con la idea espantosa de que le estaba rasgando la cabeza. Era algo que tenía que ver con la locura. La locura era simplemente espantosa.

La oscuridad lo envolvió con terrífica prisa y le pareció que los pulmones estaban a punto de estallarle. Su lucha fue haciéndose más débil y en medio de la oscuridad de su cerebro vio un punto rojo.

Lo mismo le ocurría a Thelma.

Y aun se sonreía.

El cuerpo de Robert comenzó a contraerse, hundiéndose en el pecho y aflojando la tirantez del abrazo, para ceder luego sobre la sucia alfombra. Pero no parecía hallarse muerto, de modo que Thelma mantuvo sus brazos y sus manos estrechamente aferrados al almohadón. Sobre la mano derecha podía sentir el perfil de su nariz y del mentón. Los almohadones de crin no daban un resultado satisfactorio. Se acordó del almohadón de terciopelo que tenía en su casa. Hubiera sido espléndido llevarlo. Pero no se podía salir a la calle con un almohadón debajo del brazo, y, por otra parte, no sabía a ciencia cierta si iba a emplearlo o no. No podía asegurarse de antemano si se cometería o no un asesinato. Si Robert no hubiera tenido un almohadón en su pieza, bueno, no se hallaría muerto. Y ¿habría muerto ya?

Thelma apartó un poco el almohadón, como si tratase de espiar por el borde de una cinta adhesiva. La cara de Robert estaba gris, pero no podía asegurar si había muerto. El cuerpo yacía plano contra el suelo, de modo que prefirió arrodillarse sobre el almohadón para dar reposo a sus brazos.

A lo lejos, resonó un trueno. La tormenta amenazante había oscurecido poco a poco el cuarto, aunque el cielo que alcanzaba a ver por la ventana daba la impresión de que la tormenta seguiría de largo.

Algún habitante de la casa golpeó abajo una puerta, pero no oyó otro ruido. El fonógrafo ya no andaba.

“—Muy bien. Lo he hecho” —pensó Thelma. Miró las ventanas de la casa de enfrente y al mismo tiempo se dio cuenta de que cualquiera que entrase en el cuarto la sorprendería. Pero la verdad era que justamente ella deseaba y esperaba que la sorprendieran. Entonces no sólo Adrian sentiría la decepción de su libro sin publicar, sino que él, el Gran Yo que tanto sabía sobre el crimen y la locura, se daría cuenta de que su esposa era asesina y loca. Durante mucho tiempo había estado junto a él, junto a él, que podía prever, prevenir y curar. Estaba junto a él, pero un poquito detrás, ¿no? Tal vez fuera por eso que él no podía verla. Ella estaba detrás y frente a ella el espejo constante de su marido. Pero ¿qué diría cuando la viera en el banquillo de los reos? ¡Entonces sí la vería! ¡Qué gracioso! ¡Qué enormemente gracioso!

Ante esa idea se echó a reír nuevamente y se levantó. Con una risita histérica, hizo la siguiente reflexión: “—Sería mejor que no me pillasen durante un tiempo.”

Fue hacia la puerta y la abrió con suavidad.

Mr. Hodges se hallaba boca abajo, con un almohadón en la cara, con los brazos y las piernas abiertos.

“—Sí —pensó, dándole la despedida—, esto lo he hecho por ti, Adrian..."

Al parecer, no había nadie cerca, de modo que cerró la puerta de Mr. Hodges y se deslizó por el pasillo.

No pudo evitar la tonta sensación de que quizás Adrian se hallase disgustado por su tardanza. Le había dicho que necesitaba ir a la farmacia con urgencia. Un dolor de cabeza.

“—¿A esta hora, Thelma? Deberías hacer tus compras más vale a la mañana. Con todo…” —¡como si los dolores de cabeza no se presentaran inesperadamente y como si a uno no pudiesen faltarle ciertos artículos de pronto!

Había transcurrido largo rato. La reunión se hallaría en pleno. Thelma se sentiría culpable.

Era tonto que se sintiera más nerviosa por disgustarlo a él que por haber comenzado con sus crímenes. Pero las costumbres eran algo tremendo.

Descendió por la escalera crujiente.

Mrs. Baby West comenzó a sentirse sumamente cansada. No había podido descubrir quién había ido a visitar a Robert, por abrir una botella de cerveza. Y, como a menudo la habían sorprendido escuchando y espiando detrás de las puertas, reprimió el deseo de deslizarse y caer en la tentación. En cualquier forma, podía oír el ruido del gramófono. Se sentó a beber cerveza en su cuarto, preguntándose cuánto tiempo duraría aquella visita y quién sería la mujer. Había decidido echarle un vistazo a escondidas, en cuanto saliera. Muy pronto terminarían, pues conocía a Robert. No perdía el tiempo, pero en seguida se aburría.

Y en cuanto la puerta se abrió, muy despacio, pues evidentemente se trataba otra vez de una mujer casada, Baby casi vuelve a perder la oportunidad, por abrir otra botella de cerveza. Al escuchar el crujido de los escalones, soltó botella y vaso y se dio prisa para bajar al rellano de la escalera.

Llegó justo a tiempo y fue grande su asombro. No era una mujer. Pudo ver, de espaldas, a un joven, con el pelo corto y pantalones, deslizándose en silencio por la oscura escalera.

Bueno, realmente no se le había ocurrido pensar que Mr. Hodges se dedicase a tal tipo de diversiones. ¿Era ése el motivo por el que la había despreciado últimamente? Baby sintió enojo y repugnancia. Luego lanzó una risa estrepitosa pero incrédula. Oyó que cerraban la puerta de calle.

—¡Bob! —gritó con impaciencia—. ¡Calavera!

Bajó a toda prisa y sin vacilar abrió la puerta de su cuarto.

—¡Bob...!