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CAPÍTULO VIII

El péndulo de Mrs. Winterton comenzó a funcionar en cuanto llegaron de la luna de miel. El día de la boda, durante la ceremonia y el almuerzo, actuó con tanta perfección como su hijo, con la única diferencia de que ella lo veía a él y no a sí misma a través de él. Le encantaba cuando por gentileza la gente le decía que su hijo le daba prestigio, pero se consideraba muy feliz de poder admirarlo en sí mismo. Sentía una verdadera admiración por él y, como dijo en un aparte a una de sus hermanas, daba gracias de que “Adrian no hubiera salido a su padre”. Le hubiera parecido espantoso, aunque no dejaba de agregar “pobre Vivian”, con un suspiro.

Por otra parte, trató de divertirse lo más posible en la fiesta de bodas de su hijo y empleó gran parte del tiempo en tratar de que Vivian no se divirtiese. Cuando lo veía aproximarse a la mesa de las bebidas, lo seguía con ojo avizor y en cierta oportunidad envió un emisario para llamarle la atención.

—Dile a tu tío que lo necesito —encomendó a una de sus sobrinas, sugestivamente, y cuando Vivian se le aproximó servicial, le dijo—: Encárgate del té, Vivian. La gente ha bebido bastante ya.

Mr. Vivian Winterton, una edición de su hijo, encorvada y menos atractiva, respondió:

—Sí, querida, me estoy ocupando de que no beban tanto…

Siempre se hallaba de buen humor y no perdió su alegría cuando ella le dijo:

—Sí, ya lo veo. ¿Cuántas copas has tomado?

—¡Mi querida Edith! ¡Una copa de Oporto...!

—Bastante elástica, ¿no?

Sin perder su buen humor, Mr. Winterton hizo un pequeño recorrido por la sala, ofreciendo una taza de té que nadie quería. Mrs. Winterton era indiferente con respecto a lo que ella llamaba el “alcohol”, pero como la mayor parte de la gente lo prefería, allí estaba para que ninguno se fuera luego diciendo que era tacaña con la bebida. Al fin y al cabo, como podía verse, las Wicklow se habían ocupado muy poco de Thelma, dejando caer, con toda tranquilidad, sobre los padres del novio (y no de la novia) el asunto del almuerzo. Pero, pues era necesario hacerlo, lo mejor sería proceder correctamente. Había que procurar que Thelma no tuviese nada que reprocharle, pues se daba cuenta de que la joven no sentía simpatía por ella. Era de esperar que, después de todo, Thelma se sintiera agradecida y asimismo que se dignase expresarlo con palabras.

La joven dijo a Mrs. Winterton que sentía tanto como ellos tener que salir de luna de miel. Desgraciadamente, había empezado a nevar y hacía frío. A ello era preciso agregar una melancolía inglesa y una sensación de estúpida incomodidad. Thelma tuvo la noción clara de un febrero inglés; en Inglaterra no había esperanzas climáticas hasta fines de abril. Hasta esa fecha, o hasta el día mismo de Navidad, pero nada entre tanto.

La partida de los novios fue convencional, con un zapato viejo atado al automóvil de alquiler y vivas en el porche. Los invitados regresarían luego a beber su té, añorando secretamente algunas vueltas dobles de brandy.

Thelma dijo a Mrs. Winterton que no sabía cómo agradecerle su amabilidad por el almuerzo, pero claro, debía recordar que ella era huérfana.

—Ya tendrá tiempo para agradecérmelo —fue la respuesta poco tranquilizadora de Mrs. Winterton. Parecía hallarse de visible mal humor.

Cuando se despidió, con un forzado adiós, de las señoritas Wicklow, quienes nunca le habrían de perdonar que les hubiera costado tres mil libras (se corría el rumor de que iban a cerrar el colegio, para alquilarlo de nuevo como residencia particular), les agradeció también todo lo que habían hecho por ella, aunque preguntándose vagamente para sus adentros qué era.

—Esperamos volverla a ver —mintió Joan Wicklow, mirando el vestido de Thelma con evidente y desagradable curiosidad.

—Le enviaremos sus cosas a Hill Crest —agregó Henrietta, por decir algo.

Y tanto Thelma como las señoritas Wicklow se volvieron mutuamente las espaldas. Tal es la forma en que la vida nos aleja de las más antiguas amistades y, en ciertas ocasiones, para no volver a ver- las ya. Las últimas palabras que alcanzó a percibir Thelma de labios de las Wicklow fueron que “sin duda eran preferibles los casamientos de blanco”. En ése, evidentemente, había algo muy oscuro.

Lo cierto era que, al fin y al cabo, la luna de miel fue blanca, porque la nieve cayó muy espesa. Cuando llegaron a la costa y el chófer los guió al Royal Hotel, varias pulgadas cubrían el camino. Thelma se hallaba sumida en un verdadero sueño. Las imágenes de la fiesta ocupaban su mente. Volvía a ver la despedida convencional de los invitados, cuando el automóvil se puso en marcha, vivando a los novios, muchos de ellos especialmente a Adrian. El ángulo del rostro del chófer que Thelma alcanzaba a ver mostraba una sonrisa amable y, a propósito, durante un momento guió el coche despacio. Adrian asomó su cara rubicunda por la portezuela para saludar a su madre, hasta que prácticamente dieron la vuelta al cerco de la casa.

—Es tan sensible, ¿sabes? —fue su explicación.

—Sí... claro.

No la tomó de la mano, pero pasó la mayor parte del viaje discutiendo cómo sería la vida de ambos, en cuanto regresaran a Hill Crest. Se arrellanó bien en el asiento, ocupando la mayor parte del espacio disponible con su amplio sobretodo.

—Tendrás mucho que hacer, Thelma, con las ocupaciones de la casa.

Le contestó que así lo creía. ¿Qué cosa podía decirle que no fuera trillada? Cuando Adrian le dijo que iba a ser una espléndida compañera para su madre, le respondió: “Tal vez... tal vez...” Y: “Tal vez...” cuando le sugirió que esperaba que toleraría a su padre, quien, según temía, era “un poco débil”.

Para llenar una de las pausas, Thelma quiso saber si alguna vez la llevaría a Londres.

Adrian manifestó un enorme interés sobre el particular y le contestó que, en verdad, tenía un gran cariño por Londres y que todas las personas realmente importantes iban allí “tarde o temprano”. Pero no dio la impresión de que Londres se hallase a punto para él. Eso había de ocurrir mucho después, cuando el infortunado incidente de la Agrupación Benbridge de Aficionados al Teatro. Adrian había decidido encarnar el papel de Hamlet, pero la crítica de la prensa local puso de manifiesto, de una vez por todas, que él se hallaba muy por encima de la mentalidad de Benbridge, y no era raro, porque su madre fue la primera en darse cuenta.

—Ella tuvo la impresión de que mi manera de interpretar el papel era clásica. Y tú también, ¿no, Thelma?

Aquél fue un fin de semana bastante sonrojado. Se hizo mención varias veces de la amplitud mental de Londres y de sus posibilidades. Y ¡qué bienvenido resultaba aquello!

Pero, entretanto, el automóvil de alquiler los llevaba al Royal Hotel, que había “descubierto” la anciana Mrs. Winterton.

El cuarto tenía dos camas gemelas. Thelma se preguntó si esto crearía dificultades técnicas. No las hubo, pero sucedió algo que desistió discutir con- sigo misma. Después de todo, se había casado con ese hombre por su propia voluntad y si aun en los

pormenores de su vida íntima debía seguir manifestándole su gratitud, ella se lo había buscado. Nadie la obligó a tomar esa determinación, y tampoco nadie podría obligar a su marido a hacer nada que no quisiera. Y fue eso lo que tuvo que aprender cuando, un poco colorado, Adrian le expuso el deseo de que en su casa de Hill Crest tuvieran camas separadas. Luego de hacer una breve alusión a la higiene, agregó:

—•Ese tipo de cosas tiene una importancia muy relativa en la vida, Thelma.

“Ese tipo de cosas”, dijo frunciendo el ceño a modo de tabú, “tan sobrestimadas como incomprendidas.”

Thelma asintió, porque a él le encantaba sentirse maestro.

—¿Sí, Adrian?

—¡Oh, sí! —respondió con seriedad, los ojos bajos.

Daba la impresión de que para él los asuntos sexuales eran innecesarios y completamente desagradables. Con el tiempo, Thelma se preguntó si era debido a que en ese tipo de relaciones tenía que desviar la atención de su propia persona a la de ella.

Pero, por aquel entonces, Thelma presumió que su persona era ocasionalmente útil aunque siempre poco atractiva. Nunca se le había ocurrido antes que lo sexual pudiera ser desagradable. Fue un choque, pues creía que era una cuestión de amor, y el amor, sin duda, algo hermoso y no desagradable.

Las cosas raras tenían el don de destacarse en el recuerdo, por lo que uno deducía que eran ésas, en consecuencia, las más importantes. Sin embargo, bien podía no ser así, porque muchos recuerdos parecían del todo tontos e inútiles, aunque por una cuestión u otra resultasen singulares.

Era maravilloso enterarse por Adrián (que había dado una conferencia sobre el tema en la Asociación de Apicultores de Benbridge) que cualquier simple cosa que desde nuestro nacimiento hubiéramos hecho o pensado quedaba almacenada en los millares de células de nuestro cerebro, como abejas en una colmena. A veces producían un leve zumbido y uno se olvidaba de los otros zumbidos, por ejemplo, de haber asesinado a un hombre hoy y preparar la muerte de otro para mañana, y en lugar de eso, uno pensaba en el horror de Benbridge o de Hill Crest. ¿Habría podido perpetrar un acto criminal en aquellos años infelices y frustrados? Pero no, la idea del crimen había oprimido su mente desde mucho antes, desde aquel suceso inquietante y un tanto espantoso de Winnie Calvert. Aunque quizás aquello hubiera sido sexual y no mental, si bien lo sexual y lo mental son dos cosas separadas. Sin embargo, era preciso pensar antes de actuar, no importa lo que fuere. De modo que podía ser cierto lo que Adrian había referido tan inteligentemente a los apicultores. No había nada físico en la vida, aun cuando uno estuviera en la guerra y le clavase la bayoneta al enemigo. "Todo, afirmaba Adrian, es un estado de alma.”

Aquello le sonó espléndido y creyó que se trataba de algo original. Él le dijo que sí, pero años más tarde Thelma encontró en uno de los estantes de su biblioteca el libro del cual lo había tomado.

Bueno; en cualquier forma, era un pensamiento inteligente. A medida que se fue sintiendo más y más obsesionada por los problemas del espíritu, comenzó a formularse problemas intrincados como éste: “Quizá el cerebro comience a pensar y a plantearse hechos antes de que hayamos nacido y quizá también de que hayamos sido concebidos.”

Pero como tales reflexiones le sonaban demasiado elevadas para sus alcances, prorrumpía en carcajadas.

A él no le gustaba que se riera sola y fruncía el entrecejo, mientras, un tanto incómodo, esbozaba una sonrisa. No parecía agradarle que su mujer tuviese pensamientos privados.

—¿De qué te ríes, Thelma?

Ella le respondía que de nada, de recuerdos tontos.

—Voy a leerte algo, entonces...

Le encantaba hacerlo. Él no compartía la opinión de Smollett con respecto a ciertos pasajes de Humphry Clinker, pero otros le parecían mejores...

Sin embargo, no le estaba leyendo a ella ni valoraba a Thackeray, a Trollope o a Smollett. Se hallaba atento al hermoso sonido de su propia voz. Se veía a sí mismo sentado con elegancia en un sillón, con sus pantalones de franela bien planchados, leyéndole a una persona menos instruida, sentada en el suelo.

Thelma se hallaba segura de que, si se le hubiera ocurrido, le habría dado unos golpecitos en la cabeza. Pero Adrian no parecía pensar que ella llenase el vacío de una hija tanto como el de un hijo. “Eres como un muchacho —le decía con frecuencia, cuando regresaba iluminado por alguna otra victoria social y quería complacerla—, ¿No crees tú lo mismo?”

—¡No, Adrian!

—Pero ¿no es lo que dice la gente?

—No.

Se sentía entonces un tanto molesto, pero cuando ella admitía que a veces le habían dicho que era más bien masculina, se apartaba del tema y volvía ceñudo a Trollope. Tampoco dio la impresión de haberla oído cuando le dijo:

—Por lo general, siento como mujer.

Era preciso agregar “por lo general” si quería ser honesta, porque de cuando en cuando sentía como un hombre, por influencia de su aspecto, según creía. Su pecho era plano, tenía miembros robustos y buenos músculos. No podía desentenderse completamente de ello. Y además, su pelo tan corto. Sí, él había forjado una frase convencional para cualquier índole de visitantes: ella era, en definitiva, “Mrs. Winterton”.

—Mi mujer estará encantada —decía con frecuencia.

Era otra forma de implicar que Thelma formaba parte de su propiedad y que sólo constituía un aspecto de su propia vida.

Los hombres se casan, de modo que Adrian decidió, naturalmente, casarse. Y Thelma era la persona que había resultado favorecida por su determinación.

¡Cuánto mejor, se dio a pensar, si hubiera visto con malos ojos el matrimonio y se hubiera hecho amigo de un muchacho, un joven a quien poder llevar gradualmente a una altura casi igual a la suya!

Su felicidad no habría variado. Pero, por supuesto, el hombre de éxito no procedía así (excepto algunas excepciones poco edificantes), porque había que pensar en los hijos.

¿En los hijos? Bueno, la verdad es que si Adrian había pensado en ellos, nunca había ido más allá, fuera de su discurso en la “Asociación de Apicultores” o en la “Sociedad Polémica de Benbridge”. Cuando más cerca estuvo fue —cosa curiosa, poco después de haber vuelto de la luna de miel— cuando empezó a hablar de un perro. No quería que “se quedase sola” cuando él salía, y entonces le propuso; “¿Te gustaría tener un perro, Thelma?” Le dijo que su madre había “descubierto” uno en el Benbridge Kennels.

Por ese entonces, el péndulo de la señora se había desplazado con tanta violencia al lado opuesto, que su desviación era más que evidente. La mirada más alarmantemente hostil se había unido al aspecto poco amistoso de sus facciones.

Ahí estaba, esperándolos, el mismo día del regreso de la presunta luna de miel, “con el té listo para ti, Adrian” y para Thelma una mirada que traía espeluznantes reminiscencias del Infierno del Dante.

Thelma tuvo la extraña impresión de que al manifestar la vieja Mrs. Winterton su convicción de que Adrian quería tomar un baño, la joven Mrs. Winterton merecía cierta censura.

A pesar de su juventud notó que en su ser alentaba un sentimiento criminal. No sabía bien contra quién, pero sí, positivamente, que nunca mataría a una mujer, por lo cual dedujo que su horrible sentimiento se hallaba dirigido contra Adrian, pero a raíz de su espantosa madre.

Para precipitar las cosas, también ella fue a darse un baño. Esto no pareció agradar a la vieja Mrs. Winterton, que aunque nunca esperaba a nadie para empezar a tomar el té, creyó conveniente anunciar que Thelma “había producido un retraso”.

—Tomé un baño.

—Sí, pero Adrian también quería bañarse.

La vieja Mrs., Winterton no parecía haber “descubierto" que en el Royal Hotel, si bien no había otras cosas, por lo menos había muchos baños.

El Royal, aun en febrero, era notable por su golf. Al cabo de dos días dejó de nevar y entonces Adrian se presentó al as del golf en el bar y desapareció con él, después de haber leído durante dos días íntegros, a veces en alta voz, el libro “Política de Izquierda y el Futuro del Partido Liberal”. Thelma recibió la propuesta de desempeñar el papel de cady, pero le pareció muy frío el viento y poco interesante el partido, ya que Adrian, por supuesto, ganó sin esfuerzo y obtuvo un buen puntaje.

Le leyó la carta que había escrito a su madre sobre tales triunfos:

“Mi querida madre —así comenzaba, con una escritura arácnida pero sumamente legible—, estamos pasando el mejor de los tiempos y hoy, aunque deba decirlo yo mismo, he derrotado al veterano local de golf. Me confesó que es la primera vez que un jugador no profesional lo derrota. Mañana jugaremos el partido de desquite y pasado mañana jugaré en un partido de cuatro. Si el tiempo se pone más templado, espero que Thelma pueda servirme de caddy. Sería sumamente saludable para ella. Thelma está bien y te envía su más profundo cariño, lo mismo que yo, por supuesto, para ti y para papá. Nos encantaría que fueran a pasar unos días con nosotros a Hill Crest."

Era una carta admirable, justamente la que uno hubiera esperado. No había nada que criticar en ella y Adrian le pidió que la cerrase. A él no le agradaba el gusto de la goma.

—¿Y a ti, Thelma?

—¿La goma? No, no me importa.

—Entonces, hazlo. ¿La podrías echar al buzón? Mamá debe estar deseosa de saber algo de nosotros.

El más mínimo y vago resentimiento que pudiera alborear en su alma ahogábase al nacer, cuando recordaba todo lo que le debía. A no ser por él, se hallaría enclaustrada aún en el Colegio Wicklow. Además, Adrian era muy amable. A veces le preguntaba:

—¿Eres feliz?

—¡Oh, sí, Adrian! —respondía ella, cuidándose de no reír tontamente o de ponerse a llorar, porque a él no le gustaban las demostraciones.

—¡Claro que lo eres! Bueno, tengo que ir a jugar. ¿Estás segura de que no quieres acompañarme?

—Si no te importa, Adrian... Yo, en verdad, no entiendo nada de golf...

—Ni lo pretendo. Sólo quisiera que pasearas por allí, observando, y me llevases los palos, ¿quieres?

—Este... El viento está muy frío aún. Me parece mejor quedarme en el hotel.

Adrian estuvo muy amable y le entregó una serie de ensayos, escritos a máquina, que había redactado años atrás. Su título era: “Cómo Comprender a Nuestros Semejantes”.

Thelma recogió una serie de números atrasados del Semanario Cinematográfico, que se hallaban en el salón de lectura del hotel y se acurrucó frente a la estufa de leños. Sentía un odio cordial por los ensayos, inclusive por los Ensayos de Elia de Charles Lamb, ese libro con pretensiones de gracioso e inteligente.

El mar cercano y el viento, cuya frialdad le resultaba tan oportuna, también parecían repeler los ensayos.

El perro que había “descubierto” la vieja Mrs. Winter ton llegó a Hill Crest la lluviosa mañana de un jueves, dentro de un cajón de madera con agujeros. Lo lógico era llamarlo Box y su aspecto no sugería otro nombre mejor.

Thelma, sola en la casa, recibió al pobre Box. Una nerviosa ansiedad curvaba el lomo del animal y se podía ver el blanco de sus ojos. No era mucho su encanto, pero daba la impresión de una patética soledad. Fue este motivo suficiente para que Thelma lo quisiera de alma.

—¡Pobre Box! —murmuró abrazándolo—. ¡Pobrecito! No tiembles. Thelma te comprende...

Pero tampoco Box había sido comprado especialmente para ella. Su suegra manifestó con toda claridad que: a) tener perros era cuestión de hombres, y b) Adrian “comprendía” a los animales. Box era, pues, sólo otro de los integrantes del cuadro vital de su marido. Tenía una mujer. Ahora añadía un perro. Tenía una casita llena de libros, ilegibles en su mayor parte, varios cuadros surrealistas y una bañera como un tonel de vino. Sólo le faltaba conquistar el mundo y el mundo estaba esperando que se decidiera. La anciana Mrs. Winterton “dispuso" realizar visitas regulares a Hill Crest los días miércoles. Se quedaba cinco horas por lo menos y ordenaba que le retribuyesen con otras visitas a Sea View durante el sábado y domingo. No le agradó el nombre que Thelma había elegido para el perro. Tampoco le gustaba la costumbre de su nuera de andar sin sombrero, ni sus ropas “poco femeninas”. Cuando Adrián manifestó que Thelma era como un muchacho y que a él no le disgustaba, Mrs. Winterton admitió, aunque en forma enfática, que era la mujer que él había elegido y que ella no tenía nada que ver. No podía olvidar, con todo, que Thelma era peligrosamente joven, aunque no lo pareciera. Por lo demás, le hablaba lo menos posible durante sus visitas a Sea View y cuando no tenía cerca a su hijo, estudiaba con mímica los avisos de Harrods.

Mr. Vivian Winterton, inadvertido por todos, jugaba al solitario en un rincón.

Dándose cuenta de que Thelma era la única persona a quien podría tolerar, en ese mundo que tan tristemente comenzaba a ser el suyo, Box nunca se apartaba de su lado, a no ser que lo sacasen a tirones, y cuando esto sucedía, aullaba sin cesar hasta que no volvían junto a su dueña. Mrs. Winterton consideraba “misteriosa” tal devoción y preguntó con enojo:

—¿Le das de comer fuera de horas, Thelma? Si lo haces, me parece muy mal.

—No, no le doy nada fuera de hora.

—Bueno, pues no arma tanto alboroto por Adrian. Es muy misterioso.