Capítulo 29
Collis y Ethan encontraron al poni en una mugrienta caballeriza kilómetro y medio al este del Club de los Mentirosos. En su estado de pánico, Ethan había recurrido al recurso de desmontar y tomar de las solapas a todo hombre que veían.
—¿No vio un poni con el príncipe Jorge en el trasero?
Él sí que estaba listo para Bedlam. Hasta que al fin, para su sorpresa, un hombre parpadeó, escupió y dijo: «¡Sí, señor!».
El poni y el carro habían sido canjeados al caballerizo por un caballo y una calesa, con el agregado de una cantidad impresionante de monedas. El caballerizo no estaba arrepentido.
—Me dijo que tenía que sacar a la hermana de este clima frío. Que la llevaba en barco a un lugar más cálido. A mí ella me pareció muy enferma. ¿Cómo iba a saber yo que la había secuestrado?
Ethan trató de no pensar en el estado en que estaría Jane para que alguien la creyera tan enferma. Estaba viva y él por fin le seguía el rastro. De todas maneras, le dirigió una mirada llena de angustia a Collis.
—Mandaré avisar a Dalton, al Club, para que haga que el doctor Westfall la esté esperando. Tenemos que reunir a los otros, Ethan.
—Los otros están en otro lado —dijo sombrío—. Que nos alcancen cuando puedan. ¿No oíste al caballerizo? ¡Hasta con un caballo rengo, llegar a los muelles llevaría apenas una hora desde aquí! ¡Ya casi han de haber llegado! Tú espera, si quieres.
Y así diciendo, hizo girar al caballo, lo azuzó para que empezara a galopar y tomó el rumbo que había seguido el hombre misterioso con su «hermana enferma».
A Jane le dolía desde la punta de la cabeza hasta las plantas de los pies. Por un momento, solo de eso tuvo conciencia. Enseguida, aparecieron otras sensaciones: tenía frío, estaba mojada. Quiso mover el cuerpo para salir del agua cuando se dio cuenta de otra cosa: estaba aprisionada bajo algo pesado. Se asustó, y el miedo la hizo reaccionar por completo.
Estaba boca abajo en un piso embarrado, con una mejilla hundida en un charco. Algo —¿la calesa?— estaba sobre sus pantorrillas. No le dolía, pero no podía moverse. Levantó el torso del barro todo lo que pudo y miró a su alrededor.
La calesa volcada la cubría como un toldo. Había parado de llover, pero el camino oscuro y desierto seguía empapado. Seguramente el otro farol seguía encendido, porque Jane veía luz debajo de los bordes de la calesa.
Un ruido a sus espaldas la hizo girar para mirar por el otro lado. El pequeño hombre le había sacado los arneses al pobre caballo y lo estaba montando en pelo. Salvo por la cola chamuscada, el animal parecía estar en mejor estado que ella.
Jane estuvo a punto de gritar para pedirle ayuda, pero se detuvo. Obviamente el hombre la creía muerta o demasiado herida como para viajar con él. Que siguiera creyéndolo. Ella estaba bien donde estaba, solo mojada, incómoda y dolorida, sin contar con el fuerte dolor de cabeza. Que se fuera donde no pudiera oírla que después ella despertaría a todo Londres con sus gritos.
Con cuidado volvió a bajar el cuerpo, sin apartar la mirada de los cascos del caballo que se alejaba. Lo vio salir del círculo de la débil luz del farol y prestó atención hasta que ya no oyó el golpeteo de los cascos del pobre animalito sobre la calzada. Se obligó a esperar un rato más, contando para atrás desde cien. Tenía el vestido empapado adelante y empezaba a temblar violentamente del frío. Inhaló profundo y se puso a gritar con toda el alma, pidiendo auxilio.
Gritó, aulló y chilló tan fuerte que tuvo que taparse los oídos, pero no hubo respuesta.
Al desbocarse, el caballo los había llevado más allá del distrito de depósitos y aduana hasta la zona pantanosa que rodeaba el área de los muelles. Era una tierra baldía, donde sus gritos solo imitaban los de las aves marinas que habitaban el pantano.
Por fin, con la garganta dolorida y un zumbido en los oídos, Jane dejó caer la frente entre los brazos. El frío la carcomía, multiplicando todos sus dolores y tiñendo su miedo de una aguda necesidad. La calesa le apretaba mucho las piernas y su situación, su maldita impotencia, hacía que regresara.
Apoyó las manos en el suelo y volvió a intentar sacar las piernas de debajo de la calesa. Se retorció, desesperada, tratando de empujar la calesa en cualquier parte adonde llegara, con la esperanza de moverla. Lo hizo, pero solo consiguió que se acomodara más firmemente sobre ella. ¡No!
Intentó otra vez, con más fuerza, haciéndola hamacarse sobre ella. Nada. Sin aliento, se detuvo y trató de controlar el pánico. Pronto la encontrarían. Después de todo, yacía al final de un camino. Los caminos tienen tránsito, de modo que lo único que tenía que hacer era tratar de mantenerse caliente hasta que pasara alguien.
Un olor conocido salió de debajo de la calesa. Jane olió, tratando de identificarlo. En ese momento, algo comenzó a chorrear por un costado de la calesa al suelo pantanoso.
¿Lluvia?
Tocó el líquido con un dedo.
¿Aceite de farol? Oh, no.
Seguramente que, en sus forcejeos, había hecho derramar el depósito del farol. Eso podía ser peligroso si el aceite prendía fuego a la estructura de madera de la calesa.
Se quedó muy quieta. Al principio, no vio nada ni oyó nada. Se tranquilizó un poco. Si no era más que aceite derramado, no tenía por qué preocuparse.
Hasta que sintió el olor del humo.
Ethan llevaba su caballo al trote, con rumbo este, por un oscuro corredor de depósitos. Si era la ruta tomada por el captor de Jane, a esa hora del alba habría pasado totalmente inadvertido. Más tarde el lugar volvería a bullir con el traslado de mercadería a los muelles y desde ellos, pero ahora estaba silencioso como una tumba.
El camino se bifurcaba y Ethan se detuvo. A su derecha, seguían los depósitos, directo hasta los muelles de East India. Ese camino proporcionaría un excelente escondite para un secuestrador.
A su izquierda, el camino seguía por terrenos pantanosos desiertos. Era una ruta rápida a los muelles, evitando los depósitos, con espacios abiertos y sin el movimiento de la industria naviera que lo entorpeciera. La mayoría de los viajeros prefería ese camino.
Mientras dudaba, oyó ruido de cascos de caballos a sus espaldas. No se volvió. Sabía quiénes eran.
Collis frenó su caballo junto a él.
—¿Nos separamos? —preguntó, sin preámbulos.
Ethan asintió, aliviado. En apariencia, tener camaradas tenía sus ventajas. Rara vez debía explicarle nada a Collis.
—Yo voy por la izquierda. —No tuvo razón alguna para esta elección, solo que la oscuridad barrida por el viento parecía llamarlo.
—Voy contigo —dijo Collis. Les indicó a algunos de los otros que tomaran la ruta de la derecha y comenzó a andar al paso junto a Ethan.
Por un rato no hubo nada más que una niebla gris. Ethan tuvo que aminorar la marcha porque los caballos no veían nada.
—Estoy pensando que tendríamos que habernos detenido para traer antorchas —murmuró Collis.
—Allá adelante alguien hizo un fuego. Probablemente unos vagabundos que se están calentando las manos. Si te parece, podemos armar teas en ese fuego. —No quería parar, pero el paso de tortuga le estaba carcomiendo los nervios. Quería volar tras Jane. Tenían que alcanzarlos antes de que llegaran a los barcos o jamás los encontrarían en ese mar de mástiles que esperaban en los muelles.
Apuró su caballo hacia el pequeño fuego anaranjado que se veía a la distancia. Alguien estaba quemando madera húmeda.
El humo de la madera mojada y de los almohadones rellenos de crin le atenaceaban la garganta a Jane como un cuchillo. Tosió, hizo arcadas, pero no cejó en su frenética actividad. Estirándose lo más posible, pues ya había utilizado todo el que tenía a mano, juntó otro puñado de barro y se lo pegó a los cabellos.
Por encima de ella, el fuego restallaba y humeaba. Del lado iluminado, la calesa estaba mojada. Del lado oscuro, la madera húmeda, cubierta de aceite de lámpara, se quemaba haciendo mucho humo.
Jane ya había cubierto de barro todo lo que había podido de su vestido. Estaba casi segura de que los tobillos y las pantorrillas, desnudos, se hallaban lo bastante mojados del barro que la rodeaba.
El humo llenó el techo de la calesa volcada, flotando sobre la joven como un amenazador puño negro. Ella se retorció para quedar lo más cerca posible del borde, tratando de aspirar el aire más puro que las llamas empujaban hacia abajo.
De pronto, ya no hubo oscuridad debajo de la calesa. Jane se volvió y vio, horrorizada, que el techo comenzaba a arder. El fuego encontró el interior, más seco, y ardió con renovados bríos.
Jane bajó la cabeza, se tapó los cabellos con las manos, para protegerse de la lluvia de chispas y gritó hasta que sus pulmones llenos de humo se rindieron.
Ethan levantó una mano para detener a los otros.
—¿Oyeron eso?
Collis frenó el caballo y volvió la cabeza, pero el joven ya se había ido, con el caballo al galope. El fuego de adelante era mucho más grande. A medida que se acercaba, vio, con horror, que era una calesa que encajaba en la descripción de la que había tomado el captor de Jane. El coche estaba volcado y envuelto en llamas. Ethan se tiró del caballo, arrancándose la chaqueta mientras corría.
—¡Jane! ¡Jane!
Ay, Dios. No podía estar adentro, no. ¿Había oído un grito o era apenas el chillido de un pájaro? Entonces, oyó un pequeño grito desde debajo del rugido del fuego.
—¡Jane! —Se lanzó sobre la calesa, le pegaba con la chaqueta, tratando de encontrar la manera de llegar a ella. Unos brazos se lo impidieron—. ¡No! ¡Suéltenme! ¡Ella está ahí abajo!
Collis y varios de los Mentirosos lo apartaron. Ethan luchó con desesperación.
—¡No! ¡No! ¡Ella!
—Es demasiado tarde —le gritó Collis, con voz ronca—. ¡Es demasiado tarde!
Ethan forcejeó contra las manos que lo sostenían, pegando y pateando con desenfreno. Lo echaron al suelo y allí lo sostuvieron con el peso de muchos. Collis les gritó a los otros que buscaran agua y los Mentirosos se separaron para llenar los sombreros con el agua estancada que pudieron encontrar.
La calesa seguía ardiendo, iluminando la escena con una infernal luz anaranjada.
De pronto, la pila de cuerpos que lo sujetaban se desarmó: Ethan luchó para liberarse, oponiéndose con fuerza hercúlea a cada uno de los hombres. Derribó a Collis con un golpe tremendo en la mandíbula y salió corriendo hacia la calesa en llamas.
Sin preocuparse por el peligro, tomó un costado de la calesa. El reborde de metal estaba tan caliente que le chamuscó la carne de las manos. Él no lo soltó, solo bajó la cara para protegerse de las llamas que bailoteaban por el bastidor. Con un poderoso esfuerzo, levantó y empujó a un lado la calesa, que cayó estruendosamente sobre sus ruedas en llamas, dejando, en el suelo, una forma ennegrecida.
Alguien arrojó agua fría sobre Ethan, que había caído de rodillas junto al cuerpo de Jane. Él notó, con indiferencia, que se le habían prendido fuego las mangas. A su alrededor, los Mentirosos luchaban contra el fuego con sombreros y chaquetas mojados.
Cuando apagaron el fuego de Ethan, retrocedieron en silencio.
—¿Jane? —Se le quebró la voz en la garganta. Horrorizado, llevó una mano a los cabellos ennegrecidos, pensando que iban a deshacerse en cenizas bajo sus dedos.
Pero los dedos se encontraron con lodo. ¿Lodo? En ese momento, ella emitió un sonido ronco. Él lanzó una exclamación entre la risa y la sorpresa. Estiró las manos y tomó el cuerpo flácido y empapado de ella en sus brazos.
—¿Jane? —Le apartó de la cara los cabellos enlodados con manos igualmente sucias—. Jane, respira, mi amor. Respira.
Sintió que el pecho de ella se henchía y la abrazó hasta que ella tosió, expeliendo el aire lleno de humo que le llenaba los pulmones. Mientras ella jadeaba y se ahogaba en sus brazos, Ethan dejó caer la frente sobre el cuello mojado de ella, apretándola fuerte, meciéndola a la luz de las llamas, rodeado por un círculo de hombres que vitoreaban.
Estaba viva. En ese momento, eso era suficiente. Era más que suficiente.
Jane inhaló una vez y otra vez. Bendito aire. A salvo en el círculo de los brazos de Ethan. Se había quemado la piel de los brazos, estaba segura de haber perdido un poco de cabello, y el corazón le latía como el martillo de un herrero sobre el yunque, pero estaba viva y con Ethan.
Al rato, la respiración comenzó a surgir más lenta y con menos dificultad, aunque todavía sentía que le ardían los pulmones. Abrió los ojos y vio la cara sucia de Ethan sobre la suya.
—Qué bonito estás —dijo, ronca.
Él rio, apretándola más. Jane vio que Ethan tenía el rostro surcado de lágrimas.
—Tú estás peor —dijo él, con la voz ahogada por la emoción.
La joven observó que él tenía el hombro vendado debajo de la camisa abierta. Estiró una mano para tocarlo, pero la retiró cuando se dio cuenta de lo sucias que las tenía.
—¿Estás herido?
—Ah, eso. —Sacudió la cabeza—. No es nada.
Cerca, alguien rio. Jane volvió la cabeza y vio a un hombre de cabellos oscuros, bien parecido, que les sonreía y se restregaba la barbilla.
—Y yo que pensaba que no sabías pelear —le dijo a Ethan—. ¡Con una bala en el hombro pudiste con seis de nosotros!
—Yo nunca dije que no sabía pelear —respondió Ethan, desinteresado, sacándole el barro de la mejilla a Jane con un dedo—. Dije que no quería.
El otro volvió a reír.
—Hasta ahora.
Jane lo miró, confundida. En ese momento pareció recordar algo.
—¡Ah! —Buscó en el bolsillo. Sacó un trozo de cartón empapado y se lo dio a Ethan con gesto triunfal—. ¡Mira!
Él la soltó lo suficiente como para tomarlo. A ella se le encogió el corazón al ver los dedos de él, quemados y ampollados.
—¿Qué es? Lamentablemente, se estropeó.
Jane sonrió y volvió a apoyarle la cabeza en el hombro.
—Me alegro, porque es el pasaje de la Quimera para alejarse de tierra inglesa. —Inhaló profundamente y cerró los ojos—. Le robé, como tú me enseñaste.
El hombre, oculto en la niebla, observaba al grupo reunido alrededor de la calesa en llamas. Había llegado al barco a tiempo, pero no pudo demostrar que había comprado el pasaje. Jaque mate. Ahora no podría recuperarlo. Claro que había otras maneras de llegar a casa.
La ira le revolvió las tripas cuando vio que los Mentirosos habían rescatado a la mujer. Él había sacrificado al apostador, Maywell, una de sus mejores piezas, en este juego y, a pesar de eso, lo habían jaqueado. Sintió que le latía el pulso con desusada furia. Qué raro. Por lo general conseguía controlar sus emociones, pero esos malditos Mentirosos...
Respiró hondo. Él era la Quimera, el mito, el hombre de los mil rostros que aparecía y desaparecía a voluntad. El jaque mate no se lo habían dado todavía.
Cuando su ira disminuyó hasta que ni la sombra de una emoción conmocionó el estanque espejado de su concentración, esbozó una sonrisa. Si todavía no había llegado el momento para que abandonara esa isla húmeda y apestosa, que así fuera. Siempre había trabajo que hacer. En ese momento, se regodeó con la idea de volver a trabajar con los Mentirosos. No sería difícil si ellos creían que estaba tratando de salir del país.
La sonrisa se acentuó, pero no alcanzó sus opacos ojos celestes.
Era hora de iniciar un nuevo juego.