Capítulo 19

Al mediodía, un murmullo de voces, muy diferente del clamor de la locura, sacó a Jane de su rincón. Se arrodilló en la parte delantera de la jaula y miró hacia la galería inferior. 

Había comenzado la hora de visita. Colores brillantes pasaban moviéndose en un río de humanidad bien vestida. Bedlam era todo gris, desde los uniformes de los cuidadores hasta las paredes, sucias y cubiertas de hollín. Ver las coloridas faldas de las mujeres y los brillantes chalecos de los hombres a la luz del sol que entraba por las altas ventanas la obligó a entrecerrar los ojos.

Pero no los cerró por completo. Ethan podía aparecer en cualquier momento. Ya algunos de los observadores subían a la segunda galería. Jane trató de buscarlo entre la multitud, pero, desde allí abajo, no alcanzaba a ver por encima de las personas que se detenían ante su celda.

Esta no está tan sucia como los otros —comentó una dama a sus compañeros, señalándola. 

No, es cierto —respondió otra mujer. Se acercaron para escudriñar a Jane a través de los barrotes. Se recogían las faldas para protegerlas de la suciedad del piso, mostrando sin problema alguno los tobillos envueltos en encaje. 

Jane modificó su impresión original. Esas no eran damas, sino aventureras pintarrajeadas, pavoneándose del brazo de sus admiradores. Respondió a su grosería observándolas desafiante.

¡Cómo nos mira, qué descaro! —se quejó la primera mujer—. ¡Wills! —Le dio un golpecito urgente en el hombro a su acompañante, sin apartar ni por un segundo la mirada de Jane—. ¡Wills Barstow, que no me mire! 

Wills, de unos veinticinco años y cara regordeta, evidentemente con más dinero que gusto o cerebro, golpeó los barrotes con el bastón.

¡Eh, tú! ¡No mires a las damas! 

Jane dejó de mirarlas a ellas y clavó los ojos en el hombre.

Yo no veo ninguna dama, ¿tú sí? —Las mujeres quedaron boquiabiertas, desconcertadas ante la acusación—. Si no les gusta que las acusen de ordinariez —les aconsejó con ironía—, tal vez sería conveniente que se abstuvieran de maquillarse tanto y de mostrar las extremidades en público. ¿Qué diría tu madre si te viera? 

¡Cállate! ¡Cállate! —Wills estaba muy enojado y se había ruborizado. Metió el bastón entre los barrotes para pegarle. 

Jane pensó que nunca tendría una oportunidad mejor e intentó agarrar el bastón cuando le pasó rozando. La segunda estocada le pegó fuerte en los nudillos, haciéndolos sangrar, pero ella no perdía de vista el bastón.

Uno de los cuidadores se acercó, hecho una tromba.

¡Eh, señor! ¡No les pegue a las internas! ¡Después algún entrometido les ve los magullones y dicen que nosotros las maltratamos! 

De mala gana, Wills puso el bastón fuera del alcance de Jane. Ella miró con odio al cuidador que le había arruinado la posibilidad de hacerse de un arma. Él la sorprendió con una rápida patada a través de los barrotes. La pesada bota la alcanzó justo debajo de la rodilla. Gritó y cayó al suelo.

¿Ve? —agregó satisfecho el cuidador—. Ahí no se ve la marca. 

Las mujeres pintarrajeadas rieron. Wills escupió a Jane, que estaba caída; ella levantó la cabeza y lo miró, desafiante. Él retrocedió ante la furia de sus ojos.

Tu nombre es Wills Barstow —dijo Jane en voz baja y peligrosa—. Compras en Bond Street y buscas a tus mujeres en el mercado. Vives en Mayfair en una linda casa y todas las tardes te despiertas y te preguntas si toda tu vida será siempre igual. 

Wills quedó boquiabierto del espanto, pálido como un muerto. Retrocedió tres pasos.

¡Dios, es una bruja! —Tragó saliva y salió corriendo, dejando que sus compañeras lo siguieran como pudieran. 

Jane sonrió con disimulo y se sentó en su rincón. La mujer a su derecha, que había seguido cada movimiento, fascinada, la observó con miedo.

¿Cómo supiste todo eso? 

Jane ladeó la cabeza, con una dulce sonrisa.

¿No oíste lo que dijo? Soy bruja. 

La mujer se arrastró lo más lejos posible de Jane, que sintió algo de remordimiento por asustar a la pobre mujer, pero era mucho mejor para todos si la dejaban tranquila. 

Ojalá tuviera poderes mágicos, en lugar de ser tan solo una buena observadora. El nombre de Wills se lo había oído a la prostituta. Lo segundo y lo tercero podía deducirse por la ropa y el fabricante de los zapatos de las mujeres. Mayfair había sido una adivinanza, y lo último se veía en la mirada vacía, insatisfecha... algo que ella experimentaba de vez en cuando.

Era extraño, pero no se había sentido así desde que había conocido a Ethan Damont.

Dejó caer la cabeza entre los brazos doblados, ignorando el asilo hasta donde podía.

¿Dónde estás, desgraciado?

Unos ligeros pasos se detuvieron ante la celda de Jane.

Querido, mira a esa pobre mujer —dijo una fresca voz femenina—. ¿No es extraña? Es diferente de las otras. 

Jane permaneció impávida, con la frente sobre los brazos cruzados y las rodillas levantadas. Casi todo el día había conseguido evitar ser individualizada por el público. Había descubierto que, si los aburría, se iban. La hora de visita debía estar por concluir en cualquier momento. Se mordió un labio e intentó parecer lo más aburrida posible.

Una pisada más pesada se unió a la primera.

Ah, no sé, amor —dijo, arrastrando las palabras, una voz de hombre que Jane conocía tan bien como la suya—. A mí me parecen todas iguales. 

¡Ethan! ¡Por fin! Jane levantó la cabeza y lo vio, con total aplomo, de pie junto a la jaula. Tenía el brazo en la cintura de una hermosa mujer, otra prostituta pintarrajeada como las anteriores, pero esta era en verdad bella. A juzgar por las mejillas y los cabellos que se le salían por debajo del sombrero, tenía más o menos los colores de Jane, pero allí terminaba el parecido. Jane sabía cuando la aventajaban.

Lo único que hizo fue mirarlos. Después logró sobreponerse a la sorpresa y sofocar la tonta punzada de dolor que le provocó ver a Ethan con otra.

Eth... 

Él la interrumpió.

¿Te parece que el idiota del guardia puede vernos, amadísima? 

Jane abrió la boca, pero la que respondió fue la otra. Jane se encogió y se reprendió a sí misma. Ethan nunca se había dirigido a ella de esa forma, no iba a empezar en ese momento.

Sí, creo que sí. Es más, el imbécil me ha estado mirando desde que pasamos a su lado. 

Ethan dejó de observar a Jane y miró apasionadamente a "amadísima" a los ojos.

No me importa —murmuró, ronco—. ¡No puedo esperar más para tomarte en mis brazos! 

¡Ay, querido! 

¡Oh, Bess! 

Ante la mirada incrédula de Jane, Ethan y la otra mujer se unieron en un abrazo apasionado, tórrido. Si así la rescataba, ¡qué horrible intento! ¿Qué pretendía? ¿Matarla del asco?

La jaula de Jane se sacudió. Ella miró y vio que Ethan había apoyado a su acompañante contra los barrotes mientras la besaba apasionadamente en la nuca. Al parecer, esto no era nuevo en Bedlam, pues las otras internas se pusieron a animar a la pareja: "¡Es una putita, señor!", "¡Apague ese fuego antes de que nos incendie todo!"

Jane iba a pedir una explicación cuando vio que Ethan dejaba la nuca de Bess y se arrodillaba a sus pies. Por primera vez, Jane se dio cuenta de que el vestido que Bess llevaba tan bien había pasado de moda al menos diez años atrás. La cintura era muy ajustada y la falda era exageradamente ancha. Si Jane hubiera salido a la calle vestida con algo así, la gente se habría muerto de risa. A Bess, en cambio, le quedaba precioso, eso había que reconocerlo.

Ethan se apoyó en una rodilla y miró a Bess con adoración.

¡Querida, no puedo esperar! 

Bess sacudió la cabeza, impaciente.

¡Adelante, entonces, corcel mío! 

Jane miraba a uno y luego al otro, totalmente perpleja. ¿Ethan iría a declarársele? Quería matarla de un síncope, ¿verdad? Pero no era una propuesta de matrimonio. Era algo mucho peor. Ethan levantó el borde del vestido de Bess y se metió debajo de su falda.

Jane se llevó las manos a la boca, muda de horror. La falda cubría por completo el frente de la jaula. No se veía nada más que a Bess con la espalda contra los barrotes, moviendo la cabeza de un lado al otro, extasiada. ¡Un éxtasis que, hasta ahora, le había sido negado a Jane! Algún día escaparía de ese lugar y, cuando lo hiciera, ¡buscaría a Ethan Damont hasta encontrarlo y lo mataría!

En ese momento, algo llamó la atención de Jane. Un pliegue de la falda había cubierto cerradura y candado ¡y algo estaba sucediendo allí! Por fin, la razón se sobrepuso a la sorpresa y —había que admitirlo— a los celos. ¡Claro que Ethan no iría allí simplemente a tomar a otra mujer frente a ella! ¡Tenía un plan!

El alivio la sacudió, mareándola. ¡Su inteligente Ethan! ¡Y ella, que ya estaba planeando la venganza! ¡Qué tonta! Esperaría: primero le daría las gracias y después lo mataría. Oyó un ruidito metálico. La puerta de la jaula se abrió apenas, metiéndose en los pliegues de la falda de Bess. Una mano de hombre salió de debajo de la falda y, con un dedo, le indicó que se acercara.

Normalmente, a Jane no se le hubiera ocurrido meterse debajo de las faldas de una prostituta, pero ese no era un día normal. De buen grado se deslizó bajo esa especie de cortinado de brocado escarlata. Por encima de ella, Bess continuaba con sus gemidos de placer.

Jane se encontró en un espacio cerrado, con una luz rojiza, coronado por un miriñaque y las benditas piernas de esa otra mujer cubiertas por unos calzones. Cuando se acomodó, se le escapó una risita nerviosa.

¡Hola, señor Damont! —susurró. 

¡Quítate el vestido! 

¡No antes de casarnos! 

¿Qué? Jane, yo no... 

¿Perdón, señor? 

La voz profunda del fornido guardián, tan cercana, los paralizó a ambos. Jane estuvo segura de que los habían atrapado hasta que se dio cuenta de que los grititos de Bess habrían tapado sus susurros.

¿Sí? —exclamó Ethan—. ¿Qué pasa? 

Habló con el tono del aristócrata molesto con la indiscreta interrupción de un sirviente. Jane sintió que una risa histérica se apoderaba de ella. Se puso el puño sobre los labios y miró, impotente, a su compañero; le temblaban los hombros.

Ya casi termina la hora de visita, señor. 

Ethan le dirigió una mirada de advertencia a Jane, pero ella se daba cuenta de que a él también se le estaba haciendo difícil contener su propio sentido de lo ridículo.

Ah, bien. Gracias, buen hombre. 

Oyeron el ronroneo de Bess, desde arriba de ellos.

Sí, muchas gracias, señor. Nos demoraremos apenas un momento más. —Todo el vestido se sacudió con la fuerza del suspiro de Bess. 

A Jane se le congelaron las risitas cuando pensó en lo que le haría semejante suspiro al escote de la mujer. Le pareció que el guardia también percibió el efecto.

El hombre se aclaró la garganta con obvia dificultad. Jane esperaba que pudiera limpiarse la baba también.

Está bien, voy a seguir entonces. 

¡Qué excelente idea! —susurró Bess—. Siga adelante, entonces. 

Jane nunca había oído tanta promesa sexual condensada en tan pocas palabras. Tendré que practicar eso. 

Ethan le tapó la boca con una mano. En lugar de rezongar, Jane se sorprendió queriendo derretirse en el calor de esa mano. Estaba cansada de ser valiente; quería que la abrazaran y le dijeran que todo estaría bien.

Ethan se acercó y le susurró al oído, con voz suave:

Todo va a estar bien—. Enseguida se deslizó por la jaula de seda y desapareció. Si no hubiera sido por la sensación de encierro, Jane habría sentido frío con su ausencia. ¿Cómo podía un hombre dar tanto calor? 

Arriba, Ethan hablaba tonterías con Bess.

Déjame abrazarte un momento más, dulce mía, un momentito más. —Las puntas de las botas aparecieron debajo del borde del vestido, junto a la mano de Jane, que las miró entrecerrando los ojos. 

Vaya que está cerca —murmuró. Al parecer, estaba lo suficientemente cerca para tomar a Bess en sus brazos. 

¡Ay, querida! ¡Ay, dulce mía! —Siguieron diversos ruidos de bocas succionando. 

Daba la impresión de que Ethan y Bess lo estaban pasando demasiado bien. Jane se agachó más y pensó seriamente en darle un codazo en la rodilla al hombre que amaba. Si no le pegaba demasiado fuerte, no lo dejaría paralítico para siempre, ¿no?

¡Querida, amor mío, debo poseerte! 

El vestido se movía encima de ella. Jane se mordió el labio. Sabía que era una actuación, pero no sabía cuánto más podría soportar.

En ese momento, Bess se arrodilló junto a ella.

¡Hola, querida! 

Jane se sobresaltó y miró hacia arriba. El vestido seguía en brazos de un muy apasionado Ethan. Oyó que él continuaba con sus murmullos de amor. Miró a Bess, que no tenía puesto nada más que una camisa y los calzones.

Rápido —la instó Bess, tirándole del vestido de franela gris—. Quítate esto y dámelo. 

Jane se quedó mirándola como una estúpida.

¡No tengo nada debajo! 

Bess se burló.

Confía en la voz de la experiencia, querida. No te vas a morir. Además, yo te doy mi ropa. 

Al fin, el loco plan se reveló completo ante sus ojos.

¡Ay, Dios mío! 

No perdió más tiempo; se quitó por la cabeza el vestido y se lo tendió a Bess, con la mirada baja, avergonzada.

Sintió que Bess le ponía en la mano algo pequeño y delgado: eran horquillas para el cabello.

Recógete esa trenza —le dijo Bess mientras se quitaba el maquillaje con un pañuelo. Jane se sorprendió al ver que, debajo de toda esa pintura, había un rostro común, pecoso, de nariz respingada. Bess le sonrió—. ¡Vamos! Sube. ¡Él no podrá continuar mucho tiempo más! Aunque se dice que sí puede... —agregó con picardía. Bess se soltó el cabello y buscó, por debajo del borde del vestido, la puerta de la jaula—. Nos vemos, querida. 

Jane dejó de intentar ocultar su desnudez para apoyarle una mano en el brazo a Bess.

¿Estarás bien? 

Ah, seguro. Tomaré una cura de reposo por unos días, y después... —Le mostró una llave de hierro igual que la del guardia. En realidad, Jane pensó que era la del guardia. —¡Acabo de quitársela del cinturón! No te preocupes, querida. ¡Valió la pena! 

Levantó el borde del vestido y desapareció. Jane oyó la cerradura que se cerraba.

¡Janet! —El urgente susurro de Ethan bajó desde el cuello del vestido—. ¡Mete tu hermoso trasero en este vestido! 

Por suerte, Jane conocía a la perfección la manufactura de esos vestidos, ya que durante muchos años había adaptado y cosido los viejos vestidos de su madre para las dos. Su madre había llevado consigo absolutamente toda su ropa cuando se fueron a la Casa de la Viuda, y en los diez años siguientes ese nutrido guardarropa les había proporcionado telas y adornos. La madre de Jane había vagado por las habitaciones con los mismos costosos trajes que siempre había usado, como si caminara por salones de oro.

Cuando Jane empezó a subir por el vestido, le dio otro ataque de risa histérica. Había maldecido tantos recalcitrantes miriñaques y corsés a través de los años. Ahora se sentía obligada a pedirles perdón a esos adminículos, mientras se acomodaba en el vestido que salvaría su vida.

Asomó la cabeza al cuello y se encontró con Ethan, que la miraba por la abertura del escote.

¿Quieres darte prisa? —musitó él—. ¡En cualquier momento el guardia volverá a la galería superior! 

Cierra los ojos —le dijo Jane. 

Obediente, Ethan cerró los ojos al principio. Cuando sintió que ella empezaba a subir y a llenar el vestido vacío que él tenía en sus brazos, no pudo evitar abrirlos una rendija. ¡Después de todo, él nunca había dicho que fuera un caballero!

Ella estaba completamente desnuda. Mirando por el vestido hacia abajo vio casi todas las partes de su cuerpo rosado y elegante. A ella le estaba costando meter los brazos en las mangas desde el ángulo en que se encontraba y Ethan pudo ver a sus anchas los senos redondos y turgentes que se balanceaban, tentadores, a cada movimiento del cuerpo. Recelosa, ella levantó la mirada varias veces, pero Ethan había practicado durante años su cara impertérrita. Sabía que ella no veía, más allá de las pestañas de él, los ojos apenas entreabiertos y sabía que en su rostro no aparecían señales de su excitación.

Tendría que haber pensado en este método años atrás. Lo único que había que hacer para lograr desnudar a una mujer era rescatarla de Bedlam.

Por fin, Jane consiguió meter los brazos en las mangas y pudo ponerse de pie. Sacó la cabeza por el escote y Ethan soltó el vestido lo suficiente para abrochar los botoncitos de la espalda. Extrañamente, ahora la mano le temblaba más que cuando se los había desabrochado a Bess.

Jane se miraba a sí misma, azorada. Ethan intentó no molestarse porque ella hacía caso omiso del hecho de encontrarse en sus brazos.

Me falta el doble del busto que tengo para llenar este corpiño —murmuró ella. 

Ethan terminó por fin con los botones y le acomodó el sombrero en la cabeza.

Nadie se dará cuenta —dijo, distraído, mientras trataba de atarle las cintas del sombrero bajo el mentón para ocultarle la cara. ¡Maldición, las manos no dejaban de temblarle! ¿Qué diablos le pasaba? 

Bess —llamó Jane—, ¿se dará cuenta el guardia de que he perdido cinco kilos de busto? 

Bess apareció detrás de Jane, espiando entre los barrotes.

Seguro que sí. Si el hombre no me miró a la cara ni una vez. 

¿Qué hago? —Jane seguía hablándole a Bess, tranquila como si estuviera hablando del tiempo en la sala de su casa—. ¿Tenemos algo para rellenarme? 

Bess entrecerró los ojos y pensó. Ethan se rindió ante las cintas. De pronto, se sintió dejado de lado, aunque Jane seguía en el círculo de sus brazos.

Ya sé —dijo Bess. Se agachó y se demoró un momento buscando algo debajo de su falda. Luego se puso de pie con dos montoncitos de una delicada seda tejida en las manos—. Mis medias —dijo, dándoselas a Jane a través de los barrotes. Levantó una ceja y se dirigió a Ethan—. Costaron quince peniques cada una: puedes agregarlas a mi cuenta. 

Ethan asintió.

Lo haré, Bess. —Miró el corpiño aumentado de Jane—. ¡Vaya, cuánto relleno! ¿Ustedes las mujeres hacen esto a menudo? 

Jane y Bess se burlaron al mismo tiempo.

Si supieran ¿eh, duquesa?—le dijo Bess a Jane. 

Ethan vio que el guardia se acercaba.

Hora de irnos. 

Jane metió una mano entre los barrotes y le dio un apretoncito afectuoso a la mano de Bess. 

Cuídate —le dijo. 

Bess quedó boquiabierta; Ethan imaginaba su sorpresa. Por lo general, una mujer como Jane cruzaría la calle para que su falda no rozara la e Bess.

Lo haré —replicó Bess, algo conmovida—. Desaparezca, duquesa. 

Jane se metió un mechón de cabello debajo del sombrero y se ató las cintas con una rápida precisión que dejó en ridículo los intentos de Ethan. Respiró hondo y le sonrió a Ethan, nerviosa.

¿Estoy bien? 

Estaba hermosa, a pesar del traje extraño, de los ojos en sombras. Era lo que él siempre había querido, pero sabía imposible. Le sonrió con dulzura.

Estás... 

¡Eh! ¡Lo vi todo, les aviso! —Todos se volvieron a mirar a la mujer de la jaula de al lado. Tenía los brazos sobre el pecho chato y una expresión de complacencia en el rostro—. ¿Qué puede impedirme contarle al guardia lo que hicieron? 

Ethan quedó sin aliento. ¡Maldición! Esa yegua iba a delatarlos.

Tal vez el hecho de que estás loca como una cabra —dijo Bess. 

Jane levantó una mano para silenciar a Bess. El guardia estaba cerca y podía oírlos. Se arrimó a la jaula de la otra. Ethan casi no la oyó, pero Jane dijo algo sobre "pan" y "todos los días".

La mujer asintió y se rio de Bess, que, a modo de respuesta, revolvió los ojos.

Sí, esta bruja se puede comer mi pan —aceptó, y se fue al fondo de la jaula, adoptando la posición en la que Jane había estado casi todo el día. El guardia ni siquiera la miró. 

Tengo que pedirle que se vaya, señor —comentó, con tono humilde. 

Y con razón, pensó Ethan. Antes le había dado media corona para que lo dejara estar con su "novia". Si le daba más, el hombre sospecharía que había algo más allí que libertinaje público. Así que Ethan asintió y le ofreció el brazo a Jane.

A ella le tembló la mano cuando se apoyó en él. Ethan notó que Jane llevaba la cara baja y el pecho alto. El guardia pareció apreciar profundamente el segundo hecho y ambos pasaron junto a él sin incidentes.

Ethan esperaba que los descubrieran en cualquier momento, que alguien diera la alarma. Bajaron las escaleras, recorrieron la galería baja, llegaron a las pesadas puertas dobles y a la antesala. Nadie dijo nada. Las dos estatuas se elevaban ante ellos como los últimos guardias que podrían impedir su huida. Ethan le apretó la mano a Jane cuando salieron por la puerta del frente de Bedlam: estaban en el más alto de los escalones de mármol de la salida.

Se sorprendió al ver que el pálido sol vespertino seguía alto en el cielo. Lo que a él le habían parecido horas habían sido apenas minutos. Y ahora Jane era libre, o al menos lo sería cuando el carruaje atravesara esos amenazadores portones.

Uri aguardaba en la entrada de carruajes, con una mano en la puerta del coche. Ethan sintió que Jane le tironeaba del brazo. Sintió la urgencia de ella, las ganas de salir corriendo hacia el carruaje en la última carrera hacia la libertad.

Tranquila, mi amor —dijo, suavemente—. Eres una prostituta aburrida, recuerda. Tienes toda la tarde para llegar al carruaje. 

Sintió que ella inhalaba con cuidado, aflojando el apretón. Bajó las escaleras con un aire de hastío digno del teatro. Uri se inclinó y la ayudó a subir al carruaje. Ethan le hizo una inclinación de cabeza al lacayo y subió tras ella. Jeeves confiaba en Uri y, por alguna razón, Ethan confiaba en Jeeves.

A casa —ordenó. 

Uri asintió y el carruaje se puso en marcha enseguida. Ethan miró hacia abajo y vio que en algún momento, en los últimos segundos, Jane le había tomado una mano entre las suyas y tenían los dedos entrelazados. Aunque ella miraba por la ventanilla, con expresión apática, sus dedos apretaban los de Ethan con toda la fuerza de su miedo.

Ethan estaba maravillado. Había parecido tan tranquila para huir de la jaula y ponerse el vestido que él no había caído en la cuenta de lo aterrada que debía de estar. Y con razón. Bedlam no era lugar para una dama. Tampoco para Bess.

Pasaron con toda tranquilidad bajo el arco de hierro de los portones y el portero los cerró tras ellos, dividiendo el mundo de los cuerdos del de los locos.

Jane se sobresaltó al oír el ruido de los portones cerrándose, pero, por lo demás, permaneció serena cuando tomaron el camino hacia el río y el puente.

¿Jane, estás bien? 

Despacio, ella le soltó la mano y levantó las suyas hasta el lazo bajo el mentón. Con toda calma soltó el nudo, se quitó el sombrero y lo puso en el asiento, a su lado.

Entonces, se arrojó en brazos de Ethan.