Capítulo 26
Cuando vio que las pistolas seguían disparando, Jane se bajó silenciosamente por el otro lado del carruaje. Agachada junto a la rueda de adelante veía las botas de su tío recortadas contra la luz. Más allá, observó a varios hombres que rodeaban a dos cuerpos tendidos en el suelo.
Ninguno de los dos tenía una chaqueta azul. Ethan tampoco estaba entre los que estaban parados. ¡Había escapado! Por un instante, Jane se permitió un suspiro de alivio, cerrando los ojos y apoyando la mejilla contra el borde frío de la rueda del carruaje. Había simulado un desmayo para engañar a su tío, pero todavía le dolía la cabeza del golpe que él le había dado.
Comenzó a abrirse camino en la oscuridad, manteniendo el carruaje entre los hombres y ella. Avanzaba de costado, pues no quería apartar los ojos del claro ni por un instante. Lástima que su vestido era tan claro. Habría sido mejor llevar un sensato vestido oscuro. Rezaba poder perderse de vista antes de que a ninguno se le ocurriera volverse.
Su corazón galopaba por el miedo y los nervios y pensó que iba a vomitar por la angustia de haber visto cómo le apuntaban a Ethan con un arma de fuego, pero ella sería más fuerte que sus temores. Al fin llegó a un bosque de árboles ornamentales, donde se ocultó y luego se lanzó a correr. Tropezó, cayó, se levantó y siguió corriendo. No le preocupaba tanto hacer ruido como alejarse lo más posible de lord Maywell. No tenía tiempo para ponerse a buscar a Ethan en la oscuridad. No tenía idea de hacia dónde había huido él, en medio de ese caos.
Una y otra vez se golpeaba con las ramas bajas, pero las esquivaba y seguía corriendo, con las manos extendidas hacia adelante, en la oscuridad. En un momento oyó ruido a agua y el cloqueo alarmado de aves acuáticas frente a ella. Trató de recordar sus excursiones al parque. Aminoró el paso y escuchó.
Los patos y los cisnes parecieron calmarse, lo que le hizo preguntarse qué los había alarmado. ¿Sus pasos? ¿Ethan? Le dio un vuelco el corazón, y se detuvo, cautelosa. ¿Y si era algo más siniestro? Durante un largo rato, los únicos ruidos fueron los últimos aleteos de los pájaros semidormidos y su propia respiración entrecortada. Jane se volvió, cautelosa, con todos los sentidos alertas. No oyó ruidos que le indicaran una persecución, ni los rugidos de furia de su tío, ni vio la luz de las antorchas. No parecía haber nadie más en el mundo entero.
Jane exhaló un suspiro lento y parejo. Como no había dónde sentarse, se dejó caer de rodillas allí mismo. Se quedó respirando, simplemente, un momento, y se puso las palmas frías en las mejillas. Tenía que pensar. ¿Cómo salir de esa? ¿Adonde ir? Su tío supondría que ella trataría de encontrar a Ethan, de eso estaba segura. Por su parte, ella no encontraba objeción alguna a hacer exactamente eso. El único problema era que no tenía idea de dónde buscar. Ethan era demasiado inteligente como para volver a su casa. Sabría que Maywell lo estaría vigilando.
Cric. Jane pegó un salto: una llamita se encendió a poco más de un metro de ella. Parpadeó para protegerse del resplandor y retrocedió, tambaleante, para alejarse de un hombrecito que sostenía un palito encendido con el que se iluminaba la cara. La joven retrocedió, arrastrándose por el pasto mojado hasta que su espalda tocó un árbol. El hombre no se había acercado.
—Eh, milady —dijo, con gentileza—. No haga eso. Yo estoy del lado de los buenos.
—Todos piensan que están del lado de los buenos —señaló ella.
El hombre rio. La lucecita se apagó, acompañada por una soberana maldición del hombre. Aprovechando la distracción, Jane comenzó a incorporarse, rodeando el tronco del árbol y poniéndose de pie al mismo tiempo. Pero entonces él encendió otro palito, sorprendiéndola en la mitad del movimiento. Ella dejó caer las manos, frustrada.
—¿Cómo hace?
El hombrecito andrajoso sonrió, con timidez.
—El hombre que los hace los llama palitos de fricción. —Se encogió de hombros—. Yo no sé lo que quiere decir, ¡pero dan fueguito! No me gusta hacer tanta luz en lo descampado. ¿Querría venir conmigo? Tengo un lugar para que se esconda.
Jane vaciló. El hombrecito era bastante raro, con sus harapos, su dulce sonrisa de dientes partidos y sus palitos mágicos, pero, por alguna razón, no le inspiraba miedo. Se recordó que, de haberlo deseado, ese sujeto ya le habría avisado a Maywell, y no lo había hecho. Y ahora le ofrecía resguardo. Se mordió el labio. No tenía adonde ir. Despacio, asintió. Él le hizo una pequeña inclinación de cabeza, como alentándola, y le tendió la mano.
—Tengo que guiarla, milady. Perdón, tengo las manos un poco sucias.
A Jane le divirtió la delicadeza del hombre, considerando lo sucias que tenía ella las manos, de arrastrarse por el suelo. Pero no rio; sonrió, cuidadosamente, y le dio la mano.
—Qué alivio, señora —dijo, como para empezar una conversación—. Mis manos son mi herramienta, por decirlo así. No puedo estropearme los dedos con una quemadura.
Ella lo seguía con cuidado. No sabía cómo, pero el hombre la guiaba sin hacerla chocar más que con alguna pequeña rama caída. Iban hacia el agua, a juzgar por lo blando del terreno y los ruidos del lago artificial que lamía suavemente las orillas. El hombre le mostró el obstáculo que se levantaba ante ellos. Se agacharon debajo de algo que llegaría a la altura de la cintura. Él le soltó la mano y le dijo que se metiera abajo.
—Espere aquí que voy a buscar su carroza.
Le sonrió, animado. Era encantador. Jane miró a su alrededor, y aprobó lo que veía.
—¡Estamos bajo el puente! ¡Qué ingenioso!
Habría jurado que el hombrecito se ruborizó. Sacó un cabo de vela del bolsillo y se lo dio.
—Esto no lo van a ver, si le tiene miedo a la oscuridad.
Ella fue a tender la mano para tomarlo, pero se arrepintió.
—No, es mejor que no nos arriesguemos. Voy a estar bien. Me quedaré aquí a descansar hasta que usted regrese.
—Enseguida vuelvo a buscarla, se lo prometo, milady.
Jane lo oyó salir de debajo del puente, pero después desapareció sin más ruido. Ella se rodeó las rodillas con los brazos y bajó la cabeza. Se sentía agotada, le ardían mucho las muñecas y estaba segura de estar sentada encima de excremento de cisnes. Pero se hallaba a salvo, por el momento, al menos. Solo esperaba que Ethan estuviera tan bien como ella.
Para cuando Kurt se hubo cambiado la bata de dormir y los Mentirosos reunidos estuvieron armados, Stubbs, el portero, esperaba en la callejuela detrás del club con las riendas de varios caballos entre los dedos toscos.
—¿Tenemos caballos? —se asombró Ethan.
Dalton asintió y montó un capón negro.
—Después de la última vez, cuando los carruajes casi echaron todo a perder, decidí que compráramos nuestra propia caballeriza. —Su sonrisa hendió la oscuridad—. Queda a pocas calles de distancia y es como cualquier otra. Es más, hacemos algo de dinero alquilando los caballos que no son tan buenos.
Ethan le dirigió una mirada sombría a su caballo.
—Hasta los animales tienen nombres secretos. Ustedes están todos locos, de remate.
—¿"Ustedes"? ¿No querrá decir "nosotros, los Mentirosos"?
Cuando el grupo se lanzó al galope por las oscuras calles, Ethan se inclinó sobre el cuello de su caballo y se mantuvo al frente. No necesitaba la camaradería de lord Etheridge. Lo único que precisaba eran muchos hombres y muchas armas para dispararle a cualquier cosa que se interpusiera entre Jane y él.
Nosotros, los Mentirosos.
Qué bien sonaba la frase. Ethan estuvo a punto de creer, por un instante, que no estaba solo.
¿No los sientes detrás de ti? Si quisieras, podrías ser uno de ellos. Así se siente uno cuando pertenece a algo más grande que solo uno mismo.
El canto de sirena de esa atadura lo llamaba, pero él lo sofocó. No lo querían a él y, si hubieran sabido lo cerca que había estado de unirse a Maywell, probablemente lo matarían. Sin embargo, por primera vez en la vida comprendió qué impulsaba a hombres como ellos. Tener un objetivo más elevado hizo que todo fuera claro por primera vez en su vida. Supo exactamente cuál era su propósito. Había que salvar a Jane. Y, como Jane amaba Inglaterra, Ethan haría lo que fuese necesario para salvar a Inglaterra.
Ya no había grises.
Al ver la «carroza», Jane dudó. Su andrajoso salvador acababa de llegar con un destartalado carrito tirado por un poni. En la parte de atrás había un gran baúl, muy usado, de esos que uno utilizaría para viajes largos —si uno estuviera dispuesto a guardar sus pertenencias en algo muy sucio y que daba la impresión de haber participado en el delicado arte de la cría de gallinas—. Unas plumitas seguían adheridas al excremento blancuzco que decoraba el interior.
—Del excremento de cisne al de gallinas —murmuró Jane para sí mientras subía—. Tendría que estar agradecida de que no se lo haya alquilado a un criador de elefantes.
Feebles se apresuró a sacudir la cabeza.
—Ah, no. No alquilé el carrito. Yo no creo en el dinero, ¿sabe?
Jane le dirigió una última mirada de asombro antes de que la tapa cayera sobre ella, sumiéndola en una oscuridad más absoluta que la de Hyde Park por la noche. Acurrucada en su lugar, deseó que el baúl sí hubiera albergado a un elefante, pues entonces sería más grande.
Antes de su aventura en el manicomio, había tenido aprensión por los lugares cerrados, y ahora el encierro le trajo oscuros, desesperados recuerdos de Bedlam y de ese miedo constante que no había querido admitir. Estaba enjaulada otra vez, indefensa, vulnerable.
Respira. El baúl era macizo, pero con el uso se habían formado algunas hendijas entre las tablas. El aire entraba despacio, pero se dio cuenta de que podía respirar bien, a pesar del olor.
—Quiero bañarme —susurró, para reconfortarse con el sonido de su propia voz—. Quiero un baño y quiero una taza de chocolate y quiero una cama con Ethan dentro.
Cerró los ojos y trató de imaginarse esas cosas, y no pensar en el baúl, que le recordaba una jaula o un féretro.
—Un baño con jabón de lavanda y restregarme fuerte con una toalla suave y tibia.
El carro comenzó a moverse y la incomodidad de Jane alcanzó nuevas alturas. Las sacudidas eran infernales; a cada paso del poni pegaba con el cuerpo contra el baúl, y le dolía.
—Quiero —masculló— ¡un hacha!
Cuando los Mentirosos se acercaban a la zona de Mayfair donde se ubicaba la mansión Maywell, Dalton aminoró la marcha de su caballo y alzó una mano para que los otros también siguieran, rápidos pero silenciosos, al paso.
Ethan habría querido correr al rescate de Jane, pero debía admitir que era más sensato acercarse sigilosamente. Maywell debía sospechar que Ethan reuniría a los Mentirosos. No podían llegar como una tromba, pistolas en ristre, pues así forzarían a su enemigo a hacer algo contra Jane.
Así como estaban las cosas, a Ethan le aterraba pensar que tal vez ya le habría hecho algo. Ella había estado tan silenciosa en el carruaje, como si no estuviera allí. Se le heló el corazón, que amenazó con dejar de latir. Su Jane, la de la mente bizantina, la amada, la adorada Jane, estaba bien. Tenía que estarlo, pues, de no ser así, nada de eso tendría sentido, ni los Mentirosos, ni la guerra, ni su propia existencia.
Desmontaron en silencio y, más sigilosamente aún, se separaron en tres grupos que tomaron rumbos diferentes para rodear la mansión. Para cuando Ethan y Dalton llegaron a la plaza, Stubbs ya había apagado los faroles más cercanos mediante el sencillo expediente de treparse a los postes y soplar por debajo de las pantallas de vidrio emplomado.
Kurt llevó a un grupo de aspecto temible a la callejuela detrás de los jardines y los establos. Collis montó guardia en el frente de la casa, con dos hombres a cada lado de la puerta principal y otros ocultos en las sombras del parque. No se había oído más que un leve susurro de hojas y un débil destello de luz sobre los cuchillos.
—No me gusta nada esto —murmuró Dalton—. Demasiada exposición. Quiero atrapar a la Quimera, pero no quiero que el mundo sepa que lo tengo.
Ethan lo miró.
—La Quimera está ahí. Si lo quiere, atrápelo. Yo solo quiero a Jane.
—Conque Jane. Muy bien, entonces.
Dalton levantó el brazo para ordenar el ataque, pero el joven lo detuvo. Una luz le había llamado la atención.
—Un momento; mire eso.
En el segundo piso, en la fachada que daba a la plaza, había una ventana iluminada. Ethan trató de recordar el plano de la casa. La habitación de Jane. Entonces vieron a una mujer que pasó ante la luz, el mismo movimiento que le había llamado la atención la primera vez. ¿Jane? Él solo veía una forma de mujer, hasta que la luz iluminó unos cabellos del color del fuego.
—Detenga a sus hombres —le ordenó a Dalton—. Primero entro yo solo.
—De ninguna manera. Maywell tiene criados muy fornidos. No se lo van a permitir.
El joven señaló hacia arriba.
—Ella está sola; estoy seguro.
—Es peligroso.
Harto de tantas vueltas, ahora que sabía que Jane estaba otra vez casi en sus brazos, Ethan sonrió y abrió los brazos.
—¿Peligroso? Esto es un paseo de niños para mí. ¿Se acuerda de quién soy? Un apostador.
—Vaya, entonces. Recupérela y avísenos. Intentaremos sacarla antes de tomar la casa.
—¿Y a las primas?
—A todas las mujeres, si podemos. Vaya.
Ethan se internó entre las sombras, hasta que llegó a la pared del frente. En un estilo popular, unos pesados bloques de piedra delineaban las esquinas de la casa. Pensó utilizarlos como una especie de escalera, pero descartó la idea. La ventana de Jane estaba muy en el medio. No sabía si podría moverse por la casa cuando entrase.
Unas enredaderas crecían tupidas en algunas partes del frente; esta era una de las pocas señales de abandono que Maywell había permitido que se vieran en el exterior. Incluso así, Ethan desestimó la idea enseguida. La ágil Jane, que trepaba árboles como si nada, podría utilizar esa vía para bajar, pero sus primas se romperían el cuello.
La única opción que le quedaba era trepar al pórtico mismo y seguir el saliente hasta debajo de la ventana. El peligro radicaba en que el techo del pórtico se veía bien desde las ventanas de los otros dormitorios. Si alguien miraba hacia afuera...
Pero era la única salida posible. Ethan se trepó por las columnas del pórtico sin vacilar y se encaramó sobre las ornamentadas molduras que decoraban el dintel. Pasó un instante de peligro cuando lo que creyó una hoja de piedra tallada se deshizo bajo su mano: no era más que yeso moldeado. Por un momento que pareció un siglo, quedó suspendido en el aire, colgado de una mano, buscando de dónde agarrarse.
Casi todas las molduras eran de yeso barato: más engaños de Maywell.
Sin más incidentes llegó al techo del pórtico y miró hacia abajo. Los Mentirosos no se veían por ningún lado, pero él sabía que una docena de pares de ojos observaban cada movimiento suyo. Hizo una pequeña señal para indicar que todo estaba bien.
Al llegar a la ventana vio que no estaba cerrada. Trató de mirar hacia adentro, pero los vidrios estaban empañados, dado que era una noche muy fría. Alcanzó a ver una forma vestida de blanco sentada ante el fuego, con la cabeza inclinada. Apoyó con fuerza una mano y lentamente abrió la ventana. La muchacha sentada ante el fuego no levantó la cabeza. Sus silenciosos sollozos explicaban por qué no lo había oído entrar. Ethan comenzó a sonreír de alivio.
—¡Querida!
La muchacha se volvió, asustada, y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Señor Damont?
A Ethan se le paralizó el corazón.
—¿Serena?