Capítulo 1
Inglaterra, 1813
Lady Jane Pennington se sentía perseguida. El salón de baile comenzaba a parecerle un bosque infestado de solteros empobrecidos agazapados entre las sombras, y ella se sentía como un ciervo indefenso.
Se recostó en la pared, semioculta por una maceta con una palma. Los pies le dolían tanto que no soportarían una pieza más. Dedicó entonces varios minutos a localizar con la mirada a sus cinco primas, las muchachas conocidas en sociedad como la Pandilla Maywell.
Lord Maywell era el anfitrión del baile de esa noche, además de ser tío de Jane. Por el momento, no estaba a la vista. Claro, se interesaba en los naipes mucho más que en incentivar las relaciones y posibilidades matrimoniales de sus cinco hijas. Molesta, Jane refunfuñó para sus adentros sin que su expresión traicionara sus pensamientos. Ocuparse de proveer compañías adecuadas a sus hijas era lo mínimo que tendría que hacer ese hombre, especialmente considerando que, por su culpa, las pobrecitas cargaban con la nariz de los Maywell, para no mencionar la inclinación de la familia a comer en exceso.
Su tía, lady Maywell, era la única que se ocupaba de acompañar a las cinco jóvenes, y no daba abasto: las muchachas solían involucrarse en situaciones bastante tontas.
Vio que la menor de sus primas, Serena, observaba con timidez a los bailarines. Con solo quince años, era demasiado joven para haber sido presentada ya en sociedad, pero Jane no podía opinar sobre ese punto. Lord y lady Maywell habían puesto a sus hijas al por mayor en el mercado matrimonial, con ansias de que alguna consiguiera algo.
Abandonando por un momento la seguridad del rincón en que se encontraba, Jane fue hacia Serena y le acomodó con discreción la faja de la cintura y un mechón rebelde de sus cabellos rojizos, muy parecidos a los suyos.
—Tienes una mancha en el corpiño —le susurró—. Abrocha tu flor de seda sobre ella.
Serena trago saliva, asintió y se dirigió rápidamente hacia el tocador de señoras. Jane miró hacia el otro lado de la habitación y vio que Augusta, la mayor de las cinco, que todavía no había cumplido los veinte, había encontrado una copa de champaña. Lady Maywell no estaba por ningún lado, así que Jane avanzó deprisa.
Un joven le salió al paso.
—¡Lady Jane! ¿Me concedería el honor de esta pieza?
Ella parpadeó. ¿Cómo era el nombre de ese jovenzuelo? Desde su llegada a Londres, tres meses atrás, le habían presentado a todos y cada uno de los hombres menores de cincuenta años de la ciudad, pero ella casi no se acordaba de ninguno.
Lo molesto era que todos la recordaban a ella... Lady Jane Pennington, ricamente ataviada, soltera y, por lo tanto, un buen partido para cualquier hombre emprendedor que se considerara más pobre de lo que merecía. Al principio, la atención había sido abrumadora, halagadora incluso, pero se había vuelto una molestia cuando se dio cuenta de que había una sola razón para tanta adoración.
Algo en ella traicionó su aplomo y mostró su irritación, porque el joven dio un paso atrás.
—¿Milady?
Billingsby. De pronto, recordó el nombre del joven.
—Señor Billingsby, le ruego que me disculpe. —Se obligó a ser amable. Después de todo, él no tenía la culpa de ser uno de los individuos más aburridos y de los peores bailarines de la ciudad—. Mi tía me necesita.
No era mentira, considerando que, si la tía Lottie supiera lo que estaba haciendo Augusta, seguramente querría que Jane tomara cartas en el asunto.
—Pero mire: mi prima Julia está libre para esta pieza.
Frustrado, se le esfumó la sonrisa. El joven hizo una reverencia, resignado, y comentó:
—Por supuesto. Será un placer.
Jane vio con preocupación que Augusta había vaciado la copa; se despidió del señor Billingsby y sorteó a los bailarines. Cuando llegó junto a su prima, esta, que hasta donde Jane sabía nunca había bebido una gota de alcohol, parpadeaba aturdida, con la vista perdida en la resplandeciente araña que colgaba del cielorraso.
—Mira, Jane —dijo con voz enronquecida—. ¡Hay un arco iris! —Hipó y lanzó una risita—. ¿No te encanta el champaña?
¡Ay, Dios santo! Jane arrancó a su prima de su ensoñación y se la llevó hacia afuera, a través del salón de baile.
—Tienes que tomar un poco de aire, querida. Hace demasiado calor aquí.
Augusta la miró extrañada, pero fue con ella de buen grado.
—Estoy un poquito mareada.
—¿Comiste algo hoy?
Augusta negó con la cabeza, orgullosa.
—Por supuesto que no, quería que me entrara este vestido. ¿No me queda bonito?
Jane suspiró. Esto no iba bien.
—Estás preciosa, queridísima. Ahora saldremos por esa puerta.
Unos instantes después, Augusta se sintió descompuesta y fue llevada a su habitación por una mucama: de pronto, la joven deseaba con toda el alma dar por terminada la velada. Desastre evitado.
Jane permaneció en la terraza, respirando el fresco aire nocturno. Tampoco ella tenía ganas de volver a respirar el aire viciado del salón de baile. Hacía todo esto solo por contentar a Madre, que le había dicho: "Atiende cuidadosamente a tu tío y a tu tía. Tú tienes poca experiencia en estos menesteres".
Claro que eso había sido bastante tiempo atrás. Ahora, ya tenía tres meses de experiencia, y todo lo que podía decir al respecto era que lo consideraba el período más aburrido de su vida. Durante el día no había más que risitas infantiles y, durante la noche, pies destrozados y lisonjas falsas. Obediente, lo registraba todo en sus cartas diarias a Madre, aunque no comprendía su interés.
Aprovechando que nadie la veía, Jane se desperezó lánguidamente. Se restregó la nuca e hizo girar la cabeza a un lado y otro, preguntándose si había cumplido ya con su deber de atraer a jóvenes caballeros para sus primas por esa noche. Estaba cansada, y alguien tendría que ir a ocuparse de Augusta...
Una luz extraña le llamó la atención. Miró hacia la casa, protegiéndose los ojos contra el resplandor de las ventanas del salón de baile. Volvió a ver la luz.
Arriba, en la ventana del tercer piso —la segunda desde la izquierda—, podía percibirse el resplandor de la luz de una vela. ¿No era esa la habitación que su tío había clausurado, aduciendo que la chimenea tenía defectos de estructura y era peligrosa?
Desde allí abajo, la casa parecía muy sólida, porque lord y lady Maywell todavía podían mantener una apariencia de prosperidad. La casa se veía elegante y ricamente amueblada, aunque Jane sabía a ciencia cierta que se estaba viniendo abajo. Entonces, si esa habitación era peligrosa, ¿quién podía estar allí con una vela, y qué estaba haciendo, quienquiera que fuera?
Retrocedió unos pasos, tratando de ver la ventana con mayor claridad. La terraza tenía una baranda que terminaba en escaleras curvas de piedra. Jane se levantó la falda con una mano y corrió escaleras abajo, hacia el parque, sin apartar los ojos de la parte de la casa. Por un momento, pensó que al fin tenía algo interesante para contarle a Madre.
Miró hacia atrás. Al borde del parque, justo fuera del círculo de luz que arrojaban las ventanas del salón de baile y la terraza, había un gran olmo. Le gustaba ese árbol, pues era lo único en el jardín rigurosísimo de sus parientes que le recordaba los viejos bosques silvestres de Northumbria. De pequeña había sido una gran trepadora de árboles. Dirigió una última mirada pensativa a la ventana. Un destello de luz le infundió valor. Las resistentes ramas del olmo prácticamente la desafiaron.
Jane sonrió para sus adentros y se acercó al árbol.
El salón de baile estaba atestado de predadores empeñados en alcanzar satisfacciones sensuales, de vírgenes empeñadas en llegar a algún arreglo triunfante y de chaperonas obstinadas en mantener a ambas partes separadas. Por lo general, esto daba como resultado una mezcla interesante que casi siempre proporcionaba suficiente diversión para toda la velada.
Sin embargo, en ese momento, Ethan Damont —jugador, soltero empedernido y espurio caballero provechosamente desempleado— solo quería encontrar la puerta trasera.
Con los años, Ethan había aprendido que, luego de una noche lucrativa, era siempre mejor irse por la salida menos obvia, por si alguien decidía a último momento que cierto jugador profesional había estado, digamos, haciendo trampa. No convendría que en ese momento le revisaran las mangas y los bolsillos. Ethan estaba muy orgulloso de sus impecables antecedentes de honestidad aparente y no pensaba tentar a la fortuna ahora saliendo por la puerta del frente a la vista de todos.
Una mano enfundada en un guante rojo lo tomó del brazo, obligándolo a detenerse. Una mujer de ojos oscuros y pechera memorable le sonrió.
—Caramba, qué placer volver a verlo, señor Damont. —Las últimas palabras sonaban como un susurro de alcoba. Por un momento, Ethan se complació recordando otras palabras que ella le había dicho con ese mismo tono, durante aquella fiesta que era mejor no recordar.
Pero era hora de irse. Con una última mirada nostálgica a la mencionada pechera, Ethan hizo una inclinación y sonrió, como disculpándose.
—Debo retirarme, señora. Un asunto urgente, ¿sabe?
No había dado más de diez pasos cuando otra mano enguantada lo detuvo. Esta estaba vestida con una seda color esmeralda que combinaba a la perfección con las piedras alrededor del cuello de una rubia escultural.
—¡Querido, no sabía que estabas aquí!
Ah, la viuda Bloomsbury... Las noches, las mañanas y las tardes pasadas en la cama de esa apetecible viuda brillaron con un ardiente resplandor en el recuerdo del hombre. ¡Era una mujer tan atlética! Pero él debía retirarse. Besó la mano enguantada y murmuró:
—En otro momento y otro lugar, amor. Tengo que irme.
Se volvió y vio a una señora vagamente familiar vestida de azul que avanzaba hacia él con un brillo intencionado en la mirada. ¡Dios santo, parecía que en este baile no había vírgenes, después de todo! Para evitarla, se apresuró a escurrirse entre los bailarines.
A salvo, echó a andar con la cabeza en alto y los ojos alertas. Consiguió esquivar a las otras señoras que avanzaron en su dirección y llegar a la puerta de la terraza sin tener que volver a detenerse. Sin aliento, sintiéndose como un zorro perseguido por los perros de caza, Ethan dirigió una última mirada a sus espaldas y salió al jardín en penumbras.
Era evidente que lo que Madre le había dicho tantas veces era cierto. ¡Gracias a Dios que esa mañana se había puesto un par de calzones sin estrenar! Cuando una está colgada de un árbol cabeza abajo, el estado de la ropa interior se vuelve un tema de vital importancia.
Jane dejó de luchar contra la falda que le cubría la cara y los brazos, y permaneció colgada del árbol, sujetada por las rodillas, mientras se balanceaba levemente, pensativa.
¿El suelo? Demasiado lejos para dejarse caer. ¿La rama? Imposible alcanzarla teniendo la parte superior del cuerpo enfundado en su propia falda invertida. «Ahora se usa el estilo estrecho, señorita»: palabras de la modista, que Jane repitió para sí misma, furiosa. «El último grito de la moda es dar pasitos cortos, señorita. La elegancia antes que todo, señorita».
Bien, volvería a intentarlo. Llevó el borde de la enagua y del vestido hasta los codos y esta vez logró dejar libres la cara y los hombros. Aspiró el fresco aire nocturno y le dirigió una mirada desconfiada al suelo. Todavía estaba demasiado lejos para saltar. Lo peor era que había sido todo en vano. La luz de la ventana había desaparecido hacía rato ya y no había visto nada que valiera la pena.
Una vez más, aspiró hondo y comenzó a balancear el cuerpo hacia atrás y hacia delante, levantando los brazos para intentar alcanzar la rama con las manos. La primera y la segunda vez solo consiguió aferrar la corteza superficial. Se balanceó una vez más. Con el movimiento, la rama crujió, amenazadora. Jane se paralizó. Su momento de distracción hizo que las capas de muselina volvieran a taparle la cara. La gruesa rama le había parecido muy resistente cuando se trepó a ella. Si sus formales zapatillas de baile no hubieran sido tan lisitas e inútiles, no se habría resbalado y todo estaría bien.
Pero ella tenía piernas fuertes, gracias a haber vivido en el campo, y aún no le dolía demasiado la cabeza. Sin embargo, si no encontraba pronto una solución para su problema, tendría que soportar un fuerte golpe o, algo peor aún, ¡tendría que gritar pidiendo ayuda!
Ethan salió del hermoso salón de baile con los bolsillos llenos del dinero de lord Maywell. Dado que fuentes confiables le habían asegurado que su anfitrión era una muy mala persona, el joven había hasta disfrutado la partida de esa noche.
El renovado entusiasmo por un pasatiempo que no había logrado entusiasmarlo en el último año le agregó agilidad a su andar cuando cruzó el amplio parque. Caminaba por el sendero de carruajes que llevaba a una pared posterior —esperaba que no fuera demasiado alta para sortearla— cuando oyó un ruido que lo inmovilizó.
En alguna parte, a unos diez metros de distancia, una mujer maldecía en voz baja.
¿Una mujer? ¿Sola en la oscuridad? Quizá no estaba sola... Ethan esbozó una sonrisa socarrona y echó a andar nuevamente. Lejos de su intención interferir en la travesura de nadie; a él no le gustaría ser interrumpido en semejantes circunstancias. Aunque la compañía femenina era otra cosa que había perdido su atractivo en el año transcurrido; al menos, la compañía de las mujeres que en un tiempo le habían agradado.
En una época le había gustado divertirse con entusiasmo y sin vergüenzas; cuanto más entusiasmo y menos vergüenzas, mejor. Vino, mujeres y canciones. Cuando el dinero brotaba como manantial de sus manos, no había tenido inconvenientes para encontrar compañeras de juegos en abundancia. En los años de vacas flacas, su encanto había bastado para algún que otro revolcón.
Pero un día el vino se volvió vinagre; las mujeres, vulgares y desagradables, y la canción comenzó a sonar con una nota discordante dentro de sí. De pronto fue como si pudiera ver su futuro. Todo lo que le deparaba era más de lo mismo.
Por un tiempo disimuló, pero incluso llegó a perder interés en mantener esa farsa. Había hecho falta que una belleza de cabellos oscuros lo arrancara de su casa para una misión, unas pocas semanas atrás, para que el corazón volviera a latirle de entusiasmo.
¿Quién podría culparlo? Se trataba de una criatura delicada y revitalizadora, Rose Lacey. Perdón, Rose Tremayne, ya que se había casado con quien posiblemente fuera el último amigo que le quedaba a Ethan en el mundo. Tal vez era una suerte que así fuera. Ethan no era recomendable para una persona de tan elevados principios. Él podía aducir, con toda honestidad, que su vida estaba dedicada a redistribuir el dinero... hacia sus propios bolsillos.
En ese momento, oyó un sollozo.
—Ay, no —gimió para sus adentros—. Eso no. —Se le aflojaron los hombros. Trató de enderezarse a fuerza de voluntad, pero el suave quejido continuaba—. Diablos —susurró, resignado. En silencio, regresó sobre sus pasos hasta quedar frente al lugar del cual provenía el sonido. El seto era viejo y se veía ralo entre los gruesos troncos nudosos. Ethan se abrió paso con admirable sigilo.
Estaba oscuro, pero alcanzaba a ver los troncos negros de los árboles contra la zona mejor iluminada cerca de la casa. Bajo sus pies, la tierra era suave, de manera que pudo aproximarse sin ser oído. Cuando al fin llegó, se encontró con un espectáculo tal que tuvo que detenerse. Aspiró hondo y se tomó un minuto para apreciar lo que veía. Unas piernas largas, enfundadas en medias, verdaderamente hermosas, enganchadas con firmeza alrededor de una rama. Era una visión muy erótica.
Se acercó. A la luz proveniente de la casa, alcanzó a ver el blanco inmaculado de la piel del muslo asomándose por encima de un par de medias bastante usadas. Las pantorrillas parecían rellenitas, lo suficientemente fuertes para engancharse a él... perdón, a la rama del árbol, toda la noche.
No se veían más que metros y metros de muselina envolviendo el resto de la mujer. No tenía problemas con eso: a Ethan siempre le habían gustado las piernas.
En ese momento, la rama crujió con fuerza. El joven se lanzó hacia adelante, tomó el bulto de muselina por lo que supuso sería una cintura y tironeó de todo el paquete, piernas incluidas, hacia sí. Su doncella en apuros exclamó, sorprendida, y le clavó un codo en el estómago.
—¡Ay! —¡Cómo le dolió! Precisamente por eso, Ethan la bajó mucho más despacio de lo necesario. Después de todo, uno no se topa con ese tipo de espectáculo todos los días. Con los brazos alrededor de ese cuerpo femenino, el acto de darla vuelta hizo que debiera tomarse una serie de libertades inevitables.
—Perdóneme. Por favor, perdóneme —dijo, sin mucha convicción. Primero depositó en el suelo las voluptuosas piernas y observó con pena cómo la muselina cambiaba de lealtades y caía para cubrirlas. Quedó entonces frente a un bulto proteston y forcejeante, de cabellos despeinados y manos castigadoras.
—¡Suélteme! —La mujer le dio un fuerte empujón y Ethan la soltó.
—De nada —dijo él, burlón; luego, le hizo una gran reverencia y se volvió para alejarse. De nada sirve ser un héroe—. Ojalá no se le caiga la rama sobre la cabeza —agregó desde lejos.
Ruborizada y sin aliento, lady Jane Pennington, conocida heredera, se irguió, apartándose como pudo los cabellos de la cara. La luz de la casa alumbraba una espalda ancha que desaparecía rápidamente en la oscuridad. ¡Gracias a Dios que el hombre se alejaba! Si fuera posible incendiarse de vergüenza y humillación, estaba segura de que, en ese preciso momento, sería una antorcha viviente. Sin embargo, sus buenos modales la obligaron a hablar.
—Gracias, señor —dijo. Las palabras se le atragantaron, pero sabía que estaba haciendo lo correcto.
Él se volvió para mirarla y, lentamente, regresó. Jane sintió que su vergüenza aumentaba cuando la luz iluminó los rasgos del hombre. No solo era alto y fuerte, sino también viril y bien parecido. Digamos: ¡el peor salvador que una pudiera imaginarse!
Ethan se acercó aún más. Asustada, Jane retrocedió un paso. Todavía tenía los cabellos sobre los ojos y el rostro en sombras, y prefería evitar que la reconocieran.
Sin embargo, el hombre se acercó tanto que ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Contuvo el aliento ante el impacto de rasgos y formas tan hermosas. Tan cerca...
Entonces, un estremecimiento de alarma la sacudió. Estaba sola, en el jardín abandonado, de noche, con un hombre que le había visto la ropa interior. Hasta el más galante de los salvadores tendría una impresión equivocada.
—Preferiría un honesto «apártese de mi vista» que ese agradecimiento desganado, gacela —dijo él en voz baja.
Jane lo miró con desdén: la noche había sido larga y no estaba de humor para escuchar la opinión de ese hombre.
—Y yo preferiría que se hubiera ido en lugar de volver para burlarse de mí.
—Aja. Tiene colmillos. Tal vez, después de todo, no sea una gacela. —Inclinó el rostro hacia ella hasta quedar tan cerca que, al menor movimiento, le rozaría la mejilla con los labios—. ¿Es usted una predadora? —Su voz sonó como una caricia, cálida y suave, contra la oreja de ella—. ¿Por eso estaba sobre el árbol, esperando para abalanzarse sobre algún varón inadvertido? —Su tono dejaba en claro que estaba más que dispuesto a ser ese varón.
¡Ay, qué tedio! ¡Su salvador era uno más de esos insoportables hombres invitados al baile! Jane bufó.
—Dígame: toda esa puesta en escena ¿de verdad funciona con las mujeres o la está practicando por primera vez conmigo? —Se cruzó de brazos—. Porque debo informarle que nunca llegará a buen puerto.
Él apartó la cabeza para mirarla. Tenía los ojos en las sombras. Jane no pudo adivinar su reacción. ¿Se habría ofendido? Después de todo, ¿qué importaba?
—Claro que no. —Su tono era inexpresivo—. ¿En qué estaba yo pensando? Además, me esperan en casa.
Tomó una hoja que ella tenía entre los cabellos y se la guardó en el bolsillo del chaleco.
—Un recuerdo, encantadora doncella —agregó, burlón.
Le dio la espalda y se alejó. En el momento en que se internaba en las sombras más profundas del jardín, el desconocido le dirigió, por encima del hombro, una sonrisa espléndida, traviesa.
—Lindas extremidades —dijo—. Cualquier hombre podría yacer entre ellas toda la noche. —Con un saludo elegante, se volvió y desapareció.
Ante un comentario tan atrevido, Jane se llevó una mano a la boca, pero enseguida, a pesar suyo, lanzó una carcajada. ¡Qué desfachatado!
Recogió su falda y corrió hacia la casa. Esperaba poder llegar a su habitación sin que nadie viera el estado en que se encontraba. Mientras se escurría entre las sombras, se preguntó quién sería su travieso y bien parecido salvador.
No sabía si le contaría a Madre sobre esto.