Capítulo 25

Ethan, atado y ensangrentado, era sujetado por dos esbirros de lord Maywell, de los que habían salido mejor parados. Otro, también con cicatrices de guerra, tenía a Jane. Los habían vestido por la fuerza.

Al parecer, Serena había tranquilizado a su madre, que a su vez había tranquilizado a su preocupado esposo, que se paseaba ante ellos.

Osaste tocar a una lady, deshonrarla. Siempre apuntaste demasiado alto, Damont. Esta vez perdiste pie y te caíste. 

Así que toda su linda perorata sobre la igualdad era falsa. Debería sorprenderme, pero no es así. Usted especula con sus privilegios. 

Maywell lo miró con furia.

Una cosa es la ideología y otra la insolencia. —Les indicó a sus hombres que acercaran a Ethan—. Tú te mueres por vivir como un caballero, Damont. Yo te daré la oportunidad de morir como uno. Un duelo al amanecer en Hyde Park. ¿Qué te parece como final aristocrático? 

¡No! —Jane forcejeó, desesperada, en manos de sus captores. Ethan quiso decirle que no se preocupara, pero ella no lo miró. Sus ojos estaban fijos en su tío—. ¿Por qué? Si yo no te importo. ¿Qué puede importarte que tenga un amante? 

Maywell se colgó el bastón del brazo y se acomodó el corbatín: una desconcertante expresión de pánico le había aparecido en la mirada.

Una dama habría preferido sufrir en el manicomio de Bedlam hasta el día de su muerte antes que ser deshonrada. Tu herencia era una mentira, ¿no? En tu cuenta no había ni para un día de compras de mis hijas. ¿Quién crees que te aceptará ahora, pobre y deshonrada? ¡Dios santo, muchacha! No seas ingenua. ¿Crees que le importas a este hombre? 

Jane ni siquiera miró a Ethan.

Me ama. No te molestes en tratar de convencerme de lo contrario. No pudo él, así que imagínate, no tienes ni una maldita posibilidad. 

¡Qué modales! Ah, pero supongo que no es culpa tuya. Tengo entendido que los locos no pueden controlar su comportamiento. Ya hace bastante que te estamos perdiendo, ¿no, querida? Esta inclinación hacia una conducta libidinosa, y eso de huir de tu casa y de tus seres queridos. 

¿Recuerdas que fuiste tú quien nos empujó el uno hacia el otro? 

Una verdadera lady no habría entregado su virtud en menos de una semana. Eres una desvergonzada. Regresas a Bedlam, Jane. Ya les avisé para que no permitan otra huida. Me informaron que encadenan a los internos más recalcitrantes. Claro que tienes a Damont para que te lleve allí. Fue idea suya. 

Jane parpadeó. El rubor de la ira que le pintaba las mejillas desapareció tan abruptamente que a Ethan le dolió verlo. Lo miró, al fin, como si fuera un extraño, como si una vez más lo hubieran apartado de su lado y estuviera mirándolo desde el otro lado del abismo.

Maywell, usted es un bastardo. 

Como tú, Damont. Somos iguales, ¿recuerdas? 

Ethan ladeó la cabeza y le dirigió una mirada funesta a Maywell. 

Será bueno que recuerde eso, milord. 

 

 

Hyde Park estaba absolutamente sereno, salvo por la niebla que, condensada, caía de los árboles. Las ruedas del carruaje crujían sobre la grava y las herraduras de los caballos sonaban fuerte en el silencio. No había nadie, lo que hizo que Jane abandonara su plan de gritar pidiendo socorro.

Permaneció callada en su rincón del carruaje, haciendo lo posible por no atraer la atención dado que, cuidadosamente, estaba girando las muñecas a sus espaldas. Tal vez intimidados por su rango, los esbirros de su tío no la habían atado demasiado fuerte. La piel se le había adormecido en el lugar en donde la cuerda la había lastimado. Aprovechó eso y tironeó hasta que sintió que la soga se humedecía con su propia sangre. Siguió tirando.

El carruaje paró en seco, haciéndole perder el equilibrio; casi cayó sobre Ethan, que estaba frente a ella. Se sacudió, para no tocarlo, y, empujándose con los pies, logró alejarse más.

Jane... —Su murmullo fue interrumpido por los hombres de Maywell, que lo sacaron del carruaje, haciéndolo caer al suelo, a sus pies. Ella sintió el ruido sordo del cuerpo al dar contra la tierra, como si hubiera sido ella, pero no podía desconcentrarse. Las muñecas resbalaban ahora, dentro del nudo. 

Desde el suelo, Ethan miró a Maywell.

Creo que así me será difícil participar en un duelo. Nadie creerá que he muerto en una lucha justa cuando me encuentren con las manos atadas. 

Nadie creerá que has muerto en una lucha justa, de todos modos. Eres el hijo de un comerciante. 

En realidad, de un fabricante de telas. 

La gente se asombrará más de que hayas tenido el atrevimiento de participar en un duelo de honor que de que te hayan matado. Que te maten sería de esperar. 

Dada la superioridad nata de las clases altas, dice usted. —Ethan escupió tierra y pasto, y rio—. Endogámicas, puede ser, ya que ustedes insisten en casarse entre primos. 

La deplorable armadura de Maywell presentó su primera grieta. Rápidamente, levantó el pie. La patada dejó al joven sin respiración. Resolló.

Preciosas botas —dijo, casi sin voz—. ¿Quién es su zapatero? 

¿Para qué quieres saber? —se burló—. Tú ya no vas a comprar más botas en tu vida. —Les hizo una seña a sus hombres—. Levántenlo. Quiero a este parásito muerto antes de la salida del sol. 

Mientras lo ponían de pie, Ethan dirigió una última mirada dentro del carruaje. Jane estaba sentada acurrucada en un rincón, con la mirada perdida. No hubo un último adiós de dolor, ni palabras de despedida. Esta vez, Ethan la había hecho buena. Aunque estaba seguro de que se iba a morir, lo único que deseaba era que ella no se hubiera enterado de que él la había internado en Bedlam.

Cada persona tiene un límite a su tolerancia. Hasta la bondadosa lady Jane Pennington. Es obvio que cualquier muchacha se enojaría con un hombre que la hubiera internado en un manicomio. Era lógico. Pero él había pensado que no. Por alguna razón, él había esperado que no hubiera nada en el mundo capaz de indisponer a Jane contra él. En lo más recóndito de sí, había comenzado a creer que el amor de ella era real, que lo amaría hasta el día en que ambos murieran de amor.

Como al parecer ese día había llegado, se sintió decepcionado de que ella no hubiera podido extender su adoración unas horas más, por lo menos.

Eres un desgraciado de humildes orígenes y no te mereces ni un segundo de su amor, así que cállate y trata de salvarte y salvarla a ella de esta, para intentar recuperarla.

Hermoso plan. Pena que no tenía la menor posibilidad de llevarlo a cabo. Estaba atado, desarmado y rodeado por los hombres de Maywell en el medio de un parque solitario.

En ese momento, un frío acero cortó de un tajo sus ataduras. Se sintió embargado por una repentina esperanza.

Una a favor —susurró para sus adentros. 

Lo llevaron al centro del claro. Al parecer, Maywell no tenía ganas de esperar el amanecer. Antorchas y faroles iluminaban el círculo de matones.

Que sea creíble —dijo Maywell, subiendo al carruaje—. Cuenten los pasos. 

De modo que pusieron a Ethan espalda contra espalda con otro hombre y luego lo hicieron caminar.

Uno, dos, tres, 

Quince, treinta y cuatro, siete —canturreó Ethan, con ellos. Eso le ganó un golpe en la cabeza que lo dejó aturdido, de modo que desistió. Pero se les rio en la cara cuando vio que tuvieron que empezar desde el principio. No lo podía creer, pero le dieron una preciosa pistola para duelos. 

No te ilusiones —se burló el hombre a su lado—. No tiene más que un polvo negro. No parecería real si no tuvieras quemaduras de pólvora en la mano. 

Ethan entendió que de verdad iba a morir. Allí mismo. En ese momento. Descubrió que su anterior desinterés por el futuro se había esfumado. Quería vivir. Con toda el alma quería vivir. Por sobre todas las cosas, no quería morir habiendo dejado a Jane con las últimas palabras que le había dicho. ¿Y si ella pasaba el resto de su vida pensando que él había sido sincero al pronunciarlas?

Ignorando a sus captores, Ethan echó la cabeza hacia atrás y gritó su nombre. Ella no respondió, pero él oyó un sonido ahogado desde el carruaje. El vehículo se sacudía mucho. Se estaría llevando a cabo una buena pelea allí dentro. El joven forcejeó con sus captores; quería ir hacia su amada.

¡Jane! —gritó otra vez—. ¡Te mentí! ¡Te mentí, Jane, tenías razón! 

El carruaje se sacudió una última vez y se detuvo con un último grito, espantosamente sofocado. A Ethan casi se le paró el corazón.

¡Jane! ¡Jane, te amo! 

Trastornado, esperó alguna respuesta, pero no la hubo. Maywell abrió la puerta y bajó a tierra. Ethan estiró el cuello, pero no vio nada en la oscuridad del carruaje.

¿Y? —preguntó el hombre, dirigiéndose a sus esbirros—. ¿Qué esperan? 

El «oponente» de Ethan se acomodó y levantó, obediente, la pistola. El joven alzó la suya, esperando, contra toda esperanza, que se hubieran equivocado con las pistolas. Lo único que quería era ir a Jane, a ese carruaje horriblemente silencioso. El otro apuntó y Ethan vio el dedo oprimiendo el gatillo.

Sonó un disparo.

El hombre frente a Ethan giró sobre sí y se fue hacia un lado; su disparo salió para cualquier lado. La bala perdida abatió a otro de los hombres de Maywell.

Alguien le había disparado a su oponente. El joven no trató de entender más que eso. Se volvió y descargó el polvo negro en la cara del hombre que estaba a su derecha, que trastabilló y gritó de dolor. Ethan usó la pistola vacía para pegarle en la cabeza. Ya sin más ideas, la arrojó contra el hombre que tenía a la izquierda. Increíblemente, le pegó de lleno en la frente y lo derrumbó como a un árbol talado.

Desarmado otra vez, el joven rodó para salir de la línea de fuego. Al llegar al refugio de los árboles y la oscuridad, rodeó el claro, hacia el lugar donde creía que estaban sus salvadores. Había solo un hombre, de pie en las sombras, haciendo malabarismos con lo que parecían al menos cuatro pistolas. Sus cabellos plateados brillaban a la luz de las antorchas que habían quedado encendidas.

¿Jeeves? 

Buenas noches, señor... 

Ethan vio que uno de los hombres de Maywell se levantaba y apuntaba.

¡Jeeves! ¡Abajo! —se arrojó contra su mayordomo. 

Algo duro le pegó y lo arrancó de al lado de Jeeves. El mayordomo se puso de pie de un salto y disparó; después corrió hacia donde Ethan estaba caído.

Ay —dijo débilmente, agarrándose el brazo—. Me arde. 

Sí, señor, me imagino que sí, señor. —Jeeves lo ayudó a ponerse de pie. 

Caramba, quién diría —jadeó—. Herido en un duelo en Hyde Park. Mis aspiraciones aristocráticas al fin se han hecho realidad. Mi padre estaría muy orgulloso de mí. 

El claro era un pandemonio. Hombres que disparaban en todas direcciones, que blandían pistolas y antorchas y gritaban. Al parecer, solo un hombre había tenido el buen sentido de fijarse de dónde venían las balas y ese ya estaba en el suelo; no podía decir mucho ya.

Venga, señor. Por acá. 

No, Jeeves. ¡Tiene a lady Jane! 

No creo que le haga daño, señor. 

¡No! No puedo permitir que la vuelva a internar en Bedlam. 

Ahora otras manos se ocupaban de él, manos más grandes y fuertes, y no pudo resistirse. Lo metieron en un carruaje que salió a toda velocidad por High Street, dejando el parque y a Jane muy atrás.

 

 

Ethan entró tambaleante en el Club de los Mentirosos del brazo de Jeeves. No había nadie en la zona pública, pues era casi el alba. Hasta los más trasnochados estaban en sus camas a esa hora.

No así los hombres de la parte de atrás. Varios se pusieron de pie de un salto, sin pedir explicaciones, y lo ayudaron a sentarse. En un momento, aparecieron otros hombres, algunos vestidos con ropa de dormir. Kurt anduvo alrededor de Ethan un largo rato y luego se fue. Algo aliviado, Ethan tuvo tiempo de pensar dónde se mandaba hacer las batas de dormir un hombre como Kurt. ¡Cuánta tela!

Un momento después, el gigante de las cicatrices regresó, ahora con una bañera llena de agua humeante y objetos de un brillo muy peligroso. Parecían horribles instrumentos de tortura. Ethan quiso ponerse de pie. La habitación se oscureció y pareció deslizarse hacia un costado. Mareado, el joven se dejó sentar otra vez. Jeeves le quitó la chaqueta azul, ahora con un agujero de bala y empapada en sangre: le quedaría manchada para siempre.

Qué pena. La habitación dio vueltas otra vez. Con lo que le gustaba esa chaqueta.

Lo atravesó un dolor lacerante, que comenzaba en el hombro y reverberaba en cada fibra de su cuerpo. Quiso apartarse de esos dedos gruesos, toscos, que le exploraban la herida, pero el gigante lo hizo quedarse quieto sin miramientos ni esfuerzo y, empecinado, volvió a su búsqueda, ignorando las maldiciones incoherentes del herido.

Alguien le metió brandy en la boca, pero Ethan lo escupió. No podía perder la lucidez.

¡Jane! —Su voz sonaba como un graznido horrible. Con la mano libre se agarró de Jeeves—. ¡Tenemos que rescatarla! 

En ese momento, el gigante le removió algo dentro, como si fuera la llave del dolor, y Ethan se desvaneció. Mientras las luces se apagaban a su alrededor, oyó la voz tranquilizadora de su mayordomo:

No se preocupe, señor, la encontraremos. 

¿Jeeves? —murmuró mientras perdía la conciencia—. ¿Qué haces tú en el Club? 

Cuando recuperó el conocimiento, Jeeves y el gigante le vendaban el hombro.

Mueva el brazo —gruñó el gigante. 

Ethan lo intentó. No podía hacerlo muy bien, porque la venda en su hombro estaba muy ajustada, pero alcanzó a moverlo apenas hacia adelante. Le palpitaba, pero el problema no era tan serio como había parecido cuando empezó a perder tanta sangre.

Gracias, doctor. 

El otro gruñó, dejando ver varios dientes rotos.

Doctor —volvió a gruñir y se fue sin decir otra palabra. Jeeves asintió, serenamente. 

Creo que usted le cae bien, señor. 

Ethan tuvo la prudencia de no hacer ningún comentario sobre afirmación tan dudosa. 

Jeeves, ¿yo te dije que me trajeras aquí? 

El mayordomo pareció reflexionar.

No, señor, no creo que me lo haya dicho. 

A Jeeves se lo había recomendado una tal Lillian. ¡Lillian Raines! Como la escuela frente al Club. Además, el nombre de Jeeves no era ese.

Pearson. 

¿Sí, señor? 

Eres un Mentiroso, ¿verdad? 

Pearson asintió.

Honorario, señor; sí, señor, diría que sí. 

¿Y Sarah? 

Los dos trabajamos para sir y lady Raines, que dirigen la Academia de los Mentirosos. 

¿Y Uri? 

Uri trabaja para el Caballero, señor. 

Dime, Pearson: ¿mi ropa interior es mía o me la prestó el primer ministro? 

Solo usted ha de saberlo, señor. 

¿Dónde está Etheridge? 

Milord está hablando con algunos de los hombres en la habitación de al lado, señor. 

El joven se puso de pie, tembloroso. Aspiró hondo, les ordenó a sus rodillas que dejaran de temblar y se dirigió hacia la habitación de al lado para enfrentarse a lord Etheridge.

¿Cómo puede estarse aquí sentado hablando cuando uno de los suyos corre peligro? 

¿Quién corre peligro? 

¡Lady Jane! —¡Dios! ¿Nadie lo había escuchado todavía? 

No la conozco. 

¿No sabe nada de la sobrina de lord Maywell, la otra espía que el gobierno ha conseguido poner allí además de mí? 

¿Qué dice? Explíquese. 

¡No! Basta de explicaciones, basta de pruebas. Por Dios, ¡confíe en mí! ¡Tenemos que salvar a lady Jane ahora mismo de las garras de lord Maywell! ¿Usted quiere a su Quimera? ¡Pues lady Jane es quien puede llevarlo a ella! 

Etheridge miró a su alrededor.

Ya oyeron. Armas y cuchillos. —Se dirigió a Ethan—: ¿Adonde puede llevarla? 

A Bedlam —respondió al instante, pero vaciló—. No, sería demasiado fácil, ¿no? Lo repitió demasiadas veces. 

¿Le parece un señuelo? 

Ethan asintió.

Sí. 

Etheridge lo miró a los ojos.

A la mansión Maywell, entonces.