Capítulo 21

Cuando Ethan bajó la escalera, Jeeves estaba esperándolo en la recepción con el sombrero y el bastón.

¿Cuánto tiempo se quedará la señorita, señor? 

Para ser honesto, Jeeves, no lo sé. Últimamente no he pensado mucho en el futuro. 

Sí, señor. ¿Me permite sugerirle que haga preparativos para que se quede un tiempo? 

Jeeves, ¿estás dando a entender que debe quedarse? 

Es una señorita muy fina, señor. Uno no se encuentra semejante tesoro todos los días. No querríamos dejar escapar a una dama como ella. 

Ethan rio y sacudió la cabeza.

¿No te has puesto casamentero, verdad, Jeeves? 

¿Señor? 

Oh, tienes razón, por supuesto. —Se restregó la nuca, sin saber cómo expresarlo—. Creo que sería bueno que la señorita no saliera de la casa para nada. ¿Podrías ocuparte de ello? 

Jeeves asintió, con la expresión más serena del mundo.

Se lo diré a Uri y a la señora Cocinera, señor. 

Eh, sí, está bien —asintió incómodo. Le preocupaba que su personal ni se mosqueara ante la idea de mantener a una mujer prisionera en la casa. Después de todo, no les pagaba tan bien. 

"Pagar" lo hizo pensar en cuentas, y eso lo llevó a recordar que no podría volver a pagar ninguna. Bien, no importaba. Para decirlo con las palabras de la valiente Bess: "Valió la pena".

 

 

El comedor quedó muy frío con la partida de Ethan. Jane se arrebujó en la bata y un embriagador aroma salió del espeso terciopelo: una mezcla de tabaco, de madera de sándalo y de Ethan.

¿Cuándo el perfume de él había pasado a ser tan conocido? ¿Cuándo sus dedos tocándola se habían convertido a ser algo tan necesario para su existencia?

No le gustaba nada que él se hubiera ido a la casa de lord Maywell. Ya no llamaría "tío" a ese hombre. Su traición la había lastimado más que sus actividades de renegado, tal vez porque la lealtad a Inglaterra era un concepto amplio y abstracto, pero la lealtad a la familia era algo que se podía ver, oír y sentir cuando faltaba.

Como la lealtad que ella había llegado a sentir por su tía y esas cinco chiquillas tontas, pero adorables. Estaba preocupada por ellas y por Bess, que seguía en el manicomio. No obstante, a pesar de sus lazos con sus parientes, su mayor preocupación era Ethan, que volvía a la madriguera de esa alimaña.

El mayordomo tomó su lugar usual detrás de la silla vacía de su amo. Ella le sonrió, temblorosa.

Me temo que no se librarán de mí, Jeeves. —Se sorprendió por la expresión de pena que percibió en la cara del hombre—. ¿Qué pasa? ¿Qué dije? 

Él parecía angustiado.

Perdóneme, milady —se apresuró a decir—. Es ese nombre. 

¿Qué nombre? ¿Jeeves? ¿No es el suyo? 

No, milady. El amo me llama así porque prefiere ese nombre. 

¿Fue capaz de cambiarle el nombre? 

Así parece —suspiró—. Al amo le divierten sus bromitas. 

Lo sé —bufó Jane—. A mí me llama "lady Lacerante". 

Oh, no, milady. El amo no le dio ese apodo. Mucha gente la conoce por ese nombre. 

¿Ah, sí? ¿Pero por qué?—preguntó indignada. 

Jeeves la miró de frente.

Yo diría que es por las cartas de rechazo a sus pretendientes. 

¿Cartas? ¿Mis pretendientes? 

Parece muy sorprendida, milady. ¿Usted no escribió algunas cartas bastante hirientes rechazando a los jóvenes caballeros que pedían su mano? 

¿Mi mano? —Jane se dio cuenta de que parecía un eco—. Perdóneme, Jeeves. No es que dude de su palabra, pero no tengo idea de qué me habla. 

Entiendo. Entonces, milady, parece que alguien ha estado actuando en su nombre. 

Alguien como lord Maywell —murmuró, furiosa otra vez—. No puedo creerlo. 

Pero podía y sí, lo creía. Lord Maywell era capaz de asesinar a un miembro de su familia. Ella no habría durado mucho tiempo en Bedlam, al menos, no como la persona que era. ¿Ese acto no era mucho más cruel que espantarle a algunos jóvenes para poder echar mano a su supuesta herencia?

Cierto, pero ¿"lady Lacerante"?

Se sentía humillada. Se puso las palmas de las manos en las mejillas ardientes.

¡Lo que ha de pensar de mí la gente! 

Ah, no debe preocuparse por eso, milady. Se olvidarán de todo eso cuando se enteren de que ha pasado la noche con el famoso Ethan Damont. 

Jane levantó bruscamente la cabeza.

¡Jeeves, por favor! No debe filtrarse ni una palabra. 

Él asintió, serio.

Entendido, milady. Y lord Maywell tendrá su merecido, no me cabe duda. 

Jane rio, pesarosa.

Es una tontería, ¿verdad?, preocuparme por cómo me llamen. 

Sí, milady. Pero venga, que está helada. La señora Cocinera me ha dicho que disfrutaría mucho de su compañía en la cocina, si a usted no le molesta. 

 

 

La señora Cocinera era una mujer alegre, redonda y burbujeante como las ollas que hervían en su cocina, que estaba llena del aroma y el calor de la hornada del día, que se enfriaba en una rejilla. Jane se sintió arrastrada al pasado, cuando atormentaba a la cocinera y conseguía que le dieran un bollito caliente a cambio de dejar trabajar tranquila a la pobre mujer.

La señora Cocinera sentó a Jane con una taza de té, un bollito y una sonrisa comprensiva. Tanta bondad le llenó los ojos de lágrimas.

Gracias, señora Cocinera. —Miró a la mujer, preocupada—. ¿Ese es su nombre o el señor Damont se lo ha cambiado también a usted? 

Ah, no se preocupe, milady. Ya hace tantos años que soy Sarah Cocinera que ya he olvidado el nombre que tenía antes. Los maridos vienen y van. 

Jane bebió un sorbo de té y miró a la mujer con ojos muy grandes.

¿Cuántos maridos ha tenido, si no le molesta la pregunta? 

Ah, no, querida, no me molesta. A ver, déjeme pensar... 

Jane rio y se excusó. Imperturbable, la señora Cocinera continuó:

Es gracioso, perder la cuenta de esta manera. Si cuento solo los que acepté ante el sacerdote... 

La historia de los escandalosos y variados romances de esa mujer llevaron casi toda la mañana, y para cuando hubo terminado relatando el fallecimiento del anterior "pero no el último, ¡ah, no!", Jane se sentía mucho más la de siempre.

¿Se le ocurre dónde puedo conseguir algo de ropa? —Por más que le gustara la bata de Ethan, preferiría no tenerla puesta cuando él regresara. Había algo demasiado íntimo en andar envuelta en su aroma. 

Anoche le envié un recado a una amiga diciéndole que necesitaba algunas cosas —respondió con expresión astuta. 

 

 

Ethan pasó por la puerta principal del Club de los Mentirosos, le hizo una inclinación a Stubbs, el portero, y subió la escalera. Collis apareció de la nada y lo alcanzó cuando él buscaba el botón de la puerta secreta.

¡Espera un momento, Damont! —Collis llegó a su lado y bajó la voz—. Se acostumbra mirar hacia ambos lados antes, hombre. 

Obediente, Ethan miró hacia atrás. Era demasiado temprano para que hubiera alguien. Una vez hecho esto, presionó el punto secreto.

Ahí no. —Collis pasó la mano por la ranura entre dos paneles. No era más que una delgada línea oscura, pero la puerta se abrió, obediente—. Ahora, empuja. 

Ethan lo hizo y la puerta se deslizó hacia un lado.

¿Contrapesos? 

Aja. Instalados hace un siglo. Son horribles de reparar, créeme. Es casi imposible llegar a ellos. 

No me interesa, Tremayne. ¿Dónde está el Caballero? 

En el altillo con Ella. No se permite el acceso de ningún Mentiroso. 

¿Ella no está embarazada? 

Espera a estar casado y verás. —Ethan sacudió la cabeza. Nunca. Pero Collis le dio una palmadita en la espalda y dijo—: Espéralo en la oficina. Tocaré el timbre para que sepa que hay algo. Porque lo hay, ¿verdad? 

Ethan asintió.

De lo contrario, no vendría a hacerle perder el tiempo. 

Excelente. Va a quedar muy complacido. 

Pero a Ethan no le importaba que Etheridge estuviera loco de contentó. Él solo quería que todo terminara de una buena vez para que Jane estuviera a salvo.

Hacía menos de un minuto que estaba en la oficina no-tan-secreta cuando entró Dalton.

¿Qué tiene para mí? —Una ansiedad infantil brillaba en sus extraños ojos grises y tenía las mejillas encendidas. Ethan se asombró: lord Etheridge parecía casi humano. 

Tengo las direcciones de varias casas de placer cerca de Westminster cuyo único propósito es sonsacar información a funcionarios gubernamentales —respondió, entregándole la lista—. Pero mantenga la información en secreto hasta que yo... —Hasta que yo esté fuera. Pero Etheridge no lo quería fuera—. Hasta que yo me afiance en mi posición. 

¿Maywell le ha ofrecido algo? 

Sí. Mi misión es ser un Mentiroso. Lo sabe todo sobre ustedes. Quiere que los espíe para él. 

Etheridge abrió grandes los ojos y a Ethan lo envolvió la satisfacción al ver al Señor Todopoderoso estupefacto.

Diablos —susurró al fin. Entrecerró los ojos—. ¿Y qué le ofreció? 

Era una pregunta obvia. Después de todo, Etheridge no era ningún tonto. Ethan se encogió de hombros.

La mano de su sobrina en matrimonio. 

¿Y por qué semejante cosa? 

Ethan lo miró directo a los ojos.

Porque yo, por mis medios, jamás podría casarme con una mujer de ese calibre. 

¿Es muy hermosa? Me imagino que es una heredera. 

Es la hija del noveno marqués de Wyndham. 

¿Wyndham? —Algo relampagueó en los ojos de Etheridge—. Qué interesante. 

Yo le dije que estudiaría su propuesta. 

¿Eso hizo? Sería toda una conquista. 

Especialmente para un hombre como tú, le faltó decir a Etheridge, pero Ethan oyó las palabras claramente en la pequeña habitación, como si las hubiera dicho. No se ofendió. Ya no le importaba la opinión de ese hombre. 

No me interesa el matrimonio. 

Ya he oído eso. Es más, yo lo he dicho —afirmó sonriendo, pero, para alivio de Ethan, enseguida volvió a sus fríos modales de noble—. Un ofrecimiento así haría flaquear a muchos hombres. ¿Entonces? ¿De qué lado está usted ahora? 

Ethan lo miró, serio.

Del lado de Inglaterra. —La Inglaterra de Jane. No la de Maywell, ni la de los Mentirosos. La Inglaterra en la que una lámpara brillante podría arder a salvo y por mucho tiempo. 

¿Hay algo más? 

No. ¿Qué más puede haber? 

Entiendo —susurró atravesándolo con la mirada. 

Ethan miró para otro lado. Esos malditos ojos grises...

Ahora tengo que ir a casa de Maywell. Me imagino que usted quiere que acepte su propuesta, ¿no? 

Quiero que la acepte en apariencia. No creo que sea prudente casarse con la sobrina. 

Ya le dije que no soy de los que se casan. 

Mientras subía los escalones de la mansión Maywell, Ethan iba preparándose. Mentirle al perceptivo lord Maywell sería casi tan difícil como mentirle a lord Etheridge.

Estoy muy cansado de los lores.

 

 

Respiró hondo y levantó el llamador. Simms abrió y miró a Ethan con frialdad.

Lord Maywell no está recibiendo a nadie —le informó—. Será más conveniente esta tarde. 

Entonces, por favor, dígale que lo veré esta tarde. —Se volvió y bajó los escalones. Definitivamente, muy cansado de los lores. 

De regreso en su casa, se sorprendió subiendo rápidamente los escalones. Tenía todo el día para estar con Jane, pero no sería prudente. Varias veces había demostrado que no era capaz de estar a solas con ella sin que a alguno de los dos le sucediera algo con la ropa. Había jurado no lastimarla, y deshonrarla era, claramente, hacerle daño.

Jeeves tenía la puerta abierta, por supuesto, de modo que Ethan pasó junto a él como una exhalación, con un rápido saludo.

¿La señorita está en su habitación? 

Sí, señor. Ella y el joven amo quedaron exhaustos después de jugar con un ovillo de lana, así que la señorita decidió que a ambos les vendría bien dormir una siesta. 

Ethan sonrió y subió, ansioso, la escalera. Quería ver a Jane, solo verla. Quería saber cómo había pasado la mañana y si Zeus la había hecho reír. Abrió la puerta de su dormitorio, ansioso, pensando que podía no encontrarse bien, por efecto de los malos momentos pasados.

Ella estaba sentada en la cama con Zeus, completamente dormido, en la falda. Tenía el entrecejo fruncido y estiraba un condón hecho de tripa de oveja.

Hace una hora que miro esto —dijo, intrigada—. ¡Y no puedo darme cuenta de para qué sirve! 

Ethan había conocido los condones de tripa de oveja a la tierna edad de catorce años, gracias a su memorable preceptor, un joven llamado Luther que había sido contratado por su linaje: era el hijo menor de la hija menor del viejo conde de Gatwick. Parecía un joven caballero modelo, de modales corteses y palabras amables en presencia de los padres de Ethan. Pero cuando Luther lo llevó en su primera excursión a ver las obras maestras en la Royal Academy, el joven alumno conoció la verdadera naturaleza de su nuevo maestro. Solo miraron los desnudos.

Luther era el mayor disoluto que Ethan había conocido o conocería jamás. Le gustaban los placeres más oscuros y los licores más fuertes. Le hizo conocer un día y una noche que el muchacho no olvidaría jamás.

Habían empezado en una de las casas de placer más ordinarias. Luther escogió a una pelirroja de abundante pechera para él y a una rubiecita para Ethan. Ella se llamaba Tilly y era una mujer muy entusiasta. Cuando la dejó, Ethan se sentía agradablemente corrupto.

En retrospectiva, Tilly había sido una virtuosa monja comparando esa aventura con las que siguieron: Jessamine, a quien le gustaba que le pegaran en el trasero con la parte de atrás de un cepillo; Lisette, la de las medias de encaje negro y los cigarros de un olor rarísimo. Esta era experta en el delicado arte de la servidumbre erótica, le dijo, y procedió a darle una clase práctica con otra mujer. Y así siguió, esa caída de veinticuatro horas en el pecado y la depravación.

En el curso de una rotación de la Tierra, el joven Ethan Damont había conocido más de lo que muchos hombres experimentan en toda una vida. No todo lo consideró digno de ser repetido, pero algunas cosas las siguió practicando con entusiasmo, una y otra vez, cuando se lo permitía su buena fortuna.

Pero no acompañado por Luther. Bastó con que una vez Ethan regresara a la casa con olor a tabaco y sexo, para que su padre despidiera al preceptor de inmediato. Aún recordaba sus palabras de despedida: "Hay hombres que viven y hay hombres que piensan en vivir. Prométeme que no pensarás demasiado. Y usa las fundas, muchacho. Te evitarán hijos bastardos y la sífilis".

Ethan había seguido el consejo al pie de la letra. Pensando muy poco, viviendo mucho y con una provisión bastante impresionante de condones de tripa de oveja, el joven había salido a conquistar el mundo; al menos, su parte femenina.

Pero, cuando instaló a Jane en su dormitorio, se había olvidado de los condones que tenía en el cajón de la mesa de noche.

Ah, eso es... un... 

Ella lo miró, parpadeando, esperando.

¿Un qué? —Volvió a mirar el delicado objeto que tenía en la mano—. A mí me hace acordar a la envoltura de una salchicha, pero está cerrado en un extremo y es muy corto. 

¿Corto?

¡No es corto! 

Sí que lo es. Las envolturas de salchichas miden metros y metros. ¿Tú nunca hiciste salchichas? 

Ah, no —dijo Ethan, con un hilo de voz—. La verdad, no. 

Jane contempló el objeto que tenía en la mano y luego —ay, Dios, Ethan se sintió morir— se lo restregó sensualmente por la mejilla.

Es tan suave. ¡Y qué flexible! —Lo blandió—. ¿Es para guardar algo? ¿Alguna cosa que uno no quiere que se moje? 

Tengo que sentarme —dijo Ethan. Corrió hacia la silla, se sentó y cruzó las piernas para ocultar el efecto de las palabras y los gestos de Jane. 

¿No te sientes bien? —Había preocupación en sus ojos. Dejó al gatito en la almohada y comenzó a bajarse de la cama para ir hacia él. 

Solo entonces Ethan vio lo que tenía puesto: un fino vestido de día con un estampado que él estaba seguro de haber visto en algún lado recientemente.

¿Dónde encontraste ese vestido? 

Ella se miró.

Me lo trajo la señora Cocinera. Es precioso, ¿no? 

¿Y dónde lo obtuvo ella? 

Jane se apoyó en los talones y ladeó la cabeza.

No lo sé, Ethan. ¿Por qué no se lo preguntas a ella, si tanto te interesa? 

Perdóneme, milady. Solo me preocupa que alguien pueda preguntarse para qué puedo yo querer un traje costoso en un talle pequeño para mi cocinera. 

Sarah no nos pondría en peligro, Ethan. —Se puso los puños en las caderas—. Y creía que ya habías dejado atrás la etapa de llamarme "milady". 

Pues... me parece prudente, mientras estés aquí, que mantengamos la distancia entre ambos. 

¿Por qué? 

Porque... —tartamudeó Ethan—. ¡Para no comprometerte, por eso! 

Jane quedó boquiabierta y lo miró.

Ethan, querido, no quisiera tener que darte esta mala noticia, pero me has visto más que yo misma, pasé la noche en tu casa, en tu cama. Creo que ya estoy más que comprometida. 

No. Mientras sigas siendo doncella, un hombre estaría loco para no pasar por alto esas pequeñas objeciones. 

Ella dejó de sonreír.

¿Porque soy una heredera, es eso lo que quieres decir? 

Por supuesto. 

Ella apartó la mirada.

Claro. —Desilusionada, se bajó de la cama y se dirigió a la puerta—. Uri me preparó la habitación de huéspedes. Creo que iré a descansar. 

Estaba enojada por algo, pero Ethan sabía que él tenía razón al insistir en mantener las formalidades. Bastante difícil sería ya vivir con ella como para, además, hablarse cariñosamente.

¿Milady? 

¿Sí? 

Creo que te llevas algo mío —dijo tendiendo la mano. 

¿Ah, sí? —Lo miró con inocencia—. ¿Qué cosa? 

Ah, era una diabla. Ethan apretó los labios para no largar una carcajada.

Mi envoltura de salchicha. 

Pero yo no tengo ninguna envoltura de salchicha. Esas envolturas miden... 

Metros de largo, sí, ya lo sé. Dame esa cosa suave, flexible, para evitar que determinadas cosas se mojen. 

No sé de qué hablas. ¿Uri sabrá para qué es? —murmuró, como para sí misma. 

¡Jane! —Ethan se interrumpió y volvió a empezar—: Milady, ¿puedo, por favor, recuperar mi... mi...? —No podía. No podía estar allí parado, en su habitación, en el medio del día, y decirle "condón" a lady Jane Pennington—. ¡Está bien! ¡Quédate con esa porquería! 

Ella lo miró, muerta de risa.

Ya sé lo que es, Ethan. —Se inclinó hacia adelante; le brillaban los ojos—. Me di cuenta cuando tuviste que sentarte. 

Y así diciendo se fue, bailoteando por el corredor, y su risa quedó tras ella como una estela, como una música.