Capítulo 28

Al despertar, Jane se encontró con un hombre pequeño y extraño que le daba palmadas en las mejillas. Se encogió recelosa, mirándolo. Estaba segura de que no se trataba del mismo hombrecito que la había puesto en el baúl. Se incorporó con torpeza, casi perdiendo el equilibrio. Desde un techo destartalado, le caía un agua helada sobre la cabeza. 

Se dio cuenta de que se movía. Estaba recostada sobre un asiento y viajaba en una calesa para dos pasajeros que iba tambaleándose por una calle oscura. La única luz provenía de dos faroles baratos colocados a los costados de la calesa. Un caballo castaño los arrastraba; el lomo empapado y las costillas salientes se veían con claridad a la luz que se mecía.

El hombre se reclinó y le sonrió desagradablemente.

Era hora de que despertara, lady Jane. Pensé que se había muerto dentro de ese baúl. —No parecía muy horrorizado ante la posibilidad. 

Jane se apretó contra el rincón del asiento, aferrándose con una mano a la calesa.

Yo lo conozco, ¿verdad? 

¿Sí? 

¡Usted trabaja para mi tío! 

Algo relampagueó en la cara del hombre e hizo que su perfil se volviera aterrador por un momento. La amabilidad distante regresó.

Más bien se podría decir que él trabajaba para mí —dijo, divertido. 

¿Para usted? 

Ay. Si su tío la había considerado peligrosa y había amenazado su vida, ¿qué le haría el superior de su tío? Se le heló el estómago cuando se dio cuenta de que este hombre era el misterioso Quimera. No había posibilidades de que le permitiera seguir con vida.

Yo no sé nada de los asuntos del tío Harold. 

Era un intento pobre, pero valía la pena probar. Por desgracia, el hombrecillo bufó.

Por favor, no se moleste en negar que se pasó todo el tiempo de su visita investigando a su tío para alguien del gobierno británico. Robert me ha entregado todas las cartas que salieron de la casa en los últimos meses. Fui yo quien hizo que Robert le mostrara su última carta a su tío. —Le dirigió una mirada de soslayo—. ¿No se escandaliza? ¿No quiere convencerme de que le escribía a su querida mamita? 

Está bien —dijo Jane, despacio—. No lo negaré. 

Él sacudió la cabeza.

Madre. ¿Sabe que por un tiempo me tuvo convencido de que era otra jovencita tonta? —Apretó los labios—. Ahora bien, ¿quién podría ser esta Madre? 

Jane guardó silencio. Si ese hombre no sabía para quién trabajaba ella, tal vez tuviera una oportunidad. En su lugar, si ella tuviera en su poder a alguien que trabajaba para el otro lado, bien, alguien que no fuera Ethan, claro (Ethan, Ethan, mi amor, ¿dónde estás?), lo mantendría vivo hasta haberle arrancado hasta la última gota de información y después lo mataría. 

Por un momento, se distrajo pensando que era capaz de matar. Qué impresionante.

La calesa se sacudió, lo que la tomó por sorpresa. Cayó contra el hombre. Él la apartó de un empujón que casi la tira a la calle. Jane aferró la manija de hierro del costado, evitando caer. La trenza se hamacó peligrosamente cerca del fuego del farol abierto de la calesa. Con un esfuerzo, porque le dolía mucho el cuerpo, consiguió enderezarse. Un momento después se preguntó si no tendría que haberse dejado caer. Su cuerpo machucado protestaba por las sacudidas de la calesa por esa calle interminable y desierta. ¿Adonde iban?

A la media luz de los faroles, Jane no veía más que grandes edificios oscuros algo apartados del camino. Tenían puertas grandes y lisas, como las de un granero. No había luces por ningún lado, como si por allí no viviera nadie. Tal vez era un distrito de depósitos, como los que había cerca de los muelles. Edificios que no eran más que paredes y muros resistentes para guardar mercadería hasta que se la cargara en los barcos.

Ay, Dios. Barcos. Por primera vez, el miedo se apoderó de ella cabalmente.

¿Adonde me lleva? ¿Por qué pierde tiempo con una... —rehén. Se interrumpió y se mordió el labio. Mejor no darle ideas al hombre—... con una acompañante reacia? 

El pequeño hombre le chasqueó la lengua al caballo que no le hizo caso, a excepción de un desafiante movimiento de su sucia cola. Jane envidiaba la despreocupación del animal. Después de todo, el hombre no iba a matar a su único medio de transporte. Ojalá ella pudiera tener la misma confianza en su propio destino. 

Tengo que tomar un barco; mejor dicho, tenemos que tomar un barco. Con camarote solo para nosotros hasta San Sebastián. Allí hay una persona que estará encantada de conocerla. 

A Jane le dio un vuelco el corazón. San Sebastián quedaba en la costa española, casi en la frontera con Francia. Me lleva directamente para entregarme a Napoleón. La idea de que la torturaran para arrancarle información comenzó a constituirse en una nueva forma del horror. 

En el tiempo que he pasado aquí pude hacer bastante barullo, pero no alcancé algunas metas que me habían impuesto. Creo que cuando lleguemos a París usted compensará, en cierta medida, mis carencias. —Rio secamente, y su risa fue como fuego sobre los nervios de Jane—. ¿Sabe que este barco está llevando armas para las tropas británicas? ¿No le hace gracia la ironía? —Ella no respondió y él se encogió de hombros—. Fue necesario un soborno importante. Tuve que limpiar la caja fuerte de lord Maywell para comprar este pasaje. La carestía es terrible en tiempos de guerra, ¿no cree? 

A Jane no le gustó lo que oía. El tío Harold era tan avaro como podía serlo un hombre tan egoísta como él, dispuesto a gastar una fortuna en el juego, pero renuente a gastar unas monedas en zapatos decentes para sus hijas. Para que este sujeto hubiera limpiado la caja fuerte de lord Maywell, su tío tendría que estar definitivamente muerto.

Ay, pobre tía Lottie —murmuró Jane. 

Está mejor así, y creo que lo sabe. 

Esto le recordó algo a Jane. Todos los miembros de la familia habrían visto al pequeño hombre en algún momento. El horror la invadió.

No les ha hecho daño, ¿verdad? ¿A la tía Lottie y a las muchachas? —De pronto, Jane se dio cuenta de que se sentía muy capaz de asesinar. Este descubrimiento le resultó extrañamente reconfortante. Pero el pequeño hombre bufó. 

¿Por qué iba a hacerlo? Sería un trabajo infernal y ellas solo serían capaces de recordar que no soy alto, ni bien parecido y que no me visto especialmente bien. 

Lamentablemente, Jane sabía que sus primas dirían exactamente eso. Si un hombre no era una presa posible en la cacería de maridos, era como si no existiera.

Los aristócratas ingleses son unos tontos —continuó el hombre con una expresión malhumorada. Al instante, su aspecto fue el de un muchacho de menos de veinte años, con su actitud antisocial—. ¿Qué mira? 

Era muy raro. No se parecía en nada al adulto común que Jane había visto por primera vez en los salones de la mansión Maywell. Pero entonces se irguió, la miró y habló, con tono culto.

¿Hay algo que no entiende, señorita? 

Jane estaba perpleja. Con la ropa adecuada, pasaría como un miembro de la sociedad en el salón más exclusivo. El hombre abandonó lentamente el aire de noble, como una capa que uno quiere quitarse. Le dirigió una mirada imperturbable y se convirtió otra vez en el frío secuestrador. Con razón no le preocupaba que las mujeres Maywell lo reconocieran. Para ellas había sido una suerte, porque eso les había salvado la vida.

Pero para Jane no era bueno, pues ¿cómo podría encontrarla Ethan si no sabía quién se la había llevado?

Se reclinó en el asiento y consideró con cuidado sus opciones. No había nadie en los alrededores que pudiera oírla si gritaba pidiendo socorro; no había manera de dejar pistas sobre qué barco tomaría, ¡ni siquiera del hecho de que la habían sacado de Inglaterra! Simplemente desaparecería, dejando a Ethan en la ignorancia, para siempre.

Otra vez sintió miedo. Era una sensación conocida. En su vida, había tenido miedo muchas veces: miedo de lo que les esperaba a Madre y a ella, miedo de que la descubrieran cuando llegó a Londres, miedo de Bedlam, de su tío, de morir en el baúl. Pero la ira era algo nuevo. Surgía dentro de sí como un volcán largo tiempo adormecido, buscando una fisura por donde salir.

Lentamente, se volvió y miró al hombre sentado a su lado en la calesa. Sí, la idea de matar le parecía fácil en ese momento. Volvió a mirar los oscuros edificios a su alrededor, sin verlos, pues toda su atención estaba puesta en la mano fuera de la calesa. Tanteó la protuberancia herrumbrada que sostenía el farol. El calor que salía del vidrio sucio de hollín le quemó la mano y la manija de alambre le lastimó los dedos y la palma cuando la agarró.

No hizo ruido, se concentró en mantener la mirada inexpresiva, como si se hubiera rendido, como si hubiera dejado que todo el miedo de toda su vida la agotara, la redujera a la desesperanza. La abrazadera del soporte se resistía. Se estaba quemando los dedos al retocar el alambre. Le dirigió una mirada a su captor, se llevó la mano libre al vientre y gimió.

Él dirigió su atención a ella y preguntó:

¿Qué pasa? 

La joven sacudió la cabeza, desencajada, se llevó la mano a la boca y se movió, como con convulsiones, para inclinarse sobre un lado de la calesa. Se sintió orgullosa de sus creíbles ruidos de vómito.

Ah, por favor —dijo su captor, despectivo—. Si es de las que se marean en el mar, creo que mejor la mato acá mismo. 

Jane lo ignoró y siguió haciendo espasmódicas arcadas mientras manipulaba con los dedos doloridos la abrazadera. Al fin, se abrió.

Con todas las fuerzas que le quedaban en el cuerpo maltrecho, Jane hizo un arco con el farol lleno de aceite, sosteniéndolo con ambas manos, y lo lanzó directamente a la cara del pequeño hombre, pero él fue más rápido. Lo esquivó sin problemas, y el farol dio contra el respaldo del asiento. Rebotó, se le escapó de las manos y salió disparado hacia adelante. En una explosión de furia, el pequeño hombre tomó a Jane del cuello.

Te voy a matar. 

El caballo lanzó un relincho de miedo. Jane y su captor se paralizaron, volvieron la cabeza y vieron que el farol había prendido fuego a la cola del pobre animal, que retrocedió y trató de pararse de manos. Con otro relincho de terror, se desbocó.

El hombre soltó a Jane para tratar de alcanzar las riendas, que volaban libres detrás del caballo. Una parte de Jane la instaba a aferrarse al costado de la calesa y sostenerse, pero la furia que se había apoderado de ella la hizo volverse contra su captor con toda la ira acumulada por haber sido golpeada, secuestrada, encerrada y vapuleada hasta que ya no soportaba más. Se arrojó sobre él con uñas y dientes, y casi hizo que los dos cayeran de la calesa, que iba disparada.

Él la golpeó sin lástima, hasta que Jane sintió que le ardían las orejas y tenía gusto a sangre en la boca, pero no podía detenerse. Le pegó con los puños y con las manos abiertas, sin pensar ni planear nada. Encontraba fuerzas en su rabia, rabia de que la hubieran atemorizado tantas y tantas veces.

La calesa, fuera de control, se fue de costado, anduvo unos metros sobre una sola rueda y volvió a enderezarse. Jane fue arrojada contra el respaldo del asiento. Su captor aprovechó la oportunidad para asestarle un golpe brutal, que casi la dejó inconsciente. Ella se deslizó, y apenas tuvo conciencia de que el pequeño hombre trataba desesperadamente de alcanzar las riendas.

Era demasiado tarde: la calesa comenzó a volcar. Con un grito, el hombre saltó. Jane no pudo reaccionar con la misma rapidez. El mundo giró una y otra y otra vez, hasta que su cabeza golpeó contra los adoquines de la calle y todo fue oscuridad.