Capítulo 7
Una vez que las señoras abandonaron el comedor, Ethan escapó hacia la recepción, pasó junto a un lacayo y dobló. Si pudiera salir de ese manicomio, volvería al Club de los Mentirosos y le diría a lord Etheridge que podía tomar su grupito de espías y...
—Señor Damont, quisiera hablar con usted.
Ethan se sobresaltó cuando vio a una muchacha que se le aparecía de la nada.
—¡Dios santo, milady! ¡Por favor, tenga piedad de mí! —Al reconocerla, abandonó el aire seductor—. Ah, es usted —agregó, indiferente.
Lady Jane se irguió.
—No veo por qué sigue tan molesto conmigo. Yo tenía una explicación perfectamente válida para actuar como lo hice. Necesitaba saber es posible confiar en usted.
Ethan la miró, intrigado.
—¿Y el veredicto es...?
Jane entrelazó las manos.
—Lo encontré encantador y amable. Es una pena haberme equivocado tanto.
—Aja. —Ethan no pudo evitar alegrarse de haberle gustado. A él también le gustaba ella, hasta el momento en que...—. ¿Qué quiere decir con eso de que se equivocó tanto?
Jane disimuló una sonrisa: había conseguido atrapar su atención.
—En verdad, creo que no me equivoqué, sino que fui... engatusada.
—¡Engatusada!
—¡Deme una tregua! Lo admitiré: no me equivoqué. —Dejó caer las manos y le dirigió una leve sonrisa—. ¿Por qué no se ofende cuando alguien lo acusa de hacer trampa en las cartas, pero lo toma tan a mal cuando digo que fue encantador?
—Bien, es que... me esfuerzo mucho por ser encantador.
Jane ladeó la cabeza.
—¿Y menos para resistir el impulso de hacer trampa?
—¿Qué? No, quiero decir... ¡Caramba, me hace decir lo que no quiero!
—Es cierto, no sé por que. Usted despierta al diablo que hay en mí.
Ethan lanzó una carcajada de sorpresa.
—Estoy seguro de que usted no tiene la menor relación con el diablo.
—¿Por qué no? ¿No me acusó usted de mentirosa?
—Eso no fue mentir. Fue un pecado de omisión. —Le sonrió. Jane no pudo evitar devolverle el gesto.
—¿Por qué no me habló usted durante toda la cena? Fue muy grosero de su parte ignorarme.
Ethan no pudo responderle. En verdad, no la había ignorado en absoluto. Había estado exquisitamente consciente de cada movimiento de ella, de cada respiración, en especial del modo en que dichas respiraciones hacían que su corpiño se tensara sobre su pecho. Deseó de pronto poder darse un golpe en la cabeza. ¿Podía quedar tan absorto en el mero acto de inhalar y exhalar? ¡Ella estaba respirando, tan solo respirando, por Dios! Sin embargo, cuando lo hacía, él quedaba cautivo de sus movimientos.
Jane inspiró hondo, pero se interrumpió cuando vio que él exhalaba un gemido.
—¿Qué le pasa, se siente mal?
—Sí —contestó él, con un hilo de voz—. Evidentemente, soy un hombre enfermo.
Ella se acercó y le escudriñó el rostro. El abrió grandes los ojos, con una expresión que casi podía llamarse de miedo, y luego los cerró con fuerza.
—Nada más que respirar, nada más... —murmuraba una y otra vez.
Ethan retrocedió, sin abrir los ojos. Jane lo tomó de un brazo antes de que se chocara con una mesa con tapa de mármol sobre la que había un fino florero chino, seguramente más antiguo que la propia Inglaterra. Le dio un sacudón para apartarlo del peligro. Él trastabilló y se fue contra ella, pecho contra pecho. Al principio, Jane quedó paralizada por la sorpresa, pero enseguida se obligó a permanecer inmóvil. Se dio cuenta de que estaba desesperada por hacer que el señor Damont la mirara de verdad, como cuando estaban fuera. Tal vez llamaría su atención si se comportaba de modo descarado.
Él también permanecía inmóvil. Entonces, despacio, como cumpliendo un objetivo, inhaló profundamente. El movimiento apretó más su pecho firme contra el de ella. Con una mezcla de vergüenza y de gozo, Jane sintió que se le endurecían los pezones dentro del corpiño. ¿Percibiría él lo que le estaba ocurriendo?
La mirada de Ethan, que se había disparado hacia un lado en el momento del impacto, volvió lentamente hacia el lugar en el que se encontraban ambos cuerpos. Mareada con su propia falta de aire, Jane también inspiró.
La mente de Ethan se puso totalmente en blanco cuando vio los pálidos senos de Jane henchirse contra su pecho. En ese instante, la sangre abandonó totalmente su cabeza, al parecer convocada por otras partes de su anatomía. Capas y capas de fino hilo y seda no habían logrado disimular la excitación de ella.
¡Lady Jane Pennington sentía un ardiente deseo despertado por él! ¡Rayos! Con una inclinación de cabeza muy poco elegante y un murmullo ininteligible, salió casi corriendo hacia el salón de juego donde esperaban los otros caballeros.
Después de todo, había seguridad en la multitud. Ethan sintió necesidad de protegerse de la audaz dama. Más tarde se dedicaría a renunciar a su «misión».
Jane sabía que, después de la cena, su tío estaría ocupado con el juego de cartas. Todos los hombres se habían ido y las mujeres —es decir, lady Maywell y la Pandilla, ya que invitar a señoras a cenar anularía el objetivo— se habían retirado a la salita, donde tocaban música, cantaban o tal vez estarían jugando también ellas a las cartas. Rogó que la excusaran, aduciendo dolor de cabeza, lo que no estaba lejos de la verdad. Algo le latía con fuerza, eso era cierto.
El señor Damont había huido despavorido, dejándola de pie, extrañamente abandonada y sola, en la recepción. ¡Qué momento tan tenso y extraño! Nunca antes había estado tan cerca de un hombre.
Se llevó una mano al rostro sonrojado. Aunque tendría que estar muy avergonzada de su comportamiento, en verdad no era así. Estimulada, tal vez, y algo perturbada, sí, pero no veía nada de vergüenza en esos dos estados.
Por fortuna, el rubor que sentía en sus mejillas y en todo su rostro la ayudaba. Su tía, siempre presionada, asintió dándole permiso, algo envidiosa de no poder hacer ella lo mismo. Jane trató de hacer lo más creíble su historia. Por eso, cuando entró en su habitación, envió a la criada a buscar unos paños fríos y después le dijo que no quería que la molestaran.
Acomodó la cama e incluso se puso ropa de dormir y una bata, por si la sorprendían: así podría decir que había ido a buscar algo para leer.
Entonces, cuando estuvo segura de que toda la familia estaba en otras áreas de la casa, Jane se dirigió al ala vacía. Allí estaba el cuarto en la que había visto la luz de la vela.
Entró en cada una de las habitaciones que daban al sur y contó las ventanas. No había buena calefacción en esta ala por lo que se alegró de haberse puesto la gruesa bata de brocado. La primera habitación no se usaba para nada; parecía haber sido una sala de música, mucho tiempo atrás. La segunda era más pequeña y más encantadora: le recordó el saloncito privado de su madre, donde ella escribía los menús y la correspondencia. Cada una de esas habitaciones tenía dos ventanas altas que daban hacia el sur, de modo que la que buscaba tenía que ser la siguiente, como había pensado.
La puerta de la habitación contigua estaba cerrada con llave. Jane contempló la cerradura un largo momento. Había oído decir que era posible forzar una cerradura con una horquilla de pelo, pero nunca lo había intentado.
En cambio, sabía que lady Maywell tenía un llavero con todas las llaves de la casa, al igual que el ama de llaves y el mayordomo. Jane no se animaba a bajar por temor a que la sorprendieran tan lejos de su dormitorio, pero la habitación de lady Maywell estaba cerca de la suya. Andando por los pasillos con el mayor sigilo y rapidez, se detuvo ante la puerta de la habitación de su tía. Si estaba allí la criada, Jane tendría que inventar algo para entrar, algo que tendría que explicar mejor más tarde.
Pero corazón cobarde no gana batallas. Aspiró hondo y abrió la puerta. No había nadie. Si se apresuraba, podría usar la llave y devolverle el llavero a la tía antes de que alguien notara su falta.
Se volvió con rapidez y salió de la habitación, obligándose a caminar con calma, como si estuviera débil, hasta llegar a un pasillo en el que sabía que no hallaría a nadie. Entonces se echó a correr: las pantuflas sonaban como las alas de un pájaro. Jane probó las primeras cinco llaves, hasta que los dedos nerviosos dejaron caer el llavero al suelo y no supo cuáles había probado.
—¡Ay, Dios mío! —susurró. Entonces se obligó a calmarse. Seleccionando metódicamente una llave y luego otra, probó todas las del llavero hasta que le quedaron dos.
La penúltima entró con facilidad en la cerradura, y Jane la oyó girar suavemente. Tomó la vela y entró.
La casa de lord Maywell era muy bonita, aunque Ethan había detectado algunas señales de decadencia. Sin embargo, se veía que en el salón de juego no habían escatimado gastos. Las finas sillas de felpa, el espeso paño verde de la mesa de juego, incluso la araña, especialmente diseñada para que iluminara las cartas sin encandilar a los jugadores. Era evidente que milord se tomaba muy en serio sus juegos de cartas.
Ethan se sentó en la silla vacía, haciéndole una inclinación de cabeza, a modo de disculpa, a lord Maywell.
—Le ruego que me disculpe, milord.
Maywell lo miró un instante, esperando una explicación, pero Ethan no tenía nada que explicar. Mal podía contarle que se había estado restregando con lady Jane, ¿o sí?
Repartieron las cartas y Ethan comenzó a abocarse al trabajo de jugar. Esa noche no tenía cartas de apoyo, pues había jurado no acudir. Se vio obligado a usar lo básico: observación, distracción, simulación, para crear el entorno apropiado para que el otro comenzara a ganar. Si Maywell le ganaba, seguro que perdería interés en seguir invitándolo. Si no lo invitaban, mal podía esperar el Club de los Mentirosos que él continuara con esa locura... El problema era que el lord no estaba ganando.
Ethan observó las cartas y a los otros jugadores, cuidadosamente. Los hombres sentados a la mesa parecían todos cortados por la misma tijera. Jugaban con desparpajo y descuido, como se supone que deben hacerlo los caballeros. Uno no se molesta por perder en la mesa de juego unas pocas libras, pero tampoco se molesta si pierde veinte. Preocuparse por pérdida tan trivial implicaría que uno no es demasiado solvente, destino fatal en la sociedad.
No, no podía ser que alguno de ellos estuviera interfiriendo en su control del juego. Eso solo lo dejaba a él —y, aunque no estaba totalmente concentrado, era capaz de controlar con absoluta facilidad una mesa tan fácil— y a lord Maywell. Finalmente, Ethan se rindió y lo dejó perder. Después de reunir las apuestas y barajar las cartas, se reclinó en el asiento y miró a Maywell por encima del humo de los cigarros. El otro lo estaba observando. Esto no marchaba según lo planeado. Ethan tendría que hallar otra manera para que no volvieran a invitarlo.
—Su sobrina parece una dama muy fina —dijo, con tono neutro.
—Nos hemos encariñado mucho con Jane —replicó, también en el mismo tono.
—¿Se encariñaron? ¿Antes no la querían?
Los otros hombres se inmovilizaron ante la impertinencia y comenzaron a mirarlos alternadamente. Ethan y lord Maywell seguían tranquilos, reclinados en las sillas.
Mavwell gruñó.
—La conocí recién esta temporada. Es hija de la hermana de mi esposa, quienes no se habían hablado durante años. Hasta que un día se aparece Jane con un carruaje lleno de baúles, para quedarse con nosotros todo el verano.
Ethan se dio cuenta de que los otros estaban fascinados con cualquier cosa que se refiriera a Jane. Eso lo irritó un poco, pero ignoró esa sensación.
—Ha de haber sido muy agradable para todos —comentó, con tono que simulaba despreocupación—. Aunque no es demasiado bonita, ¿no es cierto?
Los otros se lanzaron a protestar enérgicamente. Lady Jane era la más encantadora, la más inteligente, la más hermosa, bla, bla, bla. Era obvio que ninguno de ellos había intercambiado palabra con la acida y testaruda Jane. Por un momento, Ethan estuvo a punto de apiadarse de la muchacha. Él sabía lo que era andar por la vida con una etiqueta en la frente, anunciando al mundo en qué categoría exacta entraba uno. Claro que la categoría de lady Jane estaba forrada en terciopelo y tachonada de diamantes, de modo que hizo la piedad a un lado.
La expresión de Maywell no cambió.
—No hemos tenido quejas —dijo, con calma.
Ethan se encogió de hombros.
—Claro que a mí no podría importarme menos.
Uno de los otros rio, incrédulo.
—Obviamente que no, Ethan. ¡Cómo se te ocurre!
El joven dirigió la mirada hacia el lugar de dónde había venido el comentario.
—Exactamente. Gracias por recordármelo.
—De nada, hombre.
—Qué buena compañía tenemos esta noche —comentó Maywell, con tono risueño.
Los otros —a partir de ese momento, Ethan comenzaría a considerarlos los Pretendientes— parecían muy complacidos consigo mismos. El joven esperaba que Jane eligiera a alguno de esos idiotas. Le gustaría verla pisotear a su marido por el resto de sus días. Pero ella era demasiado para cualquiera de estos. Incluso a pesar de sus rarezas y su fama de cruel, lady Jane Pennington era de una clase mucho más delicada. Estos imbéciles no tenían la menor posibilidad de ganarse semejante premio.
Ethan se dio cuenta de que lord Maywell pensaba lo mismo. ¿Por qué ese hombre se rodeaba de jóvenes tan triviales? ¿No tenía a nadie de su tamaño con quien vérselas?
La conversación viró hacia la política. Para sorpresa de Ethan, solo lord Maywell mantuvo silencio sobre el tema. Todo lo que debía hacer era soportar el resto de la velada; después iría a ver a los Mentirosos y les diría que se equivocaban respecto de lord Maywell.
Pero, ¿y si no era así? Bien, no era su problema. Si los Mentirosos querían creer en la palabra de un jugador indiferente al que habían obligado a entrar en su grupo, era cuestión de ellos, ¿no? Después de todo, eran unos tontos si confiaban en alguien como él, ¡un estafador, por Dios! Sin embargo, ¿podría exonerar a Maywell sin estar seguro?
—¿Quieren ver? —murmuró Ethan entre dientes.
—¿Qué dice, Damont? —Maywell arrojó un anillo de humo.
Ethan se palmeó los bolsillos y sacó uno de sus cigarros especiales. Uno de los Pretendientes ya había oído hablar de este hábito de Ethan, porque protestó.
—¡Por favor, eso no, Damont, se lo ruego!
—¿Qué, les molesta que fume aquí?
Sí, a los Pretendientes les molestaba. Mucho. Ethan los entendía, porque sus cigarros eran los inventos más asquerosos bajo el sol. Eran una mezcla de tabaco de su propia invención, que reservaba para tales ocasiones. Todavía no había encontrado a otro jugador que soportara el olor y, cuando sacaba uno de su bolsillo, indefectiblemente provocaba un clamor unánime pidiendo una interrupción. Ethan solo los usaba cuando pensaba que iba a perder. Le daba tiempo para reemplazar cualquier «aditivo» necesario para la tarea, ni que hablar de la oportunidad de espiar las cartas de sus compañeros cuando salía de la habitación o cuando volvía.
Hizo una reverencia a sus compañeros de mesa.
—Milord, señores, si los caballeros quieren disculparme un momento.
Maywell entrecerró los ojos, pero asintió. Era evidente que no le gustaba que lo interrumpieran cuando estaba jugando.
—Y esta vez no se pierda, Damont —gruñó lord Maywell sin sacarse el cigarro de la boca—. Voy a querer recuperar parte de eso que se lleva.
Ethan ganaba solo porque Maywell así lo quería, pero igual asintió con la cabeza en un gesto bastante respetuoso. No era un buen adulador, pero eso parecía hacer que Maywell lo tuviera en mayor estima.
Una vez en la terraza, Ethan volvió a sacar el cigarro y lo encendió. Dio una pitada suave al amargo tabaco. ¡Tenía que hacerlo durar, por Dios! Necesitaba tiempo para pensar.
Mientras consideraba el comportamiento de lord Maywell, Ethan entrecerró los ojos para que no le entrara humo del cigarro. ¡Dios, qué asquerosas que eran esas porquerías!
Tal vez no fuera para sorprenderse... si era que lord Maywell estaba llevando a cabo una especie de prueba. «Sedúzcalo», habían dicho los Mentirosos. «Haga que lo acepte». Era arriesgado eso de tratar de adivinar qué quería oír lord Maywell. Si elegía bien, se encontraría arrastrado a la peor pesadilla: una responsabilidad. Si elegía mal, no volverían a invitarlo.
Sonrió. Tal vez no fuera tan arriesgado, después de todo...
Mientras se volvía para apagar el cigarro, con satisfacción y alivio, levantó la mirada hacia el ala opuesta de la casa, esa que casi no se usaba, según había comentado Maywell.
En una ventana brillaba una vela.