Capítulo 22
El día fue pasando. Ethan estuvo solo, por temor a claudicar al constante impulso de besar a Jane. Se dio cuenta de que nunca le había dado un beso que le quitara el aliento. Quería hacerlo, solo una vez, para demostrar que podía controlarse, pero tenía mucho miedo de no poder.
Entonces se quedó remoloneando en su estudio mientras Jane fascinaba al mayordomo, a la cocinera y al lacayo. Hasta Zeus lo abandonó y se fue tras la brillante sonrisa de Jane como otro gustoso esclavo, solo que más peludo.
Se dio cuenta de que nunca había visto a Jane tan dicharachera. Casi parecía que la muchacha se sentía liberada de algo más que de su encierro en Bedlam.
Por fin, después de oír las risas durante demasiado rato desde abajo, Ethan no pudo contenerse y fue a la cocina. Por primera vez desde que había contratado a Jeeves, nadie le había llevado el té, ni el diario, ni le había vaciado el cenicero. Claro que él casi no había fumado —no lo soportaba, después de haber tolerado la sofocante nube de humo de Maywell—, pero sus criados no lo sabían ¡pues ninguno había ido a ver!
Jugaban a un juego de niños. Uri tenía los ojos vendados, con lo que parecía un pañuelo de Ethan, y daba vueltas con los brazos extendidos hacia adelante. La señora Cocinera y Jeeves estaban cómodamente sentados ante la mesa de la cocina, mientras que Jane bailoteaba alrededor de Uri, sacando mazorcas de maíz que este tenía en la librea y evitando que la atrapara.
La escena le disgustó. Uri era un muchacho bien parecido, para las mujeres a las que les gustaban los hombres excesivamente grandes e insulsos. Claro que lady Jane Pennington jamás tendría nada con un lacayo. Pero sonreía, reía y lo tocaba. Ethan se aclaró la garganta.
Jane se quedó inmóvil y Uri se arrancó la venda. Jeeves y la señora Cocinera lo miraron como si hubiera surgido del piso como un volcán. Se pusieron de pie y empezaron a llamarlo "señor" y a portarse otra vez como criados.
Que era precisamente lo que él quería, claro.
Emitió un sonido de exasperación y agitó las manos.
—¡Sigan, sigan! —Se volvió y salió de la cocina, sintiéndose muy ridículo.
Volvió al estudio y decidió practicar algunos de los movimientos que le había enseñado Feebles, para mantener las manos ocupadas. Todavía faltaban horas para ir a presentarse ante Maywell, y ya se estaba poniendo nervioso. Había tenido la impresión de que lord Maywell tenía mucha prisa por obtener una respuesta. ¿Por qué lo había demorado todo el día, entonces? ¿Habrían descubierto a Bess?
La preocupación le entorpecía los dedos. Probó robar bolsillos: dejó su propio abrigo en el respaldo de una silla y trató de sacar cosas de los bolsillos sin mover la tela. Por fin, pudo concentrarse y consiguió sacar varios artículos, uno tras otro. Dio un paso atrás, más tranquilo y bastante orgulloso. Qué pena que Jane no lo hubiera visto.
A sus espaldas, alguien aplaudió. Volteó y vio a la joven sentada en el borde del escritorio.
—¿Cómo entraste sin que te viera?
Ella sonrió.
—Sé moverme muy sigilosamente. —Bajó de un salto y se le acercó—. ¡Eso fue maravilloso!
No pudo evitar envanecerse un poquito ante el elogio. Ay, Dios, qué patético. Ella miró el abrigo y la silla que hacían de víctima.
—¿Por qué no me enseñas?
—Necesitas un toque delicado.
Jane le dirigió una sonrisa intencionada.
Unas pocas demostraciones bastaron para que llegara a dominar el arte. Festejó con risas cuando hizo balancear el reloj de Ethan ante sus narices a pesar de que él habría jurado que había fallado.
Ella siguió practicando mientras él la observaba, divertido. Se le ocurrió que habría quien no le viera la gracia de enseñarle a una dama de alta alcurnia a robar, pero Ethan pensaba que podría resultarle útil. Creía firmemente que no había habilidades inútiles. Y estaba claro que lady Jane pensaba lo mismo, pues insistió hasta que consiguió levantar al mismo tiempo un reloj y un sobre lleno de billetes de una libra.
—¡Mira! ¡Mira, lo logré! —exclamó, gozosa. Ethan sonrió y la aplaudió, riendo con ella.
Ella reflexionó un momento, mirando el botín del delito. Robar bolsillos, forzar cerraduras...
—Ya sé lo que quiero aprender —dijo, mirándolo—. Enséñame a forzar cerraduras. No quiero que vuelvan a encerrarme en una jaula.
—Como tú quieras.
Ella suspiró, sonriendo. Minutos después, estaban arrodillados ante la puerta del estudio con las ganzúas que él había usado en Bedlam, haciéndolo una y otra vez, hasta que ella aprendió.
"Como tú quieras", había dicho Ethan, como si ella le hubiera pedido que le llevara un paquete o le abriera una puerta. La mayoría de los hombres se molestarían, tratarían de cambiar de tema o directamente no aprobarían que una dama supiera algo tan bajo e indigno. Pero Ethan entendía, sin pedirle explicaciones. Podría contárselo todo.
Le contaría.
Él se disponía a enseñarle otra técnica cuando ella apoyó una mano en la suya.
—Ethan, tengo que confesarte algo.
A él no le gustaban las confesiones. Inevitablemente, cambiaban las cosas.
—No quiero saberlo.
—Tienes que saberlo. Podrías correr peligro por causa mía. Tienes que armarte contra todos los hechos del caso.
¿Caso? Ethan comenzó a sentir algo tenso en la boca del estómago. ¿Qué clase de mujer utiliza la palabra "caso" de esa manera?
Jane había insistido en que se sentaran en el sofá del estudio. Cerca, pero sin tocarse. Ella estaba bien erguida y lo miraba a los ojos. Diablos, cómo odiaba que ella hiciera eso.
—Ethan, ¿recuerdas lo que te dije de mi madre?
Él asintió. Había sido la noche anterior, apenas. Ella aspiró hondo.
—Mi madre nunca recuperó sus facultades mentales. Murió hace casi un año, tan alucinada como siempre.
Ethan sintió una profunda compasión.
—Lo siento —dijo, dulcemente, apoyando una mano sobre las de ella—. Tú... —se interrumpió. Cartas a Madre. Largas, detalladas cartas llenas de información, para Madre—. ¡Oh, no! —Se puso de pie de un salto y se alejó de ella.
Ella lo siguió.
—Ethan, "Madre" es un código.
Él se cubrió las orejas con las manos. Maldición, siempre había sabido que ella no era lo que parecía. Lo sabía, pero había querido ignorar sus sospechas, incluso cuando la verdad le escupía en la cara. Jane se le acercó y muy suavemente le hizo bajar las manos.
—Ethan, por favor escúchame. —Él se rindió, débil. Escucharía todo. De cualquier manera, los dos morirían. Tal vez ella tuviera razón. Tal vez era mejor ser un cadáver bien informado. Ella lo miró muy seriamente—. "Madre" es el código de mi jefe de espías. ¿Tú sabes lo que es un jefe de espías?
—Creo que he oído el término.
—Me colocaron en casa de lord Maywell para informar sobre sus actividades diarias. Al principio no supe por qué, pero ahora sabemos que conspira contra la Corona.
—Lo sabemos.
Ella le tomó ambas manos.
—Ethan, yo sé que tú no quieres ser parte de esto. Puedes salirte ahora mismo, yo puedo ayudarte.
Él se echó a reír y se dejó caer sobre los almohadones del sofá.
—Una espía. Ay, Dios, ¡una espía! No tienes idea de la gracia que me hace.
Ella estaba sentada muy rígida, mirándolo con el entrecejo fruncido.
—Yo no le veo la gracia. Madre dice que soy una excelente agente.
—Agente, dice. —Ethan chasqueó la lengua—. ¡Madre!
Era gracioso, hasta que él empezó a recordar todas las mentiras, todos los momentos... como en el carruaje. Dios, ella no sería una de esas espías, ¿verdad?, como las que trabajaban en los burdeles de Maywell.
—¿Qué estabas haciendo en el árbol?
—Trataba de verificar actividades sospechosas en una habitación que se suponía cerrada.
La noche del baile, la persona que había estado en la habitación cerrada era Rose.
—¿Qué hacías en la terraza? ¿Y cerca de mi casa?
—Te investigaba —confesó con la cabeza gacha.
—¿Y cuando me besaste en el carruaje?
—Te sobornaba —susurró, y levantó la cabeza—. Pero de verdad quería hacerlo.
—¿De verdad eres lady Jane Pennington?
—Sí. De verdad soy la sobrina de lord Maywell.
—¿Espiabas a tu familia? —preguntó, enfadado.
Ella no evitó su mirada.
—Me molestaba, especialmente cuando me encariñé con la tía Lottie y las muchachas. Pero yo no elegí por lord Maywell. Lo único que yo podía hacer era proteger a Inglaterra de él.
—¿Con tus dos manitas, eh?
Ella sacudió la cabeza.
—Te burlas de mí porque no entiendes. Yo tengo una misión. Nada es más importante que eso.
—Una misión. No, tienes razón. No puedo entender una misión que, a sabiendas, sacrifica a personas que tú... —Miró a lo lejos—. Que quieres. ¿Y eso de que eres una heredera?
—Yo nunca lo dije. Todo el mundo lo dio por sentado porque soy noble y tengo vestidos caros.
—Que te dio Madre.
—Sí. —Ella lo miró—. Estás enojado.
—¡Qué inmenso poder de observación posees! —rio con amargura—. Ahora entiendo por qué te eligieron como espía.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¡Porque eres una mentira caminando, toda tú, una mentira de los pies a la cabeza! Y porque eres una dama y virgen y hermosa.
Ella entrecerró los ojos.
—¿Entonces mi único propósito debe ser adornar la cabecera de la mesa de algún noble? —Se puso de pie y comenzó a pasearse, furiosa, ante él—. Me juzgas según los mismos patrones contra los que siempre te has rebelado. —Levantó la barbilla, desafiando su desprecio—. No me arrepiento absolutamente de nada de lo que he hecho en mi vida. ¿Tú podrías decir lo mismo?
Él también se puso de pie y la enfrentó, enojado.
—¿Puedo decir que no tienes vergüenza? Ah, claro que sí.
—Si he caído del pedestal en el que tú quisiste ponerme, lo siento. Yo no pedí que me idolatraras de esa manera.
Él abrió la boca para replicarle con algún comentario mordaz, pero se dio cuenta de que no tenía nada que decir. Ella tenía razón. Ella nunca se había presentado como modelo de corrección. Sus opiniones tenían más que ver con su propia evaluación de la humanidad que con cualquier alineamiento con las normas de la sociedad. Ella sonrió al verlo vacilar.
—Usted y yo somos más parecidos de lo que cree, señor Damont. Usted ha hecho sus propias reglas, al igual que yo.
—Yo hago lo que quiero.
—Sí, es cierto. Y lo que quiere es jugar y engañar a cualquiera que, según usted, lo merezca. Es mujeriego, le gustan los escándalos y por donde pasa deja el rastro del desastre moral. Aunque también sé que quiere salvar a jóvenes muchachas de la vergüenza durante una cena y que anda con gatitos en el bolsillo y que flirtea con su cocinera para hacerla sonreír. Ni siquiera puede sacrificar a una prostituta como Bess y condenarla a Bedlam, sino que tiene que hacer un buen plan que le permita escapar. Por cierto, ¿qué quiso decir Bess con eso de que "valió la pena"?
Ethan apartó la mirada.
—Estás cambiando de tema.
—Es cierto. Y tú quieres volver al tema anterior. ¿Por qué?
—Bess cobró por su tiempo.
—Aja. Y se le pagó bien, me imagino. —Entrecerró los ojos—. Tu mayordomo me dijo que hace poco recibiste un considerable importe de dinero. Yo sé a ciencia cierta que a lord Maywell le ganaste la renta de un trimestre. Sin embargo, hoy no pudiste pagar la cuenta del pescador.
Maldición. Un día en la casa y ya estaba al tanto de todo. Ethan intentó salvar la situación encogiéndose de hombros.
—Mi fortuna tiende a ser voluble. Es la naturaleza de mi ocupación.
—¿No me digas? ¿Así que perdiste a las cartas? ¿Tú?
Diablos. Le había parecido plausible hasta que ella lo dijo con ese tonito.
—Sí, le pagué a Bess. Ella podrá retirarse, tú estás libre y yo... —Yo ya no me odio tanto por haberte llevado a ese lugar espantoso.
—¿Cuánto?
—¡Todo! ¡Hasta la última moneda que tenía en el bolsillo del chaleco! ¿Y eso qué prueba?
—Que no eres tan malo como piensas —dijo, suavemente—. Tampoco yo.
Maldición, maldición, maldición. Le brillaban los ojos cuando lo miraba así. Como si él fuera el hombre más alto y fuerte que había visto en su vida. No supo si besarla o salir corriendo. Ella le dio la solución acariciándole la mejilla con ternura. Lo mismo habría sido que lo hubiera agarrado con tenazas, porque ya no pudo moverse.
—Podrías trabajar para mi jefe de espías, Ethan. Podrías ser mucho más de lo que te permites ser si aceptaras verte con tus propios ojos, no con los de tu padre.
Eso caló hondo, como una lanza que le atravesara el vientre.
—Soy lo que soy.
Ella negó con la cabeza, con pena.
—La vida no es un juego en el que, para ganar, haya que hacer trampa.
Él se apartó de ella. Necesitó de todas sus fuerzas.
—Lo es cuando las cartas están marcadas en tu contra.
Ella volvió a llevar una mano hacia su mejilla, pero él la evitó.
—Ethan, mi amigo perdido, ¿no te das cuenta? No hay cartas, solo una moneda en tu interior, lo único que tiene valor. El desafío es cómo elijas gastarla o desperdiciarla.
—¿Cómo gano, entonces?
—No es cuestión de ganar o perder, sino de qué quieres ganar con esa moneda. ¿Qué clase de hombre quieres ser?
Con una sonrisa triste, la joven salió de la habitación, dejándole la dulce llaga de su roce en la piel y una opresión en el pecho.
—Te equivocas, Jane —le susurró a la estela de su perfume en el aire—. Siempre hay muchas posibilidades de perder.
En el silencio, se oyó el reloj de la sala. Era hora de volver a casa de Maywell.
Camino a la mansión por segunda vez ese día, Ethan se sentía cabalmente como una marioneta pendiendo de un hilo. Detestaba esa sensación.
El primer miembro de la familia con quien se encontró fue Serena, sentada en mitad de la escalera, vestida con camisón y bata, con las rodillas levantadas contra el mentón, como la niña que en tantos aspectos todavía era. Tenía los ojos enrojecidos y la expresión tan apenada que Ethan se le acercó.
—¿Qué te pasa, muñequita? —preguntó, gentil.
Serena lo miró con furia.
—Es todo culpa suya.
—¿Qué, pequeña?
Ella se restregó los ojos con el dorso de una mano. El gesto le hizo acordar a Jane.
—Usted se llevó a Jane.
Ah, claro. Ethan asintió.
—Sí, es cierto. Tu padre consideró que necesitaba tratamiento. —Se sintió vil por mentirle a esa inocente niña, pero contarle la verdad acerca de su padre era imposible.
—Creo que papá está haciendo algo malo —susurró Serena. Su carita redonda era una máscara de sufrimiento—. Creo que tal vez Jane tenía razón.
¡Maldito seas, Maywell, por lo que le haces a tu familia! También sobre eso tenía razón Jane.
—¿Usted también es malo? —La angustiosa pregunta de Serena lo atravesó como el filo de una daga.
—Yo... trato de no serlo.
—¿Puede buscar a Jane? Creo que está perdida.
—¿Cómo «perdida»? Yo mismo la llevé al hospital.
—No lo sé. Oí a papá gritando: «¿Cómo la pueden perder?» y después salió un hombre pequeño y nos hizo preguntas. —Lloriqueó—. Fue muy grosero.
—Serena, no te preocupes. Jane es muy inteligente y puede cuidarse sola.
La mirada de la jovencita se iluminó.
—Jane es inteligente —dijo casi con una sonrisa—. ¿Usted cree que se escapó?
—Yo... —Estaban demasiado cerca de la verdad; era inquietante—. Si fue así, ¿crees que ella querría que tú lo dijeras?
—No. —Le dirigió a Ethan una sonrisa esperanzada—. Me parece que usted no es malo. Creo que es muy bueno.
No tendría que haber intentado consolarla. Diablos, las lágrimas siempre lo desarmaban.
—Vete a la cama, muñeca —le recomendó.
Ella asintió y corrió escaleras arriba, agitando las trenzas.
Ethan fue sin anunciarse al estudio de Maywell. Al entrar, lo vio sentado ante el escritorio con la cabeza entre las manos.
—¿Milord?
Maywell levantó los ojos.
—Ah, Damont —dijo, como cansado—. Nuestro problema ha dado a luz un montón de nuevos problemitas.
—¿Se refiere a su sobrina, milord?
—Desde el principio me pareció que era demasiado curiosa, pero su venida fue muy buena para mis hijas. Pensé que no había modo de que la oposición se pusiera en contacto con ella. ¡Si hace diez años que no sale del norte, por Dios! —Jugueteó con algunos papeles que había sobre el escritorio. Ethan reconoció la carta de Jane a "Madre"—. Tendría que haber leído toda su correspondencia —masculló—. Pero las primeras diez o doce cartas eran tan aburridas...
La inteligente de Jane.
—¿Cuál es el problema, milord?
—En primer lugar, ya no está en Bedlam. Sí, lo sé, tú la dejaste allí, siguiendo mis instrucciones. Lo confirmé personalmente. Pero logró escapar. ¡Ese lugar trató de hacer pasar a una prostituta por ella! ¡Como si yo no conociera a mi sobrina! —Lord Maywell respiró hondo, tratando de calmarse—. Y ahora, he hecho averiguaciones y resulta que la madre de Jane murió hace varios meses. La subestimé porque es apenas una muchacha. Ese error puede costamos todo, Damont.
Aliviado, Ethan corroboró que Maywell no sospechaba de él en absoluto.
—Milord, vine esta mañana para darle mi respuesta. Acepto su ofrecimiento.
Maywell emitió un gruñido, con un dejo de sombría diversión.
—Lo siento, hijo, pero parece que tu recompensa ha vuelto a su dueño anterior.
—¿Cree que la ha rescatado la persona a la que ella escribía? —Era una excelente idea. Una idea que Ethan tendría que implementar de inmediato. Devolver a Jane a...
—¡Madre! —dijo Maywell, mirándolo con atención—. Cómo me gustaría saber quién es.
—A mí también, milord. A mí también.