XIV.      EPÍLOGO

 

Con el paso del tiempo, Nora del Valle y Varadal de Tarna regresaron al lado de Aurelio, quien se sintió feliz de tenerlos cerca como parte de su familia, la que seguiría siendo astur de sangre y espíritu: rebelde, luchadora e incansable. Tenían un largo camino por delante que recorrer juntos.

«Pero no tan juntos», decidió el rey un buen día.

En ocasiones, la pareja formaba tanto alboroto en su recámara que, de haberles preguntado, los castellanos no hubiesen dudado en afirmar que se estaban matando el uno al otro. Algunas discusiones entre ambos eran subidas de tono, y de tanto en tanto se oía el ruido metálico de las espadas entrechocar y algún que otro objeto rodar por los suelos     —acompañado de las blasfemias de Varadal, quien solía maldecir con teatralidad exacerbada la maldita hora en que había accedido a adiestrar a Nora en el arte de la guerra—. La joven disfrutaba de su aprendizaje: era una guerrera nata, feroz y hambrienta de conocimientos. Cuando él no atendía a razones, tomaba un arma y lo acorralaba contra cualquier esquina del cuarto; sabía que de este modo provocaba su ira y desencadenaba una pasión que Varadal se veía incapaz de contener. A veces se dejaba vencer por esa bárbara dispuesta a todo con tal de defender sus argumentos, cualesquiera que fueran, con el único fin de poder contemplar el brillo de sus ojos… y porque victoriosa gustaba de tomar su recompensa sin pedir permiso. Se lanzaba sobre él, le rodeaba con sus brazos el cuello y no le permitía salir del lecho durante horas…

Pronto Aurelio llegó a la conclusión de que así no podían continuar; necesitaba que reinase la paz en su hogar. Le concedió a Varadal la posesión de una pequeña fortaleza, no muy lejos de donde se ubicara el destruido bastión de Tarna, y allí continuó la pareja presentando batalla a sus vidas entrelazadas. Ambos eran guerreros y como tales se amarían siempre.

Alfonso y el pequeño bastardo, Oberón, hijo de Aurelio y Jana, crecieron felices bajo la mano amorosa de Sara, que los criaba como si fueran sus propios hijos. Pronto tendrían un nuevo compañero de andanzas; así se lo comunicó una noche la joven al rey, quien acogió la noticia con alegría y un abrazo que la dejó sin aire, confirmándole una vez más cuán feliz se sentía de tenerla cerca. Pasaron los meses, y el vientre de Sara creció de manera ostensible, hasta que llegó el día en que alumbró a una criatura hermosa: una niña saludable, poseedora de unos ojos bicolores tan bellos como extraños. Aquel singular hecho provocó un cúmulo de interrogantes en el rey, quien creía que la similitud de los ojos de Oberón con los suyos era una mera coincidencia. El día que Sara se armó de paciencia y le explicó lo ocurrido en el cordal y la procedencia del chiquillo, Aurelio lo amó aún más, y se preguntó una y mil veces cómo podía haber olvidado aquel episodio que había marcado su vida para siempre. Agradecido por contar con Sara a su lado, y por haberlo arrancado de las garras de Jana, le rogó que cuidara de sus hijos si alguna vez volvía a desaparecer por misteriosas razones.

—No te resultará tan fácil deshacerte de mí, querido, ni podrás alejarte tanto como para no ser capaz de escuchar mis llamadas. Y sé que siempre acudirás a ellas, porque nuestro amor es sincero… —replicó Sara con la naturalidad que la caracterizaba. El rey la abrazó con ternura y ambos contemplaron a sus hijos con orgullo.

En algún momento de aquella apacible tarde, Aurelio tomó el amuleto que pendía del cuello de Oberón, idéntico en tamaño, proporción, color y brillo al que él mismo llevaba colgado de una cadena de oro. Las aristas coincidieron cuando las unió, encajando ambos pedazos como parte de un todo, y formando una bella y extraña pieza de azabache que ya no pudo ser dividida. Se lo colgó de nuevo a su hijo y, en aquel mismo instante, en las llanuras de la estepa peninsular, una numerosa manada de caballos asturcones inició el galope hacia las montañas del norte a las que pertenecían, atraídos por una llamada inexplicable y silenciosa y sin que nadie pudiese hacer nada por detener su indomable naturaleza,

Algunos atardeceres, el rey Aurelio gustaba de cabalgar por el valle en soledad, disfrutando de la belleza que le rodeaba sin temor a nada. Desde las alturas, oculto en la profundidad de una gruta, un arroyo inexistente fluye al compás de una enigmática melodía misteriosa; junto a él, una mujer hermosa de largos cabellos contempla al fruto de sus entrañas extenderse a través de los siglos por las tierras inalterables, verdes y mágicas de Asturias.