XIII. REENCUENTROS
En la corte de San Martín, la noticia del regreso de Varadal y su ejército alegró sobremanera a Aurelio, quien dio instrucciones precisas para celebrar por todo lo alto el retorno de su hermano. El castillo se convirtió en un hervidero de actividad, disponiendo unos fastos más propios de la recepción a un príncipe. También se pretendía agasajar a sus hombres, quienes, poniendo en riesgo sus propias vidas en defensa del territorio, habían permanecido demasiado tiempo alejados de su hogar. Aquellos que habían caído bajo las flechas enemigas serían igualmente honrados como merecían.
Sara le comunicó a Nora la buena nueva. La muchacha había permanecido junto a ellos, a pesar de que el rey le había otorgado una de las viviendas construidas para los damnificados tras el desastre de la riada. Tras la decisión de levantar estas nuevas edificaciones se hallaba la intrépida Sara, quien, ejerciendo su influencia sobre el rey, le había hecho comprender la penosa situación en que había quedado su pueblo. Nadie mejor que la cuidadora de abejas podría haberle relatado lo sucedido sin escatimar en detalles, y, gracias a ella, Aurelio conoció una realidad cruenta y desgarradora. El compromiso con sus súbditos, ya muy arraigado en él, se vio reforzado, y su visión del deber como rey se hizo diáfana ante sus ojos.
La casa de Nora era una pequeña construcción de madera situada en lo más alto de una colina, y sus sólidos tabiques sustentaban un techo fuerte que resistiría los embates climáticos. Por expreso deseo de la joven, estaba edificada bastante lejos del río. Había conseguido reunir un pequeño ajuar para amueblar su nuevo hogar, y estaba deseosa de instalarse definitivamente en él. Pero los continuos ruegos de Sara instándole a que se quedase junto a ella en el castillo la retenían, y pasaba las horas ayudando a su amiga en el cuidado de los niños. Alfonso se había convertido en poco tiempo en un hombrecito serio y responsable. Había sufrido en silencio la muerte de su madre, pero con el paso de los días el dolor se fue atenuando y comenzó a mostrarse tranquilo y cariñoso con todos. También con el pequeño Oberón, bautizado así a instancias de Sara, al que tomó bajo su tutela y con el que adoptó el papel de hermano mayor. Ambos niños hacían las delicias de las dos muchachas.
Tanto Nora como Sara habían sufrido una paulatina transformación en su aspecto, y su apariencia distaba mucho de aquella que lucían cuando eran simples lugareñas. Con su túnica verde, ribeteada de bordados plateados, y el cabello enlazado con preciosas cintas de vivos colores, la belleza de Nora resplandecía hasta un extremo del que ni ella misma era consciente. Sara se llevó una decepción al comprobar la apatía y total indiferencia con que su amiga recibió la noticia del retorno de Varadal. Esperaba que manifestase emoción o alegría. Había sufrido mucho por la pérdida del bebé que apenas había comenzado a gestar, y, a pesar de sus intentos por disimularlo, la tristeza empañaba su mirada.
—Puede ser un reencuentro para ambos, querida Nora. Puede… —insistió Sara con vehemencia al comprobar su rictus serio e inexpresivo— que exista una explicación para su conducta.
—¡Me mandó al cuerno! ¿Acaso no lo recuerdas? Perdió su castillo por mi culpa; no creo que exista algo más preciado para un hombre como él que sus dominios. Intento no recordar la prisa con la que me subió a aquel carro para alejarme de su lado... No hablemos más de este tema, Sara. He de marcharme de aquí cuanto antes. No quiero recibir su desprecio de nuevo: sería incapaz de contenerme y le asestaría un machetazo en la cabeza.
Sonrió a su amiga, y ésta supo que nada podría argumentar en contra de aquella decisión.
Aurelio no se opuso a la partida de Nora, y en un par de días estuvo preparada para iniciar una nueva vida. Se marchó al alba, cabalgando sobre el caballo que el rey le había ofrecido como obsequio, y rechazando la escolta que le fue ofrecida con el fin de proteger los enseres —más de los que había tenido en toda su vida— que acarreaba en las alforjas de una mula. No quería depender de nadie durante el resto de lo que le quedaba de vida; no anhelaba protección ni compañía, y, por encima de todo, no necesitaba a ningún hombre.
Durante el camino, con un rictus de dolor, recordó el momento en que Sara le había comunicado que Varadal volvía a la corte. Evocó la falta de aire, sus ganas de reír, de llorar… todas las emociones y contradicciones que habían apoderado de ella en un solo instante. Y el posterior entumecimiento que le había hecho contener la turbación que pugnaba por manifestarse. Varadal la había apartado de su lado. No la amaba. Y debía sobreponerse a ello.
Divisó su nuevo hogar, alejado de todo y de todos, tal y como había pedido. Parecía tan solitario y sin vida que se vio incapaz de contener el llanto. Ató a los animales al tronco de un abedul enorme que crecía en la parte trasera de la casa y, entre hipos y lágrimas, se instaló en aquel retiro que deseaba fuese eterno. «El tiempo restañará las heridas de mi alma», se decía una y otra vez, intentando convencerse a sí misma de que el dolor no podía durar para siempre.
Era un bonito sitio para comenzar de nuevo. Un hermoso camastro presidía el pequeño espacio, junto al que se hallaba situado un arcón en el que guardó los elegantes atavíos que había lucido en la corte. Volvió a vestir como la campesina que era. Su falda negra y el blusón largo, además del pañuelo atado a la cabeza, le facilitarían las tareas a las que se proponía dedicar todo su tiempo: cultivar un pequeño huerto y criar algunos animales. Un buen fuego proporcionaba calor a la estancia y le permitía cocinar penosamente. Se impuso el deber de aprender a condimentar las alubias, amasar el pan de escanda y muchas otras artes culinarias que desconocía. Fue tomando conciencia de que estaba sola a medida que iba distribuyendo en un estante los cuencos, las cucharas de madera y los peroles. Jamás necesitaría tantos utensilios. Se quedó ensimismada un rato, preguntándose si ya estarían celebrando los festejos… si él notaría su ausencia. Meneó la cabeza y ahuyentó cualquier recuerdo que pudiese enturbiar su nuevo inicio. Necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para lograrlo.
Y, efectivamente, San Martín bullía de alegría y jolgorio en esos momentos; tras varios días de espera, los invitados de honor finalmente habían llegado. Los caballeros acudieron prestos a sus hogares al encuentro de sus esposas, y, tras los cálidos recibimientos, se habían dirigido de inmediato a las festividades. Los soldados celebraban el regreso junto a sus familias en el centro del patio de armas, y allí fue donde Varadal se reencontró con Aurelio. Fue un momento emotivo, pleno de significado. El rey lo abrazó y lo llamó hermano en voz alta y clara para que todos los presentes lo reconociesen como tal. Se fundieron en un abrazo intenso, y tal pareció que el guerrero se aferraba al único ser en el mundo que le importaba. Vio a Alfonso sonriente, sosteniendo a un pequeño de poca edad que se agarraba a él con fuerza, y les guiñó un ojo con afabilidad. Se sorprendió al reconocer en Sara a la muchacha que había salvado de ser violada. Había cambiado tanto que tuvo que mirarla dos veces para cerciorarse de que era ella. La joven hizo un giro y una reverencia luciendo una sonrisa resplandeciente y, acercándose a él, lo besó en la mejilla a la par que le susurraba:
—Nunca tuve la ocasión de agradecerte lo que hiciste por mí. Quizás en algún momento pueda devolverte el favor.
Su tono de voz era enigmático, y la mirada, de ojos pícaros, brillaba de alegría. Aurelio no llegó a entender lo que le decía y sintió una punzada de celos. La asió por el brazo en clara muestra de posesión, y la miró con arrobo añadiendo en tono bromista:
—Hermano, esta mujer está fuera de tu alcance. Es mi reina. Así que mantén tus manos lejos de ella o te las verás conmigo.
Sara le estampó a Aurelio un beso en la mejilla, y, arrebolada, le recordó que ella no era reina.
—Lo eres; gobiernas en mi corazón con mano de hierro… ¡Ay de aquel que ose ofenderte! —amenazó con fiereza.
Los espectadores de la escena sonrieron agradecidos por aquel rey que no escondía sus sentimientos. Varadal se sintió orgulloso y exclamó en el mismo tono:
—¡Líbreme el diablo de tentar tu ira!
Todos estallaron en carcajadas al ver la fingida cara de pánico que ponía.
—Mi familia es tuya —añadió Aurelio—; mis hijos, mi castillo y mi pueblo te reciben con gozo e inmensa alegría. ¡Celebrémoslo!
Le palmeó la espalda con tanta fuerza que a punto estuvo de derribarlo. Ambos se asemejaban a dos inmensos osos pardos que, allá donde fueren, imponían con su presencia respeto y admiración.
La celebración se prolongó hasta bien entrado el amanecer. La comida abundante y los licores saciaron privaciones pasadas y regaron las gargantas sedientas de los combatientes. Muchas cortesanas se acercaron a Varadal con claros ofrecimientos que eran rechazados con hábiles palabras evasivas. Los saltimbanquis hicieron acrobacias y los actores interpretaron sus papeles. La música y las danzas no cesaron en toda la noche, pero el antiguo señor de Tarna no se movió de su asiento. Había bebido tanto que apenas podía tenerse en pie cuando los últimos comensales se retiraron del salón principal. Sara dormitaba feliz sobre el hombro de su amante. Estaba muy cansada, pero cuando Aurelio la tomó en brazos para llevarla al lecho se resistió, y le pidió unos instantes para hablar con un Varadal que para entonces ya se hallaba derrumbado sobre la tabla de la mesa.
—No creo que pueda escucharte, querida mía. Está como una cuba; creo que ambos podemos intuir el motivo.
—¿Te ha preguntado por ella?
—No ha hecho falta. Se ha pasado las horas escrutando las caras de todo aquel que entraba o salía. Ha bebido tanto que ni los tambores de Abd-al-Rahman lo sacarían de su sopor.
—Puede que yo lo consiga —Sara también se había dado cuenta de cómo Varadal buscaba entre la concurrencia una figura que no iba a encontrar.
—Me sorprendería que no lo hicieras —Aurelio la besó fugazmente, la depositó en el suelo y añadió con voz queda—. No te demores; ya sabes que no puedo conciliar el sueño si no estás cerca de mí. Necesito ver tu rostro antes de dormirme y cuando abro los ojos al despertar.
Sara lo miró con tanto amor que no hicieron falta más palabras. Asintió, y, alejándose, encaminó sus pasos hacia donde se encontraba el hombre que apenas había probado bocado, pero sí había dado buena cuenta de la bebida.
Varadal no podía soportar tanta felicidad a su alrededor cuando por dentro se sentía tan vacío. Ella no estaba allí y el mundo carecía de sentido. Se había marchado, y estaba seguro de que habría tomado las precauciones necesarias para que jamás pudiese encontrarla.
—Varadal, tienes que ponerte en pie. Debes descansar en un lugar más apropiado —le aconsejó Sara con buen criterio. El guerrero izó la cabeza, y esbozó aquella sonrisa irónica que ni estando ebrio podía evitar cuando pensaba que el lugar adecuado para él no existía.
—No estoy cansado. Sólo un poco desterrado del mundo. Soy un bastardo que no pertenece a ningún sitio… por mucho que Aurelio me llame hermano —su voz sonó pastosa, y expresó lo que jamás se hubiese atrevido a decir estando sobrio.
—No debes pensar así, amigo mío. Tú eres parte de esta tierra, tanto o más que cualquiera de nosotros; has luchado por ella hasta derramar tu sangre —mientras le hablaba le daba golpecitos en el hombro, como hacía con Alfonso y Oberón cuando se disgustaban.
—Soy un salvaje… ¡un salvaje!
Alzó la voz, y el eco resonó por toda la estancia despertando a aquellos que se habían acurrucado en las esquinas.
—Todos somos un poco salvajes, está en nuestra naturaleza. No lo eres más que yo, o que la propia Nora… ¿acaso no recuerdas cómo arremetió contra ti sin motivo? —se le escapó una sonrisa al recordar el episodio—. Ella me ha dicho lo mismo.
—Sí, lo sé; me abrió los ojos y escupió su sinceridad sobre ellos.
—No te entiendo. Tú la enviaste lejos. Cree que la apartaste de tu lado por esa razón —Sara, confundida, no atinaba desenmarañar los motivos de aquellos dos para estar separados—. ¿Qué pudo decirte para que la desdeñaras de ese modo?
—¿Que yo la desdeñé? —abrió y cerró la boca como un pez fuera del agua.
—Sí, se sentía tan despreciada que no permitió que te comunicásemos la terrible noticia.
El corazón de Varadal bombeaba la sangre con tanta fuerza que incluso Sara podía escucharlo. Ya no quedaba apenas rastro de la borrachera.
—¿Qué noticias? —se alarmó—. ¿Le ha sucedido algo? ¡Habla, mujer! —exclamó, con el miedo reflejado en la mirada.
—¡Santo cielo! Llevaba a tu hijo en su vientre, ¡estaba dispuesta a criar a un bastardo! Anhelaba a ese bebé más que a nada en el mundo porque era tuyo… pero lo perdió.
Sara lo soltó como una andanada que lo dejó petrificado. El guerrero se pasó las manos por los ojos en un vano intento por borrar la imagen de Nora sufriendo.
—Un hijo… —la impresión le había dejado la boca seca—. No me lo dijo… cuando la rescaté del foso, no me lo dijo… ¿Por qué no me lo dijo, Sara?
—Quizás porque no tuvo la oportunidad; tú se la negaste. Fue agredida por Andrés y ya no pudo mirarte a la cara sin sentirse sucia. Pensaba que no la considerarías digna.
Sintió cómo se le sacudía el alma al confirmarse la jactancia de Andrés antes de morir. Titubeó, y apenas supo cómo entrelazar los pensamientos que acudían en tropel a su mente.
—Ella me miró a los ojos y me llamó salvaje de un modo que jamás podré olvidar. No creí que albergara otro deseo que el de alejarse de mí. Por eso la envié con vosotros.
—Nora está convencida de que lo hiciste porque destruyó tu castillo. Cree que ella es la culpable. Se ha marchado, a pesar de nuestra insistencia, para vivir alejada en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie. ¡Es una auténtica idiota! Tú no conoces a Nora; no existe muchacha más dulce que ella, a pesar de ese pronto terrible que tiene —sonrió porque la nebulosa se disipaba. Todo era producto de un malentendido entre aquel par de tontos.
Varadal la interrogó con impaciencia, y, tras un rato de charla esclarecedora, la tomó en volandas y le dio las gracias como si le hubiese salvado la vida, retornándole aquel antiguo favor.
Y en verdad así era.
Sin esperar a las luces del alba, montó en su caballo y galopó. El lobo gris corría a su lado con la lengua colgando hacia un lado. La colina estaba cercana. Se apeó para caminar en la oscuridad sin armar estruendo. Con una calma autoimpuesta con mucha dificultad, dirigió sus pasos hacia el punto de luz que divisaba desde donde se encontraba. El cachorro se adelantó, husmeando aquí y allá con la curiosidad innata que despertaba en su instinto un nuevo territorio por explorar. Varadal intentó retenerlo, pero el animal hizo caso omiso.
Nora calentaba un cuenco con gachas de harina de maíz. Estaba a punto de sentarse en un pequeño taburete cuando escuchó ruidos provenientes de la parte trasera de la casa. Las gallinas, recién compradas a un ribereño, estaban aterradas y armaban un alboroto descomunal.
—¡Malditos jabalíes! No me destrozaréis el huerto que ni tan siquiera he tenido tiempo de sembrar.
Estaba enfadada porque, a causa de esos animales, el trabajo del día anterior había sido en vano. Le patearon el terreno que había arado hasta caer rendida, hocicando, arrancando y destruyendo todo cuanto encontraban a su paso. La pequeña parcela había amanecido convertida en un barrizal espantoso… y no estaba dispuesta a volver a consentirlo. Cogió una escardilla, cuyos afilados dientes podían hacer mucho daño, y abrió la puerta con decisión. Temía a aquellas bestias, pues bien sabía que podían matar a una persona de una sola embestida, pero estaba poseída por una rabia más poderosa que el miedo.
Caminó con cautela siguiendo el trazado de las piedras desiguales que, rodeando su propiedad, la delimitaban y otorgaban una apariencia firme al terreno abrupto. Aferraba con tanta fuerza el mango del apero de labranza que sus nudillos se tornaron blancos. La valentía se fue diluyendo ante el sonido de un gruñido que reconoció a la perfección. Comenzó a retroceder sobre sus pasos lentamente, con la intención de buscar refugio dentro de la casa hasta que el animal decidiese marcharse, pero le fue imposible.
Una sombra peluda, enorme y ágil, se abalanzó sobre ella erguido sobre sus patas traseras, apoyando con rudeza las delanteras sobre sus hombros en un abrazo primitivo. Nora estaba aterrada. El lobo la había cazado. «El reino animal me devuelve al fin la jugada», pensó, y, cerrando los ojos, esperó a sentir la dentellada… pero lo que notó fue una lengua, enorme y rasposa, deslizándose por su cara. ¿Qué diablos hacía? ¡No se jugaba con la comida! A punto estuvo de proferir un grito. El animal todavía era un cachorro pero tenía una alzada considerable, y la zarandeaba moviendo el rabo de un lado a otro en señal de alegría: el olor familiar de la joven era el mismo que impregnaba la cinta que rodeaba su robusto cuello. Tan enérgico era el frenesí del cachorro que Nora perdió el equilibrio, y comenzó a caer hacia atrás segura de que acabaría rompiéndose la crisma contra las piedras. Pero no llegó al suelo. Unos brazos poderosos la recogieron.
—¡Quieto!
El juguetón animal se detuvo en el acto y se tumbó con sumisa tranquilidad a los pies de aquel que había proferido la imperativa orden. Nora contuvo la respiración ante la familiaridad de esa voz.
—¡Tú! —exclamó sobrecogida, liberándose de unos brazos masculinos que la quemaban—. ¡Qué demonios estás haciendo aquí! ¿Me azuzas a un lobo para matarme del susto? —sus ojos centelleaban. La confusión y el contacto inesperado le bloquearon la razón y comenzó a proferir incoherencias—. ¿Vienes a vengarte? ¡Hazlo de una vez! Pero sé un hombre, no te escudes en una bestia… —se sacudió el delantal embarrado por las huellas del animal con tanta fuerza, que lo arrancó del cinturón de tela que lo sujetaba a su estrecha cintura—. No necesitas a una fiera; ya sabes lo que tienes que hacer.
Varadal se enfrentó a ella sin responder de inmediato. Se limitó a observarla, a bebérsela con los ojos. Su silueta a la luz de la luna era imponente; parecía imposible ignorar la envergadura de aquel hombre, y Nora no pudo evitar admirarlo una vez más. Tuvo la certeza de que, si había llegado hasta allí para saldar cuentas, resultaría difícil escapar de él.
—Es inofensivo —respondió al fin, haciendo alusión a la mascota—; no te hará daño… si yo no se lo ordeno. Sé hospitalaria e invítame a pasar, o tendrás que vértelas con él. ¡Ah!, disculpa —añadió con ironía—; no recordaba que ya tienes experiencia en esas lides. Entremos, pues.
Y sin darle oportunidad de alzar protesta alguna la aferró por un brazo, la introdujo en la casa y cerró la puerta con tranquilidad; el decepcionado animal, que pretendía seguirlos al interior, quedó afuera.
—Vives un poco alejada de la gente —observó con acritud y el ceño fruncido—. No comprendo el motivo —era una interrogante baldía para la que no esperó respuesta—. No me gusta que estés sola. Puede sucederte cualquier desgracia.
—¿Como que me asalten en plena noche? —Nora tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se enfrentó a sus observaciones con enfado—. No tengo nada que temer. En mi camino ya se han cruzado todas las desgracias posibles, así que puedes marcharte por dónde has venido. Agradezco tu inquietud por mi seguridad, pero no la necesito.
Varadal ignoró sus palabras, y tomó asiento sobre un pequeño taburete que apenas soportaba su peso. Echó un vistazo a la comida que se hallaba sobre la mesa, y, sin mediar palabra, tomó un cuenco de madera, se sirvió una abundante ración, y se dispuso a comerla con avidez.
—¿Acaso no entiendes lo que te digo? —estaba exasperada—. ¡Quiero que te marches! —le dio un fuerte manotazo al cucharón de madera que él sujetaba y lo envió a la otra esquina de la reducida estancia—. ¡Largo! —se levantó, abrió la puerta y apuntó con un dedo hacia el exterior. Iba a desmoronarse de un momento a otro, y no estaba dispuesta a que él lo presenciara.
Varadal se puso en pie, cerró de nuevo la puerta y dio un par de pasos hacia ella. Nora retrocedió hasta que su espalda se topó con la pared. Él apoyó sus manos sobre el muro, una a cada lado de su cabeza, haciéndola prisionera. Se inclinó para acercarse a su rostro y, en voz queda, le susurró:
—Tus modales dejan mucho que desear, amor. Estoy tratando de ser civilizado. He venido a visitarte para decirte lo mucho que siento lo del… niño —hizo una pausa porque la emoción le estrangulaba la garganta—. Debiste decírmelo.
Nora no pudo evitar que los ojos se le inundasen de lágrimas. El dolor y el rechazo estaban demasiado vívidos aún.
—No habría supuesto ninguna diferencia —le espetó. Tomó aire y prosiguió—. Somos de mundos muy distintos. Sé que jamás perteneceré al tuyo, y comprendo por qué me alejaste. No fui más que una diversión para ti; estás acostumbrado a tomar a cualquier mujer que se te antoja, y una ignorante como yo no hubiese supuesto ninguna diferencia por el simple hecho de engendrar a un hijo. Un bastardo más o menos no le importa a nadie.
—Me salvaste la vida, y no soy tan desagradecido como para soslayar ese hecho —le tomó el mentón con suavidad para que no rehuyera su mirada—. No te considero ignorante; creo que eres aguda y afilada como una punta de lanza —lo dijo con seriedad. Sus palabras sonaban sinceras—. Y habría amado a ese niño, te lo juro sobre mi propia sangre bastarda. Sé lo que es padecer ese estigma, y jamás hubiese permitido que nuestro hijo lo sufriera.
—No soy más que una campesina… —su voz y sus manos temblaban por igual.
—¿Una campesina capaz de derribar una fortaleza? —las pobladas cejas se alzaron para que ella rebatiera aquella contradicción.
—Lo siento… —titubeó Nora—, siento ser la culpable de la destrucción de Tarna, pero Andrés… él me… —los agitados intentos por contener el llanto eran infructuosos—, y luego tú me alejaste… me odiaste por…
—¡Criatura! No volverán a hacerte daño mientras yo viva —la abrazó con ternura—. No me importaría perder un reino entero si con ello hubiese evitado tus padecimientos. Te alejé del peligro, te envié lejos para ponerte a salvo de este bruto que te ama contra su voluntad; tu espíritu guerrero es tan fuerte y dulce, ingenuo y terco… que me enloquece. No sabes lo mucho que te echo de menos a mi lado.
—¿No me odias? —Nora, aturdida por aquella declaración, no hallaba razonables los motivos de su separación—. Ni siquiera te despediste.
—No fui capaz de reunir el valor; sabía que todo lo que te dijera tendría como única finalidad convencerte de que permanecieses a mi lado. Piensas que soy un monstruo, siempre lo has creído, y no quería que descubrieses que estabas en lo cierto. No podía correr ese riesgo.
—¡Yo no creo que seas un monstruo! Bueno, al principio sí, un poco… —añadió, pasándose una mano por la mejilla para limpiarse las lágrimas como una niña pequeña.
—Ambos somos un poco salvajes, como esta tierra que pisamos. No podemos negarlo; jamás dejamos de luchar —acercó sus labios a la boca femenina—. Pero no debemos hacerlo entre nosotros. Sabes que nuestro amor es más fuerte y jamás lo venceremos.
—¿Es real lo que sientes? No podría soportar una vez más…
—Estoy aquí. Es real… créeme… créeme —suplicó, por vez primera en su vida.
La besó con una delicadeza desconocida. Sus manos rodearon el rostro de Nora, y libó sus labios con ternura, inundándola del cálido consuelo que sabía necesitaba con urgencia, pues había comenzado a llorar en silencio de nuevo. Varadal besó cada una de aquellas lágrimas, y las vio convertirse en un torrente imparable. La llevó a la cama y se acostó a su lado, abrazándola hasta que se quedó dormida entre sollozos. Tenía que recuperar la fe en él y Varadal lo sabía. Tras adoptar una postura muy incómoda, consiguió dormirse muy entrado el amanecer; tenía miedo de que el camastro se viniera abajo, tal y como se habían derrumbado sus defensas ante una sencilla y aguerrida muchacha que, tras asaltar su corazón, se había instalado en el con unas raíces tan profundas que jamás podrían ser arrancadas.
Despertó entumecido. Su cuello se quejaba de dolor, y sus piernas, adormecidas tras haber permanecido medio suspendidas en el aire durante varias horas, le producían pequeños pinchazos. Nora no estaba en el lecho y se alarmó; no quería andar persiguiéndola por toda Asturias. Se enderezó con rapidez y salió al exterior. La vio jugando con el lobo; ambos medían sus fuerzas tirando por los extremos del cinturón del delantal hasta que ella venció, cayendo sobre sus posaderas entre un estallido de risas que él jamás había escuchado antes.
La muchacha se irguió un poco avergonzada por aquel comportamiento infantil. Lo retó a censurarla con el mentón bien alto, y, al recibir por respuesta una sonrisa, se relajó. Caminó hacia la casa, pero antes de entrar él la retuvo por la cintura, la izó hasta la altura de su rostro y le depositó un beso mañanero.
—¿Tienes apetito? —preguntó Nora un tanto preocupada—. A mi lado morirás de hambre… cocino muy mal.
—Lo sé, ayer casi me enveneno con esa bazofia tuya… pero sólo tú puedes satisfacer mis ansias —respondió él, con la mirada enturbiada de deseo.
No esperó más. La tomó en volandas y entró en la cabaña. Se acostaron enlazados en un abrazo apasionado, buscándose el uno al otro, reprimiendo la ansiedad que los consumía para deleitarse en el reencuentro de sus cuerpos. Nora era una mujer deseosa de ser amada; se entregaba a cada caricia de sus manos rudas con un estremecimiento de placer, devolviendo el aprendizaje que él le inculcaba con cada maniobra. La delicadeza con que Varadal la poseyó la elevó a niveles desconocidos de gozo, sintiéndolo deslizarse en su interior con calma impuesta, penetrándola con suavidad hasta que sus pieles fueron una sola. Ella recorría con sus labios el pecho masculino, los hombros y el rostro, a la vez que se aferraba su cabello rojizo jadeando de impaciencia. Varadal iba a explotar si seguía conteniéndose y ella lo percibió. La consumía el mismo anhelo. Se arqueó con fiereza contra él y comenzó a moverse con movimientos rítmicos y frenéticos bajo su cuerpo surcado de cicatrices, apurando la conexión indestructible que los unía. Olvidaron cualquier atisbo de razón, en una vorágine de sensaciones que sólo ellos podían compartir. Las embestidas se agudizaron por un instante y volvieron a ralentizarse, sus ojos se encontraron y hablaron sin palabras, no querían que aquel momento terminara. Él deslizaba su lengua por los pechos menudos; estaba hambriento de su piel, de su sal. Salió un instante de su interior y la dejó respirar. Bajó su boca hacia el abdomen y depositó ligeros besos donde habría de crecer su hijo perdido, sin saber que aquel lugar pronto volvería a estar ocupado. Aquel gesto hizo que los ojos de Nora se anegaran de lágrimas. Varadal se abrazó a su cintura y le pidió perdón una y otra vez, sintiéndose responsable de la trágica pérdida.
—Te quiero —dijo ella, con las manos aferradas al colchón.
—¿Me quieres? —jadeó él, sudoroso—. ¿No vas a huir de mí? Te perseguiré hasta el fin del mundo... porque no puedo dejar de amarte.
—Te quiero. No podré huir… porque te quiero a mi lado siempre… ¿quién si no te salvará la vida cuando te metas en problemas? —respondió ella con sorna.
Fue demasiado para él. La amó con tanto ímpetu que temió hacerle daño, pero su rostro le indicaba lo contrario. Ya no había fuerza contra la que luchar. Se dejaron arrastrar hacia un clímax que se extendió por cada resquicio del único ser en el que se convertían con aquella unión. Abrazados, hicieron el amor durante horas, dándose todo lo que se habían privado el uno al otro por culpa de su testarudez.
—Sí. Somos un poco salvajes —concedió Nora en un momento de calma, reafirmando las palabras que habían proclamado en voz alta la noche anterior.
—¿Te importa, vida mía? —preguntó él alarmado, apoyándose sobre un codo y mirando su rostro resplandeciente de dicha—. No estoy seguro de poder cambiar, pero lo intentaría si tú me lo pides.
—En absoluto. Quiero decir… que... el amor es algo instintivo entre tú y yo. ¿Existe algo más primitivo?
Su mirada expresaba más que sus palabras. Lo atrajo hacia ella y el guerrero invencible ya no tuvo escapatoria.
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