X.                PRISIONERO

 

El rey Aurelio pareció sorprenderse tanto como la propia Nora. Se examinaron con detenimiento, tal parecía que ambos se hallasen en presencia de un espectro. Nora dudó; deseaba correr, pero permaneció clavada al suelo. Aurelio la interrogó con la mirada desvaída y un tanto vidriosa. Avanzó unos pasos, y la muchacha pudo apreciar el lamentable estado en que se hallaba. No era el imponente y temible hombre que vio en la capilla el día de la coronación: estaba demacrado, sus pupilas dilatadas apenas dejaban apreciar los colores de sus ojos, y tanto la barba como el cabello estaban cubiertos de mugre, al igual que su raída capa de piel de oso. Parecía desorientado y fuera de sus cabales cuando le preguntó:

—Mujer, ¿has visto a Jana? Llevo buscándola muchas noches y no soy capaz de hallarla. Tú no eres Jana… ¿o sí? Tal vez te has disfrazado para confundirme y seguir jugando conmigo. ¡Jana! —exclamó con desesperación.

Nora estaba asustada; el rey no la reconocía, y, aunque era de esperar que no recordase a una simple campesina con la que apenas había intercambiado unas palabras, su actitud y expresión le indicaban a la joven que debía estar enfermo. Su debilidad era evidente.

—Señor... Mi rey —dijo con cautela—. No soy quien buscáis, pero dejadme serviros de ayuda; creo que la necesitáis.

Se acercó a él con desconfianza. Tenía miedo, pues podía atacarla o montar en cólera por dirigirse a él en esos términos.

—Jana, he de encontrar a Jana. Tiene a mi hijo… quiero estar con ellos… necesito… —Nora llegó hasta él justo en el instante en que Aurelio se hincaba de rodillas y rompía en amargos sollozos.

—Permitidme que os ampare, señor.

Lo sujetó por la cintura, y él se dejó manejar como si careciese de conciencia o voluntad. Nora lo guio de vuelta hasta donde se hallaba un aturdido Alfonso, quien no alcanzaba a comprender cómo el rey había aparecido de repente en tan lamentable estado.

—Sentaos aquí; os daremos calor con nuestros cuerpos. No podemos encender fuego porque nos descubrirían, pero no permitiremos que desfallezcáis —Nora se situó a su lado y, con un gesto, indicó al niño que se pusiera al otro costado del rey.

—¡Fuego, eso es! —exclamó Aurelio—; encended una  buena hoguera para que Jana sepa dónde estoy. La guiaré hasta mí.

—¿Quién es Jana? —preguntó Alfonso intrigado.

El monarca lo miró como si fuese la pregunta más estúpida que jamás le hubiesen hecho, y respondió airado:

—¡No la conoces! Si lo hicieras jamás la olvidarías. Ella es la razón por la que sigo viviendo —intentó ponerse en pie de nuevo, pero se lo impidieron con delicadeza—. Me entregó su amor, su cuerpo, su espíritu, y temo haberlos extraviado. Mi hijo va de su mano. Tengo que protegerlos.

Nora interpretó aquellos delirios como parte de la enfermedad que le aquejaba. Con toda seguridad se había trastornado; llevaba demasiados días solo y perdido, sin comida, caballo ni armas con las que defenderse. Mientras todo el mundo pensaba que estaba muerto, había vagado por los altos como un alma en pena, y a Nora maldita la gracia que le hacía haberlo encontrado. Suponía un problema añadido a los que ya acumulaba, pero era consciente de que no podía darle la espalda.

Aurelio continuó con su diatriba acerca de la tal Jana, sin prestar oídos a los ofrecimientos de comida y agua.

—No sé qué vamos a hacer, ¡necesitáis ayuda y yo no puedo ofrecérosla! —exclamó con impaciencia.

—Tendrás que buscar a alguien que sí pueda —dijo Alfonso—. Vete; yo cuidaré de él. No temas, nos ocultaremos hasta que regreses. Nada nos sucederá si somos prudentes y nos mantenemos alerta.

Su determinación y arranque de valentía parecían sinceros. Nora sopesó sus opciones, y aceptó que debía ir sin demora en busca de alguien en quien pudiese confiar. Le preocupaba dejar al niño al frente de aquella situación, pero no tenía ninguna otra opción. Le habló con franqueza, explicándole los posibles peligros que corría. Le entregó su pequeño cuchillo, y le dijo que si Aurelio trataba de hacerle daño debía defenderse sin miramientos. Él lo tomó con mano firme y un valor que no había visto hasta entonces en el pequeño. Se daba cuenta de lo mucho que había madurado en poco tiempo y se sintió orgullosa, tanto como si fuese de su propia sangre.

Reunió todos los alimentos que fue capaz de conseguir: recordó que algunas hierbas eran comestibles e hizo acopio de ellas, además de ortigas y algunas manzanas tempranas, moras, bellotas y demás frutos que recogió en los claros del bosque. Los apiló formando un significativo montón. Les recomendó racionar aquellos humildes alimentos y beber agua del arroyo para engañar al hambre. Dejó su manto para darles cobijo y se despidió.

—Volveré con ayuda.

Sus palabras sonaron tan poco convincentes que esbozó una sonrisa difusa para disimular su zozobra, y partió a lomos del caballo. Parecía una libélula flotando sobre el enorme animal. No había recorrido ni tres leguas cuando divisó una pequeña caverna. Las piedras en las que se había refugiado Aurelio aparecieron ante ella como un llamativo refugio, pero lo ignoró y siguió su camino en dirección al valle. Escondió al animal en una arboleda antes de entrar en el poblado de Sotrondio —enclavado a la sombra del castillo del rey—, y se deslizó entre las sombras. El silencio la sobrecogió; era inusual no escuchar movimiento alguno por muy entrada que estuviese la noche. Las familias solían reunirse alrededor de los lares para entonar canciones, relatar cuentos y comentar los acontecimientos de la jornada, tal y como la suya había hecho en innumerables ocasiones. Tampoco se oían mugidos de vacas ni sus cencerros de cobre agitarse con aquel sonido que tan bien conocía. Sólo algunas luces de antorchas moribundas titilaban en algunas puertas a las que no se atrevió a llamar. Caminó entre las sombras en busca de un lugar desde el que poder observar sin ser descubierta cuando despuntara el amanecer.

Las luces del alba no recibieron, como era su costumbre, el movimiento de los aldeanos yendo y viniendo. Resultaba extraño que nadie entrase ni saliese de las chozas; las mujeres no acudían al río a lavar sus prendas, y los niños no salían alborotados con sus madreñas para hacer chiquilladas. El instinto de Nora le decía que algo inusual ocurría.

Se fue acercando con sigilo a las murallas, y pronto descubrió con horror las jaulas de madera. Allí hacinados se hallaban las mujeres y niños del lugar. Muchos lucían un aspecto cadavérico pero estaban vivos, pues vio cómo se acercaban unos pocos soldados portando pellejos de agua y cuencos llenos de pedazos de nabos y col para alimentarlos. Era su ansiedad tan extrema que se pelearon por ser los primeros en recibir el escaso alimento. Las mujeres, desgreñadas y con las ropas rasgadas, luciendo moratones y fracturas en algunos huesos, parecían animales dispuestos para el sacrificio. Algunos hombres yacían muertos cerca de las jaulas, ajusticiados en su intento por socorrerlas. Las alimañas se daban un suntuoso festín con sus cuerpos ante los ojos de aquellas madres, esposas e hijos a los que habían intentado socorrer. La ira creció por momentos en el espíritu indomable de Nora. También la precaución. Si la capturaban pasaría a ocupar un lugar entre aquellos desdichados, y no estaba dispuesta a renunciar a su libertad con tanta facilidad. Echó de menos su pequeño cuchillo doméstico, pues no tenía con qué defenderse si la atacaban. Un brillo metálico llamó su atención entre los cadáveres, y esperó con paciencia a que los aguadores de sobrevestes amarillas se retiraran confiados al lugar donde bebían; allí les escuchó proclamar a voces todo tipo de comentarios soeces sobre lo que estaban dispuestos a hacer con aquel nutrido grupo de cautivos antes de entregárselos a los sarracenos.

Se arrastró por la tierra hasta el cadáver más próximo. El pobre muchacho presentaba una herida de lanza en la espalda que lo había dejado clavado al suelo. Apartó la mirada del estandarte mortífero y se obligó a actuar con rapidez. Desechó la idea de llegar hasta el arma que había creído divisar, pues quizás se tratase de otra cosa y no estaba dispuesta a arriesgarse para nada. Le quitó las calzas, arrancó con rabia la larga vara con punta de hierro clavada en la carne del desdichado, y se retiró con la rapidez de un zorro que asalta un gallinero. Unos ojos anegados en lágrimas controlaban sus movimientos. Los demás estaban demasiado ocupados devorando las sobras que les habían dado, al tiempo que se peleaban e insultaban por saciar su hambruna. Las heces cubrían el suelo de las jaulas, y despedían un olor tan nauseabundo que inundó las fosas nasales de Nora provocándole arcadas. Cuando se retiraba por el mismo lugar por el que había accedido, arrastrándose sobre los codos, abdomen y muslos cual serpiente silenciosa, escuchó su nombre pronunciado con voz temblorosa.

Se sobresaltó al reconocer aquella voz tan familiar y querida.

—¡Sara! Sara, ¿eres tú?

Apenas la reconoció. Su aspecto era desolador. El recuerdo que había atesorado de su amiga, siempre alegre y optimista, la hizo dudar de sus sentidos. Pero sí, aquella era Sara: la amable y sonriente muchacha, encantadora de abejas, que tantas veces la había consolado cuando perdió a su familia en la riada. Le habían cortado el cabello, y su silueta había menguado tanto que apenas era reconocible; tenía los ojos hundidos, cortes en los labios y llagas en la piel a causa del maltrato. Las heridas se habían infectado a causa de las moscas, y se sacudía los piojos que contaminaban sus harapos.

—Nora… Nora… huye, insensata, no te quedes ahí parada. No puedes hacer nada por mí, te cogerán —consiguió susurrar entre espasmos de llanto.

—De ninguna manera te voy a dejar aquí, no lo voy a permitir. ¡Calla, calla, no llores, no alertes a los demás!. Si se alborotan me descubrirán los guardias. Intentaré hallar una solución. Amiga, hermana mía, mantente fuerte. Volveré a por ti.

Se escabulló de nuevo hacia la seguridad de las sombras profundas del bosque. Allí se despojó de su falda y vistió las raídas calzas del difunto. Esperaba le perdonase aquella humillación como esperaba que a las puertas del cielo no le pusiesen reparos por aparecer con el culo al aire; se imaginó a San Pedro regañando al desgraciado y negándole la entrada al reino de Dios. Se asustó de sus pensamientos blasfemos y pidió perdón al muerto una vez más. Recogió sus cabellos en un nudo apretado y los cubrió con un chambergo abandonado por alguno de aquellos difuntos. No le quedaba más remedio que arriesgarse, así que caminó hasta una de las cabañas más alejadas. Llamó con insistencia hasta que se entreabrió la puerta y una anciana encorvada se asomó. Sus profundas arrugas, marcadas por el sufrimiento y las duras labores realizadas a lo largo de su vida, eran la única razón por la que no se hallaba también prisionera. Por una vez, la vejez era la salvación. Nora se introdujo en el interior sin que ésta pusiera reparos.

—Anciana, ¿tienes una hoz que pueda tomar prestada? —preguntó sin rodeos—. Una hoz, una azada, cualquier apero que tenga filo me servirá.

Echó un vistazo al humilde hogar en busca de herramientas. Cuando vio colgada en la pared un hacha pequeña de desbrozar la maleza casi dio un grito de alegría. Se subió a un pequeño cajón y lo descolgó sin más. La vieja no dijo nada; estaba tan afligida por sus recientes pérdidas que incluyó a Nora dentro del grupo de saqueadores que le habían arrebatado todo.

Nora le besó la mano y se marchó. Su corazón galopaba a un ritmo frenético. Volvió al lugar donde estaban las jaulas, pero tuvo que esperar oculta porque los guardianes habían vuelto a merodear por allí. Los vio sacar varios cuerpos y arrojarlos a un hoyo. Buscó a Sara con la mirada y se sintió aliviada al verla agazapada en una de las esquinas. Aguantó con paciencia el impulso de acercarse hasta que al fin los amarillos volvieron a sus cómodos emplazamientos en las murallas; desde allí podían vigilar a cualquiera que se aproximase a las jaulas, si es que alguien tenía la osadía de hacerlo sin pensar en las consecuencias.

Nora aguardó a la oscuridad, y una vez se hizo de noche, volvió a deslizarse hasta su objetivo. Sin mediar palabra comenzó a rozar con todas sus fuerzas el filo del hacha contra el poste de madera, sin golpes, sujetándolo con ambas manos por la hoja y presionando con desesperación en un movimiento de fricción hasta calar la madera. Sudaba profusamente y pensó que no lo lograría. Estaba acuclillada en la parte posterior de la jaula, donde la visibilidad era un poco menor para ellos. La jaula en la que se hallaba Sara encerrada solo contenía mujeres, y ninguna de ellas emitió sonido alguno. Ya habían adivinado la intención de la joven, y guardaron silencio. Cuando la madera fue rasgándose hasta producir el crujido final, ahogaron un alarido de victoria. Varias, las que aún poseían alguna fuerza, tiraron del poste hacia arriba hasta dejar un pequeño hueco por el que pudieron pasar las más delgadas; entre ellas se encontraba Sara. El resto aguardaron, tal y como Nora les indicó, volviendo a colocar el poste en su posición original; les prometió que volvería para cortar uno más de aquellos barrotes.

Aquellas que habían conseguido salir siguieron en silencio a Nora mientras las conducía hasta el bosque. Una vez allí, Sara se abrazó con fuerza a su cuello, llorando de gratitud. Pero no eran el momento ni el lugar idóneos para detenerse. Las envió con su caballo hacia el cordal más alto y alejado. Les indició que debían ocultarse en la gruta de piedra que hallarían bajo una losa horizontal, y permanecer allí sin llamar la atención. Le explicó a Sara que debía buscar a Alfonso y la situación en la que había encontrado al rey. Antes de despedirse, le rogó tomándole las manos:

—Búscalos, Sara; encuéntralos y ayúdalos. Yo no puedo volver hasta que no libere a las demás —dijo angustiada.

—Te matarán, Nora… esta vez te matarán —lloró su amiga con la cara llena de manchas de suciedad—. No sé de dónde sacas tu fuerza, pero no será suficiente para evitar la venganza del obispo…

—Añade la de Varadal de Tarna; no te olvides del mayor embustero de la tierra —dijo con una mueca de asco, al recordar que el hombre al que se había entregado también era artífice de aquella monstruosidad. Lo odiaba tanto que deseaba que fuera él quien la prendiera para escupirle una vez más en el rostro. Moriría satisfecha.

—¡Ay! Amiga mía, siempre te equivocas respecto a él —sentenció Sara muy seria.

—No lo creo. Mira nuestro pueblo, Sara; ha traído muerte y desolación a nuestras vidas. Sólo me arrepiento de haberle salvado la vida cuando pude dejarlo morir.

Sara, que no sabía nada de lo acontecido desde que Nora se alejase de su lado, la escuchó desgranar con palabras atragantadas cuanto había sucedido —exceptuando su encuentro en el lecho—: lo que Andrés afirmó al regresar a las montañas, el rencor que todos sentían hacia Varadal, y la convicción de que era un traidor sin escrúpulos. Sara interrumpió el acalorado relato de su amiga sobre los motivos por los que, según ella, el hombre merecía ser despreciado.

—¡Nora, calla! Varadal es prisionero del obispo. La guardia no cesaba de comentarlo. Le han dado tormento y está condenado. Pronto lo ejecutarán. Nos han mentido respecto a tantas cosas que la gente humilde no comprendemos que nuestra ignorancia es su mejor arma. No te dejes engañar; utiliza tu inteligencia y no tus impulsos. Prométeme que te mantendrás a salvo.

—No sé si creerte; puede que se trate de una estratagema para mantener su nombre limpio. Y mientras dudamos, él se regocija en su triunfo…

La idea de hallarse en un error la molestaba y aliviaba al mismo tiempo; esa contradicción constante formaba parte de su naturaleza.

—Deja de ser tan obstinada y no lo juzgues arrastrada por tus prejuicios. Acabarás siendo tan detestable como ellos. ¡Te aseguro que lo van a matar! Maldita sea, Nora, creo que ese hombre merece una oportunidad y jamás la tendrá        —finalizó Sara, enfadada con su amiga por haber dudado de su palabra.

Nora lo visualizó en su mente. No pudo soportar la idea de verlo muerto. Algo se derrumbó en su interior. Se tapó por un instante la cara con las manos y confusa, pero con seguridad, le replicó con lentitud y firmeza a Sara:

—No lo quiero muerto. Lo quiero a mi lado. Creo… creo que lo amo. Tú no sabes… ¡no sabes cuánto lo amo, Sara! —soltó una carcajada nerviosa—. ¡Lo odio porque me obligó a amarlo! Es tan retorcido…

—No te comprendo. ¿Cómo es posible? Creo que estás desvariando. Todo lo sucedido ha sido demasiado para ti —y diciendo esto se acercó a ella y la abrazó con fuerza una vez más.

—¡Ya te explicaré! No hay tiempo que perder. Ve y busca al rey como te he dicho. Y por favor, manteneos a salvo —la apremió con urgencia. Sara, que estaba deseando alejarse del lugar, no dudó. Echó a correr en pos de las demás mujeres, que ya se habían adentrado en la oscuridad de los montes.

Con un nudo en el estómago, Nora se agazapó entre unos matorrales a la espera de hallar la ocasión propicia para entrar en el castillo. Los guardias estaban al lado de las jaulas rascándose la cabeza y preguntándose si sus ojos les engañaban. El número de mujeres se había reducido y no sabían cómo. El cerebro de la muchacha funcionaba a la velocidad del rayo, pero no encontró una solución. No podía ayudar a más cautivas. En su mente, una pregunta martilleaba con insistencia a la lógica que la impelía a huir de allí: ¿cómo iba a poder llegar hasta él? ¿Cómo podría una simple mujer salvarlo? Era una enorme estupidez, y lo sabía. Pero su ímpetu suicida la azuzó a intentarlo; se caló el viejo fieltro hasta las cejas y se mezcló con un pequeño grupo de campesinos que, portando distintas mercancías, cruzaban en ese momento la puerta este del castillo. El último esfuerzo por liberar a sus mujeres les había obligado a robarse unos a otros las pocas posesiones que les quedaban. Acarreaban cestos con coles, algunas palomas muertas a las que habían conseguido dar caza, pequeñas bolsas con grasa de cerdo para fabricar velas y varios cestillos con legumbres secadas al sol. Sintió lástima por ellos. Ninguno reparó en su presencia. Estaban demasiado conmocionados.

Cuando llegaron al patio de armas, las caras de los soldados eran de auténtico regocijo tras haber echado un vistazo a las mercancías. Muchas de ellas fueron a parar al suelo de un manotazo feroz. Se formó un pequeño revuelo de lamentos y risotadas. Los habitantes del poblado se afanaban por recoger cada alubia del suelo, mientras que los soldados les propinaban patadas en los traseros y se burlaban de tan míseras ofrendas. Nora aprovechó la confusión para escabullirse entre los estrechos muros de las escaleras; pronto se halló en las cocinas. Oculta en una de las fresqueras adyacentes, esperó a que los atribulados responsables de los hogares se despistaran para poder así proseguir un camino que desconocía. Tomó un pedazo de queso impregnado de hongos que desprendía un fuerte aroma y se lo metió en la boca. El sabor era muy distinto al olor. Pensó que podría quedarse en aquel rincón para siempre devorando el exquisito manjar. Era tal su tensión que lo engulló de un solo bocado sin apreciar la pátina untuosa que la vianda dejaba en su paladar. Ignoró la tentación y la exigencia de su estómago, cogió una hogaza de pan de centeno, y se deslizó por un pasillo que zigzagueaba en la oscuridad hasta el interior más profundo de la morada.

Sólo un guardia custodiaba las escaleras que conducían a las mazmorras. En aquel lugar se hacía innecesario que hubiese mayor vigilancia. Los que entraban como reos jamás salían; no existía ninguna posibilidad de huida. Los soldados echaban el turno a suertes, y, el que perdía, permanecía de mala gana cubriendo el puesto           —deseando sin duda alguna hallarse en el exterior, lejos de los gritos provocados por las torturas de los verdugos—. Cuando el perdedor del día la vio acercarse, ataviada con su indumentaria robada, no reconoció en ella a una mujer. Le preguntó qué hacía allí y ella, bajando la cabeza para ocultar en lo posible su rostro, tal y como hacían los sirvientes, contestó con un susurro ronco que el obispo había ordenado entregarle un trozo de pan a Varadal con el fin de asegurarse de que llegaba con vida a su ejecución. Ante tal despilfarro, el soldado torció el hocico en un gesto de desaprobación, pero la dejó pasar alertando a voz en grito al carcelero:

—¡El obispo envía a un mozo!

El hombre, de cuyo cinturón pendía un pesado manojo de llaves, la miró con igual desprecio, pero el pan acaparó toda su atención; lo acercó a su nariz, y sin más le asestó un buen bocado.

—Si te lo comes todo, tendrás que rendir cuentas ante el obispo Sebastián. No quiere que el traidor muera de hambre; prefiere que se lleve su merecido en el patíbulo      —apuntó con voz grave, la mirada huidiza y un deseo incontenible de patear a aquel cerdo grasiento.

—Estará muerto antes de que pueda tragar una migaja de esto. No creo que le sirva de mucho la misericordiosa atención.

Rio con la boca abierta y se le escaparon trozos ensalivados de la pasta que mascaba. Nora sintió tanto asco que desvió la mirada hacia las celdas.

—¿Dónde está el desgraciado? No puedo perder todo el día.

La oscuridad del lugar, la mugre de sus andanzas arrastrándose por el suelo, y el olor que desprendían las ropas del muerto, le habían ayudado a dar veracidad a su aspecto. Pero Nora comenzaba a temer que acabasen descubriendo que no era lo que aparentaba ser si se alargaba mucho más la farsa, pues a poco que prestasen atención se darían cuenta de que su voz era impostada.

—Tranquilo, muchacho, no seas tan impaciente. Pocas veces se reciben visitas por aquí, y menos con regalos. Sígueme…

Pasaron delante de varias celdas vacías. En una de ellas Nora pudo atisbar la forma de un ser humano, agazapado en el fondo de un hediondo montón de paja en posición fetal, y reducido a la mínima expresión de la dignidad. Apenas tenía fuerzas para emitir más que tenues lamentos. A Nora se le aceleró el corazón de alivio al constatar que no era él. Cuando el carcelero se paró delante de la celda más alejada, inmersa en una oscuridad absoluta, hizo un movimiento con la cabeza para indicarle que allí estaba el prisionero que buscaba.

—Arrójaselo —dijo, señalando la hogaza.

—No son esas mis órdenes. Tengo que dárselo y asegurarme de que lo coma. No me veré expuesto a un castigo por tu culpa. Dame una luz y agua para que trague; si no, tendré que empujarle el pan a través de la garganta y no pienso meter la mano en esa sucia boca.

La convicción de sus argumentos hizo dudar por un instante al hombre, que la miraba de hito en hito.

—Abre la puerta para que pueda entrar y comprobar que sigue vivo. Si no es así, te puedes quedar con el pedazo; quiero finalizar con esto cuanto antes —estaba comenzando a perder los nervios.

El hombre se alzó de hombros y abrió la cerradura con una pesada llave. La puerta chirrió y Nora se introdujo por la pequeña abertura. El carcelero se encaminó de mala gana en busca de lo que aquel impertinente sirviente le pedía, no sin antes hacer una última observación:

—No hemos sido demasiado severos con él. Recibimos órdenes de no matarlo, pero con gusto lo habríamos enviado al infierno. El maldito no parecía acusar los golpes. No emitió ni un solo grito; solo un aliado del diablo puede resistirse de ese modo a la garra de gato por muy suave que ésta acaricie.

—Te creo… —torció el gesto asqueada y añadió—. ¡Es un puerco que merece el peor de los sacrificios! Admiro vuestra contención, de veras. Yo no podría aguantarme las ganas.

El doble sentido de sus palabras pasó desapercibido para la mente idiotizada de aquel insensible monstruo, que se alejó con una sonrisa pérfida satisfecho ante el halago recibido.

Nora se precipitó hacia el cuerpo tumbado de bruces que permanecía inmóvil en el fondo del cubil. Sus tremendas proporciones le aseguraban que se trataba de Varadal, pero permanecía tan quieto que pensó que había llegado demasiado tarde. Se arrodilló y pudo atisbar a través de la penumbra las terribles heridas que presentaba en la espalda. Estaba muerto. ¿Cómo podía estar muerto? ¡No pensaba permitírselo! Se acercó tanto a su rostro ladeado sobre el frío suelo que pudo notar la respiración de él sobre sus propios párpados. Lo intentó voltear, pero las heridas eran tan graves que el otrora fuerte guerrero emitió un sonido quejumbroso al sentir el roce de sus manos. Al menos estaba vivo.

—Varadal… —susurró en su oído—. ¡Despierta, maldito seas! Despierta… tienes que despertar.

Le agitó la cabeza sujetándolo por las enmarañadas greñas. Ignoró su dolor, y consiguió con mucho esfuerzo colocarlo de costado y pegarlo a la pared para que su peso no recayera sobre las brechas abiertas en la espalda. La adrenalina que segregaba ante cada segundo que pasaba le proporcionaba una fuerza impensable en cualquier otra situación. Él abrió los ojos y esbozó una tibia sonrisa, a medio camino entre su peculiar mueca y un rictus de agonía.

—Ahora sí que me has convencido… —pudo decir.

—¿De qué? —preguntó Nora, presa de una alegría infinita al comprobar que la reconocía.

—De que estás totalmente loca. ¿Qué diablos haces aquí, insensata? —preguntó con visible esfuerzo. Debía tener varias costillas fracturadas y sentía un dolor lacerante con cada palabra que articulaba. Por no mencionar que apenas sentía la espalda. Aquellas heridas, infringidas sobre cualquier otro hombre, habrían fracturado la columna vertebral, arrancando músculos y nervios, desgarrando la vida, pedazo a pedazo… y sin embargo él estaba consciente. Gravemente herido, pero entero.

—¡Oh! Ya estamos con esas —protestó ella enfadada; esperaba que mostrase un poco de alegría al verla—. ¡Olvídate de mi locura inexistente, cabezota! Tenemos que salir de aquí… ¿podrás mantenerte en pie si te ayudo?

—Esta situación se está repitiendo más de lo que desearía. Yo me apoyo en ti y tú me maltratas física y verbalmente.

Intentó levantarse y a duras penas consiguió mantenerse erguido. No podría huir en ese estado. Nora escuchó los pasos arrastrados del carcelero, quien se acercaba con un haz de luz, y lo ayudó a sentarse de nuevo. Sin pensarlo demasiado, en un instintivo e impetuoso arrebato —y porque deseaba hacerlo desde el primer instante en que lo había hallado tan vulnerable—, lo besó con rapidez. Sus labios seguían tensándola. Los necesitaba, y a él también pareció reconfortarle aquel acto de íntima cercanía. Volvió a esbozar aquella sonrisa que le ladeaba un poco la boca en una cínica expresión de sorpresa.

—Nora... —levantó su mano con esfuerzo para delinear el perfil de su pómulo, en una caricia llena de significado.

—Dime que no te rendirás. Buscaré la forma de sacarte de aquí, lo prometo.

—Nora… —repitió—, mi querida guerrera loca… tu aliento apesta. Pero gracias por este beso. Lo mantendré en un pequeño recipiente de mi alma, cerrado a presión para que no se escape ni uno solo de sus matices —le guiñó uno de sus ojos plateados y la conminó a marcharse de allí cuanto antes—. Nada me hubiese causado mayor placer antes de partir hacia el otro mundo que volver a verte… pero ahora debes huir y olvidarte de mí.

—Eres… eres… ¡un patán! —se enojó ella, al recordar el trozo de queso que se había comido hacía unos momentos. Ni en los momentos más extremos podía tomarla en serio, y ella ya no era una jovenzuela con la que divertirse un rato para luego dejarse matar como un imbécil—. Si no quieres que te bese, sólo tienes que decirlo. No hace falta ser tan grosero.

—Claro que quiero que me beses —la sujetó por la nuca y la besó de nuevo con tal intensidad que ella supo que era un beso de despedida. Sabía que iba a morir y le decía adiós. Su corazón se rompió en dos, y tuvo miedo de no poder sobrevivir si él se llevaba uno de aquellos fragmentos a la tumba.

—¡No! —exclamó Nora—. No te lo consiento —y le obligó a ponerse en pie. Estaba desnudo; sólo las calzas tapaban parte de su anatomía. El resto de la ropa le había sido arrancada a base de latigazos.

Dieron cuatro pasos tambaleantes en dirección a la puerta, y Nora se desesperó porque no podía sujetarlo. Cuando ya se disponían a cruzar el umbral de la puerta se vieron sorprendidos por la presencia del guardián. Tras él vislumbraron la silueta esbelta y delicada de Munia, y, junto a ella, al obispo Sebastián sonriendo con malicia. El repulsivo vigilante no era tan estúpido como parecía; algo en ese muchacho no era lo que parecía, y había acudido al obispo para trasladarle sus sospechas, provocando su cólera.

              —Quienquiera que seas, te doy la bienvenida a tu final. Ya que tanto deseas la compañía de este deshecho de Dios, te complaceremos enviándote al infierno junto a él     —dijo el cura con voz hueca y satisfecha. Varios soldados amarillos apresaron a Nora, engarzándole un grillete tan pesado y oxidado al cuello que se sintió como un buey al que someten al yugo. Varadal intentó avanzar unos pasos hacia el obispo con la mirada inyectada en furia.

—Dejadla, ella no ha hecho nada.

El guardián, al que por un instante casi había conseguido engañar, le arrancó el paño raído de la cabeza. Sus cabellos se deslizaron como una cascada hasta la cintura.

—Es culpable de traición, al igual que vos —añadió Sebastián con sorna—. Compartiréis todo, descuidad; no escatimaremos en hospitalidad y agasajos.

—¡Hijo de perra! Si la tocáis os mataré… —exclamó antes de recibir la patada de un soldado en el abdomen; se quedó sin respiración. Miró a la joven con expresión de reproche por haberse dejado cazar como un ratón, y cerró los ojos para evitar la visión de las vejaciones a las que sin duda sería sometida. No podía soportar que ella sufriera daño alguno.

—Matadla con dignidad —jadeó—. ¡Ya! No lo exijo para mí, pero suplico clemencia para ella. Y podréis descuartizarme en cuantos pedazos se os antoje para dar de comer a los buitres. Pero a ella matadla rápido…

Lo pidió con tanta sinceridad que Nora estuvo a punto de insultarle llena de rabia, pero comprendió sus motivos. Se giró hacia la mujer que se erguía como una reina despiadada, indiferente a los ruegos del guerrero herido. La miró con fijeza, y le habló con calma.

—Si nos matáis, el pequeño príncipe Alfonso también morirá. Enviad un mensajero a Tarna y comprobaréis que no se encuentra allí. Sólo yo sé dónde se halla, y, si no regreso, mis amigos tienen órdenes de decapitarlo y enviar a su madre la pequeña y rubia cabecita.

Intentó que su voz sonara lo más amenazadora y convincente posible. No tenía más alternativa que lanzar el único anzuelo que podía salvarles. Fue la única idea que consideró aceptable. El gesto en el rostro de Munia le indicó que ya había caído en la trampa. Gritó horrorizada.

—¿Dónde está mi hijo? —miró a Sebastián, que retrocedió ante el ímpetu de la madre.

—No creáis ni una sola palabra de esta palurda. Alfonso sigue en Tarna a buen recaudo —su ligero titubeo ante el arrollador interrogatorio al que le sometió Munia, puso al descubierto que callaba más de lo que decía. La viuda del antiguo rey insistió en que deseaba que su hijo le fuera devuelto de inmediato. Nora echó leña a una pequeña llama que se convertía en hoguera ante los ojos atónitos de los presentes.

—Sí, a cargo de Andrés del Campanal, el peor de los mercenarios. Preguntadle al obispo, señora, qué le ofreció por traicionar a su amigo —debía continuar, terminar lo que había empezado—. Y preguntaos también si de veras creéis que llegará el día en que os permita ver a vuestro retoño ocupando el trono. Si yo no hubiese huido con el niño, a estas horas lloraríais su pérdida.

—¡Ni una palabra más o mueres aquí mismo! —le amenazó Sebastián. Aquella increpación, lejos de calmar a Munia, la puso histérica.

—Entonces no miente. ¡Tú eres el único embustero!

Sin que nadie pudiera preverlo, Munia empuñó una daga que guardaba en la elegante manga acampanada de su túnica, y que sujetaba al antebrazo con una cinta de oro. Se situó frente a Sebastián y lo pinchó en el centro del pecho. Advirtió con voz clara que si alguien osaba acercarse, lo ensartaría. Los guardias amarillos se quedaron petrificados en sus puestos.

—Dejadles partir o seréis vos quien muera —le dijo al cura siseando, a la par que introducía un par de centímetros la hoja en la zona del esternón; la sangre comenzó a enturbiar la impoluta vestimenta del anonadado obispo. Munia hizo un gesto a los soldados con una mano para indicarles que abrieran las puertas de la celda, a la vez que repetía las gélidas palabras tantas veces pronunciadas para sí misma:

—Si no reinamos aquí, no somos nada. ¡Quitadles las cadenas! —ordenó al carcelero y a los soldados, quienes se apresuraron a obedecer impulsados por la mirada aterrada de Sebastián.

Una vez liberados, Nora ayudó a Varadal a ponerse en pie. Salieron trastabillando por el pasillo hacia las escaleras. Escucharon a sus espaldas la voz de Munia una vez más.

—Traédmelo con vida y la vuestra os será perdonada. Hablo en nombre del rey legítimo: mi hijo.

No miraron atrás. No vieron cómo empujó la daga hasta la empuñadura, haciendo que una leve presión venciera la interposición del hueso entre el hierro y el corazón de Sebastián. La fina mano de dedos largos y blanquecinos se tiñó de rojo. Giró el arma noventa grados con el placer del que ahueca un huevo duro para el desayuno. Henchida de satisfacción se confió, y el cura, con el rostro ceniciento y la fuerza de los que saben que van a morir e intentan aferrarse a la vida, la asió por la muñeca. Logró desencajar el cuchillo de un pecho en el que ya apenas nada latía, y con un grito de odio salvaje lo volvió contra ella, incrustándoselo en la zona baja del aterciopelado mentón. Munia cayó exánime al instante, y el perverso obispo se desplomó a su vez sobre ella. Muertas en un charco de inmundicia, yacían las ambiciones de los peores enemigos de Asturias.