VII. TARNA
Gracias a los emplastos de nieve empapada de infusiones herbales que Hafsa le aplicaba sobre la cara, Nora mejoró poco a poco de la inflamación que sufría en los ojos; aún presentaba moratones que amarilleaban a su alrededor, pero ya podía abrirlos y su visión era bastante diáfana. Se levantó del jergón donde la habían instalado sintiendo molestias por todo el cuerpo; estaba dolorida, pero sentía curiosidad por saber dónde se encontraba. Cruzó la pequeña y oscura estancia, salió a un largo pasillo no menos sombrío, y se dirigió hacia el lugar del cual procedía un murmullo de gente hablando. Cuando entró en la sala principal del torreón, los presentes la miraron sorprendidos y cesó toda conversación. Andrés del Campanal se acercó a ella solícito, y la invitó a compartir un lugar junto a la gran chimenea que caldeaba el ambiente.
—Me alegra comprobar que te encuentras mejor —dijo risueño—. Pronto ese feo color desaparecerá y nos mostrarás tu verdadero rostro. ¡Espero que sea tan bonito como imagino! —exclamó guiñándole un ojo—. Varadal insistió tanto en que te encontráramos que sus razones debía tener… y creo que ya las comprendo...
Recorrió con la mirada el cuerpo de Nora, y emitió un silbido de admiración que provocó las risas de los congregados en la sala.
—Ya te dije que apenas lo conozco —respondió ella, confundida por la familiaridad con que la trataba aquel caballero—. Traté de ayudarlo porque se encontraba herido, nada más.
Omitió los detalles y se calló, a la espera de que le confirmaran si el señor de Tarna había sobrevivido.
—Sí, por supuesto que está vivo. ¡Gruñón e insoportable!
Los presentes estallaron en carcajadas de nuevo.
—Hafsa le obliga a permanecer inmóvil en sus aposentos porque teme que la herida se abra y vuelva a infectarse.
—Entonces vive —dijo Nora con un alivio que no sabía de dónde procedía, pues le traía sin cuidado el destino de aquel hombre.
—Nos ordenó que le visitaras tan pronto estuvieras en condiciones de hacerlo. Sígueme, te guiaré hasta él. Espero que esté despierto; ha dormido muchas horas, tantas como tú. Supongo que la mora os habrá puesto belladona en el caldo, o algún otro mejunje de los que usa. ¡Quién sabe! Lo cierto es que su habilidad es bienvenida siempre que alguno de nosotros cae herido o enfermo. ¡Es una madre para todos nosotros!
Sin darle tiempo a poner objeciones se encaminó a la salida, y la esperó paciente al comprobar que ella titubeaba.
—No temas, ahora es como un osezno: gruñe mucho, pero no da zarpazos.
Volvió a reír ante su propio comentario, como si le hiciese muchísima gracia que su amigo hubiese estado a punto de cruzar al más allá. A Nora le agradó la sencillez y cordialidad de Andrés: jovial y natural, sin el engreimiento propio de los de su clase. Esbozó una sonrisa a su pesar.
Entraron en la recámara sin llamar. Varadal estaba recostado sobre la cama, y Hafsa acababa de cambiarle los vendajes de la pierna. Recogió los frascos de distintos ungüentos en una canasta de mimbre, y, cuando se disponía a abandonar la estancia, el herido la sujetó por una mano y le dio las gracias con amabilidad. El tono apaciguado y sereno del hombre sorprendió a Nora mucho más que el aspecto inusual que presentaba, pues Hafsa le había recortado parte de su larga melena y rasurado la barba, con el fin de permitir que la piel transpirase mejor y la fiebre remitiera. La mujer asintió con la cabeza y se dispuso a abandonar la estancia. Nora pudo sentir la agudeza de su mirada oscura traspasarle la carne: con un rápido vistazo, la mora sospesó si su presencia podía ser motivo de malestar para el señor. Debió considerar que no, pues cruzó la puerta y se marchó sin dignarse a dirigirles ni una sola palabra.
—¡Amigo mío! —exclamó Andrés—. Pareces un niño de pecho, tan barbilampiño y limpio como un lucero —se mofó de la apariencia del postrado—. Esa mujer te ha transformado en un cordero indefenso.
—A mi diestra tengo la espada; acércate y te mostraré lo que hace este cordero con alimañas como tú.
Varadal aceptó la burla de su amigo como algo normal. Las bromas entre ellos eran frecuentes, y siempre terminaban con alguna amenaza de muerte por parte de uno hacia el otro o viceversa.
—No te veo con fuerzas para esgrimirla con firmeza. No obstante, disculpa si no te obedezco, no sea que te las infunda la mano del diablo.
—Ya hablaremos cuando me reponga, ¡canalla!
Intentó incorporarse consiguiéndolo a duras penas, ya que el dolor de la pierna era insoportable. La herida se había infectado, como bien había predicho Nora, y sólo gracias a Hafsa había podido conservarla. En cualquier otro momento y lugar ya se la habrían amputado con las consecuencias que dicha maniobra acarreaba: la lisiadura de por vida o la muerte.
—Aquí está la joven que nos pediste buscar.
Nora mantuvo la cabeza firme y erguida, y no se amilanó ante los ojos acerados que la escrutaron de pies a cabeza.
—Creo —añadió Andrés del Campanal—, que a ella le debes el estar hoy aquí.
La muchacha se inquietó ante la afirmación.
—Sí, es cierto. A ella se lo debo.
Nora creyó percibir una nota de sarcasmo en sus palabras. Si ella no hubiese actuado como una loca, nada le habría sucedido. Mas no sentía ningún pesar: ella no le había solicitado ayuda. Se dispuso a defenderse de un torrente de acusaciones cuando Varadal pidió a Andrés que abandonara la estancia y los dejara a solas.
—No sé, amigo, quizás no des la talla. No estás en tu mejor momento, y mucho me temo que vas a defraudar a esta damisela. Puede que necesites ayuda, así que mejor será que permanezca cerca.
La picardía del comentario incomodó a Nora y enfureció al enfermo.
—¡Largo! —rugió Varadal de Tarna, a la vez que le lanzaba un pequeño candil que alumbraba la estancia con una vela sofocada.
Andrés rio y pisoteó las pequeñas llamas —que habían prendido en la paja seca y fresca que se esparcía por la superficie de los suelos—, y desapareció por el hueco de la escalera con sonoras risotadas, cuyo eco rebotó en las paredes y se hizo audible a lo largo del estrecho y oscuro pasillo.
—No tiene piedad de un inválido... ¿La sientes tú?
Nora se acercó unos pasos para ver mejor su rostro. La penumbra inundaba la habitación, y era difícil sentirse segura en su compañía.
—No estoy convencida de que deba —afirmó sin ningún tipo de duda—. Nadie te pidió socorro, y tú, por propia voluntad, arremetiste contra la manada como un metomentodo iracundo, invencible y estúpido.
—¡Maldición! Acércate para que pueda agarrarte por el cuello y acabar lo que dejé a medias cuando tuve la oportunidad.
Estaba enfadado por su ingratitud, y desorientado por el rencor que apreciaba en aquella pueblerina que, si bien tenía razón, también debería mostrarle un poco de reconocimiento por haberla librado de un peligro mortal.
—No te daré ese gusto.
Se aproximó un poco más al lecho sabiendo que era totalmente inofensivo en su estado. Encendió un cirio grande y seboso que reposaba en una pequeña esquina de un estante anclado a la pared, y la luz le permitió ver una expresión en el rostro masculino que jamás hubiese querido presenciar de hallarse él en pie.
—Explícame una cosa, muchacha… ¿por qué me odias? No te conozco, y no creo haberte causado ningún mal; más bien todo lo contrario. Dime de dónde proviene ese malestar que sientes hacia mí.
Ella respiró con profundidad, y supo que no podía disimular por más tiempo.
—Te lo diré. Si tan ignorante eres, te diré porque siento aversión hacia hombres como tú, aunque luego me mandes colgar en lo alto de la muralla para que los cuervos se coman mis ojos.
—No me des ideas —farfulló irritado, removiéndose en el lecho con impaciencia ante la testarudez que ella mostraba.
—Gente como tú viene a nuestros pueblos y se lleva todo. Nos robáis el pan de la boca sin importaros si morimos de hambre. El invierno pasado, mi padre logró reunir un rebaño modesto; no más de quince animales. Muchos de los corderos fueron criados por nosotros mismos. Nos abastecían de carne y leche, hasta que llegó un recaudador bien acompañado de varios como tú… Nos dejaron en la miseria, y le golpearon sin piedad cuando suplicó que no se los llevaran todos, pues mis hermanos eran pequeños y aún no tenían edad suficiente para ayudar y trabajar. Se rieron de él.
Hizo una pausa con la mirada clavada en Varadal, comprobando si sus palabras le llegaban con la claridad que ella pretendía imprimirles. Había sido un duro golpe para el cabeza de familia; sabía que llegado el momento tenía que pagar los impuestos estipulados, pero en aquella ocasión el abuso de poder se convirtió en una especie de ley del más fuerte. Impotente y herido contempló cómo se lo llevaban todo, mientras el llanto quedo de su esposa se ahogaba en un pañuelo apretado contra la boca.
—Yo nunca he actuado de manera tan miserable —trató de defenderse el herido.
—¿Qué importa quién fuera? Venían en nombre de los poderosos: del rey, de los amos…, sin sentir ni un ápice de consideración por las vidas ajenas. Recuerdo cómo a un vecino le cortaron las manos, acusado de robar, por negarse a abrir la puerta de su granero. ¡Ladrón de sus propios bienes!
Alzó las manos al cielo para clamar una justicia invisible.
—Era suyo lo que trataba de defender, ¿entiendes? Fue un invierno de hambre, frío y mucho miedo. ¡Miedo! Tú no sabes lo que es eso.
—El nuevo rey cambiará las cosas. Esa es su intención. Aurelio es un hombre justo y no permitirá que ocurran nuevamente atropellos de esa índole. Díselo a tu padre.
Pensó que el monarca primero tendría que reaparecer, si acaso era todavía posible. Los días se sucedían y no daba señales de vida. Todos estaban convencidos de que había muerto; todos salvo él, que conservaba la esperanza porque no tenía más opción que aferrarse a ella. Era el último vínculo de verdadero afecto que aún le quedaba: su hermano.
—Mi padre está muerto; toda mi familia está muerta. Sara te lo dijo, pero, como es habitual, no escucháis lo que tenemos que decir.
Un nudo en la garganta amenazó con dejarla muda. No quería derrumbarse, y se mordió el labio en un intento por sobreponerse a las emociones que la asaltaban cada vez que pensaba en sus seres queridos.
—Lo siento, muchacha… de veras.
Nadie mejor que él conocía el vacío que deja en el corazón la pérdida, así como nadie conocía las circunstancias de la suya.
—Mi nombre es Nora —puntualizó ella con orgullo—. No lo sientas, no tienes motivo. Murieron ahogados por la riada del Nalón. Tú no tuviste nada que ver en su muerte, pero creo saber que en otras sí.
—No te negaré que he matado a muchos hombres, Nora del Valle —repuso él, imponiéndole aquel gentilicio como algo natural—. Pero siempre en la guerra o en la batalla; jamás a sangre fría o por la espalda.
El tono amargo de la joven lo conmovió, y comprendió, gracias a su agudeza perceptiva, que había sufrido mucho en su corta vida. Comenzaba a discernir el porqué de aquella actitud despectiva desde que la vio por primera vez.
—¿Ni al anterior rey? —preguntó ella con frialdad, porque el tono sincero que él usaba no la estaba ayudando a guardar las distancias que debía. Ya había hablado más de la cuenta, y temía que, de algún modo, todas aquellas palabras que le surgían a borbotones desde dentro se volvieran en su contra y propiciasen un castigo que no quería recibir.
Varadal entornó los ojos ante la acusación que implicaba la pregunta, y negó con rotundidad.
—No soy un asesino.
—Podrás negarlo, pero muchos creen que fuiste una de las manos que segó la vida de Fruela.
—No estaba en la corte en esos días, ¡y da igual si me crees o no! ¿Qué importancia tiene quién lo mató? ¡Era un cabrón malnacido y otros cabrones similares se lo llevaron al infierno! —exclamó.
El movimiento brusco que hizo le arrancó una mueca de dolor; había golpeado su propia pierna sin darse cuenta y maldijo como sólo él sabía hacerlo.
—Ya ves… —añadió Nora con sarcasmo—, estamos a la misma altura. Yo vivía entre cabras y tú entre cabrones; yo estoy sola y tú reniegas de ellos, por lo que deduzco que te encuentras tan solo como yo.
Su impertinencia iba en aumento, y el valor para decir aquella frase la sorprendió cuando fue demasiado tarde para retirarla. Supo que la prenderían en cualquier momento. Varadal llamaría a los soldados, y la encerrarían en una fría y oscura mazmorra… pero el placer que sintió bien valía la muerte.
—Tienes una lengua afilada y descortés. Espero que no te la muerdas algún día o morirás envenenada.
Rio divertido, sin dar importancia a las provocaciones de aquella mujer que permanecía, estática como un poste, a un costado del lecho. Se fijó en su rostro magullado. Los párpados presentaban un color amarillo desvaído, y los pómulos, un poco hinchados aún por los golpes, resaltaban por los moratones oscuros que la desfiguraban sin lograr esconder su belleza.
—Hablando de problemas, dime cómo te hiciste eso —señaló su cara—. La última vez que te vi no lo tenías. Espero no haberte golpeado yo… allí en la cabaña. No recuerdo mucho tras el ataque de los lobos.
Se alarmó de veras durante un instante ante la posibilidad de ser el causante de aquellos estragos, pero pronto recordó lo que Andrés y Hafsa habían hallado en una de las cabañas de los pastores. Supo que no era culpable, pero guardó silencio. Quería saber de qué pasta estaba hecha. Si mentía y le hacía responsable, sufriría un profundo desengaño.
Nora estuvo tentada a hacerlo, pero la calumnia no formaba parte de su naturaleza, así que disfrazó la verdad. No podía confesar que había matado al pastor, pero si le hubiese preguntado directamente, no lo habría negado.
—Tuve una caída en la oscuridad y me golpeé contra algo duro.
Varadal conocía el resultado de los puños de un hombre y fingió creerla. Intuía lo sucedido, y la muchacha había sufrido por su causa al acudir en pos de ayuda.
—Ya he contestado a tus preguntas. Debo volver a mi cabaña, no quiero permanecer en este castillo ni un día más.
—Quería darte las gracias.
Se incorporó en la cama con esfuerzo y, ayudándose de sus manos, posó la pierna herida en el pavimento enlosado. Apoyó unos segundos la cabeza entre las mismas, con el fin de evitar que ella viese el gesto de dolor y el mareo que el movimiento le produjo; acto seguido, se impulsó con todas sus fuerzas hasta quedar en pie frente a ella. Nora vaciló unos instantes al ver que se tambaleaba. Se acercó y le ofreció su hombro para que se sujetara sin desplomarse.
—No se merecen. Reconozco mi parte de culpa en lo sucedido y repito, nadie pidió que me salvaras —dijo ella—. Pero si fueras tan amable de suministrarme algunos víveres para regresar, partiré mañana mismo.
—No quiero que te vayas —dijo muy cerca de su oído. Tenía que inclinarse un poco debido a la altura que los separaba. La aferraba con un brazo por encima de los hombros, como un gigante abrazado a un junco. Una visión ridícula para cualquiera que pudiera ver la escena. El junco tembló al escuchar sus palabras.
—¿Por qué? —se alarmó Nora—. ¿Acaso piensas prohibírmelo?
—No estarás segura, recuerda tus propias palabras… hay mucho cabrón suelto.
Su expresión divertida, mezclada con la del dolor que sentía intentando permanecer en pie, era contradictoria. Sin poder evitarlo, acercó su mano al delicado rostro. Ella, creyendo que iba a golpearla, se encogió contra su voluntad… pero nada más lejos de la intención del caballero; sin su coraza protectora, la real y que sólo él conocía, se expuso sin temor a las consecuencias. Con dedos largos y ágiles, mucha suavidad y una quietud repentina, delineó la ceja de Nora, descendiendo por la línea de la mejilla con tanta delicadeza que apenas la rozó por miedo a dañarla en las zonas doloridas. La miraba con tanto detenimiento e intensidad que ella se sintió, por un instante, como alguien digno de admiración. La acarició hasta la base del mentón, y con una imperceptible y sutil maniobra, la atrajo hacia sí y depositó un ligero beso sobre los labios carnosos de la muchacha. Nora se quedó paralizada. Hacía tanto tiempo que no recibía una muestra de afecto, un contacto cálido que le recordase que no estaba tan muerta como el resto de los suyos, que un estremecimiento la recorrió al sentir la boca del hombre sobre la suya. Apenas fue una ligera unión, un roce, un aliento fugaz como el aleteo de un pájaro que se escapa por una ventana abierta con descuido… y sin embargo sintió abrasarse la piel donde descansó aquella ave extraña y volátil.
Nora, estupefacta, no supo reaccionar; apenas podía mirarlo y no se le ocurrió ningún sarcasmo o reproche que lanzar contra él. La sorpresa de aquel acto espontáneo fue extraña, por súbita e inesperada, para ambos por igual. Se miraron interrogantes y sin pronunciar palabra alguna durante unos segundos. Varadal creyó que arremetería contra él, y le sorprendió el escalofrío que percibió en la muchacha. No cabía duda de que ella lo despreciaba con una intensidad que no había captado en toda su amplitud. Se maldijo por ceder a una tentación tan absurda y su mirada se ensombreció, apartándola de su lado con un gesto. La piel desnuda de Varadal brillaba cubierta por una ligera pátina de sudor, y el pequeño trozo de tela enroscado a su cintura, que cubría sus partes íntimas, dejaba adivinar sus deseos, por lo que le dio la espalda y añadió con autoridad:
—No debes alejarte de aquí. Te ordeno que permanezcas en la fortaleza hasta que yo considere el día adecuado para tu marcha.
—¡No puedes retenerme! —protestó la muchacha con vehemencia—. Si crees que voy a permitir que me tomes por uno de tus vasallos, ¡estás muy confundido!
Sacó su pequeño cuchillo de la cinturilla y se lo mostró.
—No dormirás tranquilo —amenazó, esgrimiéndolo a la luz de la vela—. Si me impides partir, mejor será que me mates, o nunca sabrás en qué momento clavaré este filo sobre tu carne.
Hablaba sin miedo. Ya nada tenía sentido.
—¿Como al hombre al que Andrés halló muerto en el llano? —preguntó con tono frío y lacerante—. Al lado del cadáver aún caliente, había un pañuelo que creo reconocerás en cuanto te lo muestre…
—Tuve que defenderme —repuso Nora admitiendo su crimen—. Ahora ya puedes denunciarme ante todos. No me importa. Pero te culpo a ti. ¡Maldita sea la hora en que te cruzaste en mi camino!
—Nadie me habla así en mi propio hogar —se giró con dificultad hacia el lecho y la sangre comenzó a empapar los vendajes que cubrían casi la totalidad de la pierna, dejando entrever solo la parte superior del muslo—; pero no temas, admito que arriesgaste tu vida y siempre saldo mis deudas.
—Pues estamos en paz. Ojo por ojo y escupamos sobre nuestros delitos. Y aunque dudo que te interese, aquel estúpido quiso violarme. Tuve que matarlo.
Ante aquella confesión, Varadal sintió una ira que nacía del pasado. De sus experiencias en la guerra. Jamás soportó aquel tipo de salvajismo entre las huestes, y la repulsión que le producía aquella pauta de conducta pintó en su expresión un gesto de profunda repugnancia.
Era conducta habitual que, entre los botines conseguidos, los soldados disfrutaran de lo que no les pertenecía. Y uno de los bienes más codiciados eran las mujeres ajenas: las desgraciadas prisioneras y las viudas desprotegidas que recogían los cuerpos de sus maridos del suelo ensangrentado. Las violaban para luego asesinarlas, y se jactaban de sus gritos y alaridos en las noches de borrachera, presos de la adrenalina y el fulgor de la batalla. Varadal nunca había conseguido tolerar aquellos actos, y optaba por alejarse lo más posible de los campamentos en aquellos momentos en los que no podía enfrentarse en solitario contra la barbarie. En más de una ocasión había apaleado a alguno de sus hombres por dicho comportamiento, y era sabido que entre su soldadesca estaba prohibido actuar con la crueldad con que otros lo hacían.
Nora pensó que el asco reflejado en su rostro se debía a su presencia. La mayoría de las mujeres que eran forzadas, acababan siendo culpadas y castigadas por provocar el despertar de los más bajos instintos en los hombres. En una sociedad tan machista e intolerante, jamás eran condenados por llevar a cabo tan despreciables actos.
La situación, un tanto incómoda para ambos mientras se escudriñaban con la mirada, fue interrumpida por el pequeño Alfonso, quien entró como un torbellino en la alcoba, congratulado de haber dado esquinazo a Hafsa y poder ver al fin a Varadal, puesto que no le habían permitido hacerlo antes.
—¡Pequeño mocoso!
La voz de Hafsa sonó tras ellos. Entró en la recámara, y la presencia de Nora y Varadal todavía a solas le indicó que el niño y ella habían interrumpido una situación violenta y excepcional. Miró con preocupación los vendajes del hombre, y lo regañó como una madre que ha pillado a su hijo en una grave travesura. La familiaridad con que lo manejaba y la autoridad que tenía sobre él —que se dejó manipular y obedeció como un cordero lechal cuando le ordenó que se tumbara—, junto a la mirada acusadora que dirigió a Nora, hicieron que la muchacha se encogiera un poco sobre sí misma.
—El enfermo necesita paz y sosiego. Sal de aquí.
Su bello gesto aceitunado era la viva imagen del enfado, y no daba lugar a réplicas.
—Este niño es imposible —añadió—. Debemos encerrarlo bajo llave. No hace más que vagabundear por los lugares más inesperados. Ayer estuvo a punto de ser aplastado por la maza de un soldado. Se antepuso ante el fardo de paja que sirve de señuelo mientras el hombre practicaba sus golpes, y poco faltó para que le reventaran los sesos.
—Me aburro. Sólo quiero aprender el arte de la lucha. Me acerqué demasiado, pero procuraré mirar a distancia más segura —se excusó el pequeño con voz compungida.
Varadal sonrió, a pesar de la preocupación que le causaban las palabras de Hafsa. Ella no se alarmaba por nimiedades, así que el niño debió estar realmente en peligro. Si algo le sucedía a Alfonso, habría faltado a la palabra que le dio a Aurelio, y no entraba dentro de sus planes defraudar a su hermano.
—Prometí que yo te adiestraría, pero vas a tener que esperar unos días más.
Señaló sus heridas con una mueca de resignación y un ligero encogimiento de hombros, imitando un característico gesto del pequeño. Su rostro parecía amable cuando hablaba con el niño; también la voz se le suavizaba tomando una cadencia dulce y serena. Nora no dejaba de sorprenderse por las múltiples caras que el hombre que tenía ante ella podía mostrar, y eso no era buena señal. No se fiaba de tal versatilidad.
—Días o semanas… —añadió la curandera con voz molesta.
—¡Vamos, Hafsa! Ya puedo mantenerme en pie. No voy a permitir que me trates como a una vieja inválida.
Hizo un gesto de fastidio cuando ella no miraba, y Alfonso se echó a reír.
—Ya veremos… si te quedas cojo por no seguir mis indicaciones será problema tuyo.
La mora se compadeció de él y le acarició la espesa cabellera, en un gesto de consuelo impregnado de distintos significados que molestaron a Nora por el grado de familiaridad que escondían.
—Me retiro —dijo con voz suave. «Ahí te quedas, que te aguante ella», pensó con acritud—. He de planear con minuciosidad mi partida, y aún no he comenzado.
—Puede que debas estar ocupada en algo útil —replicó Varadal. Nora se puso tensa—. Estoy pensando que no hay mejor remedio para expulsar los malos pensamientos que lidiar con nuevos retos. A partir de ahora, y entre los muros de este recinto —parecía una sentencia ineludible—, Alfonso está bajo tu responsabilidad. Si algo le sucede, lo lamentarás de veras, muchacha. Es tu deber cuidarlo porque, como señor y amo del castillo que te acoge, te lo ordeno.
Su tono prepotente era premeditado y ella no percibió el placer que le proporcionaba confundirla.
—No puedes retenerme… —volvió a repetir. Iba a continuar con su perorata, pero desistió al sentir la mirada fulminante que Hafsa le dirigió. Varadal se recostó de nuevo y cerró los ojos. Quizás para evitar sus argumentos; tal vez para disfrazar el dolor que le laceraba la pierna; o puede que intentase evitar mirar aquel rostro que lo atraía como a un águila un ratón de campo… con el deseo de clavarle las garras.
Lo inquietaba la exasperante y estúpida mujer cuya lengua afilada hacía más daño que los colmillos salvajes de cualquier animal. Lo irritaba. Estaba dispuesto a demostrarle, sin exponer su orgullo masculino, cuán equivocada estaba respecto a sus prejuicios. No sabía con certeza de dónde provenía aquel empeño… y desconocía que se enfrentaría en una contienda en terreno peligroso.