I.                  LA CORONACIÓN

 

Asturias, siglo VIII d.C.

En el recinto de la capilla de Sama de Langreo, amurallado por gruesos muros de tosca piedra y escasa profusión de ornamentos sagrados a excepción de una gran cruz de madera anclada en el frontal del altar, apenas se percibía la agitada respiración de Nora mientras observaba, indignada y furiosa, la coronación de Aurelio el asesino, tal y como lo denominaba mentalmente. La joven ignoraba que las acusaciones y rumores que circulaban sobre la participación de éste en los hechos que habían escandalizado a la población, estaban, una vez más, infundados; habían sido propagados por aquellos interesados en que el suceso fuese creíble, con la única intención de causar temor y respeto entre la gente humilde y sencilla que aceptaba las decisiones de sus señores sin cuestionar nada. Si en cualquier momento algún miembro del séquito hubiese captado una insignificante mirada de desaprobación o malestar en su convecino, lo habría degollado al instante sin dudarlo, pues el futuro monarca había instruido bien a sus hombres más leales sobre cómo alejar cualquier sombra de duda que pudiera cernirse sobre su corona durante el día del nombramiento. A su entender, era necesario proceder con la máxima cautela, sobre todo tras haber presenciado el asesinato de su antecesor a manos de un despiadado grupo de nobles caballeros, descontentos ante la crueldad y el mal entendimiento que de su poder había hecho gala el difunto.

La escena del sangriento regicidio, presenciada por Aurelio oculto tras un grueso tapiz, lo había estremecido hasta el punto de quedar petrificado; se vio incapaz de mover un solo músculo mientras contemplaba derramarse el líquido rojo, espeso y oscuro, sobre el suelo de la estancia; su conciencia estaba en paz, pues no había esgrimido cuchillo alguno contra aquel que compartía su misma sangre, pero la visión de la muerte de su primo lo atormentaría con posterioridad durante más de una noche de sueño. Cierto era que estaba en desacuerdo con muchos de los preceptos y decisiones de Fruela, pero de ahí a terminar con su vida había un trecho; se consideraba un hombre tranquilo, amante de la paz y de una vida sencilla, exenta de ambiciones personales e intrigas palaciegas.

La esposa del rey y el hijo de ambos también habían sido testigos de su muerte. El pequeño Alfonso era fruto de la única debilidad del feroz Fruela: Munia, la vascona, primera mujer de entre muchas en engendrar un vástago suyo; se había desposado con ella, y la amaba a su manera, pero ese amor distaba mucho de estar a la altura del que ella le profesaba. Munia lo sabía y, a pesar de todo, gritó horrorizada en la sala donde perecía la razón de su vida, el poderoso hombre sin escrúpulos que manejaba las riendas del reino con total despotismo: aquel que había matado con sus propias manos a su hermano, acusado de confabular en un supuesto complot para arrebatarle el trono. Alfonso era demasiado pequeño y estaba atemorizado; era incapaz de comprender por qué los hombres en los que siempre había confiado su familia ahora se ensañaban de manera tan cruel con su progenitor. El niño corrió a esconderse hacia el mismo lugar en que se encontraba oculto Aurelio, que lo tomó por los hombros y lo atrajo hacia sí en un gesto protector. Apretando el rostro inocente contra su abdomen, intentó evitarle la visión del atroz asesinato; el pequeño, mudo y tembloroso, lo miraba todo con las pupilas dilatadas y al borde del desmayo.

Tras ser elegido como sucesor al trono, posición que jamás había imaginado ocupar, decidió mantener al chiquillo bajo su tutela y protección. Demasiado odio y rencor se cernían sobre el niño por el mero hecho de ser hijo de quien era. Así, tras una corta pero decisiva deliberación con sus más allegados consejeros, dispuso el traslado de la corte hacia un lugar más seguro, llevando consigo a Alfonso y a todos aquellos a los que realmente apreciaba, entre los que se hallaba la madre del niño, la bellísima e inconsolable Munia. Aurelio sentía compasión hacia ella, un justificado temor por su vida, y algo más que no alcanzaba a discernir. Se había mostrado bella, altiva y poderosa bajo el cetro de su esposo, pero, tras lo acontecido, Aurelio no le auguró una vida demasiado larga. Sería, con toda probabilidad, la siguiente en sufrir un desgraciado accidente, y la sola imagen de su bonito rostro cubierto de lágrimas le hizo tomar la decisión de salvarla también a ella. Por ello, abandonaron la intrigante corte de Cangas de Onís, demasiado peligrosa para aquellos que aspiraban a morir de viejos, y se trasladaron hacia el valle.

Llegó el día señalado. Su vida había sufrido un vuelco inesperado, y no estaba seguro de que éste le satisficiera. Se sentía angustiado, temeroso y muy solo. Por encima de todo, echaba de menos la presencia tranquila y sosegada de su hermano menor Vermudo, quien, a pesar de los ruegos de Aurelio para que le acompañara, había optado por permanecer en su retiro espiritual alejado de la corte, en un apacible convento de monjes dedicados a la oración y el trabajo.

La capilla era demasiado pequeña, incluso para la escasa congregación que presenciaba la oratoria interminable y la unción de la frente sudorosa del nuevo amo y señor de sus destinos y tierras. No pasó desapercibida la impaciente mirada que Aurelio dedicó al obispo don Sebastián, quien, sin temor alguno, se la devolvió no menos cargada de reprobatoria condena ante semejante desidia en un acto solemne y sagrado a los ojos de Dios y sus vasallos. El nuevo rey, sentado con indulgencia sobre el tosco sillón de madera labrada, se preguntó cuándo finalizaría aquella letanía interminable que el sacerdote aparentaba dilatar a propósito. Mas bien parecía que su único fin era el de mantenerle allí sentado, padeciendo un horrible dolor en la punta del pie derecho, donde su dedo índice se había hinchado hasta alcanzar el tamaño de una minúscula berenjena aquel extraño fruto que tanto apreciaban los árabes y al que aún no le había cogido el gusto. «Quizás debiera cambiar al cocinero real», pensó en aquellos trascendentales momentos.

Sin posibilidad alguna de oponer resistencia, Aurelio había aceptado su designación como nuevo rey de los astures por parte de aquellos mismos que habían puesto fin a la vida de Fruela. Por aproximación en la línea dinástica, había sido elegido como sucesor al trono de un reino abocado a los intermitentes ataques de los moriscos, los cuales no cesaban en sus intentos por conquistar un territorio indomable y resistente a sus embates. Parapetados entre montañas de difícil acceso, abruptos riscos y profundos valles surcados por ríos infranqueables sobre todo en los largos y crudos inviernos en los que la nieve, las tormentas de lluvia y el granizo azotaban aquellas tierras sin piedad, para con posterioridad compensar a sus moradores con primaveras que explosionaban en multicolores y espesos bosques salpicados de praderas fértiles y generosas—, se encontraban a salvo de una invasión que, tarde o temprano, habían de perpetrar los infieles.

Aurelio era consciente de que se mantenían libres de las incursiones musulmanas a duras penas, gracias a la abrupta cordillera que se alzaba como una muralla infranqueable. Los Picos eran la mejor defensa natural que cualquier caudillo podría anhelar para su pueblo, y daba gracias por aquel don de la naturaleza que se erigía como frontera natural. Pero la amenaza también habitaba dentro. El nuevo monarca, decidido a mantenerse alejado de la peligrosidad de sus mentores, había elegido el enclave más seguro que conocía: el valle de San Martín, situado entre altas cumbres y surcado por el río Nalón, en cuya cuenca aún subsistían distintos clanes de montañeses, arracimados y débilmente fortificados en sus chozas de madera y paja; allí se encontraban a salvo de los ataques del califato de Córdoba, el cual extendía su poder sobre la península como si de una manta de terciopelo resbaladizo se tratase. Todas estas reflexiones cruzaban por la mente de un, en apariencia, despreocupado Aurelio, quien manejaba como nadie el don del disimulo, convencido de que la mejor defensa que podía esgrimir era la de no dejar entrever sus pensamientos ni intenciones.

Vasallos, sirvientes, aldeanos, labriegos y pastores habían acudido sin tardanza a la espera de lanzar los vítores ordenados por la guardia real, que, a pesar de ser menor en número, iba armada con filos bien pulidos y brillantes con la intención de persuadir a cualquiera que rehusase reconocer a Aurelio como legítimo, ungido y coronado soberano del último reducto de la Hispania libre.

Nora sentía la rebeldía punzante tratando de escapar de las profundidades de su garganta en forma de grito salvaje; tragaba saliva intentando que esa rabia contenida no la delatase ante la multitud, que, mirando al suelo, exhibía las coronillas al cielo y los mentones pegados al pecho como muestra de sumisión y respeto; un respeto que la asqueaba. ¿Por qué tenía ese hombre que invadir su apacible existencia? Sobre todo ahora, que habían sido golpeados por una de las desgracias más terribles acaecidas en los últimos tiempos.

No recordaba haber presenciado jamás nada parecido a la espantosa destrucción que arrasó los poblados diseminados a lo largo de las riberas del río cuando éste se desbordó, creciendo de manera desorbitada y devastando con su poder todo lo que hallaba a su paso. Los más viejos del lugar no auguraron nada bueno cuando las abundantes lluvias comenzaron a descargar sus mantos de agua hacía pocas semanas. Decían que el cauce crecía a ojos vista cada día, y que sería prudente trasladarse a los montes más cercanos hasta que amainara el furioso temporal. No se equivocaron ni un ápice, pero apenas hubo tiempo para reaccionar.

La mañana de la riada, Nora se hallaba en un altozano aledaño a su asentamiento. Provista de un cestillo de mimbre, había acudido allí con la intención de recoger frutas silvestres. Cerca del lugar donde se encontraba, pastaban unas cabras bermeyas que pertenecían a un vecino, el cual siempre se jactaba de la cantidad y calidad de la leche que le proporcionaban; jamás había mostrado compasión alguna por su familia, a pesar de la pérdida de todos sus animales el invierno anterior. El rojizo rebaño saltaba sin cesar de un montículo a otro, como si presintiera el peligro. Fue entonces, mientras Nora observaba su inquieta actividad, cuando escuchó el rugido del Nalón, cual gigante que, tras desperezarse hambriento, comenzase a engullirlo todo con feroz ansia. Corrió ladera abajo en auxilio de sus padres y hermanos con el corazón latiéndole a un ritmo frenético. Tan rápidos volaron sus pies descalzos que trastabilló y rodó por el suelo en varias ocasiones, pero no llegó a tiempo de evitar nada. El agua lo había arrasado todo. Las cabañas habían desaparecido; los troncos, arrastrados por el caudal, asomaban sus extremos danzando macabramente en la lejanía… podían escucharse los gritos estentóreos de algunas personas mientras se ahogaban.

La velocidad a la que todo sucedió le parecía ahora un sueño, una pesadilla de la que hubiese deseado despertar. Donde hacía unas jornadas se encontraba el pequeño asentamiento, sólo quedaban restos de animales muertos, cadáveres desfigurados por los golpes contra las rocas, y lodo; barro espeso y pegajoso, frío como la misma muerte. Vagó durante horas conmocionada buscando a su familia, a sabiendas de que jamás los volvería a ver.

Tras la terrible experiencia de perder a todos los que amaba arrastrados por la corriente, sin poder hallar sus cuerpos ni rastro alguno de lo que había sido su sencillo hogar, había sucumbido a la desesperación. No le quedaba nadie en el mundo a quien recurrir en busca de consuelo. Sus dos hermanos pequeños no tuvieron ni la más mínima oportunidad de salvación; nadie que se encontrase cerca del río la había tenido. Las lágrimas se deslizaban por su rostro noche tras noche pensando en ellos, añorando los brazos de su madre y las palabras sabias de su padre al calor de la lumbre cada anochecer; era entonces cuando les relataba historias mágicas de hadas y duendes escondidos en los bosques, previniéndoles contra muchos de aquellos seres irreales que habitaban entre los riscos, acechantes y codiciosos de la felicidad de los humanos.

Y sin más, sin pensar en el dolor de los pocos que se habían salvado, el nuevo rey los había convocado mediante orden ineludible para acudir a la ceremonia que presenciaba en esos instantes; mantenía los puños apretados con tanta fuerza que las uñas se clavaban en la palma de su mano, dejando tras de sí la huella profunda y carmesí de la impotencia sobre su piel áspera y endurecida por el duro trabajo cotidiano.

La imposición de asistencia había sido transmitida a través de varios mensajeros que, a lomos de pequeños y musculosos caballos, habían cabalgado hasta sus tierras para comunicar la noticia a los supervivientes; éstos, ajenos a cualquier labor que no fuese la de recomponer sus vidas, habían acudido a la investidura atemorizados ante la visión de tan numerosos hierros brillantes. Nada podían hacer aquellas gentes salvo permitir que manejaran sus destinos a cambio de seguir con vida, y, qué duda cabe, habían abandonado todos sus quehaceres para rendir pleitesía y recibir al nuevo rey de Asturias.

Nora observó la escena una vez más. Aurelio se situaba en el centro del altar acompañado por el pequeño Alfonso, quien, más asombrado que asustado, permanecía quieto y bien instruido para la ocasión; el chiquillo asía la mano de su madre, flanqueada a su vez por varias damas de su confianza. El obispo, enclavado a la derecha del nuevo rey, proseguía con el ritual sagrado murmurando rítmicas oraciones encadenadas; tras él, una larga hilera de monjes vestidos de negro. A la izquierda de Aurelio formaban los caballeros, quienes, ataviados con sus mejores ropajes, se movían inquietos ante la incomodidad que suponía permanecer tanto rato en pie soportando el peso de unas espadas que normalmente portaban sus escuderos. Y al fondo, semioculta entre las sombras, la silueta de un hombre impasible pertrechaba la seguridad de la espalda de Aurelio.

A la joven le resultó escalofriante la quietud de este individuo, quien parecía ajeno a lo que se estaba desarrollando en la iglesia. Sólo sus ojos brillantes, semejantes a los de un gato salvaje, se movían en las órbitas: ojeaba a los presentes, escudriñando cualquier movimiento extraño, al acecho de reacciones inesperadas. Sin duda era el paladín, el guardaespaldas de Aurelio; un honor que no poseía cualquiera, y al que solo podía aspirar aquel guerrero que, por méritos propios y lealtad, hubiese demostrado su incondicional apoyo al nuevo monarca con derramamiento de sangre enemiga.

La joven sintió una repulsión inmediata ante la idea de que aquel esbirro fuese uno de los posibles autores materiales del asesinato del anterior rey. Nora desconocía la verdadera naturaleza del muerto, pero le resultaba inaceptable la idea de que le fuese arrebatada la vida a un ser humano, fuese rey o plebeyo. Aunque su cota de malla brillaba impoluta bajo la luz bailarina de las llamas de los cirios, ante ella se mostraba ensangrentada y recubierta de culpa. No pudo disimular el desprecio que sintió, y tampoco se amilanó cuando el hombre fijó su mirada inquisitiva sobre ella.

El caballero hacía largo rato que sentía sobre su persona el escrutinio al que estaba siendo sometido por aquella zafia y mugrienta estúpida que no ocultaba su resentimiento. Su instinto le previno en cuanto la joven alzó la cabeza más de lo usual. Allí, en aquel rostro casi infantil, se reflejaba tanto odio que no pudo evitar acariciar el mango de su daga con el índice cubierto por la manopla metálica, al tiempo que alzaba una oscura ceja a modo de implícita advertencia; tampoco pudo dejar de apreciar el bello contorno de su cuerpo alto y delgado, con los hombros cubiertos por largas trenzas encintadas que ocultaban el color de su cabello. Sin querer, el hombre se halló tratando de adivinar la tonalidad del mismo, ya que el pañuelo que cubría su testa le impedía atisbar ni uno solo de los larguísimos mechones que Nora ocultaba por comodidad e higiene.

Finalizada la interminable misa, la gente comenzó a retroceder hacia la salida sin dar nunca la espalda al altar. Tropezaron unos con otros intentando alcanzar la portalada; allí pudieron al fin respirar aire frío y húmedo recibido con más alegría que las bendiciones eclesiásticas—, mientras abrían un pasillo humano por el que avanzó en dirección a la salida la comitiva real, en perfecto orden jerárquico.

Nora recogió con ambas manos su larga y tosca falda de lana negra para evitar que los profundos charcos y las boñigas de los caballos la echaran a perder, y se dio media vuelta apenas hubo cruzado el umbral de la diminuta iglesia. Tenía tanta prisa por alejarse de aquel ambiente sofocante que no creyó que nadie se percatase de su huida; mucho menos que fuese el propio Aurelio, quien, levantando la voz en un sonido semejante al trueno rasgando el cielo, la llamase.

—¡Muchacha! ¿Por qué razón desprecias el convite con el que me dispongo a agasajar a mis súbditos?

Docenas de ojos se posaron sobre ella. Inmóvil, maldiciendo en su interior la prisa que la había acometido a marcharse con tan poco disimulo, buscó en su mente aquellas palabras que pudieran excusarla; pero sólo acertó a balbucear un pretexto incoherente.

—Mi señor, ruego perdonéis mi falta de gratitud. Desconocía que se celebrase fiesta alguna para los aldeanos.

Su voz sonó trémula mientras se flexionaba y caía de rodillas al suelo, sintiendo cómo un guijarro se incrustaba y rasgaba su carne. La falda empapada y completamente mugrienta poco importaba ya.

Imaginaba que en el castillo se jalearía durante horas a Aurelio. Era de suponer que sólo los nobles e infanzones allegados a él participasen de la festividad; los pobres quedarían excluidos y deberían conformarse con las sobras y restos que les fuesen arrojados por encima de la muralla. «Como si de perros fuese nuestro pellejo», pensó Nora, intentando que aquellos pensamientos no se reflejasen en su rostro. Su padre siempre le decía que podía percibir lo que cavilaba con tan sólo mirarla durante un instante, pues su semblante era tan claro y sincero que, para bien o para mal, no sabía de subterfugios ni disimulos. Debía ser cierto lo que afirmaba, puesto que Aurelio la escrutó de pies a cabeza, hizo un gesto para que se alzase del suelo y, ladeando un poco la figura hacia el hombre que lo seguía de cerca, le susurró unas pocas palabras con la intención de que fuesen transmitidas en voz alta y clara. Después le devolvió una sonrisa irónica a la joven escurridiza, que permanecía clavada en el lugar por su imprudente proceder.

—¡El rey, nuestro señor, tiene a bien y es su deseo que disfrutéis todos los aquí presentes de la gran corderada que os aguarda asándose en estos instantes en el patio del castillo! ¡Todos quedáis invitados a comer y beber cuanto podáis y gustéis!

El hombre, cuya voz se elevó por encima de cualquier rumor más ronca y temible aún que la del propio rey, era el mismo que, cual esfinge, Nora había percibido varado tras Aurelio; volvió a dirigirle una mirada censora, al tiempo que alzaba nuevamente la ceja espesa y oscura en un gesto que parecía muy común y característico de su personalidad.

—El caballero Varadal de Tarna, fiel amigo, ha hablado en mi nombre.

Aurelio posó su mano sobre la coraza metálica que recubría el hombro del aludido; un ademán que sirvió tanto para posibilitar su identificación por parte de todos los presentes, como para corroborar la invitación. Éste, lejos de inclinar la cabeza ante semejante gesto de confianza, asintió y cruzó su antebrazo con el del rey, movimiento que delataba el grado extremo de familiaridad que entre ambos existía.

—¡Acompañadme todos en este día de júbilo!           —exclamó el rey con fingida alegría. Y sin más dilación se dirigió hacia donde se encontraba su caballo, sujeto por dos fornidos mozos, con la intención de regresar al castillo situado a pocos kilómetros de distancia; hacía horas que ardía en deseos de retornar, pues necesitaba tranquilizar el espíritu y dar descanso a su cuerpo de los trajines sufridos durante las últimas semanas.

Cuando la comitiva inició la marcha, la gente lanzó vítores aplaudiendo la regia invitación, acuciados más por el hambre que por el alborozo. Nora los vio partir con un nudo en el estómago. Había cometido un tremendo error que no había escapado al escrutinio del rey, y esperaba que no le fuese tenido en cuenta el desaire que suponía su intento de darse a la fuga antes de tiempo. Podían prenderla en cualquier instante a causa de esa nota discordante motivada por la impaciencia. Notó la sangre deslizarse pierna abajo, pero no dio importancia ni al escozor ni a la humedad de sus ropas. En cuanto todos se hubiesen marchado, ella también lo haría, pero en dirección opuesta.

—Debéis secaros o enfermaréis —escuchó que le decían.

Sobresaltada, tardó unos instantes en percatarse de quién había expresado tal consejo; cuando lo hizo, el señor de Tarna ya se subía a lomos de un enorme caballo de batalla —la bestia superaba con creces en altura a los asturcones, de menor envergadura que aquel magnífico ejemplar negro, pero que se criaban salvajes, robustos y fuertes a lo largo y ancho de toda la comarca protegidos del frío gracias a sus largas melenas—. Desde lo alto de dicha montura, Nora recibió de nuevo una mirada ciertamente aviesa, con destellos grisáceos, que parecían advertirle de lo inaceptable de su comportamiento; sostuvo con arrogancia la mirada del hombre durante unos segundos y. seguidamente, lo vio alejarse en pos del rey, quien había iniciado la marcha con un apresurado trote.

—Ven con nosotros, Nora. Seguro que notan tu ausencia si no acudes. Te has hecho demasiado visible y ahora debes afrontar las consecuencias —le dijo una mujer bajita y hermosa llamada Sara. Se conocían desde la cuna, y también se había salvado de la riada por encontrarse aquel día en la campa donde cuidaba varios panales de miel.

—Es que no puedo aparentar alegría, Sara, ni celebrar nada, cuando mi corazón está tan roto que lo único que anhelo es volver a mi chamizo y acurrucarme entre las pieles, dormir durante años y confiar en que, cuando despierte, todo esto no sea más que un mal sueño —replicó la joven, a punto de estallar de rabia e indignación.

—Nada podrá traerlos de vuelta, amiga mía, por mucho que les llores; tu familia se ha ido para siempre. Es hora de que sigas adelante con tu vida; ya es hora... —la rodeó con su brazo por encima del hombro y trató de convencerla, a pesar de que ella misma sufría el mismo quiebro en su interior. Sara había vivido desde niña con su hermana mayor, una mujer casada que la había acogido tras el fallecimiento de sus padres. Pero sabía que no era más que un acto de caridad fraternal: el casado casa quiere, y así se lo había hecho saber en varias ocasiones su cuñado, que no parecía demasiado complacido con su presencia. Ahora se encontraba tan sola como Nora; la riada también le había arrebatado la vida a su hermana, y, a pesar de sentir una pena infinita, su naturaleza optimista le hacía albergar la esperanza de que el futuro le deparase un cambio de suerte.

—¿Y hacia dónde podría ir? —preguntó Nora—. Apenas consigo respirar. Tengo un nudo aquí —se tocó el pecho con la palma de la mano— que me duele constantemente. Y no puedo, por mucho que lo intente, unirme a este júbilo aparente. Que la fiesta sea celebrada en buena hora, pero por mi voluntad no iré a danzar ni a santificar sus limosnas para tenerlos contentos.

—Pues debes hacer un esfuerzo; por tu bien y por el bien de todos. No sabemos de qué talante hace gala este hombre. Puede que sea un villano… como el anterior —al referirse al rey con tal adjetivo, bajó tanto su tono de voz que Nora tuvo que acercarse para poder oírla—, y nos castigue por pequeñeces como un desaire o una mala mirada. Tenemos que ser prudentes y esperar; saber de qué pie cojea y adaptarnos —concluyó la mujer, que parecía más sensata de lo que cabía esperar de una humilde campesina dedicada en cuerpo y alma a sus abejas, pues, al igual que la mayoría de los presentes, lo había perdido todo y sus colmenas eran lo único que le quedaba en el mundo para seguir adelante.

—Quizá tengas razón, Sara. No puedo poner en peligro a más gente por mi estupidez. Acudiré a la dichosa celebración, y más tarde decidiré qué hacer… —musitó más para sí misma que para su vecina, pues un pensamiento le rondaba por la cabeza desde hacía varios días y era incapaz de alejarlo.

Caminando sin prisa, recorrieron la distancia que separaba la capilla del castillo de Aurelio, atravesando varios sotos y prados empinados que se hacían resbaladizos a causa de la intensa y fría escarcha con que la noche les obsequiaba. Los vecinos se relajaron, aliviados al comprobar que Nora cedía, y comenzaron a charlar entre ellos sobre los más diversos temas. Las vestimentas de las damas y los escarpines pulcramente cosidos que lucían no se veían muy a menudo por allí. Deliberadamente eludieron hablar acerca de la reconstrucción en la que tantas horas de duro trabajo estaban empleando, talando árboles y sacando cantos del lecho del río, a la par que se esforzaban en no morir de hambre.

Tras dos horas de oscuridad, por caminos estrechos y embarrados, divisaron las luces procedentes de las hogueras que rodeaban la cara norte de la fortificación. El olor de los corderos, que se asaban con lentitud clavados a unas estacas verticales alineadas alrededor de las brasas, les inundó los sentidos; ante los rugidos de protesta de sus estómagos, muchos apresuraron el paso en pos del maravilloso rastro aromático, con la firme intención de llegar cuanto antes al recinto exterior y acomodarse en un lugar seco, cercano a las llamas crepitantes que caldeaban el ambiente y los ánimos.

En alguno de los grupos comenzó a fluir el sonido de los cuernos y las flautas, tratando de acoplar ritmos y sones de melodías ancestrales y lejanas.

La fiesta había dado comienzo.