XII.        SALVAJE

 

Tras el inesperado retorno del rey y su encomiable resolución del asunto de los árabes, la calma reinaba en tierras astures; mas solo era una quietud aparente, pues las noticias de las incursiones de la guardia amarilla —cuya escisión en pequeños grupos incrementaba su eficacia en pequeñas aldeas y pueblos—, que arrasaban con cuanto encontraban a su paso mientras ejercían el pillaje y el asesinato, inquietaban y angustiaban a Aurelio, quien partía un día tras otro con la intención de apresarlos.

Durante una de aquellas expediciones divisó una cabalgadura en la lejanía. Un hombre solo no suponía ningún tipo de riesgo, pues todos los caballeros habían cerrado filas en torno a él, prestándole de nuevo juramento y ofreciendo sus disculpas por haberse dejado engañar. Resultaba imposible conocer tras qué rostro se ocultaban la codicia, el ansia de poder y la miseria del alma. Basándose en su reciente experiencia con Sebastián y Munia, sabía que era muy fácil poner sombras delante de los ojos abiertos de un hombre embaucado. El rey fue magnánimo con aquellos que se proclamaron súbditos fieles, olvidando el engaño al que habían sido sometidos; sin embargo, desterró a todos aquellos cercanos al círculo del obispo y su cómplice, la bella Munia, a la que ni siquiera echó de menos. La presencia de Sara en su vida fue un bálsamo para la inquietud que lo ahogaba, y su espíritu halló paz con su cercanía.

              No necesitó aproximarse demasiado al solitario jinete para reconocerlo. Su figura parecía desproporcionada en tamaño sobre el esquelético jamelgo que las buenas gentes de Langreo le habían proporcionado… quizás hubiese sido más cabal que él portara al animal en sus hombros.

—¡Varadal! ¡Hermano mío! —exclamó Aurelio tras observar su semblante desencajado y las heridas que cubrían su cuerpo—. ¡Has vuelto! Maltrecho pero vivo. No hay mayor júbilo para mí que el regocijo de recuperarte.

Aurelio habló en voz bien alta para que todos los presentes comprendieran que jamás había albergado dudas respecto a él.

—Gracias, mi rey —respondió Varadal exhausto—. Perdona que no me arrodille, pero voy camino de Tarna con intenciones no muy loables… he de recuperar… —se derrumbó del caballo, siendo liviana la caída pues escasa era la altura que lo separaba del suelo.

Inmediatamente fue socorrido y puesto a salvo en una de las tiendas de lona que el rey solía instalar como base para descansar. Cuando abrió los ojos vio el rostro de Aurelio sonriente frente a él; un tanto burlón, pero satisfecho de verlo con vida. Lo abrazó con tanta fuerza que el guerrero sintió como si un enorme oso le arañara la espalda.

—Perdona, hermano —se disculpó el rey—. Estoy tan feliz de verte con vida que soy capaz de matarte con mi alegría. Verte aparecer en aquel asno fue lo más esperpéntico que has hecho nunca —estalló en unas carcajadas que pronto se disiparon—. Todo se ha solucionado. Les hemos tributado a los moros una cantidad vergonzosa de animales y, al menos de momento, han quedado satisfechos. No temas, nuestras mujeres están a salvo —añadió para finalizar su escueta diatriba. Se veía incapaz de eliminar de su semblante la sonrisa de oreja a oreja que le ocasionaba la presencia de su hermano.

—Andrés marcha hacia Tarna. Tengo que salvar a Nora. Si algo le sucede… si le toca un solo pelo… ¡no respondo de mi voluntad!

—¿Hablas de la mujer del río, la amiga de Sara? Ella me habló de vuestra… relación. Creo, amigo mío, que has perdido una batalla importante: la del corazón. Te ayudaré en tu empeño. No olvides que Andrés me debe la vida por traición.

—Creo que sí. Estoy perdido… sin ella no veo sentido a la vida que me aguarda. Estoy cansado de estar solo, Aurelio, mortificado en mi búsqueda constante de un motivo que explique la miserable vida que tengo.

Bajó la mirada. Estaba desorientado; jamás se había sentido tan vulnerable por dentro. Tal parecía que las entrañas se le retorciesen de dolor al pensar en ella. De pronto echó a correr hacia el exterior. No… no eran los recuerdos. Eran los potingues y cocciones que había bebido, aconsejado por Lonanza días atrás, para fortalecer sus heridas y expulsar los humores malignos que se desplazaban por la sangre. Se escabulló entre los matorrales como alma que lleva el diablo y escuchó las carcajadas de su hermano en el interior de la carpa. Se dijo que no podía acumular más y peores humillaciones.

Pasadas las horas más dolorosas, el brebaje y el musgo habían obrado milagros en su constitución de uro     —pues así lo había tildado la vieja aldeana—. Volvió a estar en posición vertical, acorazado y dispuesto para la partida. El tamaño del caballo de batalla estaba acorde con el suyo propio, y la armadura resplandeciente había sido un presente de Aurelio, al igual que las armas y los suministros.

No quiso demorarse. Temía las intenciones que Andrés pudiese albergar hacia Nora, y llegar demasiado tarde para impedirlas. Se despidió del rey, negándose una vez más a que le acompañara, y partió hacia las blancas cumbres acompañado de un contingente de leales a la corona, los mismos a los que Andrés había burlado por partida doble. No tardaron mucho en divisar el castillo que antaño había considerado su hogar. Ahora le parecía una pesadilla. Si atacaba estaba seguro de que ella moriría al instante.

Nora se despertó en las dependencias que Andrés había invadido como propias. Dolorida y desorientada, se alarmó al recordar que Varadal había sido herido de nuevo, y que ella había sido apresada por el joven que la miraba como un halcón sanguinario desde la otra punta de la estancia.

—Mi querida dama —su tono insultante no pasó desapercibido para la joven—, me alegro de que estés recuperada del incidente. No era mi intención causarte ningún daño —su voz sonaba tan hueca como sus palabras. Le arrojó un vestido vulgar, que bien podía haber pertenecido a cualquiera de las prostitutas que pululaban por el lugar en las últimas semanas—. Vístete y acude al salón. Una ceremonia importante nos aguarda.

—¿De qué hablas, malnacido? —respiró el hedor que desprendía la túnica púrpura, y observó los desgarrones en varios puntos de las costuras—. No pienso ponerme esto. Y menos sin conocer tus intenciones. Si vas a forzarme, tendrás que matarme primero, pero no me disfrazaré como una cortesana barata.

Andrés se acercó a ella de dos zancadas y le asestó una bofetada que hizo que su mejilla adquiriera un tono violáceo al instante. La agresión la enfureció aún más y quiso devolverle el golpe, pero Andrés era fuerte y retuvo sus brazos antes de que las manos llegaran a su objetivo.

—Te tomaré por esposa. En unos instantes habré desposeído a tu amante de todo cuanto aprecia en este mundo. No te demores o haré que te arrastren por el pelo ante el sacerdote; y no te molestes, está demasiado borracho como para escuchar tus alegatos en contra. No intentes ninguna estratagema, o Varadal morirá a manos de la guardia que lo apresó minutos más tarde de nuestra huida —mintió una vez más. Era un maestro. Había aprendido el arte del engaño desde que lo enviaran a Tarna al servicio del señor, a quien envidiaba, detestaba y odiaba por ostentar un rango que él jamás podría alcanzar. Con el paso del tiempo se ganó la confianza de todos. Su aparente inocencia, su bello rostro, la inclinación al buen humor y algunas proezas realizadas en las escaramuzas contra los sarracenos, lo apartaron de cualquier sospecha sobre su auténtica naturaleza. Era apreciado por su amena compañía y acabó convirtiéndose en confidente del amo, quien le trataba como a un igual, seguro como estaba de su amistad. La paciencia era su más exquisita virtud. Había esperado el momento oportuno, y el rey, con su desaparición misteriosa, le acercó inesperadamente a la cúpula de poder que sobre sus cabezas había levantado el obispo. Lo demás resultó tan fácil como meterse en la alcoba de Munia, aprobar los planes de Sebastián y disimular ante los demás con su sonrisa deslumbrante y jocosa. Engañar a todos durante tanto tiempo había sido su mayor logro.

—Casarme contigo sería lo último que hiciese en esta vida —respondió Nora con un nudo en la garganta—. Prefiero arder en el infierno antes que convertirme en parte de tus posesiones. Ya pertenezco a otro hombre. Quédate con su castillo y sus tierras, pero no podrás quedarte conmigo.

—En diez minutos verás si puedo… —agregó Andrés en tono amenazante.

Salió y la dejó a solas para que se vistiera. Un par de mujeres la azuzaron para que se cambiara. Parecía una autentica piltrafa; el vestido le quedaba amplio por todos lados, y el escote de la túnica era tan vulgar que sus pechos estaban a punto de liberarse por encima de la tela que los cubría. La acompañaron hasta el lugar donde varios soldados franquearon su entrada, y la situaron delante de un pequeño altar improvisado. La habían llevado en volandas, sus pies apenas rozando en suelo. Un cura maloliente, que desprendía gotas de sudor a cada movimiento que realizaba, la miró con repugnancia. Nora deseó echar a correr y lanzarse por uno de los huecos por los que penetraba la fría luz invernal. A través de uno de ellos pudo distinguir cómo los copos de nieve caían sin cesar, cubriendo el cielo de moteados lunares esponjosos que congelaban el ambiente; durante un instante se trasladó a la ribera del río, al hogar de sus padres, junto a sus hermanos queridos… Andrés la sujetó por el brazo con fuerza y volvió a la realidad. Cuando aquel siniestro clérigo pronunció las palabras que los unían para siempre en el sacramento del matrimonio, la muchacha sintió el frío de la daga en su axila. Andrés la empuñaba contra su carne para impedir una negativa. Asintió con la cabeza y él la zarandeó para que pronunciase los votos de aceptación. Así lo hizo, deseando morir fulminada por un rayo entre aquellas paredes, cuyas piedras podían hablar del momento exacto en el que había encontrado un nuevo motivo para seguir adelante.

Estaba casada. Ya no existía escapatoria y Varadal moriría igualmente con toda certeza. El odio que destilaba Andrés hacia él era inmenso; ese rencor le hacía albergar la esperanza de que aún estuviese vivo, pues su esposo no desperdiciaría la oportunidad de comunicarle la noticia de la boda… le asestaría ese golpe de gracia antes de acabar con su vida.

La arrastró hacia la cama tras beber varias copas de vino allí mismo. Tenía la urgencia de poseerla cuanto antes. La arrojó sobre el lecho y le arrancó la asquerosa prenda. Una novia magullada y llena de moratones no era lo más atractivo que un recién casado podía esperar, pero su afán perverso y la contemplación de su nueva victoria excitaron al joven de tal forma que no reprimió el impulso de abalanzarse sobre ella. La lucha que mantuvieron lo elevó a niveles febriles y disfrutó con cada golpe que le asestó para mantenerla inmóvil. Intentó separarle las piernas y Nora se defendió con uñas y dientes, hasta que uno de esos golpes la dejó medio inconsciente. Entre brumas notó cómo la penetraba sin compasión. Sintió tanto dolor que recuperó el conocimiento y lo vio encima de ella, violándola.

Nora se desprendió de su cuerpo y se alejó de ese instante. Ladeó la cabeza y clavó la mirada empañada de lágrimas en una mesilla cercana al colchón. Sobre ella vio una lámpara de aceite cuya llama titilante humeaba hacia el techo en virutas caprichosas, desprendiendo el característico olor a grasa quemada. Alargó la mano, la asió por la base, y sin pensar más que en deshacerse de aquella agresión a todo su ser, acercó la flama al cabello de Andrés, que de inmediato se incendió con la celeridad de la yesca seca en primavera. Él gritó. Se separó de ella, golpeándose la cabeza con las manos y provocando que las mangas de la camisola que llevaba ardiesen también. Nora escapó del lugar cuando los soldados entraron en la habitación alertados por los gritos de dolor de Andrés. Le vertieron varios recipientes de agua por encima para sofocar el fuego, y la antorcha humana en la que se había convertido se apagó. Su aspecto era desolador. Presentaba ampollas por el rostro y las manos, el cuello estaba en carne viva, y no había rastro alguno de pelo sobre aquella superficie que había sido su bella cabeza.

—¡Matadla! —furioso, cambió de opinión—. ¡No! Traedme sus manos en un cesto. Yo me ocuparé de su castigo.

Volvió a chillar como un cerdo en día de matanza. Los guardias llamaron a la curandera que había suplido a Hafsa en sus deberes sanadores, pero la pobre mujer no sabía qué hacer y pidió nieve para aplicársela a las heridas. Estaba muy lejos de poseer las habilidades que ostentaba la fallecida. Aquello le produjo tal dolor a Andrés que, tras hacerse con uno de los estiletes que portaba uno de los guardias en su cinturón, ensartó a la mujer matándola en el acto.

Nora corrió por el castillo medio desnuda. Apenas se cubría con una de las mantas que alcanzó a arrancar del lecho en su huida. Los que la veían pasar reían con desfachatez, pensando que el nuevo esposo la estaba sometiendo a demasiada actividad marital. No sería la primera vez que una esposa huía del tálamo nupcial al contemplar la envergadura de su marido. Nada más lejos de la realidad. Buscaba desesperadamente un lugar en el que ocultarse. Recordó los pasadizos que había explorado con Alfonso aquellos días que parecían tan lejanos, y se encaminó por un desnivel del suelo hacia una de las entradas ocultas bajo un panel. Se introdujo en el túnel oscuro y siguió caminando en la oscuridad sin saber con certeza en qué lugar se hallaba. Notó una sustancia pegajosa bajo los pies, y cómo las ratas asustadas la rehuían al irrumpir en sus dominios. Ahogó una exclamación de miedo y, tiritando, se obligó a comenzar su peregrinaje a través de las tripas sombrías de la fortaleza.

En su ascenso por la ruta hacia Tarna, Varadal constató el sacrificio brutal de los pueblos colindantes. Arrasados los campos, los buitres se daban un festín con el despojo de reses muertas que se hallaban esparcidas por doquier. Las casas, carbonizadas y sin vestigios de seres humanos que las habitasen, eran prueba evidente de que no quedaba nadie con vida. De existir supervivientes, habrían huido hacia las cumbres más altas, donde perecerían igualmente a causa del frío y la inanición. La furia creció en su interior según avanzaba, y, cuando divisó el castillo, tuvo que reprimir el impuso de espolear a su caballo, entrar por el rastrillo degollando a todo el que se interpusiera en su camino y recuperar a Nora. El sentido común le aconsejaba lo contrario. Andrés no dudaría en matarla tan pronto traspasase el arco de entrada. Era su rehén de seguridad, y ambos los sabían. No en vano, conocían los tratados y las corruptelas de la guerra. «Tienes algo que yo deseo, ataco y te lo arrebato. Si no consigo vencerte, lo pierdo para siempre Está máxima se aplicaba a territorios, ejércitos, tronos… a Nora.

El ejército de Varadal se disgregó por la base de la muralla, haciéndose visible. Eran más numerosos en hombres y arcos que la fuerza amarilla, cada vez menos unida y más disconforme con el poco provecho que obtenían de su rebelión. Había escisiones entre varias cabezas sobresalientes que dirigían a las pequeñas partidas, pero, tras los saqueos, todos ellos se reunían en aquel punto aislado y limítrofe del territorio; era el más indicado para eludir o avistar a las tropas de Aurelio. Dada la voz de alarma, los amarillos comprobaron asustados que no podrían hacer frente a las fuerzas que los tenían sitiados.

Varadal cabalgó hacia la puerta principal, pertrechado tras el escudo que protegía su torso. El caballo hizo una cabriola rebelde al sentir el silbido de una flecha pasar cerca de su cabeza, pero el guerrero lo dominó con facilidad. Alzó la voz para que los centinelas del mirador lo escucharan con claridad.

—¡Levad el rastrillo y prometo clemencia! Busco a Andrés del Campanal; entregádmelo y no atacaré.

—El señor no está en condiciones de recibir visitas —dijo burlón uno de aquellos patanes, que no percibió el peligro que entrañaban sus palabras. Inmediatamente una lanza le atravesó la espalda. El bello Andrés apareció ante Varadal en la cima, como una escultura deforme y sin rostro. Desencajó de la columna vertebral la pica que le había incrustado con rabia al soldado, y, limpiándola sobre su propia casaca, se mostró ante todos desafiando las miradas atónitas que provocaba su repulsivo aspecto.

—¡Está muerta! Nada te retiene aquí, amigo mío. Si insistes en no marcharte, atente a las consecuencias.

—Veo que ha sido dura de pelar —Varadal fingió que nada le importaba aquella información, a pesar del escalofrío que le recorrió de arriba a abajo—. Tu rostro no es precisamente el fiel reflejo de la felicidad. ¿Te ha hecho ella eso? ¡Siempre ha sido una desagradecida! —las palabras le rebotaban en el centro del pecho—. Vengo a recuperar mi casa, esa muchacha me importa menos que tú. Sal y te dejaré con vida. No habrá mayor castigo que verte vagar con ese aspecto por los mercados en compañía de los leprosos.

—¡Jamás! He tomado este lugar por la fuerza y es de mi propiedad. Sabes que no lo rendiré.

—¡Es mi última palabra! —gritó Varadal, notando que sus nervios estaban a punto de explotar. La tensión aumentaba, y varios soldados tenían a Andrés en el punto de mira de sus ballestas.

—¡Sea! —replicó su interlocutor desde las alturas. Levantó la otra mano, y Varadal vio cómo descolgaba una de las antorchas ancladas en la pared. Se desvaneció antes de que pudieran dispararle y, enloquecido de furia, Varadal dio orden de atacar el que hasta no hace mucho había sido su hogar.

Los saeteros dispararon sus flechas en una lluvia mortal que rebotaba en los escudos de los curtidos soldados. Situado al frente del pelotón que derribó el rastrillo tras asaltar la barbacana, Varadal esbozaba arcos con su espada, tajando miembros y partiendo cabezas. Los soldados amarillos retrocedían ante la furia salvaje que emanaba el señor de Tarna, cólera que contagiaba a todos aquellos que lo acompañaban. Los destellos de los aceros se hicieron tan intensos que cegaban los ojos. Mazos de púas y espadas rodaban de cuerpo en cuerpo abriéndose paso hacia el interior del edificio, y el brillo pronto se convirtió en un calor abrasador y sofocante. El humo apenas dejaba respirar. Andrés había incendiado todo a su paso. Arrastraba la antorcha por cada planta, en un festival de llamas que crujían hambrientas de madera reseca. La pira aumentó de tamaño y pronto se vieron rodeados de un aro voraz de fuego abrasador. Varadal corrió hacia las escaleras pero apenas pudo traspasarlas. Se despojó del yelmo y del peto para moverse con más agilidad. Rodeó las caballerizas y se interpuso en el camino de Andrés, que se dirigía hacia allí con absoluta calma, regodeándose en su obra.

—¿Ves cómo brilla? ¡Así había de refulgir yo si no te hubieses interpuesto en mi camino! —le reprochó con la faz cubierta de piel despegada de la carne. El dolor debía ser tan intenso que apenas lo notaba.

—Siempre te traté bien; te apreciaba. Dime por qué me guardas tanto rencor…

—¡Tú jamás has sentido afecto por nadie, absurdo moro de mierda! —aquella imprecación le dolió tanto como un golpe en el estómago—. ¡Tú! El hijo bastardo de una zorra sarracena viviendo como un infanzón, siempre junto a reyes, comiendo en su mesa, durmiendo con nuestras mujeres… ¡y apropiándote de lo que por derecho me pertenecía! ¿Acaso no soy yo hijo de nobles? ¿No soy por nacimiento mejor que tú? Y te he servido mordiéndome la lengua, conociendo tu secreto… Omar…

Escuchar el nombre por el que su madre lo llamaba fue un golpe bajo que casi lo derribó. Sebastián, confesor de su padre, el rey astur que lo salvó de una vida miserable, había revelado a aquel ser insignificante el secreto que sólo conocían dos personas en el mundo: su hermano y él mismo.

—Sí, veo que al fin caes en la cuenta. Todos saben quién eres, de dónde procede tu tez oscura, tu pelo rojo: de un mestizaje vergonzoso, del pecado de un rey indigno de esta tierra, al igual que toda su estirpe. Aurelio es el mayor cobarde que ha parido Asturias, y tú una abominación que él protege. Y aun así me vi obligado a permanecer en silencio, viéndote señorear las tierras en las que tu gente escupe. ¡Ah! ¡No sabes cuán grande es mi desprecio por los de tu raza!

—Mi madre fue una buena mujer. No cometió más error que el de enamorarse de un hombre que no era de su pueblo. No me avergüenzo de ella ni de mis raíces. Soy tan astur como tú y tan omeya como Abd-al-Rahman. Lo demás son juegos de guerra, de simples hombres.

La imagen de su madre muerta en un charco sanguinolento por culpa de la incomprensión, los prejuicios, las disputas y las diferencias de los hombres que no entendían de amor incondicional, le revolvió el estómago. Levantó su espada corta y se acercó a Andrés, que olía a puerco chamuscado.

—Te quise como a un hermano —le susurró al oído—. Dime si ha merecido la pena acabar así… si era necesario trocar el cariño por una hoguera de porquería ardiente.

—Ha merecido la pena verte sufrir —contestó el otro sin miedo—. Y si quieres más detalles, también ha merecido la pena disfrutar de ella —la provocación era clara. Su mirada estaba fija en la punta de la espada; el deseo era límpido a través de sus ojos sin párpados—. Fue tan fácil que se abriera de piernas para mí…

No pudo seguir hablando. Su deseo se vio cumplido. Varadal introdujo el filo a través de su pecho, rasgando un corazón incapaz de latir desde hacía mucho tiempo si no era alimentado a base de odio y rencor. Andrés cayó sobre él. Se deslizó hasta la empuñadura para poder reposar sobre el antebrazo tenso que la sostenía. Varadal lo sujetó entre sus brazos, movió el puño de un lado hacia otro mientras lo abrazaba. Sintió su último aliento sobre la mejilla, y supo que todo había terminado. El cuerpo cayó sin vida a sus pies. Hipnotizado por la visión, apenas escuchó el crepitar del castillo que se venía abajo.

Las lenguas de fuego ascendían hacia el cielo, iluminando la noche sin estrellas en una danza macabra, fundiendo los copos de nieve en descenso y esparciendo al viento perlas de ceniza gris que teñían la blancura que los rodeaba. Todos se habían retirado hacia el exterior porque en cualquier instante la construcción se vendría abajo. Las viejas vigas de madera alimentaban el voraz festín, y pronto la torre caballera se derrumbó con el estruendo de un gigante alanceado. Varadal corrió hacia las caballerizas para evitar ser alcanzado por algunas de las losas desprendidas. Escuchó cómo sus hombres lo llamaban desde la barbacana, apremiándole para que se pusiera a salvo lanzándose al foso. Sólo la muralla quedaba intacta. El muro rodeaba la desoladora visión como las piedras rodeaban a las tumbas más humildes, como señal de que allí quedaba el vestigio de lo que un día tuvo vida.

Escaló al tejadillo de las cuadras y de allí trepó a la muralla. Saltó al vacío. El agua helada del foso lo recibió como una almohada gélida, entumeciendo al instante sus músculos. Quería sentir algo, aunque fuese dolor. Nora yacía enterrada bajo aquel túmulo de escombros, y jamás podría volver a contemplar su rostro. Se hundió bajo la superficie y aguantó hasta que los pulmones le dolieron más que el corazón.

Nora había seguido avanzando por los pasadizos subterráneos sin demasiadas esperanzas de hallar una salida, hasta que sintió el estruendo sobre su cabeza y algunos cascotes le pasaron rozando muy cerca. Apresuró el paso hacia aquel agujero del que provenía un pequeño hilo de luz y sintió una ligera brisa procedente del exterior. Soltó un gritito de alivio cuando comprobó que el orificio en el muro era lo bastante amplio para traspasarlo. Sin demorarse ni un segundo deslizó la mitad de su cuerpo hacia adelante, y el aliento se le cortó al ver la distancia que la separaba del suelo. Observó el extraño brillo de la noche y al mirar hacia un lateral vio el fuego arrasando el castillo. Se balanceaba sobre su cintura, temerosa de estrellarse si saltaba, pero el reflejo de las aguas iluminadas le confirmó que aún podía tentar a la suerte una vez más. Cerró los ojos con fuerza y se dejó caer al vacío, rezando para no chocar contra las rocas que franqueaban la zanja circular de aguas turbias. El vuelo fue una liberación. No sentía miedo, sino el sosiego del que acepta lo inevitable; si tenía que morir, se reuniría con los suyos… con él…

No sabía nadar. Era paradójico, pero la mayoría de los habitantes de las riberas del Nalón jamás habían aprendido. Cruzaban el río en pequeñas embarcaciones rudimentarias, pero no mantenían contacto con el agua exceptuando lo más básico, como lavar la ropa. Algunas personas, entre las que ella se encontraba, gustaban de mantener una higiene personal, y usaban los remansos tranquilos para acicalarse. Para el consumo se abastecían de los manantiales cristalinos que bajaban de las montañas.

Las fosas nasales se le inundaron de líquido, y, cada vez que intentaba inhalar aire, tragaba una bocanada de agua sucia que le hacía daño en los pulmones. No era la muerte plácida que esperaba. Pensó que no era aconsejable cruzar hacia el otro mundo sufriendo demasiado. El alma no descansaría en paz, y ella pretendía morirse con tranquilidad. Ese pensamiento le pareció tan estúpido que reaccionó. Comenzó a luchar contra sus propios brazos descoordinados; alzaba la cabeza un instante y al segundo volvía a hundirse en el frío abrazo del agua oscura. Chapoteó como había visto hacer a los perros, pero el pánico era más fuerte que su resistencia. Su cabello flotaba un momento como helechos oscuros mecidos por el remolino que ella misma causaba, para enredarse a continuación alrededor de su cuello, aumentando la sensación de asfixia. Los ojos ya lucían aterrados por el fin que se acercaba, cuando una mano poderosa la sujetó por la cintura. Había perdido la manta en el salto, y estaba completamente desnuda exceptuando una prenda interior que apenas cubría su cuerpo amoratado.

Varadal la izó como el que pesca una carpa enorme, sorprendido y a la defensiva. Tenía que parar aquel pataleo que no cesaba y trató de tranquilizarla, pero Nora estaba enloquecida y quería aferrarse a lo que fuera con tal de no morir ahogada. En el intento por inmovilizarla recibió un cabezazo en el mentón, provocando que él mismo se mordiera la lengua contra su voluntad. Alzó contrariado una ceja al sentir el dolor y el sabor metálico de la sangre. La ropa de Varadal empapada pesaba demasiado, y el esfuerzo de sujetar a Nora, que se agitaba como una posesa, los empujaba hacia abajo una y otra vez. Se percató de que no lo veía, no lo reconocía y estaba tan aterrada que tampoco escuchaba sus palabras. En un último intento, la zarandeó por los hombros.

—¡Quieta, Nora! Soy yo, todo ha pasado… no luches porque nos ahogaremos en este maldito agujero infestado de ratas —dijo con claridad, viendo cómo sus palabras se abrían paso al fin hasta ella

La muchacha se aferró a su cuello y comenzó a llorar como una niña.

—Sácame de aquí, por favor, ¡sácame de aquí!… él vendrá a buscarme y me matará por lo que le hice. Jamás he querido herir a nadie… vosotros me habéis obligado.

Era cierto. La joven apenas se reconocía. Su tranquila existencia había desaparecido. Ya no recordaba a la niña buena y amable que había sido tiempo atrás. Todo aquello quedaba tan lejano como si hubiesen transcurrido cien años desde que perdiera su hogar, y con él a todos aquellos a los que amaba.

—No te hará más daño, amor; está muerto. ¿Entiendes lo que te digo? Andrés está muerto.

—Vosotros… me habéis… —le castañeteaban los dientes y estaba a punto de morir por hipotermia. Cerró los ojos y el sopor alivió la tensión que la quebraba desde que se defendiera de Andrés, convirtiéndolo en una tea humana. El pérfido Andrés la había obligado a convertirse en una salvaje.

—Salvaje… —masculló entre las sombras de la oscuridad. Fue la última palabra que pronunció antes de quedar inconsciente.

—Sí. Ya hablaremos de eso más tarde, pequeña pirómana.

Había escuchado las voces de varios soldados que descendían con cuerdas para sacarlos de allí. Pidió a uno de ellos su capa y, tras amarrarla con fuerza, la cubrió, se ató a sí mismo y dio orden de subirlos. La sintió pegada a su cuerpo, tan frágil y desamparada, que su instinto protector se agudizó todavía más. Deseaba mantenerla a salvo para siempre. Los caballos hicieron el trabajo de sacarlos de aquella pestilencia a la que iban a parar todos los desperdicios del castillo. Una vez asentados en tierra firme, le masajeó hombros, manos, pies… de arriba a abajo. Toda ella. La abrazó con su enorme cuerpo tratando de transmitirle un poco de calor. Estaba morada como las lilas silvestres de los prados. Los cubrieron con mantas de arpillera que, si no eran muy suaves, al menos los protegían de la ventisca. Varias hogueras ardían y pronto entraron en calor. La temperatura fuera del foso y tan cerca del incendio había derretido el manto de nieve y templado el ambiente que los rodeaba, convirtiendo el suelo en un fangal de barro y ceniza.

Salvaje. Eso era lo que pensaba de él. Se lo había transmitido en cada encuentro, en cada ocasión. Varadal se limitó a reanimarla rumiando aquella palabra. Realmente quería besarla hasta que despertara encendida de la pasión que sabía corría por sus venas, pero se abstuvo porque esa expresión volvía a resonar en sus oídos, una y otra vez, como un reproche obsceno que martilleaba su conciencia. Aquella muchacha había sufrido demasiado. Era suficiente.

Una vez que Nora volvió a la vida, ordenó que fuese instalada en uno de los carros y la envió sin dilación hacia el valle de San Martín. Todo fue realizado con tanta precipitación que apenas hubo cabida para la protesta. La joven no comprendía nada. El rey Aurelio iba a acogerla como huésped en su recién recuperado dominio hasta que se recuperase. Nora no entendía porque la alejaba de aquel modo tan frío, sin un adiós o una palabra. De pronto adivinó que la culpa del incendio era suya. Varadal debía despreciarla mucho por ser la artífice de aquella hecatombe que había arruinado su vida. Se encogió bajo las mantas deseando borrar la última mirada que él le había dedicado. Los ojos acerados la enfocaban con tanta intensidad que parecían traspasarle el alma. Se irguió un poco apoyándose en las tablas del carro y lo vislumbró en pie, envarado, con los hombros rígidos y los puños cerrados, viéndola partir sin apenas inmutarse. Se tumbó de nuevo, y escondió la cabeza para que los integrantes de la comitiva no pudieran advertir ni escuchar sus sollozos.

Sara la recibió con una inmensa alegría que se transformó en preocupación al ver el estado en que llegaba. Con el beneplácito de Aurelio, fue alojada en una estancia privada alejada de las miradas indiscretas de los cortesanos, quienes sentían una profunda curiosidad por aquella insignificante criatura que había conseguido liberar a muchas de las prisioneras. Los rumores se extendieron sin control, y todos hablaban de la guerrera del valle que había desafiado a los traidores.

Pocas horas después, Nora yacía tumbada en un lecho limpio y caliente. No recordaba sentir tanta suavidad bajo sus doloridos huesos desde hacía mucho tiempo, pero el malestar que sentía aumentaba con el paso de las horas. Se sentía enferma de verdad. Y entonces comenzó a retorcerse de dolor. Los lienzos que la arropaban pronto quedaron empapados de sangre que fluía en delgados regueros a los largo de sus piernas; tenía el abdomen tenso y las entrañas le ardían. Al ver que no recuperaba las fuerzas, Sara había temido que hubiese contraído alguna fiebre maligna, pero en ese momento ya no hubo lugar a dudas sobre lo que sucedía.

—Lo siento, Nora. ¿Sabías que estabas en estado?  —preguntó Sara con tristeza.

—Algo intuía. Desde la primera vez que… ya sabes. Comencé a sentir náuseas y un dolor en la tripa que no me dejaba sosiego, pero lo atribuí a la comida que encontraba por los bosques… alguna seta venenosa o algo similar. Nunca he sido un lince en esas cuestiones, ya me conoces.

Estaba sobrecogida. Probablemente Varadal nunca se hubiese responsabilizado, y su hijo hubiese sido un bastardo más de los muchos que nacían fruto de los escarceos y abusos que los hombres ejercían sobre mujeres indefensas. Pero ella no había sido forzada más que por Andrés. Se había entregado a Varadal con todas las consecuencias, y sentía una infinita pena por aquel ser que nunca llegaría a ver la luz. Fue una noche larga, de agónico dolor, y con las luces del alba todo había terminado. Aurelio se interesó por su estado, y andaba pensativo de un lado a otro preguntándose por qué su hermano no estaba allí, al lado de la mujer que decía amar. Lo comentó con Sara en un pequeño aparte cuando ésta salió con un fardo de sábanas sucias, y la joven le contestó:

—Creo que ambos son tan idiotas que no saben lo mucho que se necesitan. Algo ha debido interponerse en sus entendederas para mantenerlos alejados de este modo. Y te aseguro, querido mío —el nivel de complicidad entre ambos era ya total—, que no he conocido a dos seres, exceptuándonos a ti y a mí, que estén más destinados a estar juntos.

El rey sonrió ante la declaración implícita que conllevaban sus palabras; la besó con suavidad en la frente y asintió dándole la razón.

—Hemos de poner remedio a esta tontería suya. Descuida, yo me encargaré de eso.

Le guiñó un ojo y se alejó por los pasillos con su porte distinguido, muy lejano al que luciera en su primer día como rey. Sara se ocupaba de su bienestar, de que sus comidas fueran saludables y de escucharle… sobre todo de esto último. Había logrado un cambio, no sólo en su aspecto, sino en su talante. Se mostraba comprensivo, y estudiaba con detenimiento cada paso que daba en su labor como regente.

Mandó llamar a Varadal, pero los mensajeros no le devolvieron buenas noticias a su regreso. Se había marchado en busca de los restos dispersos de la guardia amarilla; estaba peinando el territorio y ajusticiando a los malhechores que aún quedaban por apresar. Decían los que le habían visto que estaba poseído por una furia sobrehumana. Sus tropas le seguirían hasta el fin del mundo, tal y como habían hecho antaño. Pero hasta el más bravo de los soldados andaba estremecido por el temor que infundía con una sola palabra o mirada. Temían que se hubiese vuelto loco.

El rey aguardó. Sabía que necesitaba tomarse su tiempo, y dejó que limpiara de escoria hasta el último recodo de las tierras que los vieron crecer. El guerrero quería saciar su sed de venganza. Así, endemoniado y furioso, cabalgaba como un suicida por los senderos más escarpados, subiendo a las montañas donde sabía se escondían las alimañas. No tuvo piedad. Cuando el último pereció por su espada, se sentó y ocultó el rostro entre las manos ensangrentadas. Salvaje, como ella lo había calificado, se sentía en aquellos momentos. Realmente ansiaba regresar, tirar la espada al río y vivir junto a Nora en la cabaña más remota y alejada del mundo. Ajenos a todo. Pero jamás podría hacerlo porque ante sus ojos no era más que una bestia atroz.

La cólera que le apresaba atenuó su lazo con el transcurrir de los días; los nervios le dieron un respiro y la sensación de desprecio hacia sí mismo comenzó a aligerarse. Había asentado el campamento en los riscos más altos y por allí gustaba de dar largos paseos, disfrutando del aire gélido que vivificaba sus pensamientos y contemplando la verdura silvestre y los bajos matorrales entre los que anidaban las liebres y los erizos. En una de esas caminatas, a escasos pasos de donde se hallaba, escuchó un pequeño chillido, débil y agónico. Se acercó con cautela a una mata de arándanos y descubrió bajo el follaje a un pequeño lobato, solo y aterrado, que probablemente había quedado huérfano y llamaba a la loba con hambre desesperada.

—Mala suerte, amigo —musitó—. Te toca morir joven. Quizás sea la mejor de las suertes que puedas correr.

Recordó cómo había aniquilado a una manada de su misma especie en defensa de Nora, y algo en la mirada del animal que le enseñaba los pequeños dientes de leche le inspiró un sentimiento de lástima y autocompasión por el niño que vio morir a su madre. Dio media vuelta y se alejó de allí, dejando a la pequeña bola peluda agazapada entre los arbustos. Cuando se alejaba, divisó a un águila en el cielo, surcando las nubes en ágiles y elegantes viajes de reconocimiento, acechando el momento oportuno para cazar a su presa. Sin pensarlo, Varadal retrocedió con rapidez, se enfiló en picado hacia el pequeño lobo, agarró al bicho por el pellejo del lomo y lo metió dentro de su pelliza. Nora hubiese hecho lo mismo. Recordó la compasión que sintió por el cervato atrapado; la vio de nuevo enfrentada a la manada de lobos y la admiración que en él había causado aquel arrebato de valor. Ahora comprendía sus razones, su desarraigo y la pérdida. Para colmo la había manipulado, dañándola aún más, sin intuir que él mismo caía en una trampa peligrosa. Estaba atrapado en una vorágine de sentimientos que lo habían transformado, y se sentía furioso e iracundo a causa de su insensibilidad.

El animalito, bien fuera por el calor que le proporcionó la guarida inesperada o por el apresurado latido del corazón de Varadal, ni se inmutó ante el desconocido que lo pertrechaba. Se enroscó pegado a su pecho y se quedó dormido. Era una estupidez y lo sabía, se trataba de una bestia, pero ¿acaso no era él también un animal? ¿Un salvaje?

Dejó pasar el tiempo y pronto no tuvieron a quién perseguir. Una visita al monasterio de San Vicente, donde su otro hermano se hallaba enclaustrado, le alivió la tensión que lo atenazaba. Vermudo habló mucho con él desde la sabiduría sosegada, instándole a abandonar aquella cruzada que no le encaminaba a ninguna parte. Era un hombre cabal, dedicado a su fe, y a pesar de que apenas se conocían, sus consejos fueron valiosos bálsamos del que se ausentaron las menciones a las penas del infierno y las gloriosas puertas del cielo. Con simpleza le animó a seguir los dictados de su buen criterio.

—El corazón de un hombre halla el camino correcto siempre y cuando evite las contradicciones que se esconden en él. Es un laberinto del que puedes hallar salida si depositas tu confianza en la sensatez —le dijo en una de aquellas conversaciones—. Dar la espalda a los problemas buscando otros que los encubran no es la solución. No eres un cobarde y te comportas como tal.

Aquella sentencia le abrió los ojos. Se despidió de Vermudo con gratitud y, por primera vez en mucho tiempo, una tenue expresión tranquila apareció en su rostro.

La soldadesca estaba cansada y deseaba regresar a sus hogares. Llevaban demasiado tiempo vagando, y se encontraban expuestos al invierno más crudo que recordaban. Con precaución, le sugirieron poner fin a aquella batida que ya resultaba infructuosa. No podían adentrarse más allá de la frontera con los andalusíes; no quedaba nada por hacer excepto regresar. Miró los rostros curtidos por el viento, y vio en cada uno de ellos la expectación y la esperanza. No podía retenerlos por más tiempo. Así, un amanecer oscuro y lluvioso, decidió regresar.

Aquel hecho se convirtió en toda una noticia. En las aldeas eran bienvenidos, vitoreados y jaleados por los astures que convivían en pacífica armonía. No se detuvo en Tarna. Las ruinas del castillo calcinado permanecían como tumba de un pasado que no quería rememorar. El pequeño lobo seguía a su caballo ante el asombro de todos. Se había convertido en un pequeño y fiel compañero. Como distintivo de los demás de su especie, Varadal le había rodeado el cuello con un pedazo de cinturón ribeteado de clavos remachados y envuelto en una cinta femenina… aquella que le hurtara del pelo a Nora en su primera noche. No se arrepentía de haberle salvado la vida. La cercanía del animal tenía un simbolismo que sólo él alcanzaba a comprender.