IX. TRAICIÓN
Las noticias que llegaron del valle se propagaron con rapidez durante las jornadas siguientes, y los pobladores de Tarna, al pie de las murallas, no cesaban de hacer preguntas a unos soldados que apenas sabían qué responder.
Con una inmediatez absoluta la gente se refugió en sus hogares, cerrando con ingenuidad las puertas a cal y canto, como si las pequeñas cabañas de madera y adobe fueran indestructibles ante cualquier intento de asalto. El castillo se pertrechó con los arcos dispuestos en las saeteras de los muros; los vigías permanecían alertas y las tropas trabajaban sin descanso, engrasando y puliendo el armamento. El aprovisionamiento de víveres era la clave para resistir ante un posible ataque o asedio, y muchos salieron a cazar, provistos de flechas y dardos, con la intención de derribar todas aquellas enormes piezas que se cruzasen en su camino. Los ancianos rezaban, y los aturdidos niños se escondían bajo las faldas de sus madres. Los padres aleccionaban a sus hijas y los maridos a sus esposas: tan pronto divisaran tropas hostiles debían esconderse en las montañas, en las cuevas más oscuras, Y como último recurso, si llegase lo peor, si las apresaran… debían empuñar dagas contra su propio corazón. No debían convertirse en esclavas de los infieles: era preferible pecar mortalmente, quitarse la vida, y padecer los tormentos del infierno.
Cojeando levemente de la pierna herida, que seguía sin responder como deseaba, Varadal montó en su poderoso caballo de batalla y se condujo por los caminos que descendían a través de las montañas en dirección hacia el valle. Un nutrido destacamento de caballeros, provenientes de distintos enclaves, cabalgaban junto a él. No disponían de los medios para defender sus pequeños feudos en solitario; por ello, cuando fueron informados de las intenciones del castellano más prominente de las montañas —aquel cuyo bastión se alzaba en las cumbres más altas impidiendo asaltos e incursiones extranjeras—, no dudaron en unirse a su causa. Se dirigían hacia el interior del territorio, hacia la corte, y la confusión era palpable en el ambiente.
Varadal galopaba al frente de todos. La imponente armadura que le servía de protección recogía en su superficie metálica algunos tenues destellos de los livianos rayos de sol que atravesaban el denso manto de niebla. Su recia protección, hecha a medida, era la obra perfecta de un maestro herrero; una segunda piel en la que se sentía cómodo. Magnífica en todos sus detalles, no presentaba ni una sola arista que rozara o lastimase la carne. El yelmo se ajustaba de modo impecable desde su cabeza hasta el espaldar, con la prolongación nasal justa. Hombreras, guardabrazos, coderas, guanteletes y manoplas le daban la apariencia de un temible coloso de hierro, cuyas afiladas espuelas podrían partir de una sola patada el corazón de cualquiera que se acercase con intenciones belicosas. Acariciaba la idea de sentir entre sus manos el cuello de Sebastián, y, aunque en su interior sabía que era imposible, rumiaba la posibilidad de una victoria sobre el emirato. Necesitaba respuestas, y, sobre todo, necesitaba la presencia de Aurelio; se negaba a creerle muerto, pues la idea de perder al último miembro de su sangre que le amaba le hacía padecer un pesar inimaginable.
Un destacamento de soldados quedó en la retaguardia protegiendo el castillo, cumpliendo decenas de órdenes referentes a la vigilancia en las almenas, las guardias permanentes en el rastrillo y las rondas de patrulla por los alrededores.
Hafsa recibió instrucciones para actuar según creyese conveniente con respecto a la seguridad de Alfonso. Varadal también le encomendó tener un trato tolerante hacia Nora, permitiéndole mayor libertad de movimiento siempre y cuando no pusiera en peligro su vida —nunca se sabía lo que podía ocurrir con esa pequeña salvaje—. Le pidió que le prestara un atuendo que la protegiera del frío y diversos enseres para su higiene personal. Hafsa aceptó el encargo como una más de las muchas tareas que debía llevar a cabo, a pesar de que su animadversión hacia la joven se había visto incrementada desde que los viera alejarse juntos hacia la cama de él. No albergaba ninguna duda sobre cómo había acabado todo. Reconocía aquella mirada… quizás una parecida. A ella jamás la había mirado con esa quemazón en las pupilas. Era una mujer adulta, sabía reconocer cuando un hombre estaba poseído por el deseo, y la intrusa había hecho caer a Varadal en el brasero de la sinrazón.
Los había visto cruzarse en varias ocasiones sin apenas mirarse. Cualquiera que los observara con un poco de atención percibiría la artificialidad de esa distante indiferencia. Lo cierto era que ambos se tensaban ante la presencia del otro. Nora desviaba la mirada con premura cuando sentía los felinos ojos posarse sobre ella. Se escabullía en cuanto reconocía el eco de sus pasos aproximándose. Sólo en un momento de distracción pudo él acorralarla por sorpresa.
Ocurrió mientras se encontraba en una de las despensas —lugar que frecuentaba por su cálido ambiente— recogiendo algunos huevos de pato que le habían encargado en las cocinas. Supuso que allí no se daría de bruces con él. Se equivocó. Varadal, acercando mucho su rostro al de ella, le preguntó:
—¿Me rehúyes por temor o por vergüenza?
—Por ninguna de esas razones —contestó ella con voz metálica—. No me agrada tu compañía y procuro evitar a las malas sombras, tal y como aconsejan los viejos sabios.
—No pareció desagradarte tanto en una reciente ocasión —sonrió con descaro al referirse a su encuentro—. Espero que recuperes el buen juicio y cambies de parecer. Pocas veces hallamos en la vida momentos de placer; son demasiado escasos como para desperdiciarlos.
Se acercó aún más y depositó un beso casto en la frente de Nora. Parecía una ridícula burla tras lo ocurrido y, sin pensar en lo que hacía, la joven levantó su rodilla y se la clavó con todas sus fuerzas en la ingle; el hombre profirió una exclamación de dolor, quedando sin resuello durante unos instantes. No daba crédito a su acto, y la miró con divertida recriminación… y un tremendo malestar en la entrepierna.
—Si me destrozas, te quedarás sin agradables revolcones. Y créeme, pretendo darte muchos más… —dijo irguiéndose y respirando con intensidad, mientras trataba de recuperar un poco de la dignidad que ella había vapuleado con aquel golpe bajo.
—Vuelve a acercarte a mí y te convierto en el eunuco del reino —Nora arrastró las palabras con lentitud.
Varadal soltó una carcajada ante aquella afirmación. Recuperado del dolor en sus partes delicadas, la acorraló y la besó, impidiéndole con sus propias piernas que intentase realizar cualquier gesto contra él. Prefería mantener su virilidad a salvo de esa bárbara. La aplastó contra la pared, y podría haber prolongado esa situación durante un buen rato, deleitándose ante la debilidad cada vez más evidente del forcejeo de la muchacha mientras se rendía a su contacto, si la voz de Andrés no los hubiese interrumpido.
—Debemos partir ya. Todo está listo. Deja esos arrumacos para cuando vuelvas, amigo.
Sonrió complacido y socarrón al ser testigo de la debilidad que su compañero sentía por la extraña montañesa.
—Si es que volvemos —añadió Varadal, con un tono serio y preocupado que transmutó su semblante. Le hizo un guiño a la muchacha, y con suavidad la despojó de una de sus cintas del cabello para atársela en el bíceps— ¿Me dará suerte o la has maldecido?
No esperó la respuesta; le dio la espalda y se alejó con Andrés.
Nora titubeó. Iba a decirle una grosería, lanzar la maldición que él había mencionado sobre su tira de rafia… pero mientras le veía marchar sólo acertó a murmurar:
—Maldito seas. Ojalá vuelvas con vida, pues te la haré tan imposible que no podrás soportarlo. Espero conservar la piel, pero la perdería con gusto si con ello consiguiese arrancarte del rostro esa detestable soberbia.
Su corazón contradecía todas las palabras que brotaban de ella; palpitaba con fuerza y desbocado. Apretó los puños y deseó que le devolviera la cinta inmaculada… sin una sola gota de sangre que la enturbiase.
Al señor del castillo le parecían excepcionales todos y cada uno de los momentos que pasaba junto a ella. La muchacha no sólo no le temía, sino que tampoco le respetaba. Sus continuas agresiones eran de un atrevimiento inaudito. El último golpe había sido realmente doloroso, y esbozó una mueca de fastidio al recordarlo. Su espíritu libre, aquella audaz mezcla de ignorancia e ingenuidad, eran el resultado de su desabrigo. Suponía que Nora había sufrido mucho a causa de la pérdida de su familia, y le resultaba inevitable empatizar con ella. A pesar de su férrea determinación de mantenerse alejado, no podía.
Partió con una punzada desconocida que laceraba los intersticios de su pecho al recordar su imagen y sus palabras: «Jamás te amaré». Esa sentencia se había grabado en su mente y era incapaz de olvidarla; ni tan siquiera en los momentos más tensos, que aumentaban según se acercaban a su destino.
A su paso por los poblados —siguiendo el camino que los invasores romanos habían trazado, dejando perpetuada su huella a través de los siglos—, cruzaron puentes de piedra y arroyos, subiendo y bajando por montes y colladas mientras dejaban atrás retales de antiguas construcciones defensivas a lo largo del cauce del Nalón. Recalaron en el devastado pueblo de Caso. Allí, la presencia de la guardia amarilla del obispo ya había hecho estragos entre los campesinos, quienes apenas se atrevían a asomar las cabezas fuera de sus chozas para comprobar si iban a ser víctimas de un nuevo saqueo. Cuando vieron que era Varadal quien hacía temblar el suelo con el sonido de sus huestes, salieron a lamentar sus pérdidas.
Era notable la ausencia de mujeres y niños. Los cadáveres de aquellos hombres jóvenes que se habían atrevido a enfrentarse a la rapiña yacían apilados en una fosa, la cual había sido cavada apresuradamente por los ancianos con sus propias manos; una tosca cruz de madera señalaba el lugar. Lo que allí escuchó el señor de Tarna fue sólo un retazo de la devastación que hallaría más tarde al entrar en San Martín.
Sebastián y Munia se habían hecho fuertes en el palacio de Aurelio, y manipulaban a los integrantes de la corte igual que los titiriteros manejan a sus guiñoles: a base de tirar y aflojar cuerdas a cuyos extremos se amarraba la codicia de los infanzones, quienes manifestaban su lealtad a la causa gracias a las abundantes promesas y juramentos de riquezas, tierras, títulos y privilegios. La desidia y comodidad de sus actitudes displicentes —pues no estaban por la labor de desprenderse de una sola pepita de oro de sus tesoros—, sirvieron de acicate para que los dos advenedizos pudiesen llevar sus planes a cabo.
Munia había llegado a la conclusión de que volvería a ser reina —o regente, cuanto menos—, mientras Alfonso crecía en las montañas. Lo cierto es que no le echaba tanto de menos como creía que haría en un principio. Mejor sería que continuase allí de momento, ajeno al derecho que le pertenecía. Con su beneplácito, Sebastián se avino a la idea de que la ofrenda más valiosa que podían ofrecer para salvaguardar el acuerdo con los árabes, y que para ellos dos resultaba de escasa utilidad, era algo que ambos despreciaban: las mujeres. Eran seres inferiores, de naturaleza degradante para el hombre —el cual se veía arrastrado a la impureza del alma a causa del pecado de la fornicación—, y por ello debían expiar su culpa. Las detestaba a todas… a todas menos a Munia, a la que había persuadido de que el acto de yacer con un hombre santo la eximía de tal pecado.
Ella creía ser la única fémina digna de salvación, pues la soledad en el lecho y el ostracismo al que la habían relegado los principales miembros de la nobleza la hacían sufrir como ninguna otra mujer sufría; por ello, para asegurarse un pedazo de cielo, acabó aceptando al obispo entre sus piernas. Tal y como cabía esperar, no poseía la virilidad ni fogosidad de Fruela. Era un pésimo amante, poseído por la impaciencia y la lujuria, pero lo toleraba como parte de una penitencia que podía salvarle la vida. El odio hacia las de su mismo género nacía de las continuas infidelidades que su difunto esposo, entre risotadas, confesó en vida en múltiples ocasiones; solía hacerlo en fiestas o reuniones, avergonzándola delante de todos. A pesar de asegurarle que la amaba, ella conocía la verdad a medias que encerraba esa afirmación. Munia jamás perdió la sonrisa, a pesar de las paladas de arena que su esposo lanzaba sobre su orgullo. Se limitaba a cerrar unos ojos que, cuando se abrían, centelleaban de rabia. Y entonces, como venganza por las múltiples afrentas que su dignidad padecía, mandaba azotar a cualquiera de las sirvientas que complacían a su marido. Estaba convencida de que lo prudente, si quería llegar a ser única en su rango, era deshacerse de todas aquellas plebeyas que, ya fuese por voluntad propia u obligadas por la fuerza, estuviesen dispuestas a obedecer los deseos de los hombres poderosos. Hacía tiempo que su equilibrio mental se tambaleaba, y, tras la muerte de Fruela, los tumbos de su cordura se habían tornado más violentos y frecuentes sin que nadie se percatase de la fractura que se estaba produciendo en su buen juicio.
Varadal de Tarna envió un mensaje pidiendo audiencia en la corte, con ánimo de verificar lo que estaba ocurriendo en ella. No expresó oposición ni malestar; tampoco intenciones dañinas. Se limitó a saludar a todos aquellos que iba encontrando a su paso, ya fueran nobles o plebeyos, adoptando como expresión una máscara pétrea que no transmitía emoción de ningún tipo. Acompañado por un Andrés inquieto y vigilante, aguardó a ser recibido.
Una vez en el interior del recinto, exigió una explicación sobre las jaulas de madera que, apiladas en los prados colindantes al palacio, se hallaban escoltadas por soldados. Estos picaban con la punta de sus lanzas a todos aquellos hombres que se acercaban a ofrecer alimentos y agua a las desesperadas prisioneras, que habían sido capturadas como animales. Los niños eran un suplemento que sería bien valorado como mano de obra esclava, joven y duradera. Los más pequeños habían sido separados de los pechos que los amamantaban y morirían con rapidez; atados con correas prietas al cuello permanecían los de más edad, quienes se revolvían gritando de terror clamando por la ayuda de sus padres. La escena desencadenó una oleada de indignación y furia en Varadal, quebrando el estoicismo con que había acudido al enclave.
Escoltados por diez guardias amarillos se presentaron ante Sebastián y Munia en la sala del trono, no sin dejar antes instrucciones claras y precisas a sus hombres en caso de que no regresasen junto a ellos.
—Bien… bien… mira quién viene a visitarnos. Espero que traigáis vuestra aportación al tributo, señor de Tarna —dijo el obispo, situado a una distancia prudencial. La actitud del guerrero distaba mucho de ser amigable, y se notaba a leguas la intención pendenciera que portaba una vez traspasadas las puertas del castillo de Aurelio.
—Vengo a pagar mi parte de la contribución al rey. Pero estoy confuso; no veo en esta sala a ningún monarca ni a hombre digno de tal consideración. ¿Acaso me he perdido algo, obispo? —preguntó Varadal con sarcasmo.
—Nada en absoluto. El curso de los acontecimientos se ha desarrollado con naturalidad. Aurelio ha muerto, y, por el bien del pueblo, hemos de cubrir su doloroso vacío hasta que sea elegido un nuevo soberano.
—No he sido invitado a las honras fúnebres. Doy por hecho que no han sido celebradas. Nunca un rey ha sido tan deshonrado. Tampoco habéis festejado vuestra altruista ascensión… ¿acaso os avergonzáis?
El tono censor no hacía mella en Sebastián. Se sabía bien protegido e intocable, por muy intimidatoria que fuese la presencia del guerrero y su acompañante.
—¡Querido mío! —exclamó Munia con fría determinación—. No seáis tan descortés al pensar que no nos condolemos por la pérdida de Aurelio. Las misas por su alma se han sucedido a diario entre estas mismas paredes…. —mintió con descaro.
—Sin su cuerpo la muerte no es demostrable. La prisa os ciega —replicó Varadal con sonrisa hipócrita en el rostro y suavidad implícita en el insulto—. ¿Estáis segura de contar con el beneplácito de los carroñeros que os rodean para que vuestro hijo reine algún día?
—¡Cómo osáis! Alfonso será rey. Sobre eso no cabe ninguna duda…
Su lujosa túnica carmesí hizo un ruido de pliegues arremolinados cuando se revolvió inquieta.
—Entonces, ¿por qué sigue en las montañas? Traedlo y sentad su culo en el lugar que ocupa el cura… si es que éste os lo permite.
—Hacéis demasiadas preguntas, caballero. El rencor se atisba en vuestro espíritu. ¿No será que, dado vuestro origen, pretendéis confundir a la dama con palabras engañosas y así satisfacer vuestra propia ambición?
Sebastián, conocedor del origen de su nacimiento, le atacó allí donde era más vulnerable tratando de abrir una brecha en el firme parapeto de su oponente.
Varadal desconcertó a todos los presentes profiriendo una carcajada gutural. Los soldados amarillos no se percataron del veloz gesto de la mano desenvainando la espada hasta que su punta reposaba ya sobre la garganta del obispo, en el hueco exento de tela que se hallaba entre la túnica y la gorguera. Demasiado tarde sonaron los tintineos de las armas en la sala. La gota de sangre que manó de la piel caduca bastó como advertencia: si daban un solo paso, Sebastián caería degollado. No hicieron falta palabras.
—¡Jamás un bastardo accederá al trono! —chilló Sebastián presa del pánico.
—La única pretensión que alberga este bastardo es la de impartir justicia y limpiar de ratas este lugar.
Jamás había ambicionado el trono. Solo el amor fraternal hacia su hermano y el absoluto desprecio que provocaban en él las injusticias le inducían a poner en riesgo su vida.
—Dad orden para que liberen a las mujeres y podréis seguir mercadeando con los árabes, pero ellas no serán moneda de cambio mientras yo pueda mantenerme en pie. De lo contrario…
No pudo seguir hablando. Su vehemencia le hizo distraerse durante un instante que fue aprovechado por Andrés, quien levantó una pequeña maza y la dejó caer sobre su cabeza con toda la fuerza de su brazo. El golpe lo desbarató, y, semiinconsciente, cayó hacia delante soltando el hierro que amenazaba al obispo; la espada, en su camino hacia el suelo, rasgó levemente la piel del prelado.
—¡Encerradlo! —ordenó el cura tembloroso. El miedo había relajado sus esfínteres y el olor a podredumbre inundó la estancia. Se tocó la pequeña herida y gritó de nuevo presa del pánico—. ¡Encerradlo hasta que se haga justicia con el ilegítimo que viene a robar el trono!
Andrés del Campanal había obrado con precaución. Nunca un actor eligió tan bien su papel. Su trato, fuertemente sellado con Sebastián a cambio de las propiedades de Varadal, justificaba su traición por muy diversas y aceptables razones, según su parecer. Para Andrés, la amistad que le unía al señor de Tarna era poco más que simple cercanía, motivada por la necesidad, la ambición y la estúpida confianza que en él había depositado aquel que yacía en el suelo. No sintió remordimiento alguno. Ya estaba hecho. Se convertiría en el nuevo señor de Tarna. Mientras arrastraban el cuerpo de Varadal hasta una de las recónditas y lúgubres celdas de la fortaleza, recordó que los soldados entrarían en combate si éste no había regresado antes del anochecer. Sin cruzar más palabras con Sebastián o Munia, inclinó la cabeza en un gesto de respeto, y, sin percatarse de que el herido, estupefacto, lo veía partir entre las brumas que inundaban su cerebro, se encaminó hacia el campamento levantado a escasos metros de los muros.
Una vez que se hubo abierto paso entre la soldadesca hasta situarse frente a la hoguera principal que calentaba el frío y húmedo entorno, Andrés explicó a los asombrados compañeros que Varadal de Tarna se había unido a la causa del obispo. Permanecería como su invitado, y ellos debían regresar por donde habían venido y llevar a cabo las órdenes originales. Debían preparar la entrega. La extrañeza y el rencor hicieron mella en las tropas. No hubo un solo escupitajo que no se lanzara sobre el nombre del señor de Tarna. El pequeño ejército hizo el camino de vuelta renegando del traidor que los había engañado con tanta facilidad. Se había puesto a salvo como un cobarde tras la túnica de Sebastián. Andrés sonreía para sus adentros; estaba henchido de triunfo. La jugada había sido tan perfecta que ni el más leal de los caballeros dudó de su palabra.
En la hedionda celda a la que fue arrojado, desprovisto de su armadura y sin medio alguno para defenderse, Varadal se llevó una mano allí donde su cabeza latía con insistencia. Tenía una brecha considerable en el cuero cabelludo de la que no cesaba de manar una gran cantidad de sangre, cubriéndole la totalidad de la cara, cuello y túnica. Superada la impresión de verse traicionado por Andrés, se maldijo por haber depositado su confianza en él. Rumió durante algunos minutos el motivo que podía haber inducido al joven a obrar de forma tan deshonesta, hasta que unos gritos desgarrados, que procedían de la celda contigua, le devolvieron a la realidad. El guardia que lo custodiaba, sonrió con placer y le espetó:
—Pronto será tu turno. La garra de gato está esperándote para acariciar tu espalda.
La risa obscena que acompañó sus palabras no enmascaró los alaridos del desdichado que estaba siendo torturado. Varadal se acercó raudo a los barrotes, y, alargando su imponente brazo a través de ellos, golpeó en la frente al carcelero que osaba mofarse del dolor ajeno y de su situación. El hombre acusó el impacto sin llegar a ser derribado por completo; agarró un palo largo de roble macizo, salpicado en su superficie por pequeñas púas de hierro, y golpeó en el hombro al prisionero, que cayó de rodillas. Iba a seguir con su venganza cuando la voz de Munia se alzó con autoridad.
—Basta. No le golpees. Déjame a solas con él. Pronto tendrás ocasión de regodearte en su dolor. Ahora… ¡lárgate de aquí!
La orden fue acatada al instante por el guardián, quien se alejó sin titubear. Nadie se aventuraba a contradecir la voluntad de la mujer; el respaldo que le ofrecían el obispo y sus secuaces se encargaba de ello. Se detuvo frente a Varadal, vestida lujosamente, y le dedicó una mirada de indiferencia.
—Habéis molestado a Sebastián —le reprochó con dulce frialdad—. Vuestras acusaciones os llevarán a la soga. Sin percibir que estabais errando, dejasteis vuestra lengua volar y no veréis amanecer otro día. ¡Tonto engreído!
El guerrero se incorporó y se acercó nuevamente a los fríos barrotes que mediaban entre ellos. Observó el destello de locura en el rostro femenino, que combinaba a la perfección con la toca brillante que portaba con majestuosidad sobre su cabeza.
—Irresponsable y estúpida mujer. Entregada a las fauces de la condenación afirmáis que no veré un nuevo día, cuando vos misma no volveréis a contemplar a quien decíais entre sollozos que era la luz de vuestra vida.
—Mi hijo está a salvo —su voz sonó alterada, aguda e incrédula.
—Lo dudo mucho. ¡Sois más infantil que el propio Alfonso! El muchacho sabe que su vida pende de un hilo y habéis entregado el cuchillo para que lo corten de un tajo. Vuestro hijo morirá, y a vos deberá su prematura partida. Sebastián jamás cederá el trono. Lo sabéis. Pensad un poco. ¿Por qué razón no lo ha llamado de vuelta a vuestro lado?
—Porque aún es joven…
—Nunca llegará a viejo, os lo aseguro —la convicción de sus palabras hizo que un escalofrío de aprensión recorriera la espalda de Munia—. Andrés del Campanal se encargará de ello —sentenció con crueldad. No sentía ni un ápice de misericordia por esa estúpida, y pretendía amedrentarla con unos hechos que se presentaban ante él con absoluta claridad; necesitaba una vía de escape a la situación en la que se hallaba.
—¡Retiraréis vuestras palabras cuando llegue el verdugo! —gritó ella un tanto histérica.
—Y mientras muero os las recordaré una y otra vez.
—¡Bastardo! Sois vos quien pretende sentarse en el trono, un derecho que jamás antes os habíais atrevido a soñar. Pretendéis confundirme para llegar hasta él.
—El asiento de un rey no es otra cosa que la verdad. No sabéis sobre cuántas mentiras reposan vuestros pies. Buscad a Sebastián y pedidle lo que os corresponde. Mañana veré vuestra cabeza clavada en una pica a las puertas del castillo, y mi conciencia estará tan limpia como el alabastro, pues no queréis escucharme.
—¡Veremos quién tiene razón!
Munia le dio la espalda y se marchó, dejando atrás el submundo de las mazmorras con la duda pugnando por abrirse paso a través de su mente trastornada. Varadal dejó de sangrar, pero estaba cubierto de una capa coagulada y viscosa similar a la que estaba a punto de cubrir aquella comarca.
La tortura llegó antes de lo que esperaba. Solían mantener al prisionero asustado durante varios días, expuesto al dolor de los demás desgraciados y escuchando las infames palabras que acompañaban a cada suplicio. Los agresores reían y los torturados clamaban por una muerte rápida. Aquella era la mortificación añadida para el que aguardaba su turno. El hedor a excrementos y vómito producidos por el pánico viciaban el lugar, y el aire, que entraba por un diminuto hueco en lo alto de la pared, resultaba insuficiente para despejar el cúmulo de humores pútridos que se desprendían de los cuerpos moribundos. Llegado el momento lo desnudaron, y, atando sus manos a dos aretes de hierro anclados en los muros, procedieron a rasgar su espalda con una mano de acero que se asemejaba a la garra de un felino de uñas aceradas. La piel se abrió con cada caricia; las heridas se superpusieron y trazaron un mar de surcos, desgarrando parte de la musculatura de la espalda y dibujando arabescos sangrientos que permanecerían para siempre como sello inolvidable de aquel día. El calor que sintió era más potente que el dolor, y éste se convirtió en un ardor que consumió sus terminaciones nerviosas.
Perdió el conocimiento sin emitir ni un solo sonido. Los tormentos no fueron peores que los padecidos por la mujer que apareció en sus delirios. La llamó desde el interior de su mente, pero ella ya estaba muerta, abrazada por el sol candente y envuelta en llamas rojizas que fluían de su boca. Volvió a ser un niño en la amplia estepa de la península. Su madre no le dirigió palabra alguna. La vio correr de nuevo, alejarse del lugar en el que lo había ocultado atrayendo hacia sí miradas impregnadas de odio y crueldad. Le hizo un ligero gesto con la mano para decirle adiós… o quizás para que permaneciese en silencio. Los soldados sarracenos se abalanzaron sobre ella. La violaron. Ella se defendió con los dientes, arrancando trozos de manos y orejas, hasta que se los golpearon con una roca. Su boca se convirtió en un amasijo de carne y marfil. La sonrisa que deslumbró al hombre que engendró a Varadal dejó de existir. La mora pagó con su vida la de su hijo. Yació desmembrada por los de su mismo pueblo. Era el castigo extremo.
Cuando el rey del norte apareció en su ayuda, ya era demasiado tarde. Lo vio aferrar el cuerpo y llorar desconsolado. Más tarde tomó de la mano al niño, de ojos idénticos a los suyos, y se lo llevó con él. Los recuerdos de Varadal, enterrados con ahínco en lo más oculto de su memoria, retornaron para acompañar las heridas lacerantes que sufría. En aquella celda, con cada trozo de piel arrancada, le devolvieron un poco de la rabia contenida hasta entonces gracias a la compresión y el apoyo de Aurelio, su hermano de padre, aquel en el que había hallado un amigo, un confidente y consuelo para la pesadilla vivida en su más tierna infancia. Era el único que acudía junto a él para despertarle cuando sus gritos se elevaban en la noche. Y fue el único que llegó a conocer el grado de su sufrimiento.
Lejos de allí, en Tarna, las cosas se mudaron del revés. Andrés tomó la fortificación bajo su mando. Los musulmanes habían sido avistados a pocas jornadas de camino, acercándose en busca del pago acordado para mantenerse alejados de las incursiones en tierras astures. Se conformaban con los tributos porque entre sus filas existían desavenencias y enérgicos alzamientos contra su propio caudillo.
Nora asimiló con sorpresa la noticia de que Varadal había optado por acatar el dictado de la corte. No así Hafsa, que comenzó a mostrarse nerviosa y reacia a la cercanía de la gente. La miraban con rencor, pues ella representaba a todo un pueblo que era odiado y temido a partes iguales. Andrés ordenó la captura de las mujeres, pero se encontró con que muchas habían desaparecido misteriosamente. Culpó de robo a varios lugareños como represalia por negarse a desvelar su paradero, y, en el lapso de varios días, les fueron amputadas las manos ante una multitud horrorizada ante la barbarie que se extendía a su alrededor.
La joven y Alfonso se guarecieron en los aposentos de Varadal, que aún permanecían desiertos —pues Andrés había decidido ser cauto y no tomar demasiado rápido todo aquello que había pertenecido a Varadal; podría levantar sospechas innecesarias entre las gentes del castillo y hacerles dudar acerca del verdadero destino de su antiguo señor—. La servidumbre les proporcionaba víveres y agua para mantenerse allí sin necesidad de salir al exterior. Hafsa también les visitaba con noticias que estremecían al niño de miedo. La animadversión que sentía hacia Nora parecía haber pasado a un segundo plano, y le confesó que no creía ni una sola de las palabras que había pronunciado Andrés. Debían huir los tres sin demora. Ella se encargaría de los preparativos. La mala fortuna hizo que los soldados descubriesen a Hafsa rellenando las alforjas de dos mulas. La llevaron ante el nuevo amo, quien montó en cólera ante lo que calificó como una traición. Ella lo miró con desprecio y dijo con parsimonia:
—Al fin se ha desvelado tu verdad.
No le permitieron hablar más.
Azotado por la ira de no verse respetado por la extranjera, amplió su espectro de horror. Hafsa fue acusada de sedición, espionaje y robo. No tardaron en darle muerte. La introdujeron en una jaula de hierro, la colgaron de uno de los árboles más altos de los alrededores, y los soldados afinaron la puntería de sus saetas utilizando su cuerpo como diana. Las flechas agujerearon cada centímetro de su moreno y bello cuerpo. El primer grito fue el único, pues uno de los primeros proyectiles atravesó su pecho, ensartando con precisión uno de sus pulmones e impidiéndole respirar. Murió a los pocos segundos, con los puños aferrados a los barrotes de la jaula sin dejar de pensar en la libertad que jamás había llegado a conseguir; una historia habitual y repetida a ambos lados de la cordillera, plagada de víctimas inocentes que no consiguieron alzar la voz por su independencia. Así falleció Hafsa: con la imagen en su retina de un horizonte inalcanzable y guardando el secreto jamás confesado que la había impulsado a huir de su pueblo, que no era otro que el de sentirse diferente. Aquel lejano día en que quebró sus cadenas de esclavitud no echó la vista hacia atrás. Caminó en pos de una ilusión, mas sólo halló otro tipo de prisión: la de la intolerancia y el odio, que conformaban barrotes todavía más gruesos que aquellos entre los que yacía su cuerpo.
Alfonso gritó presa del pánico desde las alturas de la torre. Nora no dilató más el momento de la huida; sabía que si habían conseguido que hablara, ellos serían los siguientes en perecer. Antes de que los apresaran, tomó al niño de la mano con fuerza y corrió a las caballerizas, evitando ser vista por los que estaban ensimismados contemplando la crudeza del final de Hafsa.
Robaron uno de los enormes caballos y salieron al galope a través de una de las puertas desiertas. Cuando descubrieron su ausencia ellos ya estaban lejos, extenuados y agarrotados a causa de la tensión y el pánico. El animal salivaba espuma por la boca y estaba a punto de desfallecer. Evitaron los caminos y se adentraron en la espesura de los bosques, para poder así aminorar la marcha mortal. La noche cayó sobre ellos y, sin luna ni estrellas, les resultó imposible avanzar por el peligroso cordal. Se acurrucaron juntos, y consiguieron alimentarse a base de castañas, avellanas y bellotas. Así trascurrieron varios días en los que no fueron vistos por nadie. En un momento de su escapada, se detuvieron en un claro desde el que pudieron atisbar pequeñas luces provenientes de las hogueras en el valle. Allí supuso que se encontraría Varadal: cómodo, seguro y a salvo. «Hipócrita hasta la médula», pensó la joven con indignación una vez más.
—No creo que nos lastimen si acudimos a él —sugirió una noche Alfonso, quien no cesaba en sus quejas a causa del frío y el hambre. Pronunció sus palabras con convicción; no estaba habituado a sufrir penurias de aquel tipo, y andaba algo enfurruñado con Nora.
—No seas estúpido. Nos estarán esperando con total seguridad; mi cuello dará albergue a un grillete, y tú recibirás un buen castigo por seguirme. Si tienes suerte sólo te sacarán un ojo, como recordatorio de la obediencia que les debes y con el fin de que mires en una sola dirección: la que ellos te marquen.
La monstruosa aberración hizo que Alfonso rompiera en llanto.
—Mi madre jamás permitirá que me hagan daño, ¡eres una embustera! —la acusó, enfadado por introducirle aquellas imágenes en la cabeza.
—Quizás estés en lo cierto, pero, si tanto te quiere, ¿por qué no ha regresado con Andrés en tu búsqueda? Es un poco extraño que te mantenga alejado si puede tenerte cerca y bajo su manto. Hay algo que no me gusta en todo este asunto… —pronunció estas últimas palabras en un murmullo, pues no quería seguir azuzando el miedo que veía en el rostro del pequeño. Era cierto que las cosas no encajaban, y su mente se convirtió en un hervidero de posibles hipótesis. ¿Por qué Andrés actuaba con tal autoridad? Parecía muy arrogante, y se comportaba de un modo cruel y desconocido; no quedaba rastro del joven risueño que había conocido. Recordó su simulacro de enfrentamiento con las espadas y el rencor en su mirada cuando ella lo derribó. Era capaz de ocultar su verdadera inclinación tras una apariencia amable. Esta posibilidad cobraba fuerza en su mente. También Varadal había ocultado su auténtica naturaleza, y prueba de ello era que se hallaba perdida, por su causa, en medio de la naturaleza salvaje; tenía tanto miedo como el pequeño que dependía de ella para su supervivencia. Lo arropó con parte de su nuevo manto, aquel que Hafsa le diera con un mohín de fastidio. Era muy distinto a los que vestían las montañesas; estaba decorado con arabescos bordados con sutiles puntadas, resaltando su relieve sobre un fondo verde oscuro de lana suave, cómoda y cálida. Sintió pena por la mujer. Deseó haber tenido la oportunidad de llegar hasta ella, de mostrarle cuán parecidas eran a pesar de las evidentes diferencias que las separaban. Desterró su imagen, porque su final le provocó una oleada de arcadas que no pudo contener. Se alejó del niño, y, adentrándose un poco en la espesura, vomitó hasta quedar vacía.
Recuperada del súbito malestar, buscó el arroyo que se deslizaba cerca del lugar, pues necesitaba refrescarse la cara y el cuello. Se acuclilló a orillas del reguero de aguas cristalinas y gélidas que bajaba de las montañas, y mantuvo las manos inmersas en ellas durante un buen rato, dejando que se entumecieran hasta sentir dolor y hormigueo en las yemas de los dedos. Cuando se levantó para volver a su improvisado campamento, una figura surgió de entre las sombras.