Ayer pobres, hoy ricos
Hay algo en lo que, por fin, idiotas y no idiotas, estamos de acuerdo: el primero de nuestros problemas es la pobreza. ¿Cómo acabar con ella? El objetivo de todos los modelos propuestos es ése, qué duda cabe. Sólo que a la hora de buscar un remedio para ese mal endémico del continente latinoamericano, la realidad señala un camino, uno solamente, en tanto que el perfecto idiota de todos los continentes, equivocándose en las causas del mal, toma otro, el opuesto.
En vez de examinar cómo y por qué países en otro tiempo más pobres que los latinoamericanos tienen hoy un alto ingreso per cápita y participan de todas las ventajas del Primer Mundo, nuestro personaje repite los falsos diagnósticos y los falsos remedios de su cartilla: cerrarles la puerta a las multinacionales que supuestamente explotan en beneficio propio nuestras riquezas; nacionalizar en vez de privatizar; impugnar la globalización y los tratados de libre comercio con Estados Unidos o con Europa y buscar a través de un Estado altamente intervencionista y regulador una mejor distribución de la riqueza, considerando que esta última, en manos del sector privado dueño de industrias y comercios, es obtenida mediante la explotación de los más pobres, etc., etc. Todo esto, claro está, acompañado de diatribas a la oligarquía y al imperialismo, sus dos grandes enemigos.
¿Es nuevo lo que ahora propone nuestro idiota? Claro que no. Estas letanías ideológicas son las que aún sustentan los regímenes crepusculares de Cuba y Corea del Norte, con los resultados paupérrimos que cualquier observador imparcial comprueba. En su momento, parte de estas recetas fueron aplicadas en Argentina por Perón, en el Perú por Alan García, en Bolivia por Siles Suazo y en Nicaragua por Daniel Ortega con incremento irresponsable de la deuda externa y escalofriantes procesos inflacionarios que hicieron más pobres a los pobres y acabaron por maltratar también a la clase media. Las políticas que hoy adelantan Hugo Chávez, en Venezuela, y Evo Morales, en Bolivia, contienen los mismos ingredientes ideológicos, mezcla de vulgata marxista, caudillismo y toda suerte de extravíos populistas. Los millonarios recursos que hoy recauda el petróleo venezolano pueden permitirle a Chávez, mediante una política de carácter puramente asistencial, dar no sólo a los sectores marginales de su país sino también a los indígenas bolivianos, a través de sus ayudas, la ilusión de un cambio de su condición. Pero las cifras no mienten, y tarde o temprano mostrarán una realidad difícil de ocultar: crecen allí el desempleo y la pobreza, en vez de disminuir.
Mientras esto ocurre en nuestras latitudes, el mundo presencia cómo un modelo de desarrollo diametralmente opuesto ha convertido o está convirtiendo en ricos a países que tan sólo ayer eran pobres. Hay algunos ejemplos sorprendentes en diversos lugares del planeta de países que lograron este milagro con el mismo recetario. Los primeros en ponerlo en práctica fueron países asiáticos como Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong, seguidos ahora dentro del propio mundo hasta ayer ortodoxamente comunista como China y Vietnam, y simultáneamente por naciones tan diversas como India, los países de la antigua Europa Central y del Este (en especial Polonia, República Checa y Estonia) y, de otro lado, Irlanda; en nuestro continente, Chile e incluso, pese a problemas de seguridad heredados de su sangrienta guerra civil, El Salvador. Y, por supuesto, ahí está el extraordinario caso español, cuyas lecciones los latinoamericanos no han sabido aprovechar.
¿Qué tiene en común la política económica de estas naciones? En primer lugar, son países «captacapitales» y no «espantacapitales». Privatizan empresas públicas en vez de mantener o restablecer nacionalizaciones. No ven la globalización como un riesgo o una amenaza, sino como una oportunidad de conquistar mercados. Buscan crear productos industriales de valor agregado u ofrecer servicios con ventajas competitivas, en vez de quedarse como simples vendedores de materias primas. Buscan ampararse en bloques regionales o supranacionales cada vez más flexibles y abiertos al mundo (Unión Europea, en unos casos; en otros, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, Asean). Bajan las tasas impositivas y dan incentivos operativos a los inversionistas extranjeros y nacionales. Aseguran flexibilidad laboral y disminuyen trámites para el establecimiento de una nueva empresa industrial. Y, sobre todo, realizan grandes apuestas en el campo de la educación, la ciencia y la tecnología, en los que la empresa privada juega un rol cada vez mayor, dado que el conocimiento está destinado a ser la mayor fuente de riqueza en este nuevo siglo. En efecto, en el producto bruto mundial el sector de los servicios (donde la tecnología y, en general, la educación juegan un papel capital) representa hoy el 68 por ciento; el sector industrial, el 29 por ciento, y las materias primas, sólo el 4 por ciento.
ESPAÑA
En las últimas dos décadas, España ha experimentado una transformación económica y social. A partir de unos cambios institucionales de signo más o menos liberal, el país ha prosperado. Gracias al dinamismo de sus empresas, España tiene hoy una renta per capita que representa casi 90 por ciento de la renta media de los quince países de la Unión Europea antes de la ampliación a veinticinco miembros. Esto quiere decir que España prácticamente se ha puesto al día con su entorno próspero y desarrollado. Ese país entendió que la riqueza la crean las empresas, no los gobiernos, y modificó las reglas para liberar esa energía creativa. Las empresas han aprendido a operar en la economía global. Las empresas familiares, las cooperativas y las grandes compañías se han vuelto cada vez más competitivas. Gracias a ello, España, que hace algunos años exportaba españoles ansiosos de encontrar mejores condiciones en Suiza, Alemania o Argentina, se ha vuelto un imán de inmigrantes centroeuropeos, latinoamericanos y africanos.
De las más de cien empresas estatales que había en 1980 —buena parte de ellas creadas durante la dictadura corporativista de Franco—, las que quedan se cuentan con una mano. Durante el gobierno de Felipe González, fueron privatizadas algunas empresas y, en el caso de los servicios públicos, se optó por la venta al público de algunas acciones, pero reteniendo el grueso de la propiedad y el control en manos del poder político. Durante el gobierno de José María Aznar, casi cincuenta empresas fueron traspasadas a la empresa privada, de las cuales trece incluyeron una oferta pública de acciones. En algunos casos el Estado retuvo una «acción dorada» que luego fue vendida. En ciertas empresas, para garantizar que hubiera capitales españoles, se otorgó una participación a instituciones financieras de mucho peso. Pero, en general, entre 30 y 60 por ciento de las acciones de las grandes multinacionales españolas son propiedad de inversores extranjeros. Estos intereses extranjeros fueron seducidos por la rentabilidad de las empresas privatizadas: desde el año 2000, el rendimiento de éstas ha superado en 30 por ciento el del índice Ibex-35 o de los fondos mutuos.
A pesar de que España representa sólo el 2 por ciento de la economía mundial, un gran número de empresas se han proyectado como grandes competidores mundiales. Telefónica es la tercera empresa del mundo en su rubro; un joint venture de Repsol y Gas Natural es el tercer distribuidor de gas natural; Sol Meliá es la primera cadena de hoteles; Acerinox es la tercera productora de acero inoxidable; Zara se ha convertido en la sexta marca global más exitosa; Mondragón es la mayor cooperativa de trabajadores; el Real Madrid es el equipo con mayores ingresos (aunque haya andado de capa caída en años recientes), y un larguísimo etcétera. España no es un país que cree mucha tecnología. Pero sus empresas están entre las mejores del mundo en cuanto a la aplicación de la tecnología que otros crean. Tampoco es un país con presencia importante en la banca de inversiones, y sin embargo tiene algunos de los bancos comerciales más grandes y capitalizados.
A mediados del siglo XX, España era un país agrícola. A partir de 1959, cuando la dictadura empezó un proceso de liberalización, comenzó el surgimiento de la empresa española. Pero el proceso fue lento. En los años sesenta, sólo unas pocas empresas tenían presencia exterior. En el clima autoritario, proteccionista y oligopólico establecido por el franquismo, la empresa española siguió siendo subdesarrollada. Por culpa de las políticas económicas y monetarias, entre los años setenta y comienzos de los noventa los costos financieros de las empresas superaron en promedio el retorno sobre sus inversiones. Durante un siglo, la economía española estuvo dominada por grupos corporativos adheridos al Estado y muchas veces representados en el gobierno. Por eso es tan notable la explosión de actividad empresarial ocurrida en ese país en las últimas dos décadas.
La transición a la democracia fue un delicado acto de orfebrería política mediante el cual se logró armonizar los intereses en conflicto y desplazar sin traumas a los viejos actores para dar lugar al surgimiento de otros nuevos. El cambio económico fue más lento, pero consistió en expandir decisivamente el proceso de apertura económica que había arrancado con Franco en los años sesenta y vincularse a la Comunidad Económica Europea. Hay que reconocer que la transformación del socialismo español, que se había sacudido su pasado marxista en los años setenta, fue decisiva en la primera etapa del proceso, pues dio legitimidad y soporte social a una orientación que de otro modo habría sido desacreditada como heredera de la dictadura de derechas. Felipe González apoyó el ingreso en la OTAN y la Unión Europea, modificando sus antiguas posturas, y privatizó algunas empresas. En los setenta, España salvó las distancias que la separaban de los países latinoamericanos más ricos. A partir de los ochenta, empezó a ponerse al día con Europa. En 1985, su PIB per cápita (teniendo en cuenta la paridad del poder de compra) era de $14,000. Hoy supera los $25,000. La seguridad jurídica y la apertura atrajeron capital extranjero en abundancia: en 1980, la inversión extranjera acumulada representaba 1 por ciento del PIB; hoy representa más de 35 por ciento. Ha sido una avenida de ida y vuelta: desde 1992, las empresas españolas han invertido en el exterior unos 200 mil millones de euros ($240 mil millones), lo que quiere decir que el irrestricto movimiento de capitales aparejado con la seguridad jurídica y la apertura resultó muy conveniente para convertir a los españoles tanto en receptores de cuantiosas inversiones como en exportadores de capitales (es uno de los diez países que más invierten en el extranjero). Aunque América Latina fue el principal destino de la inversión extranjera española en la década de los noventa, en la actualidad lo es Europa.
Gracias a que, en lugar de espantarla, España atrajo inversión extranjera, ha desarrollado una industria automotriz impresionante. Tanto desde el punto de vista de la producción como desde el punto de vista del comercio, esta industria es la mayor del país. En ensamblaje de autos, la madre patria está empatada con Corea del Sur en el quinto puesto mundial y es el cuarto exportador de autos del mundo. Esto se debe a que todas las plantas de ensamblaje y más de tres cuartas partes de la producción de piezas están en manos de empresas extranjeras, que a su vez ven sus operaciones en España en el contexto del mercado europeo. Las multinacionales localizadas en España compiten entre sí no sólo en ventas domésticas y en exportación, sino también en la captación de trabajadores capacitados y en insumos. Después de décadas de políticas inconsistentes e improductivas basadas en la sustitución de importaciones, España abrazó políticas liberales. Multinacionales como FIAT, Renault, Citroën, Peugeot, Rover, Chrysler, Ford, GM, Volkswagen y Nissan adquirieron instalaciones ya existentes o crearon nuevas. Aunque ninguna empresa local sobrevivió y muchos productores de partes pasaron a manos extranjeras, unas cuantas empresas locales de partes surgieron con mucha fuerza, convirtiéndose en líderes del mundo en su rubro. ¿Quién se atreve a decir que el capital extranjero perjudicó la soberanía de España? Hizo exactamente lo contrario: gracias a él, España logró inventar una fortaleza que no tenía y abrirse camino allí donde nadie daba un centavo por ella.
Dentro del capítulo general de la expansión vertiginosa de empresas españolas, es notable lo ocurrido con las pequeñas y medianas empresas, y especialmente las familiares. La mitad de las empresas familiares invierten en investigación y desarrollo. Las empresas medianas invierten en entrenar a sus trabajadores 50 por ciento más que las empresas grandes. Durante los años noventa, el número de mujeres empresarias creció en más de 50 por ciento y gracias a la multiplicación de nuevas empresas se crearon unos cinco millones de puestos de trabajo. La reducción de impuestos, la simplificación administrativa, la reducción de tasas de interés gracias a la disciplina fiscal y la disminución del gasto, así como la protección jurídica, permitieron el florecimiento de la vida empresarial, con la consiguiente expansión de la economía de los hogares españoles. Otras medidas liberalizadoras ayudaron a crear el buen contexto: la liberalización financiera permitió facilitar el crecimiento del crédito; la privatización y creación de un mercado competitivo en el terreno de la energía bajó los costos de producción; y la competencia internacional obligó a la empresa española a sacudirse las legañas del viejo sistema corporativista.
Desde luego, aún hay bastante por hacer. Muchos obstáculos —entre ellos los costos laborales— frenan la competitividad de la economía. Aunque el tamaño del Estado decreció ligeramente en los últimos años, todavía representa un claro exceso. Pero en general la tendencia de las últimas décadas ha sido liberal y allí está el resultado: las empresas pequeñas, medianas y grandes han respondido con poder creador, eliminando la mayor parte de la pobreza que alguna vez hizo de España un país de emigrantes y colocándolo a la altura de las grandes naciones de Europa.
SINGAPUR E IRLANDA
El caso de Singapur muestra, mejor que ninguno, dónde estará en el inmediato futuro la clave de la prosperidad. Antigua colonia británica, pobre y sin recursos naturales, su única salida para acabar con un destino de país atrasado y con vastos sectores de su población en los linderos de la miseria la descubrió su presidente Lee Kuan Yew proponiéndose como objetivo central de su gobierno atraer a las más relevantes empresas tecnológicas, formando apresuradamente técnicos en este campo y estableciendo el inglés como idioma oficial del país. Los inaceptables rasgos autoritarios del sistema no quitan el que la orientación económica fuera la adecuada. Gracias a ella, hoy el ingreso per cápita en Singapur es igual al del Reino Unido.
Un caso similar es el de Irlanda. En Cuentos chinos, Andrés Oppenheimer nos recuerda con humor los rasgos comunes que los irlandeses tenían con los latinoamericanos hace unos cuantos años. Eran buenos bebedores, amantes del teatro y la poesía, trotamundos, poco disciplinados y nada puntuales y tenían frente a sus vecinos, los británicos, un complejo igual al que muchos latinos abrigan respecto de los estadounidenses, complejo en el cual la pobreza, unida a su talento para las artes y no precisamente para las actividades empresariales, ponía sentimientos encontrados de resentimiento y admiración, una compleja ecuación de odio y de amor. La agricultura era la modesta fuente de ingresos de Irlanda y la emigración a los Estados Unidos la única salida individual para escapar al desempleo, que afectaba al 18 por ciento de la población. Para colmo, tenía una cuantiosa deuda pública, cuyos intereses devoraban el 90 por ciento de los impuestos recaudados, y la inflación llegaba al 22 por ciento.
Pues bien: una nación que hace quince años o algo menos era uno de los más pobres de Europa hoy se ha convertido en un país rico. Ese milagro lo consiguió haciéndose dueño de una tecnología muy avanzada, que en la actualidad le asegura un ingreso per cápita de 32 mil dólares anuales. No fue una salida fácil, pues antes de que se llegara a ella la globalización implicó el cierre de numerosas fábricas, como las de Ford y Toyota, además de empresas de la industria textil y del calzado. Al igual que hoy ocurre en muchos países de América Latina, el único alivio para aquella situación financieramente desastrosa eran las remesas de los inmigrantes.
Varios factores concurrieron para el despegue de la economía irlandesa. El primero, de importancia decisiva, fue un acuerdo entre patronos y trabajadores para facilitar la apertura económica evitando alzas intempestivas de salarios (en una economía abierta los salarios se rigen por la productividad, no por la superstición), seguida de un control severo del gasto público, reducción de impuestos privados y corporativos y en los trámites para el establecimiento de nuevas empresas. Y, como corolario de estas medidas de corte liberal, una fuerte inversión en educación. Pero al lado de estas medidas domésticas, jugó un papel importante la colaboración de la Unión Europea en la tarea de facilitar y hacer menos drásticos los problemas de la infraestructura. Con ello se quebró un aislamiento que confinaba al país a quedarse dentro de los límites modestos de un mercado de tres millones o a lo sumo de tres millones y medio de personas. La vinculación irlandesa con la UE convirtió este mercado en otro de 300 millones de consumidores, lo que sumado a las anteriores reformas económicas permitió a numerosas industrias norteamericanas servirse del país como punto de apoyo para introducir sus productos y servicios en el continente europeo, especialmente en dos áreas: la informática y la farmacéutica. Fue una fantástica inversión encabezada por firmas tales como Microsoft, Intel, Oracle, Lotus, Pfizer, Merck o IBM. En total, desde Irlanda empezaron a exportarse productos por valor de 60 mil millones de dólares. Es el mayor exportador de software del mundo, y uno de los más grandes de computadoras en Europa. Ahora su ingreso per cápita es mayor que el de Gran Bretaña y el de Alemania. Un milagro, obtenido gracias a la manera como el país supo afrontar la globalización aun si en los comienzos ella implicó el cierre de industrias tradicionales.
EL MILAGRO ASIÁTICO
Otro deslumbrante fenómeno que sorprende hoy al mundo es el de China. Si el cambio sufrido por este país pudiese ilustrarse con una imagen, habría que encontrar hoy vestido con un traje Armani al ciudadano chino que treinta años atrás estaba uniformado con el traje Mao, como millones de compatriotas suyos, recitando con un respeto ritual las tonterías del Libro Rojo. Por supuesto no fue suya —la del ciudadano raso— la idea de dar en 1978 un viraje de ciento ochenta grados hacia el capitalismo, sino de los mandarines de la dirigencia comunista que se las arreglaron muy bien para abrir su país al libre mercado sin perder por ello el férreo control político que siempre tuvieron, con partido único y sin las libertades y garantías de una democracia liberal. Un extraño experimento, nunca visto, por cierto, que en la práctica reproducía el ímpetu (y los abusos) del primer capitalismo que conoció el mundo, con una mano de obra barata, jornadas extenuantes de doce y hasta quince horas y sin derecho ni a huelgas ni a protestas de los operarios. Los resultados se hicieron muy pronto visibles y cambiaron el rumbo y las perspectivas del mundo en el nuevo milenio: un crecimiento económico de más del 9 por ciento anual sostenido sin fallas ni desmayos, un ritmo vertiginoso que, de mantenerse —como parece factible— llevará el producto bruto nacional a la fantástica cifra de cuatro billones de dólares (trillion en inglés) y un ingreso per cápita tres veces superior al actual. El panorama social de la nación será radicalmente distinto al que el país tenía bajo el sistema económico propio del comunismo fiel a su ideología. Aparecerá en China una clase media de 500 millones de personas con un ingreso de 18,000 a 36,000 dólares por año; es decir, el mercado más vasto y atractivo que hayan conocido las empresas multinacionales en toda su historia. De esta manera, el mayor polo de atracción del mundo industrial no estará en Occidente, como hasta hoy, sino en el en otro tiempo llamado Lejano Oriente.
Empresarios, ejecutivos y agudos periodistas que recorren la China de hoy se sorprenden de encontrar en Beijing o Shanghái enormes centros comerciales visitados diariamente por 80 mil personas, rascacielos, restaurantes de lujo, millonarios, casas de moda con las últimas creaciones de París o de Italia, automóviles de grandes marcas y otros alardes del consumo capitalista más sofisticado que harían dar vueltas en su tumba al propio Mao.
¿El agente secreto de esta espectacular transformación? La privatización, que avanza a un ritmo acelerado, hasta el punto de que hoy existen en China cerca de cuatro millones de empresas privadas que tienen en sus manos el 60 por ciento del producto bruto nacional. A este proceso que prosigue sin límites ni restricciones del Estado habría que agregar las inversiones extranjeras que son hoy las más cuantiosas del mundo gracias a los bajos costos de producción y a los atractivos del mercado interno. El otro factor de desarrollo, tal vez el más decisivo e importante, es la educación. China está preparando una élite de técnicos y científicos que rivaliza con la de Estados Unidos y los países de Europa. Programas masivos de enseñanza de inglés han sido abiertos en los últimos años (el inglés es el segundo idioma oficial) y las horas de clase en universidades y colegios superan las de cualquier otro país. Productos de fabricación china invaden los mercados mundiales y compiten ventajosamente en costo, incluso, con los de la propia América Latina. Al mismo tiempo, el crecimiento de China la ha convertido en esta primera etapa en un mercado privilegiado para las materias primas del continente latinoamericano (no sólo petróleo, cobre, aluminio y zinc, sino también productos agrícolas). El resultado de esta espectacular apertura económica ha sido el de haber logrado sustraer de la pobreza a 250 millones de chinos, aunque aún permanecen en esta condición zonas campesinas apartadas y las desigualdades de nivel de vida de estas regiones con el de los principales centros urbanos son muy grandes.
India, que mantiene su perfil democrático, es el otro país asiático que registra un proceso de crecimiento acelerado y saca partido de la globalización en vez de considerarla un riesgo o un factor de pobreza decretado por países ricos, como suelen pregonarlo nuestros incorregibles idiotas. Su tasa de crecimiento es del 7 por ciento anual y la pobreza ha disminuido en dos décadas del 50 al 25 por ciento. La clave de esta realidad ha sido la apropiación de la tecnología informática que ha hecho de sus famosos call-centers un servicio profusamente utilizado por empresas norteamericanas que aprovechan su bajo costo, la ventajosa diferencia horaria y la inmediata comunicación por Internet para tareas administrativas de apoyo. Compañías como Microsoft están invirtiendo masivamente allí en la investigación y desarrollo de nuevos productos. Otras áreas de la economía, como el comercio minorista, han estado expandiéndose a un ritmo espectacular. La atracción de capitales emprendida por India gracias a las ventajas que ofrece es muy efectiva en todas partes, incluso en Asia, con Japón como el principal inversor.
Si bien es cierto que la economía de corte socialista que imperó bajo la dinastía Nehrú-Gandhi ha sido derogada gracias a los sectores liberalizados o privatizados, todavía subsisten cargas laborales y restricciones estatales que al disminuir o desaparecer en beneficio de un modelo totalmente liberal van a permitirle a ese país un crecimiento aún mayor y una disminución más radical de la pobreza.
De su lado, Vietnam sigue los pasos de China. Olvidándose de la ortodoxia que los llevó al poder, los dirigentes comunistas han optado también por la libertad económica aunque desde luego no por la libertad política. Más de 140 mil empresas privadas han surgido allí en la última década con fuerte presencia de capitales extranjeros, gracias a lo cual el país crece a una tasa del 7 por ciento y el ingreso per cápita se ha triplicado.
LOS EMERGENTES EUROPEOS
Aunque las tristes décadas vividas bajo una dictadura comunista dejaron en el país una secuela de burocracia y corrupción, Polonia registra un crecimiento sostenido del 6 por ciento anual. Juegan en su favor los incentivos fiscales mediante la reducción y la simplificación tributaria, y una mano de obra barata y calificada para atraer la inversión extranjera. El hecho de ofrecer costes de producción más bajos que los de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia y España, inclusive, ha conducido a firmas tales como Siemens, Volkswagen, Opel, FIAT y otras de igual importancia a trasladar sus fabricas a Polonia. Es un fenómeno que muy probablemente seguirá acentuándose en la medida en que las cargas fiscales, altos salarios y la disminución de horarios semanales de trabajo en la llamada Vieja Europa faciliten este éxodo. El clima de confianza que ofrece el país resulta respaldado por la próxima ayuda de la Unión Europea para obras de infraestructura.
De su lado, República Checa es otro polo de atracción para multinacionales e inversionistas extranjeros, debido no sólo a la apertura económica, al auge del consumo luego de haber vivido una situación de estrechez o penuria debidos al sistema comunista, sino también, y principalmente, al considerable presupuesto destinado por este país a la educación técnica y científica gracias al vertiginoso crecimiento económico y la multiplicación de la actividad empresarial. Un solo plantel de este género —el Instituto Tecnológico Checo— prepara a algo más de 100 mil alumnos. Reducción de trámites, moderados gravámenes, seguridad jurídica y, en general, una política encaminada a demostrar que el país es un investor friendly, completan el recetario opuesto al del populista latinoamericano cuyas falsas ideas y prejuicios propios del perfecto idiota ahuyentan a empresarios e inversores.
En este despegue de la Europa emergente se destaca igualmente el caso de Estonia, un pequeño país báltico situado en el Golfo de Finlandia, con sólo un millón y medio de habitantes. Tal vez es el país ex comunista que más vertiginosamente ha crecido desde que dejó de pertenecer al bloque soviético gracias a los cambios producidos entre 1991 y 2000. El mérito es aún mayor si consideramos que, a diferencia de buena parte de los países de Europa Central, Estonia no sólo era comunista sino que sus instituciones estaban insertadas dentro de la asfixiante estructura económica de la Unión Soviética.
Estonia no tenía un pasado liberal que sus reformistas podían invocar. Su independencia había llegado tras la Primera Guerra Mundial, pero había sido nuevamente colonizada en 1940. Los reformistas decidieron invocar un pasado muy antiguo para legitimarse y recordaron que entre la Alta Edad Media y el comienzo de la era moderna Estonia había sido una estación comercial clave de la Liga Hanseática, formando con Alemania, Suecia y Finlandia un área de intercambio sumamente dinámica. También decidieron usar a sus emigrados como «puente» con el mundo exterior. En la época del comunismo, muchos estonios habían partido hacia Finlandia y Suecia. Una vez que se produjeron los cambios, las redes de comunicación entre los emigrados y los estonios del interior facilitaron la globalización de Estonia.
La reforma se hizo en dos etapas. Entre 1989 y 1991, los gobiernos de Indrek Toome y Edgar Savisaar —todavía bajo control soviético aunque en condiciones de mayor autonomía— aplicaron un programa clásico de estabilización monetaria y disciplina fiscal. La liberación de precios fue parte sustancial de esta primera, etapa. Hubo algunas privatizaciones y se permitió el surgimiento de pequeñas y medianas empresas. El número de empresas pasó de 34 a 20 mil en el lapso reformista inicial.
El colapso de la Unión Soviética, de la que dependía el 90 por ciento del comercio estonio, destruyó las mejoras provocadas por la muy tímida reforma del periodo 1989-1991. La renta per cápita cayó en total a $6,000 (calculados con base en la paridad del poder de compra). Pero a partir de 1995 y gracias a una nueva y mucho más radical ola de reformas liberales iniciada en 1992, Estonia empezó a crecer vertiginosamente. Desde entonces ha pasado a ser algo así como el «tigre báltico». La renta per cápita ha aumentado dos veces y media en los últimos diez años y hoy Estonia tiene una economía equiparable a la que en 1995 tenían Grecia o Portugal, cuyos habitantes eran en aquel momento el doble de prósperos que los estonios. Una década más tarde, el PIB per cápita de Portugal supera al de Estonia por sólo 25 por ciento (siempre teniendo en cuenta la paridad del poder de compra). Entre los veinticinco países de la Unión Europea, Estonia es el que ha experimentado el mayor crecimiento real de su economía en lo que va del nuevo milenio y hoy su ritmo de crecimiento supera al de China.
Las reformas arrancaron en 1992 con el abandono definitivo del rublo y la adopción de la corona bajo un sistema casi idéntico a lo que se conoce como la «caja de conversión», mediante la cual toda emisión de moneda tiene que estar respaldada por divisas. El gobierno también liberalizó la cuenta corriente y la cuenta de capitales. La combinación de todos estos factores permitió suscitar una confianza en la transición estonia.
Es esa confianza la que ha hecho que, en la última década, la inversión extranjera directa neta haya equivalido cada año, en promedio, al 9 por ciento del tamaño total de la economía. A diferencia de América Latina, por ejemplo, donde la inversión extranjera decayó una vez que el grueso de las empresas estatales importantes fueron vendidas, en Estonia la inversión extranjera directa aumentó después de las privatizaciones.
En 1992, con el joven Mart Laar a la cabeza, Estonia realizó la reforma comercial más impresionante de los tiempos modernos: eliminó de forma unilateral e inmediata todos sus aranceles (con pequeñas excepciones como el tabaco y el alcohol, productos que más tarde fueron desprotegidos también). La apertura forzó de inmediato una reestructuración industrial que puso a los empresarios grandes o pequeños ante la disyuntiva de competir o sucumbir. Buena parte de ellos sobrevivieron y otros se reinventaron. De una u otra forma, todos o casi todos salieron ganando.
La aplicación del principio «primero liberalizamos luego negociamos», enunciado por Mart Laar, desafió exitosamente el prejuicio de que el comercio es una guerra en la que sólo se gana si se captura territorio enemigo. También decretó privatizaciones y la eliminación radical de interferencias estatales internas. Como consecuencia de todas estas medidas, entre 1996 y 1997 se logró un enorme crecimiento del 20 por ciento, crecimiento que en años posteriores se ha mantenido luego en índices alternativos del 6 y 7 por ciento (últimamente, su economía ha vuelto a crecer por encima del 10 por ciento). Es tal vez el caso más espectacular de desarrollo y de aumento del ingreso per cápita de la Unión Europea.
LIBERTAD ECONÓMICA VS. POPULISMO
Las mismas recetas han facilitado el despegue de Nueva Zelanda, Chile y, en cierta medida, El Salvador. En el primero de estos tres países, luego de tímidas reformas, la gran transformación se produjo en 1984, por cierto, con un gobierno laborista. Fue, pues, la izquierda, una izquierda vegetariana, la que allí impuso una reforma liberal. No resultó sin embargo fácil para una de las economías más estatizadas y reguladas de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) convertirse en una de las más libres de los países industrializados. Hoy el ingreso de Nueva Zelanda per cápita se sitúa en los 25 mil dólares, ingreso cercano al de España. Las reformas realizadas valerosamente por Roger Douglas, ministro de Finanzas del gobierno laborista, y posteriormente por Ruth Richardson, ministra de Finanzas del gobierno del Partido Nacional, incluyeron la liberalización del comercio internacional y la desregulación de mercados; reforma del sistema tributario para simplificar y reducir los impuestos; mayor competencia y libre elección por parte de los usuarios en los sistemas de educación y salud; privatización de actividades y servicios que antes estaban en manos del Estado; eliminación de aranceles, restricciones laborales, licencias y trámites. El resultado fue una vistosa reducción del desempleo y un aumento considerable en el nivel de vida de los cuatro millones de neozelandeses.
En el capítulo sobre la izquierda vegetariana recordamos todo lo que un análogo modelo liberal ha logrado en Chile, el país más estable y mejor situado en el campo económico de América Latina. Menos conocido es hoy el milagro salvadoreño. Para medir el cambio operado en esta región sería necesario evocar la tragedia que padeció en los años ochenta cuando el país se convirtió en el campo de batalla de los dos grandes bloques mundiales, desde el momento en que comunistas y otros radicales de izquierda, auspiciados y apoyados por Cuba y la Nicaragua sandinista, decidieron partir a la toma del poder por la vía armada bajo la sigla FMLN. Armas, equipos y recursos financieros venidos de Nicaragua parecían darles todas las opciones de triunfo, si la junta que gobernaba el país desde el golpe militar de 1979 no hubiese recibido la ayuda del gobierno norteamericano. La polarización entre opciones extremas enfrentadas en el conflicto amordazó a la democracia y dejó abierta la puerta a toda clase de excesos por parte de los alzados en armas o por cuenta de la represión oficial o de grupos paramilitares. Fue una maraña de horror, un vértigo de sangre y fuego, una desdicha que duró trece años. Las calles de las ciudades se llenaron de gente emigrada de los campos que no tenían más recursos para vivir que la mendicidad. Un tercio de la población abandonó el país en busca de resultados más seguros. Bajo el impacto de la guerra, de los sabotajes, los daños en la infraestructura vial, la economía vivía en una situación agónica.
Pues bien, en la actualidad, doce años después de esta tragedia, el panorama económico y social del país es otro. La pobreza ha descendido, de 1989 a hoy, en un 60 por ciento, el analfabetismo ha pasado del 32 al 12 por ciento y el desempleo es sólo de un 6 por ciento. Las tasas de interés son unas de las más bajas de América Latina. Favorecido por los evaluadores de riesgos, el país es atrayente para la inversión extranjera y parece dispuesto a sacar toda suerte de beneficios de un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Esta realidad sólo ha sido oscurecida por las bandas de delincuentes que operan en el país (secuela de la guerra y sus desmovilizados) que siembran terror e inseguridad no sólo en El Salvador sino en parte de Centroamérica: las tristemente célebres «maras».
El despegue económico se debió a varias condiciones muy bien explicadas por el ex presidente Francisco Flores, uno de los artífices del cambio logrado en El Salvador. La primera de ellas fue aceptar la propia responsabilidad en esos males, en vez de endosársela, como suelen hacer nuestros perfectos idiotas, a causas externas: el imperialismo, los términos de intercambio, las multinacionales o el Fondo Monetario Internacional. La segunda condición, según Flores, es una visión a largo plazo. En El Salvador, un equipo de técnicos y profesionales competentes investigó todas las experiencias exitosas que hemos descrito en este capítulo, y sus recetas y soluciones fueron aplicándose en el país a lo largo de los últimos cuatro gobiernos. Para ello fue necesario construir un nuevo instrumento político, distinto al tradicional, capaz de seleccionar los mejores elementos de la sociedad para llevarlos a la política. Es lo ocurrido con el partido Arena, una formación moderna que favorece la promoción de técnicos.
Se trata de una opción opuesta al clásico populismo de los nuevos caudillos latinoamericanos, quienes suelen apartarse de todo concepto de gerencia. Favoreciendo sólo a quienes los apoyan, engordan la burocracia, facilitan la corrupción, y sus revoluciones redentoras, como bien lo vimos en el caso del venezolano Hugo Chávez, se quedan en gestos, diatribas y otras explosiones retóricas, o en simples formas de una política asistencial, cerrándoles espacios a las inversiones extranjeras y, en general, a la empresa privada. El populismo suele hablar mucho de la pobreza y las desigualdades, pero nunca se ha tomado el trabajo de indagar dónde y cómo se logró en otras partes del planeta disminuir o erradicar estos males. Es que, como ya lo hemos dicho, las ideologías son testarudas. De espaldas a la realidad, sobreviven en una latitud teórica a sus propios fracasos. Es uno de los fenómenos que explican el regreso del idiota a nuestros parajes, con su carga no precisamente de aciertos sino de comprobados desaciertos.