Breve galería de cinco idiotas sin fronteras

En noviembre de 2006 Hugo Chávez ocupó el podio de Naciones Unidas en NuevaYork y explicó que todavía olía a azufre por el previo paso por esa tribuna del presidente George W. Bush, a quien calificó como diablo. Como era de esperarse, atacó al imperialismo norteamericano y a Occidente, pidió la reforma total de la ONU, incluido el fin del derecho a veto que poseen cinco países, denunció a Israel por los enfrentamientos en el Líbano y llevó a cabo alguna otra rutina circense de las que tanto disfruta. Sus acólitos lo aplaudieron durante cuatro largos minutos, mas su discurso provocó el rechazo de todo el espectro político norteamericano, desde Bill Clinton hasta el congresista afroamericano Charles Rangel. La Casa Blanca optó por no responderle, dando a entender que se trataba de un demagogo sin importancia al que no valía la pena hacerle caso.

Hasta cierto punto. Esa vez Hugo Chávez fue algo más que un charlatán. Súbitamente, tras explicar que los males norteamericanos eran producto de la lectura juvenil de Superman y Batman (en lugar de leer a Federico Engels o a Lenin, por ejemplo), se transformó en crítico literario y recomendó un libro: Hegemonía o supervivencia. La estrategia imperialista de Estados Unidos. Se trataba de un farragoso ensayo escrito por el notable lingüista Noam Chomsky, ex profesor de MIT y padre de la gramática transformacional generativa, autor sagrado de la izquierda carnívora y atrabiliario personaje que dedica sus muchas horas libres (ya está jubilado) a convencer al mundo de que Estados Unidos es una nación asesina y depredadora a la que hay que combatir incesantemente en todos los frentes nacionales e internacionales para que no continúe haciéndole daño a la especie humana.

En todo caso, si Hugo Chávez había leído el libro de Chomsky —lo que algunas personas ponen en duda, habida cuenta de su infantil e inverosímil costumbre de hacerse pasar por una persona instruida y citar obras que jamás ha visto—, lo cierto es que no tenía las ideas muy claras sobre quién es este polémico intelectual norteamericano.

En la conferencia de prensa que siguió al incendiario discurso de la ONU, el coronel venezolano lo dio por muerto, manifestando su pena por no haberlo conocido en vida. Chomsky, de setenta y siete años, agradeció la propaganda hecha a su libro —que por unos días lo convirtió en bestseller— y lo disculpó amablemente por haberlo extirpado del mundo de los vivos antes de tiempo.

Pero si la anécdota del ensayista muerto-vivo posee un valor limitado, la entusiasta adhesión de Chávez al texto de Chomsky sirvió para ilustrar otro fenómeno mucho más relevante: la dependencia intelectual y emocional que tiene la izquierda latinoamericana del pensamiento de sus correligionarios del Primer Mundo. Chávez no cita a un pensador latinoamericano. Chávez no recomienda a un autor venezolano: busca un yanqui como Chomsky, o a un hispano-francés como Ignacio Ramonet —a quien pronto nos referiremos—, tal vez porque debajo de la gruesa capa de tercermundismo que caracteriza todos sus actos persiste una curiosa subordinación a la cultura del enemigo.

NOAM CHOMSKY

¿Por qué Chomsky es un autor ignorado en los círculos políticos responsables de Estados Unidos, pero adorado en las tumultuosas camarillas revolucionarias del llamado Tercer Mundo? La respuesta está en la desmesurada y caricaturesca crítica de Chomsky a su propio país. Una sociedad como la norteamericana, acostumbrada a buscar la objetividad y la ponderación en cualquier juicio que se emita, no puede tomar en serio a un autor capaz de asegurar que «en comparación con las condiciones impuestas por la tiranía y la violencia de Estados Unidos, Europa del Este bajo el control de Rusia era un paraíso» (carta publicada por Alexander Cockburn en The Golden Age Is in Us [Verso, 1995]). Decir una falsedad como ésa, ignorando los gulags, las ejecuciones en masa de adversarios y las represiones en países como Hungría o Checoslovaquia, es algo que sólo puede desacreditar a quien lo afirma. La cita aparece en la paciente compilación parcial que ha hecho Paul Bogdanor de las mentiras, distorsiones y manipulaciones escritas por Chomsky en un ensayo que circula ampliamente en los medios académicos a través de Internet: The Top 100 Chomsky Lies o Las cien mayores mentiras de Chomsky. Ahí pueden leerse (la traducción es nuestra) aseveraciones de Chomsky como ésta: «Estamos en medio de un esfuerzo para tratar de asesinar a tres o cuatro millones de personas [en Afganistán]». Pero, mientras los compatriotas de Chomsky supuestamente se proponen asesinar a tres o cuatro millones de afganos (Washington es, por cierto, el mayor contribuyente de ayuda humanitaria para Afganistán), Pol Pot y sus Khemer Rouge, responsables de la muerte en Camboya de dos millones de personas, de acuerdo con la particular matemática de este caballero apenas asesinaron a una 25 000: «Presumimos que él [el senador McGovern] no habría hecho su propuesta [invadir Camboya] si la cifra de los asesinados [2 500 000] hubiera sido dividida por 100, es decir, 25 000».

Chomsky, pues, es perfecto para predicar el antiamericanismo. ¿Qué mejor que un idiota yanqui para darle autoridad al antiyanquismo de un idiota latinoamericano? Pero Chomsky también ha sido útil para predicar el antisemitismo, atacar a Israel, defender a los terroristas palestinos y devaluar o poner en duda el horror del Holocausto, como le reprochan indignados otros intelectuales. ¿Quién puede ser más eficaz que una persona de origen judío para sostener esos puntos de vista, como se comprueba en sus numerosos escritos? En el 2001, siete años después de que los terroristas-suicidas palestinos comenzaran sus crueles masacres de cientos de civiles, Chomsky se atrevía a mentir afirmando que: «El único tema ahora es el de los terroristas suicidas. ¿Cuándo comenzaron? El año pasado (2000), a gran escala, después de treinta y cuatro años de tranquilidad. Israel ha sido prácticamente inmune». Todo un regalo para los antisemitas, mucho menos interesados en exponer los excesos que pueda cometer el Estado de Israel que en desacreditar a los judíos por el hecho de serlo.

JAMES PETRAS

James Petras es marxista por partida doble. Tiene las viejas y cansadas ideas de Karl, pero ostenta la apariencia de Groucho, bigote incluido, aunque con algo menos de pelo en la cabeza. Es también el tipo de referencia intelectual que más atrae al idiota latinoamericano (antiamericano, antisemita, antiisraelí, antimercado, antilibrecomercio), aunque su excesivo radicalismo suele poner en aprietos a quienes gustan de citarlo. Profesor de sociología en Binghamton University, una universidad pública del estado de Nueva York, coincide con Chomsky en su desprecio por el modelo de sociedad norteamericano y por su corrupto capitalismo, pero ama, en cambio, a los piqueteros argentinos y a los sin tierra brasileños, porque esas paparruchas de la ley y el orden, las instituciones de derecho y la propiedad privada le producen cierta repugnancia.

Leer a Petras, pese a lo predecible y reiterativo de sus análisis, siempre teñidos de antiamericanismo, tiene un interés especial por sus severas críticas marcadas por la ortodoxia revolucionaria. Para él, Lula da Silva es un traidor al Partido del Trabajo y al ideario radical anticapitalista. Se ha vuelto un tipo corrupto. ¿Por qué? Porque ha abrazado el neoliberalismo. O sea, Lula y el PT, cuando se apoderan del dinero ajeno, o cuando aceptan comisiones, lo hacen no porque sean una izquierda corrupta sino porque son neoliberales y globalizadores.

Pero Petras no sólo desprecia a Lula. También ha criticado severamente a Hugo Chávez y a Evo Morales por entregarse al gran capital y por no hacer la profunda revolución colectivista con la que él sueña desde su peligroso refugio en un pueblo remoto del estado de Nueva York. ¿Por qué lo hace? Tal vez, porque ha decidido convertirse en el látigo de la izquierda, o, acaso, porque disfruta el rol de conciencia crítica estalinista, pero de su celo ortodoxo ni siquiera se salva Noam Chomsky, a quien acusa de no ser suficientemente antisemita y antiisraelí por no denunciar con la necesaria firmeza al lobby judío en Estados Unidos, entidad a la que acusa con vehemencia de manipular la política exterior de este país, un poco como el autor apócrifo de Los protocolos de los sabios de Sión acusaba a los judíos de querer apoderarse del mundo.

A quien, sin embargo, le prodiga todo su afecto es a Fidel Castro, al extremo, incluso, de respaldar con entusiasmo a la dictadura cuando en la primavera de 2003 fusiló a tres jóvenes negros que trataron de escapar de la Isla en un bote robado y encarceló a setenta y cinco demócratas de la oposición por prestar libros prohibidos, escribir artículos en la prensa extranjera —veinticuatro de los presos eran periodistas independientes— o solicitar un referéndum de acuerdo con la Constitución del país. El obsceno artículo a favor de la tiranía, escrito por Petras contra Chomsky (a quien odia) y los intelectuales de izquierda que firmaron una carta censurando la represión en Cuba y el fusilamiento de tres jóvenes, se tituló The responsability of the Intellectuals: Cuba, the U.S. and Human Rigths, y el argumento esgrimido era el mismo de la policía política castrista: había que castigar a los disidentes porque estaban al servicio de un país extranjero. Fue tal la indignación causada por el texto de Petras, que la activista de izquierda Joanne Landy, codirectora de la Campaign for Peace and Democracy, le respondió con un largo artículo en el que se hace la pregunta obligada: «James Petras es tan inescrupuloso y tan admirador de los represivos regímenes comunistas, que uno se estremece al pensar qué les haría a Chomsky, Zinn, Wallerstein o los tres codirectores de la Campaña por la Paz y la Democracia si él u otros como él alcanzaran el poder».

IGNACIO RAMONET

Ramonet nació en Galicia en 1943, pero se crió en Tánger y París dentro de la cultura francesa. En el 2006 publicó un larguísimo libro-entrevista con Fidel Castro, hecho en cierta medida con textos del Comandante sacados de otras publicaciones. Casi inmediatamente la primera edición se convirtió en un bestseller, pero a partir de ese punto, sin embargo, se trasformó en algo más importante: Castro apresuradamente le agregó ochenta páginas de fotos y documentos. ¿Qué había pasado entre las dos ediciones? Según la revista Time, algo terrible: en julio de ese año Castro tuvo una graves hemorragias, lo operaron y le descubrieron cáncer en el colon. El libro de Ramonet, pues, sería su testamento o las memorias que nunca quiso escribir.

Ramonet dirige Le Monde Diplomatique, un periódico mensual que se edita en París, desovado por Le Monde a mediados de los cincuenta y más tarde entregado a Claude Julien, un viejo amigo de Castro y enemigo de Estados Unidos, gaceta oficial de los idiotas latinoamericanos y europeos. Allí se condena la globalización, se estigmatiza el mercado, se alerta a los seres de buena voluntad contra el consumismo, esa lacra terrible de Occidente que hace que las gentes quieran adquirir cosas para vivir cómodamente, y se acusa sin tregua a Estados Unidos de todos los males que aquejan a la humanidad. Obviamente, es la publicación en la que se alaba a Chávez y a Evo Morales, mientras se trata con guantes de seda a Fidel Castro. Ramonet no está dispuesto a incurrir, como Le Monde o como Le Nouvel Observateur, en una línea de izquierda moderada, respetuosa de las libertades, crítica de Estados ‘Unidos cuando es necesario, porque le parece que ésa es una forma vergonzosa de entregarse a la «derecha neoliberal». Ramonet, desde el bello y cómodo París, gozando de las virtudes y privilegios de un modelo de organización social y política que tanto desprecia, lo que predica es la revolución bolivariana, ó cualquier cosa que se parezca a ese revoltijo de consignas e ideas colectivistas y autoritarias que encandila a la izquierda antidemocrática.

Como Dios los cría y la idiotez los junta, Noam Chomsky e Ignacio Ramonet en 1996 publicaron un libro en español, cuyo título, muy peninsular, fue Cómo nos venden la moto. La idea central de ambos autores es muy simple y forma parte de la paranoica visión de la izquierda antiliberal: existe una conjura planetaria para dominar a las personas mediante una especie de lavado colectivo de cerebro en el que intervienen los gobiernos corruptos, los intereses financieros y los siniestros servicios de inteligencia. Los seres humanos, pues, no tienen capacidad para discernir. No saben cuáles son sus intereses. Eso sólo lo puede decidir un gobierno de personas justas, es decir, de revolucionarios al servicio del Estado que protejan a las gentes de su propia estupidez y de esa maldita tendencia a comprar cosas que tanto irrita a los progres.

¿Qué juicio final merece Ignacio Ramonet? Tal vez el que publicó el ensayista Juan Ramón Rallo Julián en la web liberalismo.org: «De la misma manera que, aun desde la más extrema distancia ideológica con Chomsky, uno puede reconocerle la aparente consistencia y atractivo de sus ideas, así como su genialidad distorsionadora, de Ramonet sólo se puede sentir una cierta vergüenza ajena. Los argumentos tan simples y banales que emplea no cabe calificarlos ni siquiera de demagogia; para ello se requiere una mínima habilidad. Ramonet es el típico vocero de tópicos vacíos que tiene una ligera incapacidad para hilvanar frases de manera coherente. Si la izquierda buscaba un papagayo con buena voz, sin duda lo ha encontrado en Ignacio Ramonet, pero no le pidamos mucho más».

HAROLD PINTER

En el 2005 los suecos y el mundo escucharon uno de los más polémicos mensajes políticos pronunciados por un escritor durante la recepción del Premio Nobel de Literatura. El texto leído y proyectado en tres enormes pantallas era obra del dramaturgo inglés Harold Pinter. No había podido acudir a Estocolmo por razones de salud —es sobreviviente de un cáncer de esófago—, así que grabó en video su discurso y lo dio a conocer ante la prensa de medio planeta de una manera espectacular y tremendamente eficaz.

Pinter, nacido en 1930, descendiente de judíos de origen centroeuropeo, además de ser un exitoso autor de teatro —lo que le ha merecido el Nobel—, ha sido actor, director, guionista, poeta, cuentista, novelista, ensayista, vicepresidente del Pen Club y activista político amado por la izquierda, con una larga militancia en el campo de la desobediencia civil que comenzó en 1948 cuando se declaró objetor de conciencia y se negó a inscribirse en el ejército, acto simpático por el que fue multado por los tribunales. En esa época, poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, en un país que todavía recogía los escombros de los bombardeos alemanes, el pacifismo era casi sinónimo de traición.

¿Por qué Harold Pinter es uno de los tótems adorados por los dulces representantes de la idiotez política iberoamericana? Fundamentalmente, por su antiamericanismo visceral, seña de identidad básica de la tribu. ¿Cómo no aplaudir a un autor famoso cuando establece un paralelo ético entre el comportamiento de Estados Unidos y de la URSS? Sus palabras en Estocolmo no dejan lugar a dudas: «Todo el mundo sabe qué sucedió en la Unión Soviética y en toda Europa del Este durante el periodo de posguerra: la brutalidad sistemática, las extendidas atrocidades, la brusca suspensión del pensamiento independiente. Todo esto ha sido totalmente documentado y verificado. Pero mi crítica en este punto es que los crímenes de Estados Unidos en este mismo periodo sólo han sido superficialmente señalados, no han sido documentados, tampoco han sido tomados en cuenta, y mucho menos siquiera han sido denunciados como crímenes».

Pinter no es capaz de percibir que, en gran medida gracias a la política exterior norteamericana de posguerra, creadora del Plan Marshall y de la OTAN, las democracias europeas pudieron resistir el espasmo imperial de los soviéticos y convertirse en uno de los espacios más prósperos y libres que ha conocido la humanidad en toda su historia. ¿Se hubiera salvado Grecia de la insurgencia comunista (1946-1949) sin el apoyo de Estados Unidos e Inglaterra? ¿Se hubiera salvado Berlín del bloqueo soviético (1948) sin el puente aéreo alimentado por Estados Unidos? ¿Cómo es posible comparar y equiparar el comportamiento de los soviéticos en Europa del Este con el de los norteamericanos en Europa occidental tras la derrota de nazis y fascistas?

Pero esa miopía moral de Pinter no sólo lo lleva a desfigurar hasta la caricatura a Estados Unidos. En su discurso de Estocolmo dice algo aún más escandaloso en relación con los sandinistas nicaragüenses: «Los sandinistas no era perfectos. Tenían su cuota de arrogancia y su filosofía política contiene un número de elementos contradictorios. Pero ellos eran inteligentes, racionales y civilizados. Ellos echaron las bases, de una sociedad plural, estable y decente. La pena de muerte fue abolida. Cientos de miles de campesinos fueron rescatados de la muerte. Más de 100 mil familias recibieron títulos de propiedad sobre la tierra. Se construyeron dos mil escuelas. La campaña de alfabetización redujo el analfabetismo a una séptima parte de la población. Se estableció la educación gratis. La mortalidad infantil se redujo un tercio. La polio fue erradicada».

La verdad es que la dictadura sandinista, denunciada hasta por quienes formaron parte de ella, como es el caso de Sergio Ramírez, ex vicepresidente del país durante ese periodo, fue responsable de centenares de crímenes, incluido entre ellos el genocidio en masa de indígenas miskitos, etnia que ha acudido a los tribunales internacionales a reclamar justicia por los sufrimientos padecidos. La verdad es que en las cárceles se torturó y mató. La verdad es que el país, administrado por unos aventureros que carecían de la menor experiencia laboral, retrocedió décadas en su nivel de desarrollo en medio de una hiperinflación que devastó la economía. La verdad es que medio millón de campesinos tuvo que huir a Costa Rica para encontrar trabajo, libertad, escuelas y atención médica. La verdad es que los sandinistas saquearon el país para beneficio propio en un vergonzoso episodio conocido como la «Piñata». Y la verdad es que si el presidente sandinista Daniel Ortega sentía un especial compromiso con la niñez nicaragüense, eso no incluía a su propia hijastra Zoilamérica Narváez, quien, como ya hemos dicho, lo acusa de haberla violado desde que tenía once años en la propia casa de gobierno del señor Presidente.

Pinter, en su discurso, casi al final, intercala la extensa cita de un poema de Pablo Neruda sobre la guerra civil española. Hubiera sido más consecuente si del mismo autor hubiera recitado la penosamente famosa «Oda a Stalin».

ALFONSO SASTRE

Mucho menos prominente que Harold Pinter, menos conocido y representado, y, seguramente, menos talentoso, es el dramaturgo español Alfonso Sastre. ¿Por qué, entonces, dada su relativa insignificancia, Sastre figura en esta breve galería de idiotas sin fronteras? Porque, pese a sus limitaciones, es un personaje reverenciado en los caldeados ambientes intelectuales de esa izquierda carnívora, simultáneamente llamada «platanera» por el periodismo más irreverente. También, porque Sastre subsume en su actitud política a una serie de referentes culturales españoles, vivos o muertos, con los que comparte una lamentable falencia moral: la perniciosa convicción de que hay dictaduras buenas y dictaduras malas, y la creencia de que existe un terrorismo justificable y otro que debe condenarse.

¿Quiénes incurren (o incurrieron, porque ya no sufren en este valle de lágrimas) en esta incoherencia ética que tan emblemáticamente encabeza Sastre? Personas como Rafael Alberti, Santiago Carrillo, Eduardo Haro Tecglen, Carlo Frabetti, Pascual Serrano o Belén Lopegui, provenientes del Partido Comunista o de su entorno —a veces mezclados con los terroristas de ETA—, pero también fascistas como el juez Joaquín Navarro Esteban, autor del libro de texto Formación del espíritu nacional, que bien pudo titularse Manual del perfecto franquista.

Cuando terminó la Guerra Civil española, en 1939, Alfonso Sastre era un adolescente de trece años que formaba parte de la media España que ganó aquel conflicto fratricida. Su familia no era prominentemente franquista, pero sí lo suficiente como para que el muchacho se integrara sin dificultades en el bando triunfador y diera sus primeros pasos ideológicos en el vecindario de la Falange. Unos años más tarde, tras varios comprensibles bandazos vocacionales, el joven Sastre encontró finalmente su destino en el teatro junto a un grupo de coetáneos entre los que figuraban Alfonso Paso y Medardo Fraile, quienes formaron parte, junto a otros escritores y artistas, de la llamada «Generación del medio siglo». Poeta, ensayista y novelista, Sastre sólo alcanzará alguna distinción como dramaturgo con obras como Escuadra hacia la muerte (1953), Guillermo Tell tiene los ojos tristes (1955) o La cornada (1959). Obras interesantes, pero claramente inferiores a las de dos de los autores españoles más notables y universales de la segunda mitad del siglo XX: Antonio Buero Vallejo y Fernando Arrabal.

En 1955 Sastre contrajo matrimonio con Genoveva (Eva) Forest, y a principios de los sesenta ya había roto con su poco importante pasado franquista y se había integrado al Partido Comunista. No obstante, tal vez el desplazamiento del franquismo al comunismo no había resultado tan largo y accidentado: al fin y al cabo, se trataba de cambiar un autoritarismo por otro, y una forma de despreciar la libertad por otra acaso más cruel. Por aquellos años, precisamente, surgía la banda terrorista ETA y el independentismo vasco comenzaba a trenzarse con la búsqueda de la utopía marxista. Lamentablemente, para el matrimonio Sastre-Forest esa fusión resultaría muy atractiva y tendría una trágica consecuencia: el 13 de septiembre de 1974, una joven terrorista de ETA, con la complicidad de Eva Forest y de Sastre, quienes fueron acusados de esconderla y protegerla, colocaría una potente bomba en la cafetería Rolando de la calle Correo, muy cerca de la Puerta del Sol, provocando la matanza indiscriminada de una docena de inocentes civiles y diversas heridas a unas ochenta personas. Poco después, con la llegada de la democracia, Sastre y su mujer fueron puestos en libertad.

Desgraciadamente, el dolor causado a tantos inocentes no sirvió para modificar la actitud de Sastre en relación con el terrorismo revolucionario. En un texto titulado La batalla de los intelectuales: diálogos con mi sombra, publicado en el 2002, el dramaturgo recurre a una especie de conversación consigo mismo. Cuando «La sombra» le pregunta si no se debe censurar la violencia, venga de donde venga, responde:

Sastre. Precisamente, no. Pensar es distinguir, y de ningún modo meter una serie de objetos, por muy parecidos que sean, en un mismo saco.

La sombra. […] ¿Dónde está la frontera? ¿Cuál es la diferencia? ¿Por qué?

Sastre. La diferencia es nítida, y pone a un lado las violencias de los estados opresores y al otro las violencias revolucionarias; a un lado las violencias de los ricos, de los fuertes, y al otro las de los pobres, de los débiles; que corresponden a la diferencia clásica entre violencias opresivas y violencias defensivas […]

Esa posición de Sastre, próximo a la ETA, que es la de los intelectuales que respaldan a las narcoguerrillas colombianas o a los terroristas suicidas palestinos, ha motivado la dura respuesta de otros escritores, como Vicente Molina-Foix, quien en un artículo publicado en El País de Madrid, un periódico nada sospechoso de derechismo, citado por el propio Sastre con una mezcla de ironía y cinismo, dijo algo que suscriben prácticamente todos los intelectuales demócratas españoles: «Aislar al asesino y a sus cómplices parece ser el punto sobre el que nos hemos puesto de acuerdo mayoritariamente, y se ha escrito más de una vez la palabra apestado. La propuesta —tan moralmente irreprochable— de no comprar en comercios cuyos propietarios dan con su voto la munición del crimen, como la de no participar públicamente en los actos donde acudan dirigentes de Herri Batasuna [el brazo político de ETA], tendría, a mi modo de ver, una extensión factible en el campo de la cultura: la peste que despide, por ejemplo, un escritor-cómplice como Alfonso Sastre debería llevar a apartarse de él en coloquios y antologías, así como a negarse los premios, subvenciones y homenajes institucionales que tanto se le han prodigado con su farisaica aquiescencia».

Ese es el trato que realmente merecen los idiotas sin fronteras por asociarse a los criminales liberticidas.