La izquierda vegetariana

Apareció primero en Europa con el nombre de Tercera Vía cuando descubrió que la otra, la vieja izquierda enquistada en todos sus dogmas y desvaríos ideológicos, no tenía porvenir alguno. Su inventor fue el intelectual británico Anthony Giddens y su promotor fue el propio Tony Blair. «La Tercera Vía —escribió éste alguna vez— trasciende a una vieja izquierda fundamentalista que hizo de la nacionalización y del control del Estado fines en sí mismos, convirtiendo una receta política en ideología». Y a tiempo que establecía un divorcio definitivo entre las dos izquierdas, la vieja y la moderna, la jurásica y la vegetariana, se permitió evocar la posible unión entre un socialismo democrático y el liberalismo. Lo explicó de este modo: «La Tercera Vía se nutre de la unión de dos grandes corrientes de pensamiento de centro-izquierda —socialismo democrático y liberalismo— cuyo divorcio en este siglo debilitó tanto la política progresista en todo Occidente».

Esta nueva concepción acabaría abriéndose paso en el continente latinoamericano hasta el punto de que hoy en día el rótulo de izquierda se aplica a dos tipos de gobiernos muy distintos: el de una Michelle Bachelet, en Chile, y el desquiciado de Hugo Chávez, tan del gusto de nuestro perfecto idiota; el de Lula y el de ese otro discípulo de Castro, enemigo del capitalismo, la urbanidad y las corbatas, el boliviano Evo Morales. Respecto de la globalización, el manejo de la economía, el papel del Estado o el papel del mercado son tan opuestos como el agua y el aceite; su remota línea de filiación se limita a algunos «tics» que sólo son, en el caso de los izquierdistas vegetarianos, como las pequeñas secuelas póstumas que deja una antigua y larga enfermedad.

Que la idiotez tiene cura, tarde o temprano, lo demuestran los socialistas chilenos. Todos ellos guardan aún con respeto en sus despachos retratos y recuerdos de Salvador Allende, pero nada de los delirios revolucionarios que en esa época polarizaron al país de una manera demasiado peligrosa, abriéndole la puerta a la dictadura ferozmente represiva del general Augusto Pinochet. La realidad acabó por demoler mitos y utopías para situar a la izquierda chilena —al menos la izquierda socialdemócrata— en el terreno de la realidad, y apagó sus furores del pasado para hacerla razonablemente vegetariana. El tránsito de la dictadura a la democracia exigió un acuerdo durable —la famosa Concertación— con partidos de centro o de centro-derecha como la Democracia Cristiana, lo que implicó para ella no sólo la defensa de una libertad política recientemente conquistada, sino también la preservación de un modelo económico de corte liberal que en menos de veinte años bajó en Chile los índices de pobreza del 40 al 18 por ciento, la inflación a sólo 3.7 por ciento en el año 2005, la tasa de desocupación a un 8 por ciento, y aseguró un crecimiento sostenido en los alrededores de un 6 por ciento. Control del gasto público, adelgazamiento del Estado, seguridad jurídica, clima hospitalario para las inversiones extranjeras, respeto a la empresa privada como elemento clave de la economía, apertura de nuevos mercados, servicios competitivos de salud y manejo privado de los fondos de pensiones, todo ello dentro de un impecable marco institucional y político, fueron en su conjunto rasgos de un modelo exitoso, inédito en América Latina pero patentado ya, al menos en varios aspectos, por los famosos tigres asiáticos. Paradoja: el infame neoliberalismo que en las latitudes ideológicas de un Castro, un Chávez, un Evo y en toda la hueste de nuestros queridos idiotas despide un olor a azufre, tiene siempre las cifras a su favor cuando se aplica honestamente, sin las deformaciones que sufrió en otros países del continente.

LO BUENO Y LO MALO

Básicamente lo bueno de la izquierda vegetariana, sea chilena, brasileña, uruguaya o de cualquier otro país donde se postule como una alternativa, es haber aceptado que la disciplina fiscal y monetaria es importante, sin ceder a las travesuras keynesianas de la vieja izquierda populista que en otros tiempos y otras latitudes generaron una frenética inflación mediante el estímulo artificial de la demanda. También los izquierdistas vegetarianos terminaron por aprender que las inversiones extranjeras son deseables y no diabólicas porque sin capitales no hay forma de crear riqueza. Pero, al lado de estas tardías pero importantes tomas de conciencia, quedan hoy en Chile, Brasil o Uruguay, por parte de sus gobernantes, prejuicios de orden ideológico que impiden mejores resultados.

En el caso de Chile, estos prejuicios juegan contra la educación privada y en beneficio exclusivo de la educación pública. La realidad demuestra que la primera tiene un alto nivel y la segunda no, por obra de una costosa y poco eficiente burocracia pedagógica. Lo confirma así el bajo rendimiento de los alumnos en estos planteles. El analista Hermógenes Pérez de Arce nos recuerda que dos tercios de los padres de alumnos de la educación particular pagada están contentos con ella. Si no todos están satisfechos —dice— es porque el Estado interfiere en los programas e impide que los particulares desarrollen los propios, que serían mejores. En cambio, más de los dos tercios de los padres de alumnos de la educación pública, en manos del Estado, están descontentos. La solución a este problema sería de corte liberal: dar a las familias de pocos recursos los fondos (bonos, cupones o «voucher») que les permitan elegir libremente las mejores instituciones educativas para sus hijos. De este modo, colegios públicos y privados competirían por atraer estos recursos. El modelo chileno en otros campos —la salud, por ejemplo, o los fondos privados de pensión— ha demostrado que la libre competencia favorece al usuario y es esencial para la buena calidad de los servicios.

El otro prejuicio es común a Chile, Uruguay y Brasil y tiene también una estirpe ideológica: el apoyo a Chávez. A la hora de establecer alianzas internacionales, la izquierda vegetariana se considera obligada a apoyar a la izquierda carnívora, aunque dentro de cada país no siga para nada sus pasos. Así, Michelle Bachelet sorprendió a sus propios aliados de la Democracia Cristiana ofreciendo respaldo a la candidatura de Venezuela, impulsada por Hugo Chávez mediante un derroche de recursos en tres continentes, para un puesto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y rehusándoselo a Guatemala. Por fortuna, esa primera decisión fue anulada y Chile optó por abstenerse en la votación que enfrentaba las aspiraciones de Guatemala y Venezuela.

El caso del presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva es similar. De un viejo agitador sindical, que hacía suyas todas las diatribas de la vieja izquierda contra el mercado y el Fondo Monetario Internacional, se esperaba todo, menos una política fiscal responsable y una cancelación de la deuda con el FMI (15 mil millones de dólares) sin renunciar por ello a los subsidios ofrecidos dentro de su programa de «Hambre Cero». El caso es que al terminar su primer mandato había conseguido un superávit comercial de 40 mil millones de dólares, una inflación inferior al 3 por ciento, la más baja en varias décadas, y sacar de la pobreza a seis millones de brasileños. Bastarían estos índices para explicar su popularidad y su reelección en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el 30 de octubre de 2006.

Pero la suya no ha sido una apuesta fácil. La izquierda radical que esperaba de él políticas furiosamente distributivas a cualquier precio se consideró engañada y decidió oponerle la candidatura de Heloísa Helena Lima de Moraes, disidente del Partido de los Trabajadores. El programa «Bolsa Familia» —que otorga 24 dólares mensuales a un poco más de 11 millones de familias, a cambio de que envíen los hijos a la escuela—, tiene un carácter puramente asistencial; no puede resolver aún la pobreza en que se mantienen 54 millones de brasileños. El propio Lula lo sabe y no tiene inconveniente en reconocer que sólo el crecimiento económico acelerado puede obtener resultados categóricos en este empeño. Pero, comparado con el de países emergentes como India o China, el crecimiento de Brasil ha sido modesto: apenas de un 3 por ciento en 2006, insuficiente para resolver un problema que pesa en el país desde hace más de un siglo, por no decir que desde siempre. Es probable que dos factores expliquen este retraso: el prejuicio aún latente en el entorno político de Lula contra nuevas privatizaciones y los escándalos de corrupción que han estallado en torno a dirigentes de su propio partido. El sistema político brasileño, de suma complejidad, dificulta la aprobación de nuevas reformas urgentes en el campo económico, entre ellas la de aliviar la carga fiscal que pesa sobre muchas empresas, algunas de las cuales deben pagar sesenta y un impuestos diferentes. Las gobernaciones tienen enorme poder sobre los legisladores porque controlan la recaudación local y, por lo tanto, disponen de mucha autonomía en el manejo de recursos. Ahora bien, de veintisiete gobernaciones el Partido de los Trabajadores y sus aliados sólo disponen de cinco. De la necesidad de buscar apoyos legislativos por cualquier medio para compensar este raquitismo nace la corrupción que ha salpicado a cercanos colaboradores de Lula.

Internacionalmente, la posición de Brasil resulta confusa. Vegetariano en el orden interno, Lula se presenta en el exterior como un amigo de Castro y de Chávez. No debe resultarle cómodo mostrar fidelidad a semejantes personajes que manejan un discurso muy poco semejante al suyo y siguen pensando, con todos los idiotas del continente, que el socialismo todavía puede jugar un papel redentor en América Latina. Chávez, además, le roba liderazgo en la región con sus ofertas y extravagancias tropicales. Sus consejos a Evo Morales acabaron por crearle un problema a Brasil, cuando el presidente boliviano decidió nacionalizar la industria del gas y confiscar dos refinerías brasileñas. «La paciencia tiene su límite», alcanzó a advertir Lula, lo que obligó a Morales a reconsiderar su decisión. Sin embargo, para mantener sus buenas relaciones con Chávez, se ha opuesto a la creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), ha mantenido al MERCOSUR alejado de acuerdos con Estados Unidos, ha dado el apoyo de Brasil a la aspiración de Venezuela de obtener un asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y ha expresado su apoyo a la descabellada y faraónica propuesta chavista de construir un gasoducto de 8 mil kilómetros a través de la región amazónica. Con Castro mantiene una igual ambigüedad: le reitera su admiración a la revolución cubana, pero al mismo tiempo lamenta que Castro no hubiese hecho un proceso de apertura política «cuando estaba vivo» (así dijo, en una entrevista al diario Folha de Sao Paulo, dando por muerto antes de tiempo al líder cubano, en un pintoresco lapsus), lo cual significa, en buen castellano, admirar la dictadura y al mismo tiempo lamentar que no haya dejado de serlo. Son las típicas piruetas de un izquierdista vegetariano.

FLOR DE UN DÍA

El presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, anda sumergido en las mismas contradicciones. La realidad lo empuja hacia una izquierda vegetariana pero tiene a bordo de su gobierno, y desde luego en el Frente Amplio que lo llevó al poder, furiosos exponentes de la vieja izquierda irredenta tan bien expresada por un Galeano. En efecto, el Frente Amplio forma parte de esa corriente surgida en América Latina en los años sesenta, tras los delirios revolucionarios de Castro. En Uruguay sus mejores exponentes fueron los tupamaros, cuya organización guerrillera, surgida en 1962, se amparó en la sigla M.L.N. El libro de Heber Gatto, titulado El cielo por asalto, traza muy bien su origen, pensamiento y evolución. Militarmente derrotados y responsables a fin de cuentas de la dictadura que quebró la tradición democrática del país, los tupamaros realizaron durante cuarenta años una persistente labor de adoctrinamiento en los centros de formación cultural de la sociedad uruguaya. El triunfo del Frente Amplio en el año 2004 fue obtenido gracias a una larga propagación ideológica y no precisamente por las armas. Todas las ideas de nuestro perfecto idiota lograron el milagro de imponerse electoralmente, de tener una representación mayoritaria en las dos Cámaras y de llevar a la primera magistratura de la nación al oncólogo, radioterapeuta y político Tabaré Vázquez. Fue en toda la línea un triunfo de la vieja izquierda.

Pero una cosa es agitar esas ideas desde plazas y balcones y otra convertirlas en acción de gobierno. El presidente Vázquez tuvo que hacer concesiones que nunca gustaron a sus correligionarios. Habiendo obtenido el apoyo del gobierno de Kirchner para trasladar al Uruguay a miles de votantes radicados en Argentina, el compromiso adquirido a cambio de esta ayuda fue, sin duda, el de detener la construcción de dos plantas de pasta de celulosa —iniciativa de dos empresas papeleras, una española y otra finlandesa— a orillas del río Uruguay, en la frontera de las dos naciones. El presidente Vázquez, al examinar las ventajas de esta inversión, pasó por alto las objeciones de los ambientalistas argentinos y del propio presidente Kirchner y permitió que tales proyectos prosiguieran. Entre los dos gobiernos se creó una situación de alta tensión.

Otros pasos dados por el presidente uruguayo en los inicios de su gobierno alentaban la idea de que iba por un camino no muy distinto al de Chile. Su primer paso fue un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y su Carta de Intención para mantener el equilibrio fiscal y las metas inflacionarias fijadas por este organismo. Luego, una ratificación del tratado de Garantías de Inversiones con Estados Unidos. Finalmente, el paso más audaz de Tabaré Vázquez fue el de visitar al presidente Bush y comunicarle su deseo de firmar con el gobierno estadounidense un TLC (Tratado de Libre Comercio). Ahí fue Troya. Ni sus propios ministros estuvieron de acuerdo, dado que la base política del gobierno seguía inspirada en todas las cartillas y evangelios ideológicos de nuestro amigo, el perfecto idiota. Así, pese al apoyo que a esta iniciativa le daba la oposición, Tabaré Vázquez acabó desistiendo del TLC.

Derrotadas las tendencias vegetarianas de su gobierno, el panorama del país revela todos los desastres propios de la vieja izquierda jurásica cuando logra marcar sus pautas y de la izquierda vegetariana cuando se acompleja ante la otra. La educación, ideologizada en grado sumo por el personaje cuyo regreso (psico)analizamos en este libro, perdió pie, hasta el punto que facultades como Medicina e Ingeniería no han alcanzado los niveles exigidos por el MERCOSUR. Por otra parte, las mismas concepciones ideológicas que tienden a culpar a la sociedad de clases y a excusar al delincuente como víctima de ella, han debilitado a los organismos de seguridad del Estado y han permitido que el robo y la violencia se adueñen de la vida cotidiana del país. Una tolerancia del mismo género ha llevado al ministro del Interior a aceptar por decreto que la ocupación de los lugares de trabajo forma parte del derecho de huelga. Para gozo de la cúpula sindical, de formación marxista, la ocupación (y a veces el asalto) de estaciones de gasolina, curtiembres y fabricas de textiles paraliza por largo tiempo empresas vitales para la economía del país. Si a todo ello sumamos la estructura estatista del país que creó el primer Estado Benefactor latinoamericano, su obesa burocracia que sigue teniendo un peso electoral considerable, el predominio de grupos sindicales de presión, nos daremos cuenta de que en el Uruguay la izquierda vegetariana fue sólo flor de un día. Los carnívoros ahogan al país.

DANIEL, EL ROSADO

Dentro de la especie vegetariana, hay una subespecie que está compuesta por dos clases relativamente similares de izquierdistas: los ex carnívoros, es decir los travestis políticos forzados por la realidad o por su instinto de supervivencia a moderar sus entrañas, y los falsos vegetarianos, que sólo disimulan. No sabemos todavía a estas alturas si Daniel Ortega, el nuevo mandatario nicaragüense que hoy va de vegetariano, es lo uno o lo otro. Ésa es una apreciación que sólo podrá hacerse de forma definitiva con el paso del tiempo.

Pero lo que no admite duda es que Ortega no hubiera podido ganar las elecciones de noviembre de 2006 sin actuar como vegetariano. Desde 1990, Nicaragua había expresado categóricamente su rechazo a la izquierda carnívora, votando en todas las elecciones por opciones que suponían una apuesta por la democracia, la economía de mercado y las buenas relaciones con los países líderes del Occidente. El antecesor de Ortega en el cargo, por ejemplo, don Enrique Bolaños, representaba eso mismo. Precisamente porque entendió que su país no votaría nunca por la izquierda carnívora que él encarnaba de ejemplar manera, Ortega inició, hace algunos años, un tránsito hacia el vegetarianismo, asegurando que, de volver a la Presidencia, respetaría la propiedad privada, atraería inversiones extranjeras, propiciaría unas buenas relaciones con Washington y, por encima de todo ‘ello, guardaría fidelidad al sistema democrático.

La operación de imagen incluyó episodios como la palinodia pública de Ortega en relación con los indios misquitos a los que su antiguo régimen masacró. Pero hubo otros episodios tan curiosos como aquél. Por ejemplo, una ceremonia religiosa mediante la cual la compañera de siempre —la dudosa poeta Rosario Murillo— pasó a ser la santa esposa de Ortega. Por si cupiera duda sobre su conversión, el sandinista se agenció un buen intermediario con el cielo: el taimado cardenal Miguel Obando, un viejo enemigo que ahora pasó a ser su íntimo amigo. Para sellar las buenas migas con el Señor, algún tiempo después Ortega instruyó a sus legisladores para que votaran a favor de una ley que prohíbe el aborto incluso en casos de peligro para la vida de la madre. Esa ley, vitoreada en las calles por una masa en la que había militantes sandinistas, rige en la actualidad.

Lo que todo esto no dice es no sólo que, en aras de volver al gobierno, Ortega y el sandinismo traicionaron su propia ideología y todas las convicciones por las que antes habían matado, encarcelado y exiliado a muchos nicaragüenses, sino también que el pueblo nicaragüense es cualquier cosa menos un pueblo revolucionario. Para ganar elecciones se necesita convencerlo de que se respetará la propiedad privada y la democracia, y de que no se perseguirá a la Iglesia ni se masacrará a minorías étnicas. Por tanto, éste es un interesante caso de conversión al vegetarianismo impuesto por el apetito de poder de los sandinistas pero también por la desconfianza de ese pueblo a todo lo que tenga que ver con el marxismo. Nicaragua nunca fue carnívora y el sandinismo de los años ochenta fue la estafa que los autores del Manual del perfecto idiota siempre dijimos que fue.

Ahora bien, ni siquiera con este cambio de sexo ideológico hubiera podido Daniel Ortega ganar las elecciones si no fuera por la colaboración decisiva que recibió —vaya ironía— del ex presidente Arnoldo Alemán y su Partido Liberal Constitucionalista. Gracias a ellos, antiguos enemigos del sandinismo, se cambió en 1999 la ley para que fuera posible ganar en primera vuelta con menos del 40 por ciento de los votos. Gracias a ellos, los supuestos liberales de Nicaragua, el sandinismo revivió en los últimos años y obtuvo el control de varias instituciones importantes, lo que le permitió ejercer influencia en amplios sectores de la ciudadanía y preparar el terreno para la victoria reciente. Y gracias a ellos, finalmente, el voto antisandinista, que es muy grande, se partió en dos en 2006, facilitando mucho las cosas a Ortega.

Todo empezó en 1999, con el tristemente célebre pacto que selló el entonces gobernante Arnoldo Alemán con el sandinismo para asegurarse de que su corrupta administración no fuese sometida a investigaciones una vez que abandonara el mando. El reparto del poder entre el PLC y el sandinismo dio a Ortega, que era un cadáver político, algo así como el beso de la vida, colocando en sus manos un poder determinante sobre instituciones como la judicatura o el ente electoral. El Congreso se convirtió en un coto de caza privado, en el que los aliados, el PLC y el sandinismo, hacían lo que les daba la gana, rediseñando la arquitectura política a su antojo. El «Pacto» —como se lo conoce en Nicaragua— dio a Ortega respetabilidad democrática y permitió que el ex dictador no fuera procesado por las acusaciones que le hizo su propia hijastra, Zoilamérica Narváez, quien dice haber sido víctima de abuso sexual a manos suyas.

El «Pacto» garantizó que no se revisara y mucho menos revirtiera la «Piñata», la tristemente célebre distribución de los activos gubernamentales y de la propiedad confiscada entre los dirigentes sandinistas tras su derrota en las elecciones de 1990 a manos de Violeta Chamorro. No hay que olvidar que, gracias a esa repartija, Ortega, como muchos de sus colegas, pudo permanecer en casa ajena al dejar el poder: como parte del festín voraz que birló a los nicaragüenses cientos de millones de dólares, el dirigente sandinista se mudó hacia el final de su mandato a una casa de 1 millón de dólares expropiada al empresario y ex «contra» Jaime Morales (luego, y confirmando que todo está patas arriba en Nicaragua, Morales se hizo amigo de Ortega y acabó acompañándolo en el ticket presidencial en 2006). El «Pacto» se encargó de legitimar definitivamente ésa y todas las demás apropiaciones arbitrarias del sandinismo.

El dominio del «Pacto» sobre las instituciones de Nicaragua es tan férreo que el gobierno de Enrique Bolaños, el presidente que trató de combatir la corrupción después de su elección en 2001, quedó reducido prácticamente a la impotencia durante los últimos cinco años. Arnoldo Ameán sufrió algunas incomodidades pero al final acabó mandando a sus huestes desde su finca, mientras que Ortega, limpio de polco y paja, organizaba la campaña del triunfo.

Según un largo estudio realizado por el periodista de investigación Jorge Loáisiga, en los últimos quince años el Estado nica ha gastado más de 1,100 millones de dólares en bonos de compensación abonados a distintos tipos de reclamantes y otros 500 millones en montar aparatos burocráticos para abordar las laberínticas disputas en torno a los derechos de propiedad generadas por la confiscación de tierras realizada en su momento por los sandinistas. Esa incertidumbe jurídica, es decir la ausencia de garantías para la propiedad, es en gran parte responsable de que la economía se haya mantenido en estado raquítico. Nicaragua apenas exporta unos 800 millones de dólares al año y es la nación más pobre del hemisferio después de Haití. ¿Quién diablos invierte en un sistema dominado por el «Pacto» antes que por el Derecho?

Las consecuencias políticas del «Pacto» se vieron con el triunfo de Ortega. El candidato más razonable, Eduardo Montealegre, antiguo dirigente del PLC enemistado con Alemán por la corrupción de su gobierno, no pudo conquistar un espacio suficiente. Y el Movimiento de Renovación Sandinista, el grupo que se escindió del sandinismo por obra del escritor Sergio Ramírez, se vio muy afectado por la muerte de su líder y la improvisación de una candidatura de reemplazo. El espacio lo copaban el sandinismo y el PLC.

Pero aun con todos estos factores Ortega no hubiera podido ganar los comicios si no hubiera contado con la ayuda de la ley electoral. Esa ley, también producto del «Pacto», redujo en 1999 a menos de 40 por ciento la valla para el triunfo en primera vuelta. En consecuencia, con 38 por ciento y más de cinco puntos de ventaja sobre Montealegre, en 2006 Ortega pudo ganar en primera vuelta y ahorrarse un ballotage que casi con toda seguridad le hubiera sido adverso pues, según todos los sondeos, dos terceras parte de los nicas tenían una atroz opinión de él.

Lo peor que podría hacer Ortega es sucumbir a la influencia de su amigo Hugo Chávez, quien ha intentado, torciendo los hechos groseramente, presentar el triunfo sandinista como propio. Después de todo, ya hay una relación entre Chávez y el sandinismo por los fertilizantes y el petróleo subvencionado que Caracas suministró a lo municipios controlados por Ortega en los meses previos a los comicios. Y no hay que olvidar que, en su campaña, Ortega prometió el fin de lo apagones que se repiten con mucha frecuencia en ese país, dando a entender que tenía resuelto el suministro de combustible, lo que sólo puede entenderse en clave venezolana. Pero si Ortega decide ir por la vía venezolana —rompiendo todas sus promesas vegetarianas— lo que le espera es, sin duda, lo mismo que a Evo Morales: el desastre y el repudio del pueblo que lo eligió.

Otro eximio representante de la izquierda vegetariana es Oscar Arias, el actual mandatario de Costa Rica, ganador del Premio Nobel de la Paz durante el gobierno que presidió en los años ochenta por su contribución al proceso de paz de varios países centroamericanos. Don Oscar es un defensor de las libertades públicas y por tanto se ha atrevido a criticar a dictaduras como la cubana, pero tiene esa vieja tendencia vegetariana a establecer simetrías manqueas, como cuando pone en la misma balanza las iniquidades que cometen las izquierdas autoritarias en América Latina y los errores de la política exterior estadounidense, y por tanto cede muchos espacios a los carnívoros en política exterior y devalúa la idea de la democracia liberal como fórmula ganadora. Pero, además, tiene dificultad para entender que su país necesita una reforma económica profunda si no quiere que esa democracia de más de medio siglo, admirada por todos como un modelo político para la región, acabe en manos del populismo atrabiliario. Pocas cosas ayudan más a promover a los carnívoros que la indolencia de los vegetarianos temerosos de ser tildados de «neoliberales», esa forma de exorcismo contemporáneo.

Precisamente porque Costa Rica tiene un Estado anquilosado y paquidérmico que entorpece el nervio creador de la sociedad, esa democracia ha empezado a mostrar síntomas de corrupción alarmantes en los últimos años y a segregar respuestas populistas. La más peligrosa hasta ahora es la que encabezó Ottón Solís, el candidato que estuvo a punto de ganar las elecciones en febrero de 2006 (finalmente Oscar Arias se impuso por puesta de mano y pudo llegar a la Presidencia in extremis por segunda vez). El mensaje de Solís desde que fundó su nuevo partido ha sido el combate contra el desprestigiado bipartidismo de socialdemócratas y socialcristianos y, en general, contra una clase dirigente que mantiene intactas las sofocantes estructuras prevalecientes.

Es que el litigio entre las dos izquierdas, la que intenta abrirse paso aceptando las realidades del mercado y de la globalización y la que nunca pudo divorciarse de interpretaciones derivadas del marxismo (la teoría de la dependencia, el antiimperialismo, el papel tutelar del Estado, la fobia contra las multinacionales y las privatizaciones), sólo ahora se hace visible en América Latina, aun dentro de gobiernos o de formaciones políticas que en la oposición alojan aspiraciones de poder. Dentro de la internacional socialista hay dirigentes importantes que ven con inquietud a alguien como Chávez, considerando que sus alardes populistas o «revolucionarios» le cierran el paso en el continente a alternativas socialdemócratas de centro-izquierda con vigencia en Europa. Intelectuales mexicanos de izquierda están lejos de seguir acompañando a un López Obrador en su aventura de desconocer el triunfo de Felipe Calderón y promover la pantomima de un gobierno paralelo. En Venezuela hay una izquierda muy distinta a la que quiere seguir los pasos de Chávez. Incluso en Colombia, por primera vez, una izquierda vegetariana lleva a la Alcaldía de Bogotá a un representante suyo, Luis Eduardo (Lucho) Garzón. También allí se percibe una sorda pugna entre vegetarianos y carnívoros. Chavismo y castrismo, por un lado; Tercera Vía, por otro, plantean hoy en el continente latinoamericano alternativas opuestas, así en Europa el rótulo de izquierda los cobije a todos. La realidad acabará por demostrar que la idiotez ideológica tiene cura en unos y en otros es un mal sin remedio.