En Europa también los hay

La idiotez política, como es de suponer, es un mal latinoamericano; un mal sumamente vistoso cuando viene acompañado del histrionismo tropical de un Hugo Chávez. No es siquiera imaginable, por ejemplo, que un gobernante europeo se permita comparar al presidente George W. Bush con el diablo en la tribuna de las Naciones Unidas o decida prohibir en los despachos públicos los pinos de Navidad o la figura de Papá Noel, por considerar que son signos también satánicos de colonización cultural por parte del «imperio». A semejantes exuberancias nadie llega en Europa. Aun si subsisten partidos comunistas dueños de una total ortodoxia marxista-leninista, devotos de la hoz y el martillo, del puño en alto, de la Internacional y otras antigüedades, el modelo económico establecido para los países de la Unión Europea se apoya en las ventajas del libre comercio internacional y en principios propios de todo Estado de Derecho como son la seguridad jurídica, el derecho a la propiedad, el respeto por contratos e inversiones, al tiempo que, en líneas generales, deja sin piso las barreras proteccionistas, los subsidios, el control de precios y salarios, y la supuesta «redistribución de la riqueza» mediante altos impuestos al sector productivo, las nacionalizaciones, el reparto de tierras y demás temas reiterativos propios del idiota de nuestras latitudes.

Todo esto naufragó en Europa a comienzos de los años ochenta, como secuela de la crisis mundial de 1973 y más tarde a raíz del desplome del comunismo, de modo que hasta los herederos de una izquierda de estirpe marxista acabaron por aceptar, en los hechos y a regañadientes, la solución liberal no como la mejor sino sencillamente como la única viable en el manejo de la economía. Las más viejas ortodoxias de un modelo socialdemócrata, presentado en otro tiempo como emblema triunfal, intocable, acabaron por venirse a pique. Fue el caso de Suecia, país que empujado por el creciente gasto público y el déficit fiscal, con un Estado casi al borde de la quiebra, acabó privatizando las empresas de energía y de telecomunicaciones, la banca y los transportes, y abriéndole por esa vía la puerta a la competencia y el reciclaje tecnológico. En España, el partido socialista de Felipe González decidió en su momento renunciar a todo parentesco ideológico con el marxismo y aceptar las primeras formas de apertura económica, a tiempo que el Partido Comunista español, por la progresiva deserción de sus electores, quedaba inexistente, con un poder confinado apenas en su aparato sindical. Los socialistas portugueses, después de las peligrosas derivaciones que tuvo la llamada Revolución de los Claveles por obra de militares marxistas, abandonaron todo proyecto de nacionalizar bancos o empresas. Los comunistas italianos, de su lado, dieron un viraje espectacular. En 1988, su líder, Achille Ochetto, declaró sin rodeos que había llegado el momento de aceptar como una realidad el capitalismo liberal y abandonar el viejo emblema de la hoz y el martillo. El mismo aterrizaje en la realidad de los nuevos tiempos lo darían los líderes del socialismo británico y alemán, Tony Blair y Gehrard Schroeder. En el manifiesto que en 1999 lanzaron para señalarles una nueva vía a los socialdemócratas europeos, pusieron de relieve la necesidad de controlar el gasto público, de flexibilizar las legislaciones laborales, disminuir los altos impuestos a las empresas, la burocracia y las políticas puramente asistenciales en busca de una economía más flexible, menos regulada.

De este movimiento continental, sólo los socialistas franceses, herederos, en cierta forma, del mercantilismo estatista prerrevolucionario de un Colbert, parecieron mantenerse al margen, tal vez por un fenómeno cultural muy suyo: la ideología tiene en ellos vida propia, sea por tratarse ante todo de una construcción teórica, sea por una adhesión sentimental a determinados principios y convicciones. El caso es que, reacia a poner en tela de juicio sus viejos postulados, pasa de largo frente a los desmentidos que le inflige la realidad. Aun si deben admitir o pasar discretamente por alto el recetario liberal que sus propios gobiernos aplican en el manejo económico, los socialistas franceses mantienen, en la latitud puramente ideológica donde suelen confinarse, su viejo discurso clasista según el cual son ellos, supuestos voceros de las clases populares, los buenos de la película y el malvado mayor, amigo de los dueños del dinero, el liberalismo. Gracias a esta «vida vegetativa del pensamiento», como llamó Jean-François Revel a su obstinada fijación ideológica, ser de izquierda es para ellos tomar el partido de los pobres contra los poderosos, dar prioridad a los programas sociales contra el espíritu de lucro que infecta al capitalismo, denunciar la explotación sufrida por el Tercer Mundo y señalar los verdaderos responsables de su pobreza, y otros cuantos planteamientos muy cercanos a la vieja vulgata marxista, que de esta manera sobrevive a su propio fracaso por esa fuerza etérea que tiene la utopía. «Para los hombres a los que esta visión del mundo hace vivir, moral o políticamente, material o intelectualmente —ha dicho Revel—, aceptar la luz, es decir, la comprobación y el análisis de los hechos, equivaldría a desaparecer, a obturar la fuente misma de sus creencias y de su influencia». Lo suyo parece más una religión que un pensamiento político.

JUEGO DE ETIQUETAS

El idiota europeo —pariente cercano del latinoamericano y aunque de forma menos numerosa que en Francia presente también en todos los demás países del Viejo Continente y especialmente en España— logra, pues, sobrevivir intelectual y políticamente a la derrota de sus viejos derroteros valiéndose de numerosos subterfugios. O, para decirlo de manera más franca, de simples mentiras cuya única fuerza es la reiteración sistemática.

La primera de ellas se apoya en un juego maniqueo de etiquetas políticas. Para este personaje, quien no comulgue con sus tesis es forzosamente de derecha. No liberal, ni de centro, ni siquiera de centro derecha, sino de la más cavernaria derecha. No tiene otra escapatoria. Recurso muy efectivo, por cierto, pues desde la Revolución Francesa hasta nuestros días, la derecha en Europa está asociada a sectores de un ciego conservatismo, amigos del autoritarismo y de privilegios, cuando no, en Francia, de las fuerzas de ocupación durante la Segunda Guerra Mundial, en Italia del fascismo y en España de la dictadura del generalísimo Franco. Nada, pues, muy recomendable. De ahí que, como bien lo advierte el periodista francés Eric Brunet en su libro Tre de droite un tabou français (Ser de derecha, un tabú francés), ningún periodista, artista, intelectual o funcionario de su país quiere identificarse como hombre de derecha, pues corre el riesgo de ser calificado de reac (reaccionario) o algo peor: de facho. Al saber esto, el dueño de una vieja ideología de izquierda deporta al liberal que defiende la libertad económica y política del centro a la derecha y de pronto de la derecha a la extrema derecha, pues ésta, según una ecuación acreditada en su tiempo por el propio François Mitterrand, pertenece a su propio álbum de familia. Es un viejo recurso muy usado en la prensa europea con veleidades de izquierda. Así, cuando Mario Vargas Llosa se disputaba con Fujimori la Presidencia del Perú en 1990, la corresponsal del diario Le Monde lo presentaba como «campeón de la nueva derecha», lo que para cualquier desprevenido lector francés era como situarlo en las vecindades del fascismo. De igual manera, los autores del famoso Libro negro del comunismo, obra que hace un riguroso y minucioso recuento de las masacres, deportaciones y gulags que en el mundo comunista produjeron 100 millones de muertos en el pasado siglo, fueron acusados por un buen número de idiotas franceses de hacerle el juego a la extrema derecha. Y algo parecido ocurrió con el incómodo e inoportuno libro de los periodistas Bertrand de la Grange y Maite Rico, quienes derrumbaron el mito romántico del subcomandante Marcos, tan fervorosamente apoyado por Danielle Mitterrand y otras personalidades de la izquierda francesa, con su libro La genial impostura.

Dentro del mismo proceso de satanizaciones que tanto gustan a nuestro personaje (ignorando sin duda que éste fue un recurso patentado por el padrecito Stalin), el liberalismo se ha ganado un puesto de primer nivel. Es para el izquierdista primario que aún subsiste en Europa y que como periodista logra tener una presencia dominante en diarios como El País, Le Monde, Liberation, Le Nouvel Observateur o Il Corriere della Sera o en el irredimible Monde Diplomatique, el modelo sin alma que defiende los intereses del gran capital, indiferente a la pobreza y a la suerte de los excluidos y marginales de la sociedad. El rótulo «neoliberal», patentado por los idiotas a los dos lados del Atlántico, es usado de igual manera por un Rodríguez Zapatero, por un Castro o por un Chávez para descalificar a todo aquel que, en nombre de la experiencia vivida por varios países del planeta, abogue por la libertad económica (y desde luego la libertad política) como real motor de desarrollo y niegue las ventajas del Estado regulador o planificador.

LA MIOPÍA DE LA IZQUIERDA

Desde luego, por grande que sea su idiotez ideológica, el izquierdista europeo está lejos del populismo y de las soluciones revolucionarias de un caudillo latinoamericano. Nada en su patio permite semejantes brotes tropicales. Su idiotez se mide sólo en las distorsiones y retrasos que sufre a la hora de juzgar lo que sucede en nuestro mundo o en otros mundos distantes del suyo. Ahí sus viejos estrabismos ideológicos siempre le han impedido ver la realidad a tiempo y de frente cuando ella contraria sus mitos, sobre todo entre catedráticos, intelectuales y periodistas. Sobran ejemplos para demostrarlo. En los años treinta, los intelectuales franceses de izquierda abrigaban toda suerte de ilusiones y esperanzas en torno a la Unión Soviética, de ahí que le dieran una agria acogida en 1936 a André Gide y a su libro Regreso de la URSS, cuya visión de esa experiencia era desalentada, por no decir muy crítica. Debieron ellos esperar más de veinte años para enterarse de la atroz realidad del estalinismo y otros veinte para perder las ilusiones sobre el maoísmo y comprender que Mao, ídolo sustitutivo para los jóvenes del Mayo del 68 francés, fue un tirano tan atroz como Stalin. De semejante despiste quedan testimonios lamentables que hoy provocan más bien una sonrisa. Así, en 1954, de regreso de la Unión Soviética, Jean-Paul Sartre no tuvo inconveniente en declarar para el diario Liberation: «La libertad de crítica es plena y entera en la URSS». Ni él ni muchos otros intelectuales le dieron crédito al libro de Víctor Kravchenko Yo escogí la libertad, que reveló lo que más tarde confirmaría un Soljenitzyn con El Archipiélago del Gulag.

El mismo retraso se advierte en todos estos personajes —y sobre todo en la prensa de izquierda y centro izquierda europea— a la hora de descubrir la atroz realidad de la Cuba de Castro, de la Nicaragua sandinista o del Frente Farabundo Martí de El Salvador. El mito de la revolución cubana duró muchos años en eclipsarse y aun cuando esto empezó a ocurrir, el subcomandante Marcos tomó su relevo. El idiota europeo necesita estos espejismos para que sus sueños ideológicos tengan algún soporte. En el caso de América Latina, tal soporte nunca lo pierden, la verdad sea dicha, porque el regreso de nuestro idiota acude en su ayuda. Si Castro agoniza hoy en su isla de opresiones y penurias, ahí está Hugo Chávez visto por los mismos despistados de siempre como el ídolo de los pobres de América Latina y a Evo Morales, como el primer indígena capaz de llegar al poder después de quinientos años de opresión. El idiota europeo, sea español, francés, alemán, italiano o danés, guarda de América Latina una imagen trasnochada y elemental, un paisaje social polarizado donde todo se reduce a pocos muy ricos y muchos muy pobres; a guerrilleros buenos y militares malos; a blancos e indios; a oligarcas y caudillos populares; a izquierdas redentoras y derechas opresivas; a rascacielos y favelas. Todo es visto sin matices ni reales exploraciones de una realidad, plasmado en contrastes rotundos y sujeto a vulgares distorsiones, hijas de una fa-bula que es común a los idiotas de los lados del Atlántico y que no permiten una mejor comprensión de los reales factores de desarrollo y modernidad de América Latina y de sus verdaderos enemigos. Los viejos estereotipos sustituyen el conocimiento y el análisis.

Otros dos temas aproximan a nuestros dos personajes, el de Europa y el de América Latina: sus reparos a la globalización y el antiamericanismo. Es una fobia enteramente compartida. La globalización, como ya lo hemos mencionado, no es vista como una ventaja para incrementar el libre comercio internacional y el libre movimiento de capitales y todo lo que ello puede representar en la lucha contra la pobreza, sino como una derivación más de la llamada política neoliberal destinada a incrementar las desigualdades entre pobres y ricos. De allí la forma benigna en que la prensa española y francesa ha tratado, por ejemplo, los extravíos de un José Boyé, entre ellos sus ataques a restaurantes de «comida rápida» de origen estadounidense como McDonald’s (donde, por cierto, no comen los ricos sino por lo general ciudadanos de más modestos ingresos). De su lado, el antiamericanismo tiene, en el caso del idiota europeo, un matiz de rivalidad y de menosprecio de la vida y de la sociedad americana y un cuestionamiento de lo que representó para Europa occidental la Alianza Atlántica.

DE BLAIR A JOSPIN

A veces, estas apreciaciones propias de la izquierda cultural desaparecen cuando la izquierda política llega al poder. La realidad la obliga a poner de lado dogmas y recetarios hasta entonces mantenidos como intocables. Es el caso de lo ocurrido en el Reino Unido con Tony Blair. Como ya lo hemos visto, la Tercera Vía, ideada por el intelectual Anthony Giddens, supo apartarse de la izquierda fundamentalista, del papel altamente regulador que ésta le daba al Estado, de las nacionalizaciones y de los altos impuestos, con el fin de lograr una mejor gestión económica. Incluso un viejo propósito socialista, el de obtener una mejor distribución de la riqueza, se apoyó más en una igualdad de oportunidades en el campo de la educación y en un combate a la discriminación racial que en medidas coercitivas de tipo fiscal.

Esta misma visión no fue la del socialista Lionel Jospin cuando tuvo a su cargo el gobierno de Francia, en cohabitación con el presidente Jacques Chirac. Aunque desde el poder alcanzó a declarar, en una alocución televisada del 13 de septiembre de 1999, que «no es con leyes ni con textos como vamos a regular la economía», estas palabras fueron consideradas por los Verdes, por otros grupos radicales, e incluso por algunos barones o elefantes de su partido, como una peligrosa herejía propia del liberalismo. Jospin no tuvo más remedio que volver atrás y mantenerse en la línea más ortodoxa de la izquierda francesa. Allí el discurso a favor de la clase trabajadora, de los marginales y «excluidos», reiterado por los socialistas, encubre una realidad más bien desastrosa para el país.

Francia, en efecto, alberga una mentalidad estatista que es común no sólo a la izquierda sino también a buena parte de la derecha. La llamada función pública tiene un peso considerable en los gastos del Estado, en detrimento del sector privado que debe soportar una fuerte carga impositiva hasta el punto de que muchas empresas francesas, atraídas por una mano de obra calificada menos costosa e impuestos tolerables, empiezan a trasladarse a otros países de la Unión Europea, como Polonia, la República Checa y otros. El número de funcionarios en Francia no disminuye sino que ha aumentado muy cerca de un 10 por ciento en los últimos diez años. En su ya mencionado libro Étre de droite un tabou franfais, el periodista Eric Brunet nos recuerda que el gasto en la llamada función pública en Francia es dos veces más grande que en Estados Unidos. «Un empleado de la Banque de France —escribe Brunet— trabaja dos veces menos que su colega británico y se beneficia de una pensión dos veces más elevada que la de un trabajador del sector privado». Ocurre lo mismo en empresas públicas como la SNCF (ferrocarriles) o el metro, cuyos trabajadores en un 80 por ciento pueden jubilarse a los cincuenta años. El funcionario goza de una inmovilidad (seguridad de empleo se le llama) que le permite quedarse en su puesto a salvo de despidos sin que se le exijan los méritos o rendimientos propios de un empleado o trabajador del sector privado. Y algo más sorprendente: la suya es con frecuencia una función hereditaria (el 50 por ciento de los funcionarios son hijos de funcionarios).

Existe, por otra parte, una verdadera dictadura de las centrales sindicales (CGT, FO, SUD) que reinan en las empresas de gas y de electricidad, en los puertos, transportes, la educación y muchas otras esferas de la administración pública. Bajo la constante amenaza de paros y huelgas, esas oligarquías sindicales han obtenido para sus afiliados toda suerte de costosas prebendas descritas como «conquistas de la clase obrera» cuando en realidad sólo benefician a categorías privilegiada de los trabajadores, con primas, ayudas e indemnizaciones de todo orden que incrementan de manera abrumadora el gasto público y acaban por quedar a cargo del contribuyente, oprimiéndolo. Las llamadas cargas sociales agobian a la pequeña y mediana empresa en detrimento de inversiones y de la creación de nuevas fuentes de trabajo. El desempleo, sumado a una inmigración no integrada que fácilmente deriva en la delincuencia, ha creado un explosivo cinturón de pobreza e inseguridad en torno a París y otras ciudades. Ya hemos visto en tiempos recientes el estallido de odio que, entremezclado con el delicado asunto de la inmigración, este sistema rígido y poco apto para la movilidad social ha generado.

Esta cruda realidad contradice, una vez más, la ilusa ideología de la cual nuestro idiota europeo es devoto. El Estado acaba inevitablemente dando privilegio a los grupos corporativos que tienen algún peso político, al vasto país de funcionarios y a las oligarquías sindicales. Pero el costo de su amplia burocracia y de las políticas asistenciales que ha asumido de tiempo atrás —por cierto con graves saldos en rojo, como el que registra la seguridad social o las ayudas al desempleo por periodos amplios— se traslada inevitablemente al sector productivo. Altos gravámenes pesan no sólo sobre empresas y empresarios, sino también sobre profesionales, ejecutivos y otros miembros de la clase media alta, en detrimento del ahorro, de las inversiones y de todo cuanto en un país contribuye a la generación de riqueza y a la creación de empleo. Si a esto se suman medidas como la de reducir el tiempo de trabajo a treinta y cinco horas semanales, la fuerza competitiva de Francia dentro y fuera de la Unión Europea empieza a sufrir un declive, mientras que el paisaje social del país se ve ensombrecido por una población marginal y suburbana, en su mayoría integrada por jóvenes hijos de inmigrantes sin porvenir alguno, expuestos a la delincuencia común y capaces de hacerse sentir a la menor ocasión con ciegas y feroces explosiones de violencia (incendio de autobuses y automóviles, destrucción de locales bancarios y comerciales).

En síntesis, la ideología de la vieja izquierda francesa, encaminada a ayudar a los «excluidos» y a buscar mejores niveles de equidad social, acaba por crear disparidades, problemas de inseguridad y desempleo por culpa de su inevitable divorcio con las leyes del desarrollo económico. Pero no nos engañemos: para cuantos se mantienen en Francia al margen de la realidad, en la vida vegetativa del pensamiento el malo de la película sigue siendo el liberalismo.

EL «BUENISMO» EN ESPAÑA

El caso de España merece un examen de otro orden. Bajo el gobierno de Felipe González se registraron los primeros signos de apertura exitosos (unas cuantas privatizaciones y venta al público de algunas acciones de empresas del Estado), y luego se produjo, durante los ocho años de gobierno de José María Aznar, un avance económico impresionante. De país rezagado, España pasó a situarse entre los más dinámicos y prósperos de la Unión Europea. Como bien lo recordamos en el capítulo «Ayer pobres, hoy ricos», cerca de cincuenta grandes empresas del Estado fueron privatizadas, la renta per capita se aproximó en un 90 por ciento a la de los países pioneros de la UE y, al cambiarse las reglas del manejo económico, afluyeron las inversiones extranjeras en zonas tales como la industria automotriz y, sobre todo, se facilitó que las empresas españolas liberaran toda su capacidad creativa y expansiva, hasta el punto de que algunas de ellas se cuentan en su campo entre las más poderosas multinacionales como es el caso de la Telefónica. Gracias a todos estos cambios, se crearon seis millones de nuevos empleos y en el plano internacional España empezó a figurar en las grandes ligas como interlocutor de primer orden.

¿Por qué entonces el Partido Popular no ganó las elecciones del 14 de marzo de 2004? No es un misterio para nadie. Las perdió a raíz del atentado del 11M que tres días atrás produjo en Madrid 190 muertos e innumerables heridos. Hasta entonces, las encuestas le aseguraban un triunfo holgado al PP. De modo que el resultado no fue tanto un triunfo del socialismo como del terrorismo. O, más exactamente, del miedo al terrorismo. La escritora y periodista española Edurne Uriarte lo ha explicado muy bien en su libro Terrorismo y democracia tras el 11M. La reacción que se produjo entonces, sostiene ella, no fue propiamente de indignación y condena de los terroristas islámicos, sino de histeria, conmoción y miedo. «Cuando el miedo vence, el culpable —escribe ella— ya no es el agresor sino el que no ha podido protegernos, o lo que es peor, el que ha provocado la furia del agresor. Da lo mismo que la provocación se haya producido por una reafirmación de los valores democráticos o por una defensa de la libertad. Lo que cuenta es que todos estamos en el punto de mira, que podemos morir absurdamente cualquier mañana, en un tren, en la calle». Así, bajo el peso de este factor psicológico, muy bien explotado por los dirigentes socialistas, ocho años de cambios y aciertos que mejoraron el nivel de vida de todos los españoles se evaporan de la noche a la mañana, y Aznar, su gobierno y su partido se convirtieron de pronto en chivos expiatorios por su apoyo dado a la guerra de Irak, asunto que merece ser discutido, por cierto, independientemente de lo que fue la gestión económica y social. Bajo el trauma psicológico sufrido por una población pacífica, que nunca esperó lo ocurrido, decirle no a la guerra, buscar la paz, tender la mano, negarse a cualquier forma de confrontación mediante el rechazo del gobierno en funciones, se convirtió en la única política apoyada por la mayoría de los ciudadanos. Así lo entendió el nuevo jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando hizo hincapié en lo que llama «el talante»; es decir, en una nueva forma para él más amable y abierta que la de Aznar de resolver los conflictos. A esa postura contribuyó, por supuesto, una visión ideológica propia de la izquierda tradicional, tan bien acogida por nuestro idiota, que asocia siempre a sus adversarios con la derecha y a la derecha con la guerra, el autoritarismo, la sumisión a la política del Departamento de Estado así como a la izquierda con la independencia y la permanente disposición al diálogo.

A esta nueva política se le ha llamado en España «el buenismo». Pese a sus beatíficas intenciones, o por obra de ellas mismas, resulta atractivo a corto plazo para sectores desprevenidos de la opinión, pero engañosa con el transcurrir del tiempo porque parte de consideraciones equivocadas y acaba contrabandeando políticas que contradicen los ideales verbales (por ejemplo cuando exportan armas a Venezuela).

Ante todo, ignora la naturaleza y el alcance real de problemas como el terrorismo islámico, en el ámbito internacional, o el terrorismo de carácter nacionalista dentro de España. El primero tiende a interpretarlo como una rebelión de pueblos subyugados, sumidos en la pobreza y heridos por la confrontación de su lastimosa realidad con el mundo rico. Se trata de una cándida visión. Pese a que existen gobiernos musulmanes opuestos al integrismo, la verdad es que, aun si comulgan con una versión pacífica del islam, rehuyen polémicas y confrontaciones con los integristas por las connotaciones religiosas que éstos hacen valer. En efecto, los integristas dicen apoyarse en una lectura muy suya de los textos sagrados para justificar la jihad contra Occidente, cuya hegemonía temen y odian. Su guerra santa no permite, pues, diálogo alguno. El escritor y crítico español Miguel Porto, en el libro El fraude del buenismo, define este ciego y bárbaro fanatismo como una psicopatología endógena que se alimenta a sí misma con el odio. Odio a la sociedad democrática y a la modernidad occidental. Ante esa mística, que convierte en martirio religioso el suicido de los propios terroristas, propuestas beatíficas como «la alianza de civilizaciones» de Rodríguez Zapatero no pasan de ser una insustancial fórmula retórica.

El presidente del gobierno español es, por cierto, muy dado a esta clase de malabarismos verbales, a veces infortunados, de los cuales sus adversarios tienen un divertido repertorio. En alguna ocasión, por ejemplo, entrevistado por la cadena SER, se permitió decir, para escándalo de la Casa Real española: «Tenemos un rey bastante republicano». También ha dicho que «la cintura es la esencia de la democracia», «después de ocho años de derechas tenemos un año de derechos», «algunas utopías inalcanzables merecen ser perseguidas», «la igualdad entre los sexos es más efectiva contra el terrorismo que la fuerza militar», «disuadir del tabaco y del alcohol es de izquierda» y otras perlas por el estilo que celebran con regocijo los caricaturistas españoles, algunos de los cuales comparan estas salidas con las de un célebre personaje del cine norteamericano, Mr. Bean.

Igual confianza sistemática en el diálogo, propia del buenismo, llevó a Rodríguez Zapatero a abrir un llamado «proceso de paz» con ETA, que rompió el pacto antiterrorista y que buscaba poner de su lado las esperanzas de los españoles de ver terminada la violencia terrorista. Como ocurrió en Colombia cuando el presidente Andrés Pastrana abrió un proceso de paz con la guerrilla de las FARC sin que hubiera síntoma alguno de que los terroristas estaban dispuestos a abandonar las armas, el error de base de semejante iniciativa es el de creer que la paz es un objetivo compartido por los terroristas y que puede haber con ellos un terreno común de entendimiento mientras sigan creyendo que pueden ganar. El «alto al fuego» decretado por ETA el 20 de marzo de 2006 inspiró esta ilusión no sólo en el gobierno español sino entre los mismos españoles que lo eligieron, movidos por el grito unilateral de «no a la guerra». Error, craso error muy propio también del personaje de este libro, cercano pariente, por sus desvíos ideológicos, del buenista español. El odio étnico o nacionalista, como bien lo dice Miguel Porta, ve la lucha armada como un camino de perfección que diviniza y ritualiza un comportamiento criminal. Así, el 29 de diciembre de 2006 Rodríguez Zapatero, en su alocución de fin de año, creía ofrecer a sus compatriotas un panorama muy alentador en el proceso de paz y, por añadidura, con mejores expectativas aún para el año siguiente, pero veinticuatro horas después toda esa política basada en el buenismo quedaba sepultada bajo las cuarenta mil toneladas de escombros que, junto con dos muertos, dejó el atentado de ETA en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Nada de lo cual implica, por supuesto, que el Estado español no deba, ante una real evidencia de que ETA está dispuesta a abandonar las armas, abrir las puertas a un acuerdo. Pero esa condición no se había dado cuando el gobierno tomó una iniciativa que emitía una señal de debilidad.

Bajo los mismos parámetros de la política de concertación, el gobierno español acabó por dar vía libre a las reclamaciones nacionalistas en Cataluña. Independientemente de lo que se piense de las raíces históricas del nacionalismo catalán y de si se cree que el sistema autonómico es mejorable o incluso que el federalismo podría eventualmente tener cabida en España, al admitir que se la definiera como nación —mención de dudosa constitucionalidad, pues la Constitución habla de España como nación única e indivisible—, el Estatuto catalán abre camino a las aspiraciones secesionistas en el País Vasco y a otras aspiraciones regionales por inevitables efectos de contagio, poniendo en peligro la convivencia de todos los ciudadanos. Por lo pronto, las concesiones obtenidas por el Estatuto catalán ubican al propio idioma castellano como pariente pobre en la enseñanza pública y establece limitaciones a formas de presencia del Estado español en zonas de la justicia y la administración pública que ninguna otra nación europea podría aceptar sin poner en peligro su existencia misma y generar enfrentamientos civiles muy peligrosos.

La educación es otra víctima de extravíos ideológicos propios de esa vieja izquierda común a los dos continentes, empeñada en confundir autoridad con autoritarismo y en equivocados conceptos igualitarios o igualitaristas. Como bien lo recuerda Valentí Puig, otro analista del buenismo, en función de esta tendencia se han abolido las reformas auspiciadas por el gobierno anterior y se ha paralizado una nueva que restituye la cultura del esfuerzo, de la excelencia y la meritocracia para mejorar la calidad de la enseñanza. Temas como la lectura de textos, ejercicios de redacción y dictado y otros que buscaban un buen manejo del idioma fueron desechados (tal vez como propios de un elitismo de derecha) y el primer resultado de semejante prejuicio es la llegada a las universidades de estudiantes que atropellan alegremente la gramática, la sintaxis y la propia ortografía, y que escriben con un lenguaje parecido al que los sábados en la noche se les oye en bares y discotecas. El igualitarismo obliga a medir a todos los alumnos —buenos y malos— con la misma vara, la competencia queda anulada y la mediocridad se establece como pauta común, a tiempo que el antiautoritarismo rompe la necesaria jerarquía del educador poniéndolo en el mismo nivel del alumno. ¿Resultado?: la calidad de la enseñanza en España se sitúa por debajo de la media europea. Es un mal punto de partida para las nuevas generaciones y una desventaja del país en el campo vital de la preparación y el conocimiento frente a los restantes países de la Unión Europea.

Mucho menos perjudicial hubiera sido que el buenismo se concentrara en algunos temas morales y valóricos —como la investigación con células madre o el matrimonio gay— en los que, en efecto, un sector de la sociedad española sentía con razón que existía un déficit. El error fue extender el buenismo a todos los campos de forma poco menos que incondicional.

CHÁVEZ SÍ, BUSH NO

De su lado, la política internacional de Rodríguez Zapatero no ha sido ajena a las fobias y las simpatías que con el personaje de este libro comparten dirigentes y periodistas de la vieja izquierda aún no reciclada.

Un ejemplo: durante el tradicional desfile militar del 12 de octubre, hallándose en la misma tribuna donde se encontraba el rey Juan Carlos, Rodríguez Zapatero se quedó sentado mientras el Monarca y demás personajes a su lado se ponían de pie para saludar el paso de la bandera norteamericana llevada por un contingente de marines. No era él aún presidente de gobierno, sino dirigente máximo del PSOE, pero el presidente Bush, con quien era perfectamente posible discrepar sin estos gestos infantiles, jamás olvidó este innecesario desplante y nunca quiso recibirlo en la Casa Blanca. Este alejamiento de Estados Unidos ha estado acompañado de un amistoso acercamiento a personajes como Castro, Chávez y Evo Morales. ¿Miembros de la misma familia ideológica? Tal vez. En cambio, el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, ha mostrado una total falta de sintonía con Tony Blair (a quien, por cierto, uno de sus ministros, José Bono, calificó de «gilipollas integral») e incurrió en una pasmosa descortesía con Angela Merckel, cuando creyéndola derrotada en las últimas elecciones alemanas felicitó a su contrincante, a Schroeder.

Ahora bien, aunque en el plano internacional Rodríguez Zapatero haya dado un total viraje alejándose de la Alianza Atlántica mantenida por Aznar, en el plano económico interno no modificó el modelo liberal heredado. No hay otro viable, él lo sabe, y pese a sus impugnaciones del liberalismo o neoliberalismo ha dejado las finanzas en las manos cuidadosas de su ministro de Economía Pedro Solbes para tranquilidad de las empresas españolas, cuyos contratiempos corren por cuenta sólo de Chávez, Evo Morales y compañía.

El pragmatismo en el manejo económico de casi todos los gobiernos europeos no implica que el idiota europeo sea una especie en vías de extinción. Al contrario, está como nunca presente en ONG, federaciones, comités, movimientos ecologistas, universidades y medios de comunicación. Comparte con el latinoamericano sus diatribas contra la globalización, el antiamericanismo, el neoliberalismo y participa alegremente en los Foros de Porto Alegre y de Caracas, para oír a Fray Betto, a Noam Chomsky o a Ignacio Ramonet, dar por sentado que la guerrilla colombiana es un movimiento de rebeldes con causa, opuestos como él a las desigualdades y a la pobreza, y que el socialismo del siglo XXI promovido por un Chávez o un Evo Morales es el camino redentor para América Latina. Quizá ésta sea una manera de defender las ideas y mitos de su adolescencia. La ideología de la idiotez, ya lo hemos dicho, es testaruda. Sobrevive a sus fracasos dándole la espalda a la realidad, incluso en un mundo, como el de Europa, donde el pensamiento crítico es un elemento clave de su cultura.

El tiempo muy probablemente acabará demoliendo los mitos de este personaje, como lo hizo ya con los de la revolución rusa, la revolución cultural de Mao y las supuestas maravillas de la revolución cubana. Pero como lo dijo también Revel, comprender demasiado tarde es igual que no comprender. Entre el conocimiento y el comportamiento existen aún distancias. Menos en Europa, es cierto, que en América Latina. A raíz de la crisis mundial de 1973, los gobiernos europeos se abstuvieron de encerrarse en sus fronteras, crear aranceles, nacionalizar empresas, jugar con la moneda o cerrarle espacios a la empresa privada como aún se empeñan en hacerlo nuestros populistas latinoamericanos (con la simpatía, producto de la mala conciencia, del idiota europeo). De ahí que el idiota europeo haga menos daño. Se mueve en un mundo de especulaciones teóricas que lo hacen feliz, considerándose todavía progre o de vanguardia cuando está a la retaguardia de los nuevos tiempos. Qué le vamos a hacer, es su piadosa mentira.