Quién es, cómo se le reconoce
Vuelve, sí. Se le oye decir en España y otros países de Europa toda suerte de tonterías muy suyas a propósito del terrorismo, de la globalización, del neoliberalismo, de la alianza de civilizaciones o de los matrimonios gay, pero es en América Latina donde su regreso tiene más resonancia. Creemos haber pintado bien al personaje en el Manual del perfecto idiota latinoamericano. En aquel libro, publicado hace algo más de diez años, trazamos su retrato de familia, dibujamos su árbol genealógico, analizamos su sacrosanta Biblia y demás libros que configuran y nutren su ideología e intentamos dar réplica a sus dogmas a propósito de la pobreza, el papel del Estado, los yanquis, las guerrillas, Cuba, el nacionalismo o lo que él considera el diabólico modelo liberal. Mostramos cómo había logrado ponerle las sotanas de la venerable Compañía de Jesús a su Teología de la Liberación, teología que en vez de propagar la caridad y el amor cristiano encuentra excusable la lucha armada (es decir, asaltos, atentados, muerte) para liberar a nuestros pueblos de la pobreza. Hicimos también mención de ciertos amigos suyos con tanto renombre como despiste: escritores, dirigentes políticos, sociólogos o académicos que en Europa e incluso en Estados Unidos, por obra de la distancia o de los espejismos de la ideología, dan títulos de respetabilidad a sus disparates.
¿Ha cambiado nuestro personaje de entonces a hoy? Sí y no. Sus dogmas se mantienen, claro está. Pero algunos, como vamos a verlo, han sufrido maquillajes. El retrato de familia que de él hicimos debe modificarse porque ahora nos encontramos con una nueva generación de perfectos idiotas, generación no mayor de treinta años en estos umbrales del siglo XXI, que tiene muchas cosas en común con la de sus padres pero también perceptibles diferencias.
Cosas en común: como ellos, provienen en su mayoría de la estrujada clase media; han dejado atrás la vida provinciana de sus abuelos y viven ahora en barrios periféricos de las ciudades; no dejan de comparar su condición con la clase alta, cuya vida social encuentran frívolamente desplegada en diarios y en revistas light. A ese sordo resentimiento, el populismo y la izquierda le suministran una válvula de escape. La vulgata marxista, siempre viva y al alcance de su mano en las universidades estatales por obra de profesores, condiscípulos, cartillas o folletos, pondrá siempre por cuenta de la burguesía —o de la oligarquía, como ahora prefieren llamarla— y del imperialismo la responsabilidad de la pobreza y de estas vistosas desigualdades existentes en su país. Proviene de Marx y de Lenin la identificación de tales culpables, pero de Freud la necesidad psicológica de descargar en otro o en otros sus amargas frustraciones. Por algo decíamos en el Manual del perfecto idiota que si a este personaje pudiésemos tenderlo en el diván de un psicoanalista encontraríamos ulcerados complejos y urgencias vindicativas.
Como sus padres, los jóvenes idiotas guardan intacto el mito —y el póster— del Che Guevara, pero seguramente la revolución cubana no tiene el mismo significado que tuvo para los idiotas de la generación anterior. Es natural, pues el asalto al Cuartel Moncada, la leyenda del Granma, de la Sierra Maestra y la llegada de los barbudos a La Habana son cosas que quienes entonces eran jóvenes siguieron paso a paso y guardan sobre estos episodios recuerdos subliminales, mientras que para sus hijos son algo así como cuentos de hadas, sucesos ocurridos antes de su nacimiento. Todo lo que han percibido de Cuba es la realidad poco romántica del barbudo octogenario que hasta hace poco presidía un país lleno de penurias, que razonaba con lentitud y que con torpezas de anciano, bajando una escalera, daba un traspié y se fracturaba una rodilla. Por el mismo inexorable paso del tiempo, nuestro joven idiota prefiere Shakira a los mambos de Pérez Prado y no canta ya La Internacional, ni la Bella Ciao, ni Llegó el comandante y mandó a parar. Pero, idiota al fin, otros serán sus cánticos, emblemas y gritos. Ahora, en Venezuela, vestirá las boinas y camisas rojas de las huestes chavistas; buscará integrarse con desfiles indígenas en Bolivia o en Perú si es seguidor de Evo Morales o de Humala; dará gritos contra el TLC (Tratado de Libre Comercio) en las plazas de Ecuador y Colombia; seguirá impugnando en el Zócalo de Ciudad México el desfavorable resultado en las urnas de su líder López Obrador, y en España, considerándose un progre irremediable, asistirá con entusiasmo a los mítines de apoyo a Rodríguez Zapatero, aplaudirá a los pájaros tropicales del otro lado del Atlántico que no aceptaría en su propio país y estará convencido de que puede conseguirse la paz con ETA solamente a base de diálogos.
SU NUEVO LÍDER
A Chávez, eso sí, nuestro joven idiota lo verá como el sucesor de Castro en una versión más atrevida y folclórica. Es natural, pues en él, en el presidente venezolano Hugo Chávez Frías, todos los ingredientes que participan en la formación de nuestro personaje se juntan: los vestigios arqueológicos del marxismo recibidos en cartillas y folletos, el nacionalismo de himno y bandera, el antiimperialismo belicoso y el populismo clásico que en nombre ahora de una supuesta revolución bolivariana ofrece milagros estableciendo el clásico divorcio entre la palabra y los hechos, entre el discurso y la realidad. El nuevo idiota, como el viejo —no lo olvidemos— es un comprador de milagros. El sueño, ya lo dijimos, es para él un escape a frustraciones y anhelos reprimidos. La ideología le permite encontrar falsas explicaciones y falsas salidas a la realidad. Por algo se ha dicho que la historia de Hispanoamérica es la de cinco siglos de constantes mentiras. Cuando algunas se derrumban de manera visible, otras vienen en sustitución suya.
De estas últimas, Chávez ha aportado unas cuantas que ahora recorren el continente de Norte a Sur para júbilo de idiotas de todas las edades. La más extravagante sostiene que si bien es cierto que el llamado socialismo real se derrumbó en Europa cuando fue demolido el Muro de Berlín, ahora hay del otro lado del Atlántico uno nuevo, más promisorio: el socialismo del siglo XXI. Nadie, ni el propio Chávez, ha podido explicar en qué consiste, pero para nuestros amigos suena bien como elemento generador de sueños y esperanzas. Dos principios nuevos intervienen en su fabricación. Uno es de carácter étnico: la reivindicación indigenista representada ahora, mejor que nadie, por Evo Morales en Bolivia, con prolongaciones en el Perú y Ecuador. El otro es institucional y busca rediseñar el papel de los militares.
La reivindicación indigenista es una máscara que las organizaciones de extrema izquierda reunidas en 1990 en el primer Foro de Sao Paulo, por iniciativa de Castro, resolvieron ponerle en América Latina a su alternativa marxista leninista, con el fin de hacerla más viable y de mayor penetración un año después de la caída del Muro de Berlín.
Apoyada por Chávez, ha sido una estrategia con más éxito que todas las empleadas por el castrismo en otro tiempo o la que todavía intenta la guerrilla en Colombia. Primero, porque efectivamente logra unir en torno a un caudillo a la población indígena, autóctona de un país, mayoritaria en Bolivia y todavía considerable en el Perú o en Ecuador. Segundo, porque agrupando en un solo partido a los sectores más pobres y atendiendo reivindicaciones no sólo económicas sino también culturales (lengua, costumbres, ritos) de indios y aun de cholos, se consigue que los incorregibles amigos de nuestro personaje en Europa no vean al lobo tras de la piel de oveja y sólo adviertan la irrupción en el poder de una mayoría desposeída desde siempre y por primera vez dueña de su destino. La realidad es otra: se fractura un país, se establece un racismo en el sentido contrario y se impone un régimen que repite los ruinosos desvaríos de Castro con nacionalizaciones, expropiaciones y quiebra de la empresa privada.
La segunda variante en los tradicionales presupuestos ideológicos del perfecto idiota, tal como los diseñábamos en nuestro Manual, se le debe también a Chávez y tiene que ver con el papel del Ejército. En los años sesenta los militares latinoamericanos eran vistos por los devotos de la revolución cubana como «gorilas» aliados de los terratenientes y de las oligarquías, de modo que la lucha armada era vista por los Teólogos de la Liberación y otros ideólogos muy cercanos a nuestro personaje como una forma de necesaria insurgencia y liberación de los pueblos. Hoy cabe en la cabeza de todos ellos una opción distinta. Sea por su raíz social, sea por catequización ideológica o por privilegios y prebendas, los militares pueden convertirse, como en Libia, Cuba y de pronto en la propia Venezuela, en socios privilegiados del cambio propuesto. ¿Sueños? Quizás. En todo caso la experiencia se está intentando, y el propio Chávez ha llegado a proponer, para inquietud y algo de risa en el Sur del continente, la creación de un solo ejército suramericano. Debe pensar que es la realización de un sueño de Bolívar.
Por cierto, la apropiación del nombre de Bolívar para una supuesta causa revolucionaria, apoyada en reivindicaciones étnicas y en confrontación de clases, es la última, la más reciente mentira que afiebra al perfecto idiota latinoamericano. No sabe o no quiere recordar él que si a algo se opuso el Libertador Simón Bolívar, como lo explicaremos en el capítulo sobre Chávez, fue a lo que él llamó la «guerra de colores» (razas) y a la guerra de clases promovida por el español José Boyes, pues estuvo a punto de quebrar la unidad de Venezuela.
SU ÚLTIMA MENTIRA
Otra nueva causa del idiota es la lucha contra la globalización, que según él hace más ricos a los países ricos y más pobres a los países pobres. Hay ideólogos de izquierda que escriben libros y ensayos para demostrarlo, pero al lado de estos ejercicios intelectuales lo que en realidad tiene alguna repercusión política para nuestro personaje son las movilizaciones en calles y plazas con lemas, consignas, gritos, carteles y otros alborotos. La reiteración y no precisamente la demostración es lo que le permite presentar como un mal y una conjura del capitalismo lo que es sólo una realidad de los tiempos, con ventajas para quien sepa aprovecharlas, como la apertura de mercados y la libre circulación de capitales, mercancías, tecnología e información. Contando con la ignorancia y el legado del oscurantismo religioso en grandes capas de la población, Stalin hizo de la reiteración un arma predilecta, arma que los comunistas y luego la izquierda no comunista y el populismo adoptaron como propia y utilizan cada vez que necesitan acreditar una mentira ideológica. Así, del mismo modo que en otro tiempo idealizaron a Castro y aún ensombrecen la política exterior de Estados Unidos con el frecuente anatema del imperialismo, sus enemigos señalados y satanizados ahora son la globalización y el neoliberalismo. A ellos se les deben los males del mundo. Esta aseveración, mil veces repetida, es uno de los signos que permiten reconocer en todas partes a nuestros perfectos idiotas. Y para fortuna suya, encuentran un soporte intelectual en libros, diarios y tribunas en Europa y Estados Unidos, lo que confirma la sospecha de Jean-François Revel de que el conocimiento es inútil y de que la primera de las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira.
Dos ejemplos. El irredimible director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet, sostiene que «el avance dramático de la globalización neoliberal va acompañado de un crecimiento explosivo de las desigualdades y del retorno de la pobreza. Si tomamos el planeta en su conjunto, las 358 personas más ricas del mundo tienen una renta superior a la renta del 45 por ciento más pobre». Un catedrático de la Universidad de Columbia, que ha dictado clases de economía en Harvard, Xavier Sala-i-Martin, señala que Ramonet cornete un error en el cual no incurriría uno de sus alumnos de primer año al comparar riqueza con renta. «Es un error conceptual —afirma— decir que las 358 personas más ricas del mundo tienen la misma riqueza que la renta de los 2,600 millones más pobres de la humanidad». Pero aparte de este tropiezo producido por un mal manejo de los términos, la tesis central de Ramonet en el sentido de que la desigualdad y la pobreza han crecido durante el periodo de la globalización la pregona a los cuatro vientos el conocido catedrático, escritor y lingüista norteamericano Noam Chomsky, icono de la izquierda al lado de un Eduardo Galeano o de un José Saramago, quien ha hecho de la lucha contra esta nueva realidad del mundo la bandera de su vida.
Pese a estos ilustres nombres, la realidad es otra y la recuerda muy bien en diversos escritos suyos la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre. «La libertad económica y el libre comercio internacional —dice ella— han sido, son y serán siempre mucho más eficaces en la lucha contra la pobreza que el intervencionismo, el nacionalismo económico o cualquier variedad conocida o por conocer del populismo, del socialismo o el comunismo». Los mejores ejemplos que pueden citarse en este sentido son los de China e India. Desde 1978, cuando se abrió a la economía de mercado y rompió el encierro en que la había confinado el modelo comunista, China ha registrado índices espectaculares de crecimiento: el PIB se ha multiplicado por diez y la economía crece hoy al ritmo casi del 10 por ciento anual. De 1991 a hoy, el PIB de India ha aumentado al doble y su crecimiento anual es superior al 7 por ciento gracias a la apertura y la globalización de la cual aprovecha enormes ventajas. En el resto del mundo, ¿ha aumentado la pobreza? Falso. En 1970, el 44 por ciento de la población mundial vivía con menos de dos dólares por día y hoy, gracias a la globalización, sólo un 18 por ciento vive esta penuria. De su lado, Xavier Sala-i-Martin muestra que la miseria de África no se debe a la globalización sino exactamente a lo contrario: la falta de circulación de capital, de inversiones extranjeras, de comunicación con el mundo y la poca o nula llegada de tecnologías. En síntesis: lo que caracteriza el milagro de países asiáticos como India y China es precisamente haber entrado de lleno en el área del comercio mundial y la miseria de África el haber permanecido al margen de él (con excepciones crecientes). Una vez más, es la realidad la que refuta a nuestro perfecto idiota.
TERROR AL MERCADO
Fuera de estas novedades, los dogmas de nuestro perfecto idiota permanecen intactos. Creíamos haberles dado cristiana sepultura, pero ahí están, reiterados en discursos, foros, congresos, artículos y entrevistas cada vez que se habla de la pobreza en los países subdesarrollados y se buscan sus culpables. A este respecto, hicimos en el árbol genealógico que aparece en el Manual un recuento de cuántas mentiras redentoras se han intentado en el pasado para disfrazar o explicar el retraso latinoamericano frente a Estados Unidos y el ahora llamado Primer Mundo. Varias de ellas corrieron por cuenta de pensadores hispanoamericanos como José Enrique Rodó, Ricardo Rojas o José Vasconcelos. Para el primero, nuestras élites sociales y culturales serían depositarias de valores culturales muy altos en oposición al vulgar pragmatismo mercantil de los estadounidenses. Para el segundo seríamos dueños de una especie de superioridad telúrica donde los valores autóctonos prevalecen sobre los foráneos. Para Vasconcelos seríamos el puente y la síntesis, triunfadora en última instancia, entre el mundo blanco y desarrollado y los pueblos de Asia y de África. Todos ellos, pues, nos asignan un destino excepcional, redentor de humillaciones y fracasos.
Se trata, en realidad, de pobres consuelos, si los comparamos con esa maravillosa medicina que significó para el ego maltratado de nuestro perfecto idiota el marxismo. Fue al fin —escribió el venezolano Carlos Rangel— una respuesta coherente, persuasiva y verosímil dada no exactamente por Marx sino por Lenin en su ensayo sobre el imperialismo. Al buscar explicar por qué no se había cumplido la predicción de Marx sobre el colapso del capitalismo, Lenin edificó la más grande mentira del siglo XX: somos pobres porque los países ricos nos explotan. El desarrollo de las metrópolis tendría como condición el atraso y la pobreza de los países dependientes. Así, pues, podemos estar tranquilos: la culpa no es nuestra. De esta manera las tesis recogidas por el uruguayo Eduardo Galeano en su libro Las venas abiertas de América Latina son a la vez nietas de Marx, hijas de Lenin y sobrinas de Freud, gracias a esta providencial transferencia de la culpa.
Llamando a este libro la Biblia del idiota en uno de los capítulos iniciales de nuestro Manual, le hicimos honor a sus más vistosos disparates. Recordemos el principal. Según Galeano, «la región (América Latina) sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de necesidades ajenas como fuente y reserva de petróleo y hierro, el cobre y las carnes, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos, que ganan consumiéndolos mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos». En su momento, nos tomamos el trabajo de mostrar cómo detrás de estas aseveraciones subsiste por una parte la teoría medieval del precio justo y, en Galeano más que en nadie, el horror al mercado, que no es otra cosa que la decisión democrática que toman las personas cada día comprando y vendiendo de acuerdo con sus preferencias. Para él —decíamos— las transacciones económicas no deberían estar sujetas a la infame ley de la oferta y la demanda, sino a la asignación de valores justos (su palabra favorita) a los bienes y servicios. Nunca supimos dónde estarían los arcangélicos funcionarios dedicados a decidir qué era y qué no era justo en las transacciones, cuánto debería pagarse por el café o el petróleo, cuánto por los automóviles. Galeano no llegó a decírnoslo. Pero la mejor refutación a su tesis la ha dado la realidad en este nuevo siglo. ¿Será acaso víctima Venezuela de los precios alcanzados por el petróleo? ¿Tiene quejas de ello el presidente Chávez cuando ahora no sabe qué hacer ni a quién más beneficiar con las multimillonarias sumas de petrodólares que maneja como patrimonio personal? ¿Quién le ha impedido a México, Japón o Taiwán convertirse en ventajosos competidores de Estados Unidos en la producción de telerreceptores o a los argentinos en la creación de programas de software o el desarrollo de transgénicos? La realidad demuele mentiras ideológicas. Pero nuestro idiota no tiene remedio. Y Galeano como su principal exponente en el campo intelectual, tampoco. ¿Prueba? Una última y reciente perla suya que cita la ensayista española Edurne Uriarte en su libro Terrorismo y democracia tras el 11-M. Escribe ahora Galeano: «Tiempos de miedo. Vive el mundo en estado de terror, y el terror se disfraza: dice ser obra de Saddam Hussein, un actor ya cansado de tanto trabajar de enemigo, o de Osama Bin Laden, asustador profesional. Pero el verdadero autor del pánico mundial se llama Mercado. […] Es un todopoderoso terrorista sin rostro que está en todas partes, como Dios, y cree ser, como Dios, eterno». Ya lo vemos, los atentados en NuevaYork, Madrid y Londres, tienen, según Galeano, ese verdadero culpable, distinto al fundamentalismo islámico. Y dentro de su lógica, la mejor manera de acabar con él sería derogar la funesta ley de la oferta y la demanda.
Claro que la pobreza en América Latina es real y reales las desigualdades. Siempre lo hemos dicho. Sólo que en vez de reconocer nuestra propia culpa en esos males, el perfecto idiota latinoamericano nos deja oír su viejo tango en el que, al lado de sus quejas desgarradoras, aparecen muchos y sucesivos malvados culpables de las desventuras que sufrimos. De ellos, por cierto, hicimos un completo inventario en el capítulo del Manual titulado «Somos pobres: la culpa es de ellos». A todos los cubre la ideología del tercermundismo, cuyo objetivo es acusar de nuestra miseria a las sociedades desarrolladas y en primerísimo término a las trasnacionales, vistas por nuestro amigo el idiota como pérfidos agentes porque buscan para ellas beneficios, ganar dinero en vez de regalarlo en nobles gestos de filantropía. Para escándalo suyo, dijimos que no es ningún pecado que Ford, Coca-Cola, General Motors o la francesa Carrefour ganen millones con sus inversiones, pues nos traen dinero, tecnología y trabajo. Lo han comprendido los chinos pero no aún los idiotas de nuestras latitudes. ¿Saben ellos que los países más pobres del planeta son precisamente los que carecen de inversiones extranjeras? Sólo el 20 por ciento de los capitales del mundo van a países en vías de desarrollo, de modo que hacerle ascos a lo poco que queda disponible para países pobres es facilitarle la tarea al competidor y condenarse uno mismo al atraso. Pero como el tango es tango y sin dolencias no tiene gracia, para ellos las trasnacionales son malvadas y malvados quienes hacen negocios comprándonos materias primas. De nada vale recordar que hoy la economía mundial se apoya sobre todo en el área de servicios y que desde los años noventa América Latina le saca tanto provecho comercial al mercado norteamericano como Estados Unidos al mercado latinoamericano.
La visión de nuestro querido idiota es otra. Ve la riqueza como una tarta que basta repartirla bien para acabar con la pobreza. Castro lo hizo: repartió lo que había en Cuba y, con excepción de la burocracia dirigente que tiene toda clase de privilegios, los cubanos de la isla se volvieron pobres todos. Su penuria, sus cartillas de racionamiento y hasta los autos de algunos afortunados tienen más de cuarenta y cinco años. La prostitución es el medio desesperado de un gran número de muchachas. El mercado negro es el recurso rey para obtener artículos de primera necesidad. Lo dijo muy bien Carlos Franqui: «Para sobrevivir hay que robar, mentir, ser vago, tener doble cara e incluso prostituirse». Bella conquista, ¡viva la igualdad! Finalmente en el tango de culpables y desdichas quedó la deuda externa, pero no por la mendicidad de muchos gobiernos nuestros que la contrajeron de manera irresponsable, sino por cuenta de quienes otorgaron los recursos. Por decirlo y por recomendar mejor manejo fiscal, el Fondo Monetario Internacional tuvo también su prontuario. Otro culpable.
En cambio, el Estado… Sí, para el personaje que retratamos en el Manual, es el bueno de la película. Representa el bien común frente a los intereses privados. No nos resultó difícil demostrar allí que, al contrario, es el remedio que mata. Basta mirar el panorama continental para descubrir en la historia del pasado siglo que, en vez de corregir desigualdades, el Estado las intensificó siempre. Cuanto más espacio confiscó a la sociedad civil, más creció la desigualdad, la corrupción, el clientelismo, el desempleo, la burocracia, los malos servicios, las altas tarifas y muchas otras fallas. Eso lo dijimos entonces y lo realidad no ha hecho sino seguir confirmándolo. En el paraíso socialista de Cuba, el Estado cubano dejó al país con uno de los ingresos per cápita más bajos del continente, mientras recibió de la Unión Soviética 100 mil millones de dólares en tres décadas. Rico es, y muy rico por cierto, el Estado venezolano. Siempre lo ha sido y ahora lo es mucho más, gracias al precio del petróleo, pero la pobreza, en el paraíso populista de Chávez, sigue igual. La realidad demuestra que el Estado socialista, el Estado populista o el Estado clientelista es igual que un pésimo gerente: beneficia sólo a los suyos y en vez de crear riqueza la dilapida de manera irresponsable.
TEMAS DEL PASADO
Hay cosas que escribimos diez años atrás y que hoy, demolidas también por la realidad, no tienen vigencia alguna. La lucha armada, por ejemplo. Subsiste en Colombia, es cierto, como una anacrónica y sangrienta representación de los delirios revolucionarios de los años sesenta, cuando todo el continente, por empeño de Castro, se llenó de guerrillas. Convertida en terrorismo puro y duro, esa acción de las FARC y del ELN colombianos carece de todo respaldo popular y subsiste gracias a los millonarios recursos del narcotráfico y a las particulares condiciones geográficas del país. Lo único que guarda una vaga similitud con este sueño oloroso a pólvora de nuestro idiota son los desaforados empeños armamentistas de Chávez: los 100 mil fusiles Kalashnikov, los treinta aviones de combate tipo SU-30.53 y los cincuenta y tres helicópteros M17, también de combate, que compró a Rusia en julio del 2006, por valor de 3,000 millones de dólares, y la fábrica de fusiles que se propone montar en el Estado de Maracay. Todo ello, según dice, para enfrentar supuestas «amenazas del imperialismo». Su delirio no es el de crear uno, dos, tres, cien Vietnam, como deseaba el Che Guevara, sino el de librar, en caso de ataque, lo que llama «una guerra asimétrica», siguiendo el ejemplo de los islamistas de Irak.
Tampoco entra en el viejo esquema guerrillero el encapuchado subcomandante Marcos y sus rebeldes de Chiapas, cuyo discurso y demás efectos mediáticos sólo tienen impacto en personajes europeos como la señora Danielle Mitterrand y otros consumidores de mitos románticos en la otra orilla del Atlántico.
¿Seguirá siendo Cuba, para el perfecto idiota de todas las latitudes, un viejo amor que no se olvida ni se aleja? Todo es posible, aunque también aquí interviene la realidad para pulverizar sueños y hacer de este modelo comunista, como del de Corea del Norte, una rezagada reliquia de algo que ya tuvo en Europa su partida de defunción después de haber hecho un tránsito macabro en la historia del siglo XX. A esa reliquia volvemos en este libro para registrar sus últimos días y ver, desaparecido el dictador, las cicatrices que dejará en la sociedad cubana.
Otra declinante fabricación ideológica que tuvo su momento de auge en América Latina a la sombra del Concilio Vaticano II y luego de la II Conferencia General Episcopal Latinoamericana de Medellín en 1968, es la Teología de la Liberación. A ella nos referimos ampliamente en el capítulo del Manual titulado «El fusil y la sotana». Mostramos cómo era hija de la teoría de la dependencia y, en general, de la mitología tercermundista. Quedan, desde luego, unos cuantos herederos del cura Camilo Torres y del cura Manuel Pérez, quienes hablaban de la sociedad sin clases soñada por Marx como una manera de hacer más eficaz y posible el amor cristiano, eliminando el litigio entre explotadores y explotados. Lo único malo es que para lograr este objetivo, ellos mismos y más tarde los teólogos de la liberación acabaron por santificar una lucha armada cuyos medios de acción son asaltos, asesinatos, minas antipersona, autos y paquetes bomba, secuestros, voladura de oleoductos y torres de energía y otras bellezas por el estilo. Sus principales víctimas en Colombia, en Perú y en Centroamérica fueron precisamente los campesinos que querían liberar.
A tiempo lo comprendió bien el papa Juan Pablo II, quien condenó sin reservas esta concepción. De su lado, Benedicto XVI la ha rebatido en sus libros y les ha cerrado las puertas del Vaticano a los trasnochados eclesiásticos que aún andan, como Fray Betto, haciendo causa común con nuestros idiotas, así participen en encuentros como los de Porto Alegre o el llamado Foro Social Mundial, reunido en Caracas en enero de 2006, y escuchen alborozados vivas desenfrenadas a la revolución cubana, a la revolución bolivariana y a la revolución latinoamericana. Pese a su sintonía con estas muchedumbres, es evidente que para estos teólogos de la liberación su cuarto de hora ya pasó. Las guerras santas, inspiradas en credos religiosos, ahora corren por cuenta de los fundamentalismos islámicos y tienen un tinte medieval.
El antiimperialismo, en cambio, en vez de apaciguarse en este nuevo siglo, es cada vez más fuerte en todas las latitudes. Según Jean-François Revel, quien estudió el sentimiento antiamericano en uno de sus últimos libros, las razones que lo mueven son distintas en cada continente. En Europa, dirigentes e intelectuales tanto de derecha como de izquierda no se resignan a ver que una potencia sin sus valores culturales es la que tiene más peso en el ámbito político y económico. Quisieran que Europa siguiera siendo el centro del mundo. En el Medio Oriente, las razones son religiosas. Los integristas o fundamentalistas islámicos señalan a Estados Unidos como el imperio del mal. Es el enemigo odiado: el infiel En nuestro caso, el de América Latina, dicho sentimiento tiene múltiples raíces. Lo examinamos como un signo distintivo de nuestro idiota en el capítulo del Manual titulado «Yanqui, go home». Cuatro razones animan el antiyanquismo en estas latitudes y no pertenecen sólo a la izquierda sino también a cierta derecha nacionalista. La primera razón es de orden cultural propia de una tradición hispano-católica; la segunda, económica, responde al viejo tango que entona un Galeano sobre nuestra condición dependiente y los privilegios del «imperio»; la tercera, histórica, deriva del mal recuerdo que nos dejaron las intervenciones de Estados Unidos en diversos puntos del continente y el apoyo que alguna vez gobiernos de ese país dieron a dictadores militares; y la cuarta, psicológica, está dictada por la envidia que produce el éxito de una nación desarrollada frente a nuestro viejo fracaso.
¿Qué ha cambiado? Durante muchas décadas las diatribas contra el imperialismo se le oyeron a un Perón, a un Castro, a un Daniel Ortega. Con el tiempo sólo fueron de Castro. Formaban parte del gastado discurso de un caudillo solitario y crepuscular, discurso lanzado siempre sin réplica posible dentro de su isla de infortunios. Pero he aquí que al doblarse la página de un siglo esa diatriba la hace suya primero Chávez, luego Evo Morales, con ecos en el Perú (Ollanta Humala), en México (López Obrador), Argentina (Maradona), Ecuador (organizaciones indígenas como la CONAIE o Rafael Correa), Colombia (FARC y radicales del Polo Democrático) y en foros que reúnen a veces a más de setenta mil personas de todo el mundo. ¿Nuevas razones? No, si acaso nuevos pretextos. Pero —fenómeno de nuestra historia circular— lo que sale a flote en alocuciones y declaraciones son los viejos, viejísimos dogmas del idiota con discursos indigenistas de ochenta años atrás y con los tangos de siempre. Asistimos, pues, al regreso de una epidemia.
Y con ella, su compañero fiel: el nacionalismo. Mal endémico también, ligado a otro fenómeno que reaparece entre nosotros a medida que viejos partidos se hunden en el descrédito y con ellos el mundo político. Nos referimos al fenómeno del caudillo. Describimos el matrimonio entre caudillo y nación (o nacionalismo) en otro capítulo del Manual titulado «Qué linda es mi bandera». Hoy nos parece haber obedecido a un misterioso espasmo premonitorio cuando mencionamos cómo nuestro personaje, el caudillo populista, buscaba apropiarse de una figura como Bolívar viéndolo como una especie de protorrevolucionario marxista, sin tomar en cuenta el infinito desprecio que Marx, en carta a Engels, demostró por El Libertador y el rechazo que éste mostró a la guerra de clases y colores. Recordábamos que el caudillo busca siempre envolver en el nacionalismo su apetito desaforado de poder absoluto, para lo cual suele apropiarse de una figura histórica (también de un Zapata o un Sandino) dibujándola a su acomodo. El presente nos sorprende ahora con un ejemplo de Chávez y su revolución bolivariana, no previsto hace diez años cuando se publicó el Manual. Sí, es nuestra irremediable historia circular. Hablábamos en el Manual del pasado sin saber que nos estábamos anticipando a un inmediato futuro.
EL ENEMIGO QUE LOS UNE
El lobo feroz, que diez años atrás obligaba al idiota a dar gritos de alerta, no ha cambiado. Es para él el mismo depredador sin alma de siempre: el neoliberalismo. Así lo llama. Entonces, a mediados de los años noventa, era combatido por los más diversos personajes: teólogos de la liberación, comunistas cerriles, ideólogos de las FARC, Galeanos y Benedettis, pero también por obispos, profesores, presidentes socialdemócratas como el colombiano Ernesto Samper e incluso demócratas cristianos como el venezolano Rafael Caldera y por esos octogenarios que se resisten aún a abandonar el modelo de desarrollo hacia adentro promovido en su hora por Raúl Prebish y la CEPAL para América Latina. Hoy la impugnación de ese modelo la corean, con acento del Caribe, Castro y el inevitable Chávez; con acento porteño o de Patagonia, Maradona y Kirchner; con acento de Tabasco y a gritos en el Zócalo, López Obrador; en aymará y con adornos y atuendos de indígena precolombino, Evo Morales. Pero igual letanía se les escucha a Zapatero y los socialistas españoles y a la izquierda caviar o gauche divine de Francia en Le Nouvel Observateur y en Le Monde Diplomatique de Ignacio Ramonet, así como a los célebres escritores Saramago, Chomsky o Günter Grass, que se quedaron en la retaguardia de los tiempos, convencidos de estar en la primera línea de una avanzada intelectual.
Dijimos en su momento en nuestro Manual algo que todavía posee plena vigencia. Todos ellos tienen como base de sus impugnaciones una ideología que considera la libertad económica como antagónica a la inversión social en beneficio de los pobres. Así, a tiempo que condenan el mercado como un ente sin corazón, se han quedado con la utopía en acero inoxidable del ruinoso Estado Benefactor. No han descubierto, en última instancia, que el liberalismo o neoliberalismo, como lo llaman, no obedece a ideología alguna (no cree en ellas) sino a una lectura de la realidad cuyas más elementales comprobaciones son las siguientes: la riqueza se crea y su creación depende más de la empresa privada que del Estado; para avanzar en el camino de la modernidad y dejar atrás la pobreza, se requiere ahorro, trabajo, educación, control del gasto público, inversiones nacionales y extranjeras, multiplicación de empresas grandes, medianas y pequeñas, así como también eliminación de monopolios públicos y privados, del clientelismo, la corrupción y la burocracia vegetativa; supresión de trámites, subsidios e inútiles regulaciones; una Justicia rigurosa, seguridad jurídica y, en general, respeto a la ley y a la libertad en todos los órdenes. Estos aspectos, a fin de cuentas, constituyen los perfiles del modelo liberal.
Tan obvio es que uno se pregunta por qué desata tantas furias e impugnaciones. Veremos en este libro que ello proviene obviamente del populismo y de una vieja izquierda (credos favoritos de nuestro idiota) y en algunos países como Francia también de una derecha estatista, pero no, por fortuna, de una izquierda moderna que no rechaza sino que aprovecha las ventajas del libre mercado.
Las objeciones parten, pues, de una visión esencialmente ideológica. Es decir, de una construcción teórica que le asigna al Estado un papel redentor y ve en la búsqueda del beneficio no el motor de la economía desde tiempos inmemoriales sino un privilegio egoísta. Es que la ideología, que tiene algo de religión, ofrece a sus creyentes una triple dispensa: una, de carácter intelectual, consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que sostiene y omitir cuantos la refutan; la otra dispensa es práctica: permite despojar de todo valor a los fracasos que inflige la realidad; y, con frecuencia, tratándose de ideologías revolucionarias o totalitarias, hay una dispensa moral mediante la cual todo se justifica en aras de una revolución, incluyendo prisión para los disidentes o el pelotón de fusilamiento, como en la Cuba castrista en fecha tan reciente como marzo de 2003.
Pero para despiste y sobresalto del idiota, los infundios sobre el liberalismo, dictados por el mencionado prejuicio ideológico, han continuado siendo refutados minuciosamente por la realidad. Bastaría preguntarse cuál fue el modelo que permitió a Corea del Sur, Taiwán, Singapur y otros «tigres» o «dragones» asiáticos llegar al Primer Mundo, cuando disponían hace cuarenta o cincuenta años de un ingreso per cápita inferior al de cualquier país latinoamericano. O indagar de qué manera llegaron a la situación actual países como España, Nueva Zelanda o Irlanda. O detenerse a examinar si fue con populismo, nacionalizaciones, monopolios, rígido intervencionismo de Estado, subsidios y protecciones aduaneras, expropiación de tierras, discursos demagógicos o, al contrario, con un modelo típicamente liberal como Chile ha llegado a ser el país mejor situado del continente, con un millón menos de pobres que hace treinta años. O cómo El Salvador, después de haber sido escenario de una guerra atroz, ha logrado disminuir a la mitad el índice de pobreza de hace quince años, así como a muy bajo nivel el desempleo y el analfabetismo, gracias también al modelo liberal.
De esas nuevas realidades daremos cuenta en este libro para confrontarlas con la otra representada precisamente por el regreso del idiota con sus dogmas y teorías equivocadas, y entre todas ellas su despropósito mayúsculo de promover en la región el advenimiento de un socialismo del siglo XXI, como si el del siglo XX hubiese sido, con sus 100 millones de muertos y sus regímenes totalitarios, algo digno de imitar.
Hace diez años terminamos el Manual del perfecto idiota latinoamericano con un recuento de los diez libros que conmovieron a éste último, nuestro personaje. O sea, los libros que contribuyeron a dejarlo en ese estado. En este libro, al contrario, vamos a señalarle los diez libros que refutan sus dogmas y creencias. Pueden ofenderlo. O de pronto —milagros se han visto— pueden salvarlo, si es joven y acepta lavarse el cerebro de las tonterías que ahora regresan con los Chávez, Zapateros, Evos, Humalas, Kirchner y AMLOs. ¿Acaso no hemos dicho que lo malo no es haber sido idiota sino continuar siéndolo?