¿Todos vuelven?
Si alguien hubiera pronosticado, en 1990, que Alan García, el temible Caballo Loco, sería hoy presidente de la República de su país con el voto de la derecha y la bendición del capital nacional e internacional, hubiera sido enviado sin mayor trámite a «Víctor Larco Herrera», el insigne manicomio limeño, o habría hecho carrera como exégeta de Vaticinia Michaelis Nostredami de Futuri Christi Vicari, el manuscrito que contiene las profecías apocalípticas de Nostradamus. Pero, al parecer, como en el vals criollo de César Miró, todos vuelven.
Aquel año, el último del primer y abracadabrante gobierno de Alan García, la inflación superaba el 7,000 por ciento; en sus cinco años de gestión, la inflación acumulada sumaba 2 millones por ciento. Si en 1985 usted tenía cien intis —la moneda que inventó aquel gobierno— debajo del colchón, en 1990 le quedaban dos. La economía había retrocedido al nivel de 1960: en sus últimos tres años, la administración del APRA había provocado caídas del PIB —es decir de la producción de bienes y servicios— de entre 5 y 13 por ciento, lo que quiere decir que en la práctica había cada vez más peruanos y cada vez más pobreza. La comunidad internacional había declarado al Perú «inelegible», lo que, en el mundo de las finanzas internacionales, equivale a ser enviado a un leprosorio; la declaración implicaba que la estridencia antiimperialista del mandatario peruano había secado todas las fuentes de crédito y de inversión extranjera. A estas lindezas se añadía una atosigante sucesión de escándalos de corrupción que le valdrían a García varios años de enredos judiciales.
Para rematar la faena progresista, Sendero Luminoso, la organización maoísta dirigida por Abimael Guzmán, un fanático de la clase media arequipeña que padecía de psoriasis, había logrado avanzar tanto que Mario Vargas Llosa había tenido poca dificultad en imaginar, en su Historia de Mayta, una pesadilla de intervenciones extranjeras provocadas por la ofensiva «polpotiana» de las huestes del «camarada Gonzalo». La prensa había tratado el texto como una crónica de actualidad antes que como una obra de ficción.
Un hecho resumía la gestión de Alan García: una mañana, los limeños abrieron los grifos de sus lavadores y los abofeteó el inconfundible olor de la mierda. El agua que surtían las redes de distribución de Sedapal, la empresa estatal, se había convertido en desagüe. Los ciudadanos que carecían de agua potable habían pasado a ser algo así como seres privilegiados ante el asalto escatológico sufrido por quienes sí tenían acceso (teórico) a ese servicio básico.
Dieciséis años más tarde, en 2006, el autor de esa hazaña del subdesarrollo resultó elegido por los peruanos como salvador de la patria. Sus votantes de la primera vuelta —un 25 por ciento del total— no habían bastado para colocarlo en la Casa de Pizarro. Por tanto, en la segunda vuelta necesitó los votos de la derecha, que había otorgado otra cuarta parte de los sufragios a la candidata socialcristiana, para vencer, por algo más de 52 por ciento contra algo menos de 48 por ciento, al comandante Ollanta Humala, campeón del nacionalismo populista.
Esta historia —más folclórica que política— resume bien la paradoja del populismo peruano: por un lado, los estropicios causados por los sucesivos populismos que ha padecido el Perú han llevado a los insatisfechos a echarse en brazos de nuevos y más radicales populismos; por el otro, algunos de los populistas de ayer han aprendido —o dicen haber aprendido— las lecciones de su pasado y tratan ahora de encerrar a la genio en la botella de la que alguna vez la dejaron escapar. Humala estuvo a punto de ganar las elecciones —y no se puede descartar que, al igual que Evo Morales, las gane en un siguiente intento— con una prédica virulenta contra una realidad que es, aunque lo ignore, el resultado de las mismas políticas que recomienda como antídoto contra la pobreza. Alan García —el populista reformado, el hombre que promete no volver a las andadas aunque conserve varios tics de antaño— pasó a ser el muro de contención contra el humalismo con el respaldo de una derecha políticamente huérfana y el alivio de unos inversores angustiados con la posibilidad de que el chavismo, que se expandía como una mancha de aceite por el continente, lograse apoderarse también del Perú. En junio de 2006, al día siguiente de la victoria de García, el analista Franco Ucelli de Bear Stearns, uno de los principales bancos de inversión del mundo, sellaba así este espectacular cambalache político en la tierra de César Vallejo: «Consideramos que el mercado dará la bienvenida al resultado electoral de ayer y dará su respaldo a los bonos peruanos».
¿Qué había ocurrido, realmente? En lo inmediato, se había producido una psicosis en medio país ante la posibilidad de que alcanzara el poder Ollanta Humala, un nacionalista que llevaba apenas un año en política y cuyos antecedentes, cuya formación ideológica, cuyas amistades peligrosas y cuya tremebunda familia apuntaban hacia una nueva aventura autoritaria. Pero también había un problema de fondo: el mismo país que en los años noventa, tras el desastre producido por el gobierno de García, había aplaudido la privatización de empresas públicas, la apertura del comercio y la instalación de capitales extranjeros en el Perú, había vuelto a experimentar su antiguo entusiasmo por el populismo, una enfermedad que, por lo visto, comparte con la malaria su vocación por la recurrencia en el cuerpo del afectado. ¿La razón? Los resultados insatisfactorios de esas reformas —mal ejecutadas, poco consistentes y acompañadas de la monumental corrupción de Vladimiro Montesinos— y el surgimiento de reclamos sociales astutamente aprovechados por los nuevos caudillos nacionalistas e indigenistas surgidos durante los cinco años del gobierno de Alejandro Toledo.
Dos factores permitieron —a duras penas— evitar que el comandante Humala obtuviese la victoria: la comprobación de que un tercio del país se ha instalado ya culturalmente en la globalización y el hecho de que el APRA, el viejo partido de Haya de la Torre, liderado por un Alan García excepcionalmente dotado para conquistar votos, mantuviera la lealtad de un número suficiente de ciudadanos. Ni siquiera puede decirse que ese 52 y pico por ciento de ciudadanos que votaron por García en segunda vuelta se inclinan por la moderación política y la libertad económica, pues el electorado aprista tiene una fuerte tendencia populista. Esa tendencia es precisamente lo que hizo decir a muchos empresarios, entre la primera y la segunda vuelta de los comicios peruanos, que resultaba una bendición que Humala tuviera que enfrentar a Alan García y no a la socialcristiana Lourdes Flores en el ballotage, pues si se hubiera dado este último escenario Humala habría tenido poca dificultad en sumar votos apristas a su alta votación de la primera vuelta. Pero la suma del tercio «globalizado» y del aprismo disciplinado bajo un García más moderado de lo que sus propias huestes quisieran produjeron in extremis la derrota de Humala.
En resumidas cuentas, todavía puede hablarse de una masa crítica de peruanos culturalmente adscritos al populismo (es verdad que forzados por unos incentivos que nacen de la estructura institucional del país), lo que se refleja adecuadamente en el Congreso emanado de las elecciones de 2006, donde las dos fuerzas que respaldaron la candidatura de Humala obtuvieron un total de cuarenta y cinco escaños (de un total de ciento veinte), mientras que el APRA posee treinta y seis. Aunque ha habido tres deserciones en el bando humalista y las dos agrupaciones que respaldaron su candidatura se han dividido, todos esos parlamentarios son de tendencia nacionalista y populista. Si se toma en cuenta que el fujimorismo logró, por su parte, hacerse con trece escaños, se tiene una idea de lo menguadas que han quedado las fuerzas que representan más claramente la democracia liberal y la economía de mercado. Este populismo cultural también se adivina en un sector amplio de la academia, la prensa y las artes, y en todos esos sondeos que delatan a una sociedad de ciudadanos solicitantes antes que una sociedad de productores. Por ello, al igual que ocurrió con Evo Morales en Bolivia, Humala o los futuros Humalas están convencidos de que obtendrán la victoria la próxima vez que lo intenten. Y por ello, aun cuando en muchos sentidos ha evitado regresar a sus viejas prácticas, en los meses que lleva en el poder Alan García ha hecho varias concesiones populistas. Las viejas tentaciones controlistas y corporativistas del APRA, un partido que en sus orígenes imitó ciertos aspectos del fascismo, también conspira contra la definitiva modernización de esa agrupación política.
MODERNIZADORES VERSUS REACCIONARIOS
El Perú, pues, no se sustrae al giro a la izquierda que se ha registrado en América Latina en este nuevo milenio, aunque por ahora ha logrado evitar que su variante más afiebrada llegue al Poder Ejecutivo. A menos que Alan García y el APRA den un nuevo giro copernicano ante la eventual presión de la calle, puede decirse que un sector de esa familia ideológica empieza a transitar hacia los pastos de la izquierda vegetariana y podría encontrar un espacio común con los sectores liberales para mantener a raya al populismo químicamente puro de los carnívoros.
Detrás de esta división entre una izquierda que transita hacia la socialdemocracia y otra que se atrinchera en la caverna hay ecos de un fenómeno que se verifica en buena parte del continente: una compleja lucha que enfrenta a los modernizadores, interesados en que América Latina fortalezca su pertenencia a la cultura occidental, y los reaccionarios, quienes no se distraen un segundo en el empeño de frenar o revertir esa tendencia. Entre los modernizadores hay sectores de centro derecha y de centro izquierda, que, a pesar de sus significativas diferencias y, a veces, sus odios tribales, tienen en común una idea clara del peligro que representa la nueva arremetida populista de los reaccionarios.
Esta tensión cultural entre modernizadores y reaccionarios ha obstaculizado el desarrollo de América Latina en los últimos años. Ella ha impedido en la mayor parte de los países que la modernización se lleve a cabo de un modo sostenido y cabal, paralizando, frenando o contaminando los esporádicos esfuerzos por dejar atrás el subdesarrollo. Todos los países latinoamericanos excepto Chile han visto caer su ingreso per cápita como una proporción del ingreso per cápita de los Estados Unidos. Un 45 por ciento de la población latinoamericana todavía es pobre y, tras un cuarto de siglo de gobiernos democráticos, los sondeos aún dejan traslucir una profunda insatisfacción con las instituciones democráticas y los partidos tradicionales. El corazón del problema está en la supervivencia del populismo. Todavía no hemos aprendido que el populismo es el culpable de haber creado sociedades de dos niveles en las cuales unos pocos privilegiados obtienen el apoyo y los subsidios gubernamentales para sus actividades, mientras que el resto enfrenta obstáculos insalvables. A pesar de esta constatación, amplios sectores de la población peruana siguen corriendo detrás del flautista de Hamelín, como esos niños que en el cuento de los hermanos Grimm se entregan a la música del visitante a pesar de que los antecedentes indican que no los va a conducir por buen camino.
El populismo, que nació como reacción contra el Estado oligárquico del siglo XIX, encarnó en su día en movimientos de masas multiclasistas conducidos por caudillos que culpaban a las naciones ricas de las penurias de América Latina y buscaban reivindicar a los pobres a través del voluntarismo, el proteccionismo y una masiva redistribución de la riqueza. El resultado fue un estado grandote y fofo, una burocracia asfixiante, la subordinación de la judicatura al mandón de turno y un sistema económico rentista y parasitario. Velasco Alvarado, en los años setenta, y Alan García, en los ochenta, encarnaron ejemplarmente el populismo peruano del siglo pasado.
El populismo está tan arraigado en la psiquis latinoamericana que continúa dominando las instituciones incluso cuando los modernizadores tropiezan con la Presidencia. A esto se debe que los años noventa —un periodo de privatizaciones y cierta liberalización económica— causaran frustración y provocaran el resurgimiento de poderosos movimientos populistas de oposición en toda la región. Y a esa tara populista instalada en el sistema político se debe que en los periodos razonables desde el punto de vista económico —como el de Alejandro Toledo entre 2001 y 2006— la pobreza no haya disminuido sustancialmente. Sin instituciones neutrales y respetadas, el capitalismo se vuelve seudocapitalismo; sin Estado de Derecho, las reformas liberales no bastan para incorporar a las masas a la economía de mercado y la globalización, y sin una reforma integral del Estado la inercia estatista sabotea las mejores intenciones. De allí que el populismo haya renacido de sus cenizas en estos años iniciales del nuevo milenio.
Un área en la que la tensión entre modernizadores y reaccionarios se vive con especial intensidad y gritería es el de la minería. El Perú es un país minero por excelencia: en los últimos quinientos años, ésa ha sido su principal exportación. Un estudio del instituto canadiense Fraser recientemente colocó al Perú entre los dos primeros países del mundo en potencial minero para la próxima década. Sin embargo, cuando analiza el trato que dan las políticas públicas a la minería, el Fraser Institute coloca al Perú en el puesto 44 de un total de 64 países.
En los años setenta, la dictadura militar progresista de Velasco Alvarado nacionalizó las minas. En los noventa, la dictadura de Fujimori las privatizó. Con buen criterio, los tecnócratas lograron —en la primera parte de ese régimen— establecer un sistema atractivo para la inversión minera, ofreciendo a las empresas que quisieran apostar por la minería la posibilidad de deducir de sus impuestos el monto de sus inversiones, además de una garantía de «estabilidad tributaria» por los próximos quince años. Unas veintisiete empresas, entre ellas algunas de las grandes corporaciones mineras del mundo, como BHP Billiton y Newmont, invirtieron en diversos prospectos en el Perú. Desde entonces, sectores significativos de la población acusan a las empresas de «no pagar impuestos», lo que no es cierto pues en 2005, por ejemplo, las mineras pagaron unos 900 millones de dólares en tributos.
Lo que sí es cierto es que la «estabilidad tributaria» hace, por ejemplo, que las empresas que se acogieron a ese sistema no tengan que pagar las regalías de 3 por ciento sobre las ventas decretada en 2004. Pero es justamente gracias a la estabilidad tributaria que se les garantizó en los contratos que esas importantes mineras han anunciado inversiones por casi 10 mil millones de dólares para la próxima década (que se suman a los 9 mil millones de dólares invertidos hasta hoy). Sin un clima atractivo para sus inversiones, esas mineras se irían a otra parte.
Desde luego, algunas de ellas tuvieron relaciones turbias con la dictadura fujimontesinista, que es quien imponía sus reglas de juego en los años noventa, pero para eso están los tribunales de justicia. Como lo están para resolver cualquier denuncia ambiental legítima. Lo que no tiene el menor sentido es que el populismo reaccionario haga lo posible para ahuyentar las inversiones, amenazando con cambiar las reglas de juego y movilizando comunidades indígenas contra las empresas mineras. Eso mismo ocurrió, por ejemplo, en la región serrana de Cajamarca en perjuicio de la mina de oro Yanacocha, que en agosto de 2006 se vio obligada a suspender todas sus actividades de forma temporal (inevitablemente, entre los demagogos que azuzaron a la población contra la mina estuvo un cura marxistón, Marco Arana, acompañado por una serie de ONGs que viven del dinero de los países ricos y explotadores).
Hay que reconocer que parte del problema tiene un origen antiguo. El hecho de que el Estado no haya reconocido derechos de propiedad privada sobre el subsuelo peruano a los campesinos que habitaban las tierras de la zona impidió que las comunidades locales pudieran participar directamente de los beneficios. De haber podido ejercer derechos de propiedad, habrían sin duda otorgado concesiones a empresas privadas con la capacidad tecnológica y los capitales que ellos no tienen. Esa transacción habría facilitado mucho la aceptación del capital extranjero en las zonas mineras y dificultado la tarea de los agitadores de plazuela. Pero esas graves fallas históricas no se corrigen matando a la gallina de los huevos de oro.
¿Quién paga los platos rotos de suspensiones como la de la mina de oro y de todas las que sin duda habrá en el futuro? Principalmente, los miles de ciudadanos empleados en Yanacocha o que dependen de empresas que prestan servicios a la compañía minera. La ironía de esta historia, por cierto, es que con estos «triunfos» lo único que logran los populistas —además de enviar a muchos peruanos al paro— es que el Estado deje de percibir ingresos por parte de las empresas paralizadas (empresas que precisamente por los altos precios de los minerales han financiado en buena cuenta el erario público en los últimos años).
Por si fuera poco y ante la incesante campaña contra la minería, las empresas decidieron por esos días —con el beneplácito de Alan García— hacer un aporte «voluntario» al Estado peruano de unos 800 millones de dólares para tratar de aplacar a los agitadores que los acusan de tener «sobreganancias» y no pagar suficientes tributos (¿quién y cómo se decide cuánto es una ganancia justa? ¿Cómo los curas medievales decidían el precio justo de un bien?). Por supuesto, no lo consiguieron: unos dijeron que era insuficiente y otros que era una forma de eludir pagar más impuestos. Aquello de la «responsabilidad social» de las empresas en este caso sólo sirvió para alimentar la irresponsabilidad antisocial de los perfectos idiotas.
EL NACIONALISMO EXTRAVAGANTE
Para que los modernizadores derroten a los reaccionarios, América Latina debe librarse del complejo populista de una vez por todas. El tránsito del populismo duro al populismo light de Alan García y otros como él es un paso adelante, pero la subsistencia de un populismo mayoritario en el país implica que el humalismo político y sociológico —al margen de la vigencia o no de la figura del propio Humala— sigue siendo un peso muerto y opera como rémora que lastra todo intento de navegar en la buena dirección. En la medida en que obliga a García, obsesionado con no permitir que sus rivales le hagan sombra, a hacer concesiones al populismo y no hacer una reforma a fondo del Estado para no ser acusado de «neoliberal», contribuye a limitar el progreso.
El Perú tiende a producir versiones especialmente extravagantes de las grandes corrientes latinoamericanas. Eso fueron, por ejemplo, Abimael Guzmán (que no podía contentarse con ser castrista y se hizo polpotiano), el primer Alan García (a quien no le bastaba un millón por ciento de inflación y se esforzó en alcanzar los dos millones), Alberto Fujimori (que no satisfecho con disolver el Congreso disolvió a su propia esposa, a quien mantuvo secuestrada en Palacio de Gobierno) y, ahora, Ollanta Humala (que además de ser nacional-populista tiene un nombre que en aymara significa «guerrero que desde su atalaya lo mita todo»). Todos parecen salidos de La vida exagerada de Martín Romaña, la novela de Bryce Echenique. Como esas caricaturas que acentúan los rasgos más notorios hasta hacer del personaje un monigote grotesco, el Perú produce versiones particularmente exageradas de las modas continentales. Humala es la más reciente.
La primera vuelta de las elecciones peruanas convirtió al nacionalista Ollanta Humala en la principal fuerza política, con el 31 por ciento de los sufragios. Fue el único candidato que en esa primera vuelta logró una presencia electoral sólida en todo el país: ganó en dieciocho de las veinticinco regiones. Sus bastiones en el sur y centro andinos, y en un sector minoritario pero significativo del cinturón urbano de Lima, son los mismos que eligieron a Alberto Fujimori y Alejandro Toledo —dos outsiders, como el propio Humala— en 1990 y 2001 respectivamente. Un candidato con una posición dominante en el sur, el centro, y el este del país, con una cuarta parte de los votos en Lima (ciudad que representa un tercio del electorado) y con cierto apoyo en las distintas provincias del norte, no podía ser derrotado fácilmente en la segunda vuelta aun si un sector amplio de peruanos miraban con espanto su alianza con Hugo Chávez y sus alabanzas a Velasco Alvarado (en la memoria de la clase media, el ex dictador militar, de tendencia socialista y nacionalista como el primer Omar Torrijos en Panamá, especie de coronel Nasser tropical, equivale a Belcebú). A pesar de que la base popular de Humala tiene más que ver con la sociología que con la ideología pues proviene de peruanos mestizos con raíces indígenas que se sienten excluidos de las instituciones prevalecientes, tanto él como el partido de García son críticos de la globalización y de lo que denominan, ay, el «neoliberalismo».
Paradójicamente, la bonanza experimentada por el Estado peruano gracias al aumento de los precios de las materias primas en los años de Alejandro Toledo fortaleció el populismo. Los minerales generaron muchos ingresos para las arcas fiscales y la administración de Toledo acumuló sustanciales reservas monetarias. En consecuencia, la población, acicateada por la prédica populista, desarrolló una expectativa ansiosa sobre esos recursos, cuyos beneficios la eludían. Aprovechando ese contexto, Humala prometía revisar los contratos de inversión extranjera, votar contra el recientemente suscrito Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y nacionalizar los recursos naturales. Lo que el cabezacaliente era incapaz de entender es que, aun en el escenario positivo del nuevo milenio, no había suficientes inversiones en el país para disminuir la pobreza y que su mensaje globalifóbico acabaría por arrojar al bebé junto con el agua de la bañera.
Tampoco entendía que el problema no era el TLC con Estados Unidos sino cómo lograr que un país que ocupa el puesto 68 en los rankings de competitividad internacional aproveche bien la oportunidad del mercado más grande del mundo. ¿Hay crimen económico mayor que provocar la disminución de la inversión en un país donde de por sí la inversión total no supera el equivalente a 18 por ciento del PIB? El comandante Humala, que tanto despotricaba contra Chile —el coco peludo de su infancia—, no se daba cuenta de que en ese país austral el nivel de inversión equivale a 25 por ciento del tamaño de su economía o, por ejemplo, que en los países asiáticos exitosos se acerca a 30 por ciento. Lo que en la práctica proponía, pues, era que la distancia económica entre Chile y Perú se ampliara… en favor de Chile. Llama la atención que no hubiera una corriente de opinión en Santiago para erigirle un monumento.
El tema de la ley y el orden —o mejor dicho, de la inseguridad ciudadana, que el Perú comparte con buena parte de América Latina en estos tiempos— también ha jugado a favor del humalismo en los últimos dos años, aun cuando en las elecciones locales de fines de 2006 el nacionalismo fuera desplazado en muchos lugares por la fragmentación política del país, expresada en movimientos regionales. Se trata de un drama que para millones de habitantes de los barrios marginales ha pasado a ser aún más urgente que el del desempleo o subempleo. El crimen y la violencia que se registra en los vecindarios pobres ha tenido una respuesta insultantemente ineficaz por parte del Estado. Desesperados por la ausencia de protección oficial, muchas personas toman la ley en sus propias manos. De allí los linchamientos que a menudo ensangrientan los noticieros de televisión, en los que unas jadeantes reporteras se encargan de dramatizar los hechos todavía más. La figura del comandante Humala, que propone orden en una democracia caótica e insegura, inevitablemente ha despertado simpatías entre los más desesperados. Angustiados, quieren poner al zorro a cargo del gallinero y al gato a cuidar la despensa. Este contexto es el que, en los comienzos de su gobierno, llevó a Alan García a sacarse de la manga la propuesta de implantar la pena de muerte para violadores, provocando un patatús en varios de sus ministros y un sector de la opinión pública, mientras que en la población cundió el entusiasmo. Alguna magistrada escandalizada con la propuesta y el argumento de que una mayoría se inclinaba por ella, recordó que a veces las masas se equivocan: «No olvidemos que el pueblo escogió a Barrabás en lugar de Jesús».
Los Humala son una versión caricatural del nacionalismo indigenista que se ha puesto de moda en la zona andina de Sudamérica. Hay que hablar así, en plural, porque Humala nunca fue uno, sino varios. Uno de sus muchos hermanos, Antauro, hoy preso por la muerte de cuatro policías durante una asonada mediática acaudillada por él en la serrana localidad de Andahuaylas, fue quien instaló la causa de los Humala en la conciencia de los peruanos durante los años en que 011anta servía como agregado militar en París, primero, y luego en Seúl. El padre, Issac, viejo comunista y creador del Centro de Estudios Etnogeopolíticos, formó a todos sus hijos inculcándoles sus esotéricas elucubraciones y es el ideólogo del humalismo aun cuando las exigencias tácticas de la campaña llevaran a 011anta a pedirle que cerrara el pico a última hora. A varios de sus hijos los convenció desde muy niños de que serían presidentes, lo que quedó demostrado cuando un tercer hermano, Ulises, irrumpió también como candidato en la campaña, acusando a 011anta de ¡moderado y vendepatrias!
La tesis que Isaac pregona es sencilla y de una sinceridad que desarma: «Somos racistas, por supuesto. De las cuatro razas que existen en el mundo, la cobriza es la marginada. Nosotros la reivindicamos». La madre de Ollanta, Elena Tasso, una frágil señora en cuyos ademanes delicados nadie adivinaría a una fiera agazapada, propuso fusilar homosexuales, repitiendo el fulminante ofrecimiento electoral que ya Antauro había hecho en su pasquín Ollanta, lo que llevó a algún malvado a preguntarse si había municiones suficientes en la armería nacional para acometer empresa tan abundante.
El teniente coronel 011anta Humala y el mayor Antauro Humala saltaron a una efímera fama a fines de 2000, cuando se alzaron contra Alberto Fujimori —cuyo gobierno dictatorial ya daba sus últimas boqueadas— desde un fuerte del sur del país, no lejos de la frontera con Chile. Durante algunos días recorrieron parcialmente los departamentos de Tacna y Moquegua lanzando proclamas «etnocaceristas» en memoria de Juan Avelino Cáceres, un héroe nacional que dirigió una guerra de guerrillas contra la ocupación chilena a fines del siglo XIX. En el trayecto, los hermanos fueron perdiendo a casi todos los soldados que los habían acompañado en los comienzos de su aventura, pero el nombre de los Humala se instaló brevemente en el imaginario colectivo. Luego de ser amnistiados por el gobierno interino que siguió a la fuga de Fujimori al Japón y cuando los vertiginosos acontecimientos de la transición democrática habían hecho olvidar la quijotada humalista, Antauro fundó un movimiento «etnocacerista» para el cual reunió a un número importante de reservistas a los que dividió en células y que tuvieron la misión de repartir su libelo por el sur del país, la zona que concentra la mayor pobreza y la mayor cantidad de indígenas. Antauro sostuvo siempre que actuaba como representante y subordinado de Ollanta, su hermano mayor, que en ese momento no llegaba a los cuarenta años. Sus varios años de prédica y esfuerzo organizativo llevaron a Antauro a la cárcel nuevamente, esta vez por la astracanada pseudogolpista de Andahuaylas, que su hermano, desde Seúl, detuvo por teléfono cuando ya estaba derrotada. Poco después, utilizando un pretexto burocrático, Ollanta se enfrentó a la jerarquía bajo la cual había servido durante el gobierno de Toledo y aterrizó en Lima, donde inició su campaña. Un año después, esa campaña, a la que nadie dio al comienzo la menor importancia mientras el ex teniente coronel recorría la sierra andina construyéndose una imagen sobre la base del trabajo que su hermano Antauro había realizado en los años precedentes, lo colocaría a un centímetro de la Presidencia de la República.
CAUSAS ESOTÉRICAS
Muchos países experimentan hoy un renacimiento de ideologías esotéricas —tan enredadas como esos futbolistas que se marcan solos cuando exageran la pirueta— empeñadas en enfrentar a la población indígena con lo que consideran los falsos valores de la civilización occidental a la que el continente americano pertenece desde el siglo XVI. Los galimatías antioccidentales que ciertos charlatanes incontinentes esparcen por aquí y por allá en el fondo esconden resentimientos y desconfianzas hacia lo que no entienden o no conocen, y hacia el éxito ajeno. Que ciertos manipuladores intelectuales pretendan dar a estas paparruchadas el prestigio de una ciencia social no quita que se trate de una colosal mentira política, y como tal, de un invento muy pernicioso. El indigenismo ideológico ha acabado por encauzar la legítima frustración de masas que no han sido aún incorporadas a la modernidad hacia un enfrentamiento con los sectores que representan el verdadero progreso.
En ninguna parte se vive esta definición cultural de una manera más explosiva que en los países andinos, con sus antiguas raíces indígenas, y en cierta medida en México. Venezuela y Bolivia ya han tomado el camino equivocado, pero en ambos países muchos ciudadanos intentan valerosamente revertir esa tendencia. Ecuador podría seguir el ejemplo (y ya lo intentó en 2000, cuando la CONAIE indigenista se cargó al mandatario Jamil Mahuad y abrió las puertas del poder al golpista y ex militar Lucio Gutiérrez, que sin embargo acabó delatándose como un «occidental» infiltrado tácticamente entre los indigenistas, a quienes luego dejó con las nalgas al aire). En el Perú, el fenómeno de Humala acabó de dar una expresión política de masas a los adversarios de la cultura occidental.
Detrás de la fractura étnica atizada por el nacionalismo se esconde una estafa intelectual. Cualquiera que haya viajado por los Andes comprende que los indios y mestizos desean ser propietarios, comerciar, cooperar pacíficamente y, sí, practicar sus muchas y ricas costumbres, como cualquier otro pueblo de la Tierra. No desean un caudillo autoritario que expropie y politice cada aspecto de sus vidas en nombre de la liberación cobriza (por lo demás, desde un punto de vista racial, lo que hay es una mescolanza generalizada, como dice la versión peruana de un dicho universal: «El que no tiene de inga, tiene de mandinga»). A los electores peruanos les asiste la razón cuando expresan cierto despecho contra la instituciones existentes y se sienten excluidos del ámbito de las oportunidades en una nación donde el 98 por ciento de las empresas —unos 3 millones de negocios— se ven forzados a operar fuera de la ley y por ende a producir insuficiente riqueza, mientras que apenas el 2 por ciento actúa bajo protección legal. Pero ésa es la culpa del populismo, no del liberalismo. El remedio de Humala terminaría por darle el beso de la muerte al sufrido paciente.
Lo que proponía —y sigue proponiendo— el humalismo, junto con sus epifenómenos regionales, es muy parecido a lo que hizo Hugo Chávez: una nueva asamblea constituyente para cambiar las reglas de juego y copar las instituciones con sus miñones. En el Perú ha habido más constituciones que presidentes democráticos, pero Humala sabe que esta fórmula adánica y rupturista es la manera de concentrar el poder. La idea es que una vez que se instale una asamblea constituyente se haga una convocatoria electoral a fin de elegir un nuevo Congreso, que a su vez produciría una mayoría ampliada, suficiente para ir extendiendo los tentáculos del mandón por la judicatura, los entes electorales, la economía y los medios de comunicación. No es casualidad que Humala —el teórico azote del «fujimontesinismo»— se rodeara de un entorno que incluía ex militares cercanos a la estructura de poder de Vladimiro Montesinos, como el coronel del Ejército en retiro Adrián Villafuerte, expertos todos ellos en socavar instituciones republicanas desde el poder.
Los nacionalistas proponen también la «nacionalización» de la economía, aunque, a tono con el lenguaje eufemístico de la izquierda posmoderna, aseguran que no quiere «estatizar» empresas. Con ello, lo que quieren decir es que basta que el Estado se declare dueño de los recursos, cobre impuestos confiscatorios, determine los precios y controle un porcentaje de la propiedad de las compañías que invierten en los recursos naturales, especialmente los mineros. Los gringos —gente práctica, al fin y al cabo— tienen un dicho: «Si camina como pato y grazna como pato, tiene que ser un pato». Pasa lo mismo en el campo político: si arrebata empresas como un estatista, tiene que ser un estatista. La diferencia con Velasco Alvarado, el general que dirigió una dictadura militar de corte socialista entre 1968 y 1975 y ante quien Humala se pone de hinojos, es el uso del lenguaje. Humala prefiere un lenguaje New Wave, con coqueterías posmodernas que consisten en no llamar a las cosas por su nombre (versión actualizada del clásico Newspeak orwelliano). Lo mismo hizo el boliviano Evo Morales en su campaña al asegurar que su promesa de «nacionalizar» el gas natural no implicaba expropiar las acciones de las empresas privadas. Una vez que llegó al poder, «nacionalizó» también la propiedad de esas empresas, reservando la mayoría de las acciones para el Estado.
¿Y LOS DERECHOS HUMANOS?
Durante los años ochenta y noventa, con no poca razón, la izquierda peruana vituperó los abusos cometidos por los militares que combatían a Sendero Luminoso, causante de la guerra. Con honrosas excepciones, tras el ocaso electoral del marxismo —que en sus buenos tiempos había alcanzado el tercio de los votos con Alfonso «frejolito» Barrantes— esa misma izquierda acabó reciclándose tras la candidatura de Humala. También la izquierda continental se subió a su carro. El hecho es tanto más enternecedor cuanto que pesan sobre Humala graves acusaciones por violación de los derechos humanos durante sus años de lucha antisubversiva en la década del noventa y está siendo judicialmente procesado por ello.
Cuando el comandante se hizo con el primer lugar en los sondeos en 2006, surgieron diversos testimonios de pobladores que habían tenido relación con el «capitán Carlos», un alias utilizado por Humala y otros tres jefes de la base antisubversiva de Madre Mía, en la zona selvática del Alto Huallaga. Los testimonios hablaban de hechos ocurridos en 1992, precisamente el año del golpe de Alberto Fujimori contra la democracia peruana, cuando Humala era jefe de la base. Los familiares de algunas personas torturadas o desparecidas señalaron al líder nacionalista como responsable de actos criminales (en esa misma localidad, curiosa variante del Síndrome de Estocolmo, Humala obtuvo la victoria en los comicios de 2006).
Como ha escrito el periodista de investigación Ángel Páez, Humala se graduó como artillero en la Escuela Militar de Chorrillos en 1984 pero su hoja de servicios no indica qué hizo en 1983. Y es que, como apunta el periodista, entre octubre y noviembre de ese año realizó un curso en la Escuela de las Américas, el centro militar estadounidense donde muchos oficiales latinoamericanos se entrenaron en el marco de la lucha contra el comunismo y que ha sido uno de los blancos más insistentes del antiimperialismo latinoamericano. La organización School of Americas Watch (SOAW), que lleva un catastro de los militares preparados en esa escuela, incluye a Humala entre sus graduandos: el mismo personaje al que la izquierda entregó su corazón en el año 2006 y que, junto con Hugo Chávez y Evo Morales, ha formado algo así como el trío de los carnívoros andinos para solaz de una amplia fauna política e intelectual latinoamericana súbitamente comprensiva con los excesos de la lucha contra el terror.
Un sector de la izquierda peruana formó parte de la Comisión de la Verdad y Reconciliación nombrada por el gobierno interino de Valentín Paniagua tras la caída de Alberto Fujimori, y luego ratificada por Alejandro Toledo. Esa comisión hizo un buen trabajo, documentando una guerra de dos décadas durante la cual la vesania de Sendero Luminoso, organización que provocó y llevó a su infernal extremo ese conflicto, recibió una respuesta indiscriminada de los militares peruanos que afectó a sectores ajenos al terrorismo. En el archivo de los casos que la Comisión de la Verdad y Reconciliación no pudo terminar de investigar, figura el de dos personas —Natividad Avila y Benigno Sullca— desaparecidas en Madre Mía por obra del «capitán Carlos» el 17 de junio de 1992, fecha en que Humala era el jefe de la base antisubversiva de dicha localidad. Ese día también fue detenido Jorge Avila, hermano de Natividad, a quien no mataron. Durante la campaña electoral de 2006, Jorge Avila afirmó que el «capitán Carlos» fue el autor del asesinato de su hermano y su cuñada.
Ante la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Teresa Ávila, hermana de Natividad, había dicho anteriormente que, aquel 17 de junio de 1992, cuando supo que su hermana había sido detenida, acudió a ver al «capitán Carlos» para pedirle que la liberara, pero él se negó a hacerlo. Años después, en plena campaña, Teresa Avila acusó directamente a Humala: «Tú eres el capitán Carlos, yo te conozco» (extrañamente, los Avila, que hicieron una denuncia penal contra Humala, se retractaron. El diario La República encontró que Jorge Avila había percibido ingresos extraordinarios entre su denuncia original y su posterior retractación).
Cuál fue la reacción de la izquierda, implacable cancerbera de las libertades civiles? ¿Saltó como fiera al pescuezo del candidato Humala, acusándolo de ser un nuevo Pinochet, la nueva encarnación del gorilismo latinoamericano? No, limpió sus culpas y relativizó los hechos señalando —no sin razón— que en época de Alan García se habían cometido matanzas de pobladores que la Comisión de la Verdad recogía en detalle (como la de la localidad serrana de Accomarca, ocurrida en 1985). Descubriendo súbitamente el principio de que se es inocente mientras no se demuestre lo contrario, la izquierda nacionalista puso en escena una suerte de kabuki moral consistente en decir que el «capitán Carlos» no había sido el sobrenombre de uno sino de cuatro oficiales, y por tanto el acusado no tenía por qué ser 011anta Humala; las fechas, sin embargo, apuntaban contra un individuo en particular —y no contra cuatro posibles— agazapado detrás de la máscara teatral de la guerra antisubersiva. Durante los años de Sendero Luminoso, ninguna causa había sido más y mejor utilizada por la izquierda peruana —con la puntual caución de la izquierda internacional— que la de la «guerra sucia» y la violación de los derechos humanos. Allí tenían, a las puertas del poder, a un soldado directamente cuestionado por los familiares de las víctimas. ¿Qué hacían los valientes justicieros? Pues mostrarse enternecedoramente comprensivos y perdonavidas con el ex teniente coronel que los podía llevar de la mano al poder.
No menos curioso que este reciclaje de cierta izquierda en torno al militar peruano es el recetario nacionalista que alienta al numeroso movimiento humalista, especialmente en lo concerniente a la «nacionalización» de la economía y la hostilidad contra Chile. Sus propuestas —escapadas del Manual del perfecto idiota— ya han sido llevadas a la práctica por diversos gobiernos populistas en el pasado (incluyendo el de Alan García). Todas experimentaron un minucioso y diligente fracaso.
LA SOMBRA DE VELASCO
La economía fue «nacionalizada» en la década de 1970 por Velasco Alvarado, el prototípico militar «progresista», que expropió o creó más de doscientas empresas públicas y acabó con la presencia extranjera en las áreas que más excitan las glándulas salivares de los nacionalistas: los recursos naturales. El resultado fue el colapso productivo peruano, al punto que en 1990 Alberto Fujimori, un desconocido nisei súbitamente convertido en presidente por esas cosas de la democracia latinoamericana, tuvo que venderlas al por mayor. La «nacionalización» de las grandes haciendas, incluyendo las que exportaban sus productos exitosamente, desembocó en una hecatombe agraria. La descapitalización de la agricultura llevó a los campesinos supuestamente beneficiados con la reforma agraria a parcelar las tierras, hartos de las cooperativas burocráticas, privatizándolas a escondidas de la ley.
En cuanto al odio antichileno, las bravatas del nacionalismo peruano resultan aún más enigmáticas, teniendo en cuenta la experiencia no tan lejana. En los años setenta, el general Velasco estuvo a punto de ir a la guerra con el vecino del sur, a quien el Perú no le perdona la victoria en la Guerra del Pacífico, un conflicto doloroso en el que los peruanos intervinieron para defender a Bolivia y acabaron siendo víctimas de una ocupación de tres años. El resultado de esta hinchazón de pecho nacionalista por parte de los cuarteles progresistas fue que Augusto Pinochet tuvo un perfecto pretexto para fortalecer su arsenal, práctica que la democracia chilena ha continuado con beneplácito de Washington, que considera a ese país bastante fiable (un porcentaje de la renta cuprífera se dedica por mandato constitucional a la modernización y puesta al día del armamento de las Fuerzas Armadas de Chile). La gracia de Velasco disparó el armamentismo chileno.
Lo que la testa del comandante 011anta Humala no capta todavía es que el siglo XXI es el de la eliminación de las fronteras. Su alborotado magín, poblado de telarañas del siglo XIX, atesora la idea de que un país es más próspero mientras más territorio ocupe y más digno mientras más elevadas sean las murallas fronterizas. Por eso se opone —y se oponen muchos peruanos que no son humalistas pero tienen el mismo prejuicio— al Tratado de Libre Comercio que Chile y Perú suscribieron en 2006 (aunque la parte peruana, para evitar suspicacias, le cambió el nombre y en lugar de «TLC» usó la intragable fórmula «Acuerdo de Complementariedad Económica Ampliado»).
Ajeno a la evidencia de que Perú y Chile tienen mucho más que ganar mientras más se integren, el comandante Humala considera que los 4,500 millones de dólares que los chilenos tienen invertidos en el Perú hieren la dignidad nacional y que los poco menos de 2 mil millones de dólares de intercambio comercial entre ambos países suponen una concesión humillante por parte de Lima. Lo subleva el hecho de que Lan, la empresa de capitales chilenos, sea la compañía aérea más importante del país (de allí su obsesión con crear una línea «de bandera», olvidando el fiasco que resultó la hoy fenecida Aero Perú). En su revuelta cabecita no cabe la idea de que si Chile puede hacer operar una línea aérea que transporta a ciudadanos peruanos al exterior y a ciudadanos extranjeros al Perú su país resulta espléndidamente beneficiado con ese servicio aun cuando uno de los dueños de la empresa sea un señor llamado Sebastián Piñera, nacido unos kilómetros más al sur.
Por cierto, los peruanos han perdido mucho tiempo librando guerras de orgullo contra Chile, como la del pisco, cuyo origen ambos se disputan. Aunque el pisco original es peruano, es Chile quien más lo ha desarrollado, al punto que hoy produce 50 millones de litros y el Perú apenas tres. En parte la culpa la tiene el general Velasco Alvarado, que destruyó la agricultura peruana, incluida la viticultura, en los años setenta. Los chilenos, en cambio, iniciaron una gesta empresarial y una campaña de promoción mundial que al final les rindió frutos. El Perú debería más bien aprovechar el mercado chileno para su pisco, pues son pocos los chilenos que no piensan que el pisco peruano es mejor.
Las mismas genialidades de Humala y varios líderes regionales pensaba hace unos años Alan García, y ahora las piensa menos. El mandatario no cree ya en la inflación como agente del crecimiento económico, ni en la estatización o nacionalización de empresas como acto de dignidad nacional. Tampoco cree que el capital extranjero sea la peste bubónica. Y por ahora parece haberse dado cuenta de algo que muchos peruanos, incluyendo personas y organizaciones que en otros asuntos tienen posturas razonables, no entienden todavía: que al Perú le interesa tener buenas relaciones con su vecino del sur. Los ocho años de exilio en la época de Fujimori y la larga travesía del desierto de su partido en los años noventa le han enseñado a entender mejor las claves de la era moderna. Acaso también haya servido la invitación que le hicieron los chinos para que aprendiera cómo se hace capitalismo bajo el comunismo.
Sin embargo, no es ocioso recordar que, al igual que otros socialdemócratas que han alcanzado la pubertad intelectual, García todavía tiene que desprenderse de algunas creencias o prácticas que le impiden dar el salto mental definitivo a la modernidad. Subsiste en él una tendencia caudillista que lo tiende a colocar por encima de las instituciones, lo que hace difícil que éstas se fortalezcan, y una tendencia clientelista que le impide separar a su partido del Estado que le toca administrar. También salen a relucir de tanto en tanto los instintos controlistas, como se vio con la iniciativa para estatizar indirectamente a las ONGs. En los primeros días de su gobierno, algunas anécdotas ilustraron cómicamente estas tendencias. El día de la toma de posesión, una turba aprista autorizada por los jefes tomó parte de las instalaciones del Palacio de Gobierno, bloqueando el ingreso de los nuevos ministros. En la confusión, la ministra de Justicia, ex presidenta de la Corte Superior de Lima, perdió los zapatos y debió recorrer descalza un largo trecho ante las morbosas cámaras de televisión pidiendo que alguien la rescatara de semejante trance. En un momento dado, el primer ministro, preocupado por los pies de su consejo de ministros, terció en la búsqueda infructuosa.
Una semana después, la misma ministra se vio desesperada ante la imposibilidad de nombrar a sus colaboradores porque el viceministro, un tal Eduardo Gordillo, un aprista con carnet de barbas palestinas, decidió colocar a sus compañeros de partido en los puestos que la jefa tenía reservados para gente de su confianza. Algunos medios periodísticos recogieron la queja de que tres de las personas a las que había traído al ministerio habían tenido que volver a su antiguo trabajo porque otros ocupaban sus puestos. A la ministra la habían dejado sin zapatos por segunda vez. La anécdota demostró al país el esquema político-administrativo puesto en práctica por el APRA: en todas las instancias de la administración donde Alan García nombró independientes, nombró también a un compañero encargado de limitar el radio de acción del jefe o la jefa mediante la colocación de adláteres vigilantes (el viceministro Gordillo tuvo que renunciar algunas semanas después por un escándalo no relacionado con este asunto).
La utilización del Estado como botín político tiene varias implicancias. La más importante es que el Estado pierde su condición de entidad neutral, encargada de aplicar la ley sin distingos. Una vez que ese principio es violado, el Estado de Derecho se resiente porque todo —desde la administración de justicia hasta el mundo de los negocios— pasa a depender de los criterios políticos que reinan en la administración pública. El caudillismo —la superioridad del líder sobre las instituciones— y el clientelismo —el uso del Estado como agencia de empleos del partido y de sectores afines— son dos de las principales causas del subdesarrollo latinoamericano. Aun si un gobierno invita al capital extranjero y administra la hacienda pública sin desequilibrar el presupuesto, el caudillismo y el clientelismo pueden frenar el desarrollo de un país. Cuando el general Oscar R. Benavides, caudillo peruano de las primeras décadas del siglo XX, dijo «para mis amigos todo, para mis enemigos la ley», estaba resumiendo el ADN del Estado peruano antes y después de su paso (marcial) por el gobierno. Se ha puesto de moda, en el Perú, visitar a Alan García en Palacio de Gobierno antes de hacer una inversión. El caudillo —y no las instituciones— es quien da o no da garantías en el país.
En las postrimerías del gobierno de Alejandro Toledo, Alan García denunció que esa administración había contratado a más de 100 mil nuevos empleados públicos (el Estado central peruano contaba ya con alrededor de 800 mil). Muchos tomaron esa declaración como indicación de que el líder aprista había sufrido un ataque de cordura y señalaron el contraste entre esa profiláctica actitud frente a la burocracia y lo ocurrido durante su anterior gestión, cuando él y los suyos la inundaron de apristas. El inicio de su gobierno ha hecho temer que la tendencia a mamar de las ubres del Estado siga presente en el partido de Haya de la Torre. Si se considera que García es un caudillo implacable al interior de su organización, es evidente que sólo él puede detener esa costumbre. De lo contrario, querrá decir que sus denuncias contra el clientelismo de Toledo eran interesadas y que en verdad el aspirante a volver al poder lo que quería era que les hicieran campo a él y los suyos.
LA TENTACIÓN DE GARCÍA
También es importante que García evite la tentación de interferir excesivamente en la economía para tratar de ganarle espacios al humalismo en la zona andina. En estos primeros meses de su gobierno ha autorizado varias iniciativas de su partido en el Congreso tendientes a revertir lo que se ha avanzado en materia de libertad económica en los últimos años. Algunas han sido detenidas por la ola de críticas que ocasionaron, pero las señales ambiguas han provocado desconcierto en los agentes económicos y sociales. Un ejemplo de ello es la iniciativa para eliminar lo que el APRA llama el «despido arbitrario» y reinstalar en el Perú, en la práctica, la mal llamada «estabilidad laboral» que provocó un desempleo masivo en los años setenta y ochenta. La legislación laboral peruana ya es de las más restrictivas de América Latina y si algo necesita es modernizarse para que las empresas contraten más trabajadores en lugar de iniciativas que harían más costoso emplear personal. También es un monumental despropósito permitir que los peruanos que están en el sistema privado de pensiones regresen al sistema estatal, que fue un auténtico desastre.
En los años sesenta, el historiador estadounidense Carroll Quigley explicó en The Evolution of Civilizations que la decadencia comienza cuando las normas sociales surgidas para atender necesidades sociales se convierten en instituciones que atienden sus propias necesidades. Ésa es, precisamente, parte de la falla de América Latina. La desconexión entre las instituciones oficiales y las necesidades sociales —hija de tanto caudillo y tan poco Estado de Derecho— ha arrojado a muchos en manos de líderes que propugnan una ruptura con los valores occidentales (que, por supuesto, no son exclusivamente «occidentales» sino abiertos a quien quiera hacerlos suyos). El desafío es sanar la fisura, no ampliarla como lo propone Humala y como quisiera un sector del APRA.