Los diez libros que le quitarán la idiotez

La idiotez política no es una enfermedad incurable. Los autores de este libro, humildemente, podemos dar testimonio personal de ello. Es verdad que la idiotez política puede tener momentos de gran virulencia. Virulencia viene de virus, que es la forma en que se propagan algunas ideas absurdas. Los accesos a veces son tan fuertes que hasta hay idiotas que se curan y luego padecen recaídas. Gentes que abandonan el comunismo juvenil, pero luego, durante la madurez, suscriben con entusiasmo el sandinismo y el zapatismo, o comprenden dulcemente las razones de las guerrillas narcoterroristas de las FARC. ¿Quién los entiende? Sin embargo, hay cura. ¿Cómo? Observando la realidad y examinando argumentos racionales. Ésa es la terapia. La medicina no es infalible, porque hay muchas personas indiferentes a la realidad o a los razonamientos bien fundamentados, pero generalmente da resultado.

Naciones Unidas ha clasificado metódicamente a los países más ricos y más pobres del mundo. Se trata de un índice de desarrollo económico y social, de calidad de vida, que tiene en cuenta desde el per cápita hasta la existencia verificable de derechos humanos. La realidad coloca ante nuestros ojos a las treinta naciones más prósperas del planeta y en todas ellas vemos propiedad privada y libertades económicas y políticas sumadas a notables síntomas de apertura y vinculación internacional: la vilipendiada globalización. En el otro extremo, en el de la pobreza, la realidad exhibe a las treinta naciones más pobres del mundo, e invariablemente vemos estatismo, torpes burocracias públicas empeñadas en dirigir la economía y gobernantes que restringen paranoicamente los lazos exteriores.

La realidad, por ejemplo, nos muestra el enorme contraste entre las dos Coreas. La del norte, la colectivista, es un manicomio empobrecido en el que lo único que abunda es el hambre. La del sur, la de la empresa privada y el mercado, en cambio, es una vibrante sociedad del Primer Mundo. La realidad nos enseña que el socialismo africano, también basado en premisas colectivistas, destruyó la ya muy frágil economía de ese continente. Por la otra punta, la realidad probó que cuando Chile, Irlanda, Nueva Zelanda o la India abandonaron la vieja visión intervencionista e inflacionista heredera de diversas supersticiones socialistas, dieron un notable salto hacia la disminución de la pobreza. Hay docenas de ejemplos parecidos.

Pero a la realidad hay que hacerla comprensible. No basta con observar que las semillas germinan cuando llueve. Hay que explicar por qué y cómo sucede ese «milagro». Por eso este libro culmina con la recomendación de diez libros que aportan precisamente eso: una mirada inteligente y profunda al fenómeno de la creación y la destrucción de la riqueza. Podían ser cien, o mil, pues es muy abundante la literatura de la libertad, pero bastan estos diez. Si hace una década, en el Manual reseñamos los diez libros que conmovieron a nuestros idiotas latinoamericanos y contribuyeron a cimentar sus insensateces, nos parece justo y constructivo que esta nueva obra aporte un antídoto capaz de curarlos, o de «desasnarlos», como dicen en España. El orden en que aparecen mencionados, por cierto, no es importante. Pueden leerse como mejor le plazca al lector.

Camino de servidumbre

En 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, el economista austriaco Friedrich A. Hayek publicó en Inglaterra, donde vivía, un libro de divulgación sobre las nefastas consecuencias de la planificación socialista. La obra, escrita para el gran público, se titulaba The road to serfdom o Camino de servidumbre, y fue un éxito instantáneo que lanzó a la fama a quien, hasta entonces, había sido un brillante teórico apenas leído por especialistas. La tesis del libro se podía resumir en pocas palabras: la planificación socialista de la producción y el consumo conducía inevitablemente a la tiranía.

En ese momento la obra de Hayek resultaba tremendamente atrevida por, al menos, dos razones fundamentales: se enfrentaba a los muy populares planificadores económicos que durante la guerra habían dirigido la producción de bienes y servicios de todos los países involucrados en el conflicto, y, lo que era más importante, colocaba en la misma balanza a los enemigos nazis y a los aliados comunistas, pues ambas formaciones ideológicas, variantes de la misma tonada socialista, mucho más próximas de lo que casi nadie entonces aceptaba, participaban del culto a los Estados centralizados, el control de precios y la planificación.

Desaparecida la unidad nacional forjada por las necesidades de la guerra, era predecible que surgieran conflictos entre agentes económicos que poseían intereses encontrados. Lo que resultaba conveniente para los granjeros acaso no lo era para los obreros, lo que pretendían los industriales (intereses bajos) era contrario a lo que deseaban los financieros, mientras exportadores e importadores jamás se pondrían de acuerdo sobre la tasa adecuada de aranceles. Y si, en lugar de depender de las fuerzas del mercado, el planificador intentaba imponer su criterio, aunque éste estuviera teñido de buena voluntad, acabaría recurriendo a la fuerza y a la coacción para lograr sus objetivos, dando lugar a la aparición de dictadores y déspotas que construían partidos dogmáticos y, mediante la violencia, se apropiaban de todos los recursos del poder para poder someter a la obediencia a sociedades inconformes con la escasez, la arbitrariedad y la ineficiencia inherentes al socialismo.

Lo que sucedió después de la guerra le dio la razón a Hayek. En todas las latitudes y en todas las culturas, el socialismo, al menos en su variante comunista, derivó en tiranía. Los eslavos de Polonia y Checoslovaquia, los alemanes del Este, los coreanos del norte de la Península, los chinos de Mao, posteriormente la Cuba de Castro y la Nicaragua sandinista, pese a sus diferencias, desembocaron en los mismos calabozos. Igual sucedía en el mosaico yugoslavo, hecho de retazos cristianos e islámicos, en la Rumanía latina y en la Albania de cultura turca. Ocurría siempre, independientemente de la cultura o de la raza de la sociedad, y no sólo por designio leninista, sino porque el sistema comunista resultaba tan contrario a la razón y al sentido común que sólo se podía imponer con el terror y los paredones de fusilamiento.

Otras dos ideas de Hayek, muy relacionadas con el contenido de Camino de servidumbre, son la del «orden espontáneo», cercana a «la mano invisible» Adam Smith, y la de «la fatal arrogancia», muy influenciada por su maestro Ludwig von Mises. Con su «orden espontáneo» Hayek establece, convincentemente, que las acciones de los seres humanos, libremente realizadas en el mercado, generan resultados generales mucho mejores que las diseñadas por los planificadores. Para Hayek, los precios, cuando los determina el mercado, constituyen una suerte de lenguaje que resume el conocimiento disperso en la sociedad y hace posible un cálculo racional para guiar los procesos productivos. La «fatal arrogancia», por el contrario, es esa necia creencia de los planificadores colectivistas en que ellos pueden sustituir la creatividad y acumular todo el conocimiento sobre necesidades y deseos de la sociedad, y pueden calcular costos y asignar precios, sustituyendo artificialmente al mercado, sin admitir que la experiencia demuestra que esa ingeniería económica artificial tradicionalmente ha conducido al desastre.

Friedrich A. Hayek fue testigo de la Primera y Segunda guerras mundiales y luego la Guerra Fría. Nació en Viena, Austria, en 1899, y murió en Friburgo, Alemania, en 1992. Forma parte de lo que se conoce como «escuela austriaca». Se doctoró en Derecho y Ciencias Políticas, pero se formó como economista junto a su maestro Mises. La mayor parte de su vida intelectual transcurrió en Gran Bretaña y Estados Unidos. Sus trabajos técnicos más sobresalientes en el terreno de la economía estuvieron relacionados con los ciclos económicos y con la refutación de las teorías de Keynes, pero su enorme influencia en el mundo político proviene de su carácter de pensador y filósofo liberal, especialmente por dos de sus libros: Camino de servidumbre y La constitución de la libertad, obra esta última que se convirtió en el libro de cabecera de Margaret Thatcher. En 1974, tras décadas de desdén académico por su oposición al socialismo y su defensa del «orden espontáneo» surgido del mercado, recibió el Premio Nobel de Economía. A partir de ese momento su prestigio fue ascendiendo. Poco antes de morir vio enterrar a la Unión Soviética bajo el peso de los inmensos errores y crímenes de los comisarios y planificadores.

El cero y el infinito

En 1940 el húngaro Arthur Koestler, exiliado en Inglaterra, publicó una impactante novela que en inglés llevaba el título de Darkness at noon, algo así como oscuridad al mediodía, pero en francés optaron por llamarla Le zero et l’infini, y de ahí se tradujo al español como El cero y el infinito. No obstante, ésa no fue la única rareza lingüística que nos depararía la obra. Koestler la escribió originalmente en alemán, una de las lenguas que dominaba, y enseguida se tradujo al inglés, de donde luego se llevó al resto de los numerosos idiomas en que se publicara, incluido el alemán.

El cero y el infinito explora brillantemente la vida, las contradicciones y la muerte del camarada comunista Nicolás Salamanovich Rubashov, personaje de ficción que encarna a una de las tantas víctimas de las purgas estalinistas de los años treinta. El viejo bolchevique, tras varias décadas de militancia, se ve confinado a una celda solitaria, acusado de crímenes que no cometió, pero la injusticia de que es víctima no es suficiente para hacerlo romper con la doctrina, aunque la constante introspección a que se somete consigue proporcionarle algo más importante: descubre que su «yo» individual vale más que el «nosotros» en que las personas se disuelven dentro del comunismo. El cero es ese individuo que el partido intenta transformar en una multitud infinita sin rostro ni convicciones propias. Finalmente, Rubashov reconoce sus falsos crímenes (como sucedió con miles de víctimas de los procesos estalinistas), y encuentra en esa fraudulenta admisión cierta paz interior, hasta que es ejecutado.

La importancia literaria de esta obra no puede separarse de la cuestión ideológica. Koestler hace en ella un profundo alegato contra el comunismo, pero no desde el punto de vista de las ideas de Marx, y ni siquiera de los planteamientos de Lenin, sino desde la perspectiva psicológica. El comunismo es perverso porque va contra la esencia de los seres humanos. Ese pobre hombre, torturado porque su razón le dice que las ideas con las que ha vivido son erróneas, pero, simultáneamente, no puede evitar un profundo sentimiento de culpa por ello, es la más triste de las víctimas. Alguien que prefiere morir porque la lucidez es demasiado dolorosa, física y espiritualmente devastadora. Alguien que encuentra en la muerte un alivio a sus contradicciones.

La novela no era el primer alegato contra el comunismo escrito por un ex comunista —ya existían los extraordinarios testimonios y memorias de André Gide y Víctor Serge, como después vendrían los de Valentín González (el Campesino), Jorge Semprún, entre muchos otros—, pero fue uno de los más exitosos, con cientos de miles de ejemplares vendidos en poco tiempo. Por otra parte, llegaba en un momento muy especial, cuando los nazis y los soviéticos habían pactado la agresión a Polonia y los comunistas de todo el mundo, disciplinadamente, apoyaban con entusiasmo el abrazo de Hitler y Stalin, aunque unos meses más tarde los dos gobiernos totalitarios se enfrentarían en un duelo a muerte. En esa atmósfera, enardecida por el sectarismo, Koestler, comunista que había sido un probado luchador antifascista, daba un testimonio demoledor contra sus antiguos patrones ideológicos: el comunismo era la antítesis de la vida racional e inteligente.

La vida de Arthur Koestler es tan interesante como su obra. Nació en Budapest en 1905 en el seno de una familia judía. En su juventud fue un sionista convencido y marchó a Palestina, primero a trabajar en una granja y luego como corresponsal de un diario alemán en Jerusalén. En 1929 se fue a París y un par de años más tarde a Alemania. Fue en Alemania, a partir de 1932, donde formalizó su ingreso en el Partido Comunista y pronto, por cuenta de Moscú, se convirtió en un agente internacional al servicio del Comitern. Fue capturado por los nacionales de Franco durante la Guerra Civil española —en la que figuraba con credenciales de corresponsal de un diario alemán—, encarcelado en Sevilla y condenado a muerte, pero la embajada británica consiguió excarcelarlo y trasladarlo a Londres, donde adquiriría la ciudadanía inglesa y residiría de forma permanente.

Curiosamente, la trama y el conflicto de El cero y el infinito, pese a referirse a una anécdota soviética (aunque no se menciona a la URSS), fueron inspirados por esa experiencia en la cárcel española y la condena a muerte que entonces pendía sobre su cabeza. Ésa fue la circunstancia material, pero la espiritual era otra: el sórdido mundo de la militancia comunista, la entrega del alma al partido. Una vez absorbido por la implacable maquinaria, el comunista militante abdicaba de su racionalidad y de su afectividad. Lo que debía pensar, o lo que debía querer o abominar, era decidido por la infalible organización colectiva.

Tras el éxito de El cero y el infinito, Koestler publicó otros dos libros de combate ideológico, El yogui y el comisario y El dios que nos falló. Sin embargo, desde mediados de la década de los cincuenta se interesó más en temas científicos y en fenómenos parapsicológicos. Koestler, que era un activo defensor del suicidio, fundador de Exit, una organización concebida para ayudar a morir por propia mano, se quitó la vida en 1983 cuando le diagnosticaron un cáncer incurable junto al Parkinson que padecía. Su tercera mujer, Cynthia Jefferies, mucho más joven, tomó la trágica decisión de matarse junto a él, pese a no estar enferma. Es posible que la fuerte personalidad de Koestler y su carácter dominante la hayan impulsado a creer que no podía vivir sin el soporte de su marido. Una biografiá de Koestler publicada en 1998, The Homeless Mind, describe a un hombre violento en la intimidad, al que acusan de varias violaciones.

Del buen salvaje al buen revolucionario

Cuando publicamos el Manual del perfecto idiota latinoamericano, hace más de diez años, se lo dedicamos a dos personas: al venezolano Carlos Rangel y al francés Jean-François Revel, quienes, a ambos lados del Atlántico, batallaron incesantemente contra las absurdas ideas colectivistas y antidemocráticas, causantes, en gran medida, del atraso y la miseria en nuestro mundillo.

Quisimos homenajear a Rangel por un libro fundamental: Del buen salvaje al buen revolucionario, publicado en 1975, antecedente directo y brillante de nuestro Manual, luego reeditado en numerosas ocasiones. Se trataba de un valiente ensayo en el que Rangel, quien en su juventud, como casi todo el mundo, había tenido una visión moderadamente socialista o socialdemócrata de los problemas de la sociedad, se enfrentaba inteligentemente a los principales sofismas instalados en el discurso de casi todo el espectro político latinoamericano.

El libro llevaba un título que resumía la esencia de la obra: desde fuera del continente, y muy especialmente desde Europa, a los latinoamericanos se les había visto, primero, como «salvajes buenos» que vivían en un mundo idílico destruido y contaminado por los codiciosos poderes colonizadores. Pero esa mirada condescendiente, basada en una interpretación utópica de las culturas precolombinas, eventualmente había generado una compasiva interpretación de los modernos enemigos de las libertades y del Estado de Derecho, adversarios casi siempre de los valores occidentales: eran los «buenos revolucionarios». Esos tipos, como Che Guevara y Tiro Fijo, insurgidos contra la libertad en nombre de la justicia y el igualitarismo, que la izquierda carnívora adora en todas partes del planeta.

Al popularizar esta percepción de América Latina como una «civilización víctima», las élites culturales de Europa y Norteamérica reforzaron una de las más disparatadas explicaciones del subdesarrollo latinoamericano: la llamada «teoría de la dependencia». América Latina estaba condenada al atraso por designio de los poderes imperiales dominantes, siniestras entidades supranacionales que les asignaban el rol de abastecedores de materias primas a las naciones de la «periferia», mientras el «centro» dominante continuaba su veloz carrera hacia la prosperidad. Ante esa terrible conspiración del Primer Mundo, concebida para subyugar al Tercero, sólo cabían dos respuestas: o salir a combatir con el fusil en la mano o amurallar y aislar al Tercer Mundo y cortar los lazos que lo unían al Primero, con el objeto de protegerlo.

Rangel se opuso resueltamente a esta grave distorsión intelectual. América Latina pertenecía a la tradición y a la cultura occidentales. No tenía excusa para no haber alcanzado el mismo éxito que Canadá y Estados Unidos, dos naciones del mismo tronco. No era verdad que el Primer Mundo impidiera el desarrollo de las naciones pobres. El origen del subdesarrollo latinoamericano estaba en nuestras propias faltas, en nuestros errores, en haber elegido formas improductivas de crear riqueza, en nuestro caudillismo y militarismo. Rangel no disculpaba las acciones negativas de Estados Unidos o Inglaterra, pero daba al César lo que era del César.

El libro fue una bomba. Súbitamente se desvanecían los pretextos y se rechazaba el victimismo. Naturalmente, la respuesta no se hizo esperar: en mil tribunas de la izquierda, tanto de la vegetariana como de la carnívora, Rangel fue acusado de haberse vendido al imperialismo yanqui, de ser un agente de la CIA y del gran capital. Alguna vez, cuando acudió a la universidad estatal a dictar una conferencia, tuvo que abrirse paso en medio de una lluvia de escupitajos, insultos y empujones.

Carlos Rangel nació en Caracas en 1929 y en esa misma ciudad se quitó la vida cincuenta y nueve años más tarde, en 1988. Estudió en Nueva York y París. Fue diplomático, profesor universitario y, por encima de todo, un muy efectivo periodista en un programa mañanero de la televisión nacional venezolana en el que se debatían opiniones encontradas y se efectuaban entrevistas y análisis. El programa rompió todas las marcas mundiales de duración: más de veinticinco años consecutivos en antena. Ese programa lo hizo, codo a codo, junto a su esposa Sofía Imber, otra combativa periodista que fue, además, la fundadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, tal vez el mejor de América Latina mientras ella lo dirigió, hasta poco después de la llegada al poder de Hugo Chávez, quien la expulsó del cargo por sus ideas liberales. Por el programa de Carlos y Sofía pasó la historia de las primeras décadas de la democracia venezolana, y en él se defendieron todas las ideas que luego aparecieron, muy bien hilvanadas, en Del buen salvaje al buen revolucionario y en El tercermundismo, otro libro en el que Rangel continúa sus reflexiones antitotalitarias y anticolectivistas. Aparentemente, la razón por la que se suicidó de un pistoletazo fue una aguda depresión. Su último gesto antes de matarse fue dedicarle a Sofía una carta amorosa de despedida. Comenzado el siglo XXI, tras la llegada de Chávez al poder, miles de venezolanos han comenzado a releer ávidamente a Rangel. Es una lástima que en vida no le hicieran caso.

La acción humana

En 1920, cuando el mundo hervía de emoción con el experimento de la revolución bolchevique de 1917, en el momento en que se prometía una sociedad planetaria próspera y desarrollada porque, finalmente, desaparecería la codicia capitalista, un joven economista austriaco publicó un breve ensayo titulado Cálculo económico en la comunidad socialista. Su tesis era muy simple: en sociedades modernas, con aparatos productivos complejos, la planificación central fijada por el gobierno elimina los precios dictados por el mercado y la competencia, lo que conduce a lo que el propio Mises llamara «el caos planificado». Para Mises los precios surgidos de la competencia eran el único elemento válido que tenían los productores para tomar decisiones racionales, dado que la información era demasiado grande y dispersa para que nadie pudiera abarcarla. Si se suprimían, se iría produciendo gradualmente una creciente distorsión en el aparato productivo. Dos años después, Mises incluiría ese ensayo en un libro más amplio titulado Socialismo. Desgraciadamente, la URSS y el resto de las naciones comunistas no lo tomaron en cuenta y acabaron empantanadas en medio del desabastecimiento y la miseria. Cuando se hundió la URSS, el Comité Estatal de Precios —miles de economistas— fijaban arbitrariamente decenas de miles de precios en el país más grande del mundo. No mucha gente se dio cuenta de la relación que existía entre la labor de estos planificadores y el desastre que causaron.

Pero el gran libro de Mises es otro: La acción humana. Es un voluminoso tratado de economía, escrito con propósitos didácticos, pero sin complicadas fórmulas matemáticas. Es una aproximación a la economía desde la psicología, la sociología, la historia y el derecho. Cualquier liberal que desee profundizar en la visión que sostiene esta escuela de pensamiento debe leerlo o estudiarlo. Cualquier persona educada, aunque no tenga formación como economista, puede entenderlo y aprender exactamente por qué hay naciones pobres y naciones ricas. Eso tiene que ver, entre otras razones, con la libertad de las personas. Para Mises no se puede explicar el funcionamiento económico de una sociedad mediante cabriolas estadísticas, flujos de capital o balanzas comerciales. Esa descripción es siempre un flash sobre la economía en un momento dado, pero la economía es un proceso dinámico en constante movimiento. En definitiva, la producción de bienes y servicios y la comercialización de los mismos es el resultado de la «acción humana». La acción humana da lugar a los cambios. Esa acción humana suele ser el fruto de una decisión racional sólo conocida por quien la tomó a partir de la información de que disponía en un momento dado. Es un acto libre y espontáneo realizado por un individuo que genera un cambio. El intercambio es inestabilidad, pero la inestabilidad es la atmósfera natural del progreso. La estabilidad es, precisamente, el estancamiento. Para Mises el surgimiento de la propiedad privada es lo que propicia el progreso. No hay progreso sin propiedad privada y sin mercado libre, donde productores y consumidores intercambian dinero o mercancías en beneficio mutuo. Según Mises, Hayek, y el resto de la llamada escuela austriaca, entre los mayores enemigos del desarrollo y el progreso están los ingenieros sociales y económicos, esas personas que sustituyen a la acción humana individual con planes diseñados por expertos.

Ludwig von Mises nació en 1881 en Lemberg, un pueblo que entonces pertenecía al imperio Austro-Húngaro y hoy está bajo bandera ucraniana. Provenía de una ilustre familia judía. Estudió en Viena con Eugen von Bohm-Bawerk, uno de los principales creadores de la llamada escuela austriaca de economía (y quien demostrara los errores de Marx sobre la teoría del valor en El Capital). En 1913 se convirtió en «docente privado» de la Universidad de Viena, lo que quiere decir que no recibía salario de la institución, sino el pago de los asistentes al seminario que dictaba. Un año más tarde, cuando estalla la guerra se convierte en artillero, pero en las postrimerías del conflicto el Ejército lo utiliza como economista. En 1934, con el triunfo del nazismo en Alemania opta por trasladarse a Suiza. Hizo bien: en 1938 Alemania se engullía a Austria en nombre del pangermanismo. En 1942 dicta unas conferencias en México. En 1945 se traslada a la Universidad de Nueva York y allí estará hasta 1969 en calidad de profesor visitante.

Mises escribió mucho y, generalmente, a contracorriente. Le interesaron temas técnicos como el crédito y la moneda, pero lo más importante de su pensamiento estuvo orientado a encontrar las causas de las crisis económicas y las claves del desarrollo. Como su perspectiva era totalmente liberal, prácticamente libertaria, y le tocó vivir en la era de John Maynard Keynes, sus ideas no fueron tomadas en cuenta por el mundo académico. Su muerte ocurrió en 1973, un año antes de que Hayek, su más distinguido discípulo, recibiera el Premio Nobel de Economía, y cuando su visión de esta ciencia comenzaba a cobrar prestigio tras medio siglo de descrédito.

La sociedad abierta y sus enemigos

En 1943, en plena guerra, Karl Popper escribió un libro muy importante para el análisis de los problemas políticos: La sociedad abierta y sus enemigos. Entonces estaba en Nueva Zelanda, exiliado de su Viena natal. La tesis central de la obra postula que el origen del totalitarismo radica en la superstición de ciertas ideologías que parten dé dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se mueve en una cierta dirección de acuerdo con leyes naturales; y, segundo, que ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en el determinismo histórico, se construye la utopía: dotados de esa tremenda información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como ha sucedido en todos los Estados totalitarios. Marx era, sin duda, un pensador cargado de buenas intenciones —Popper lo trata con guantes de seda—, pero su lectura de la historia y su propuesta, como la de todos los utopistas, conducía a la opresión.

Popper sitúa el origen de este nefasto determinismo histórico en la obra de Platón. La República es el primer gran modelo utópico en Occidente y su influencia gravita hasta nuestros días. Hegel, a caballo de los siglos XVIII y XIX, y luego Marx, son sus herederos directos. Creyeron que ellos habían descubierto no sólo ese sentido, sino las claves que explicaban cómo evolucionaba el conjunto de la humanidad. Creyeron que la historia tenía un sentido. Creyeron que habían desentrañado las leyes dialécticas, motor de la historia. Pero esta visión mecanicista resultaba, a todas luces, demasiado esquemática y elemental para ser cierta. Frente a esa sociedad cerrada que defendían los deterministas, había otra opción: la sociedad abierta. Quienes creían en las virtudes de la sociedad abierta no admitían la cientificidad del determinismo histórico. Las personas, utilizando libremente su racionalidad y su juicio crítico, son las que construyen la historia, y lo hacen en direcciones imprevistas, con marchas y contramarchas, porque tampoco es cierto que la humanidad se mueva en una dirección rectilínea. La salvaguarda de la libertad y del progreso están, precisamente, en sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, porque ni hay sociedades perfectas, ni, por lo tanto, un camino ideal para alcanzar lo que sólo existe en la imaginación de unos pensadores trasnochados.

Curiosamente, la gran importancia intelectual de Popper, pese a que La sociedad abierta y sus enemigos fue su gran éxito editorial, radica en su condición de filósofo de la ciencia, gran pensador de lo que se llama el «racionalismo crítico», y en sus agudas reflexiones en torno a las teorías ciertas o falsas. Sin embargo, se encuentra una perfecta coherencia entre el Popper filósofo de la ciencia y el que participa en el gran debate político. La refutación de Popper al marxismo llegó de la mano de su particular epistemología: el marxismo (o el freudianismo), nada tenían de científicos. Eran fallidas construcciones intelectuales basadas en profecías, mitos y leyendas, escritas en un lenguaje ambiguo y vago que las ponía a salvo de refutaciones. Y si el marxismo o el psicoanálisis eran acientíficos, también lo eran, necesariamente, las escuelas de ellos derivados, y muy especialmente el espeso parloteo cobijado en la llamada Escuela de Frankfurt.

Karl Popper nació en Viena en 1902 y allí vivió treinta y cinco años hasta que el auge del nazismo, dada su condición de judío, le llevó a emigrar a Nueva Zelanda y, más tarde, a Inglaterra, donde enseñó durante décadas en la London School of Economic and Political Science. En realidad, hizo muy bien Popper en emigrar: prácticamente toda su familia, que permaneció en Austria, fue exterminada por los nazis. En su primera juventud, Popper fue socialista, y por un periodo muy breve militó en el Partido Comunista. Tuvo una buena formación en matemáticas y física, lo que contribuyó a la redacción de su obra fundamental: La lógica de la investigación científica. También fue un notable músico aficionado. Durante su larguísima experiencia académica fue amigo de Hayek, aunque no siempre coincidían en el análisis económico ni en el fervor por el mercado. No obstante, se acercaban en la condena sin paliativos a los dogmas socialistas. Murió en Londres en 1994.

El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica

En 1973 dos historiadores de la economía, Douglass North y Robert Paul Thomas, publicaron un breve libro extremadamente persuasivo. Se titulaba El nacimiento del mundo occidental: una nueva historia económica y en él trataban de explicar por qué fue Europa y no China o la civilización árabe la región del mundo que consiguió despegar en el terreno económico, comenzando a poner fin a la larguísima historia de miseria y hambre que había acompañado a los seres humanos a lo largo de la evolución de la especie.

El periodo historiado era necesariamente extenso. La obra abarcaba los mil años transcurridos entre el siglo IX y el XVIII. La respuesta general era la siguiente: para desarrollarse, como paulatinamente lo habían hecho ciertas regiones de Europa, era necesario contar con un sistema económico eficiente. ¿Cuál era la condición esencial de un sistema económico eficiente? Fundamentalmente, contar con un buen sistema jurídico de protección de los derechos de propiedad. Ese sistema debía, además, estimular la creatividad, la invención tecnológica y la protección de los contratos. Por la otra punta, era importante evitar el favoritismo en beneficio de los cortesanos, el fraude y la presión fiscal excesiva. Al margen de los agravios morales que esos comportamientos conllevan, todos esos factores contribuían a encarecer los costos de transacción, se trasladaban a los precios, perjudicaban a los consumidores, y, por lo tanto, retrasaban el desarrollo.

Esta obra, además del valor que tiene por sí misma, es una buena representación de una muy influyente corriente de la economía que se engloba bajo el nombre general de los «institucionalistas», y en ella participan, en sus orígenes, no sólo historiadores de la economía, sino también sociólogos como Thorstein Veblen. Sin embargo, es en la segunda mitad del siglo XX, y muy especialmente a partir de la década de los setenta, cuando aparecen nombres descollantes dentro del institucionalismo, y entre ellos algunos que alcanzarán una enorme relevancia mundial, como el Premio Nobel Ronald Coase o los economistas Kenneth Arrow y Mancur Olson, y en América Latina los peruanos Hernando de Soto, Enrique Ghersi y Mario Gibellini, coautores de El otro sendero.

El institucionalismo era una mirada penetrante sobre el comportamiento de las sociedades exitosas y fallidas. Proporcionaba ciertas explicaciones racionales sobre por qué unas naciones como Holanda o Inglaterra habían logrado colocarse a la cabeza de Europa. Y no sólo se trataba de la existencia de derechos de propiedad fuertemente tutelados por el Estado. Era más que eso: la existencia de leyes que estimulaban la competencia, de un sistema judicial rápido y de jueces eficientes que velaran por el cumplimiento de la ley y la validez de los contratos. Los institucionalistas, pues, estudiaron el entorno jurídico general en el que las personas realizaban sus transacciones y, con criterio económico, midieron las consecuencias de ese entorno jurídico. Una sociedad, por ejemplo, que fomenta la creación de empresas, y en donde la presión fiscal no dilapida el capital destinado a las inversiones, es mucho más propensa al progreso. Una sociedad que toma el camino contrario está condenada al atraso relativo y, a veces, a la miseria.

Los hallazgos de los institucionalistas son, naturalmente, una refutación prácticamente imbatible a los argumentos de los victimistas. Si asumimos ese punto de observación, inmediatamente debemos descartar la hipótesis de que el atraso del Tercer Mundo y la existencia de grandes masas de personas que no pueden ganarse la vida decentemente es la consecuencia de la explotación exterior o de la codicia imperialista. Ese espectáculo deprimente es, por el contrario, el resultado de unas deficientes estructuras jurídicas y la ausencia de instituciones adecuadas que garanticen el florecimiento de la creatividad intelectual.

Douglass North nació en Massachusetts en 1920 en una familia razonablemente acomodada. Durante la Segunda Guerra sirvió en la marina de su país. Ha tenido una vida académica distinguida y ascendente, hasta culminarla con el Premio Nobel de Economía en 1993.

Capital humano

En 1975 apareció un libro esencial para entender cómo y por qué se desarrollan los pueblos, más allá del incesante parloteo «antiimperialista» de los idiotas de todas las latitudes, preferentemente los latinoamericanos. En inglés se titulaba Human Capital: a Theoretical and Empirical Analysis with Special Reference to Education. Su autor era Gary Becker, un brillante economista de la Universidad de Chicago quien, al sumar una visión sociológica a su indagación, agregaba un componente esencial a la fórmula tradicional de capital, más tierra, más trabajo. Existía otro factor cualitativo: las características intelectuales y académicas de quienes realizaban el trabajo: el capital humano. Las sociedades en las que existía una dosis abundante de capital humano tenían muchas más probabilidades de desarrollarse.

Los datos que aportaba Becker eran incontrovertibles: en Estados Unidos, pero probablemente en casi todos los países del mundo, se podía establecer una clarísima relación entre el nivel de educación y el grado de éxito económico personal. En su país, los graduados universitarios ganaban en torno a un 50 por ciento más que los que no habían conquistado el bachillerato o segunda enseñanza. De la misma manera, la educación continuada y el readiestramiento de los trabajadores que ya ocupaban un puesto de trabajo solían redundar en un aumento de la producción y de la productividad, factor que a su vez se reflejaba en el aumento de los ingresos del trabajador. Al aumentar el capital humano crecía el bienestar general. Y la única manera que tenían las sociedades atrasadas de incorporarse a un mundo desarrollado que cada vez dependía más de una tecnología refinada era si contaba con una masa de ciudadanos capaz de dominar esos complejos saberes.

Por supuesto, la educación y las destrezas laborales por sí solas no eran la panacea definitiva. Eran fundamentales los valores familiares, los hábitos y las costumbres sociales de los seres humanos. Para estudiar el éxito o el fracaso de las personas (y, por ende, de las sociedades), era necesario entender cómo se relacionaban las personas. ¿Cómo extrañarse de que estadísticamente podía comprobarse que los hogares monoparentales regidos por madres solteras con poca educación eran más propensas a la pobreza y perpetuar esos rasgos de generación en generación? Por la otra punta, ¿cómo extrañarse de que los hijos de hogares estructurados, con dos padres educados que trabajaban, tendieran a ser más prósperos y, a su vez, a transmitir estas ventajas comparativas a sus descendientes?

No parece haber duda de que hay culturas que albergan valores morales conducentes al desarrollo y otras que remiten al fracaso a un porcentaje notable de las personas. Esto es obvio en las sociedades islámicas, en las que las mujeres, nada menos que la mitad de la especie, son relegadas a un plano de inferioridad que prácticamente las elimina como creadoras potenciales de riqueza. Algo parecido se observa en la civilización hindú, donde la estratificación en castas cerradas hace prácticamente imposible el ascenso individual de aquel que tuvo la desgracia de nacer en uno de los grupos considerados inferiores. Pero incluso en Occidente, dentro de la tradición cultural hispana, y luego iberoamericana, todavía existe un rechazo clasista a las actividades manuales, y hasta cierta censura al comercio, por tratarse de una profesión a la que no deben dedicarse los caballeros. No puede olvidarse que no fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando el rey Carlos III emitió un decreto real aboliendo oficialmente el carácter indigo del trabajo manual.

Gary S. Becker era tal vez la cabeza más notable y reconocida de los «culturalistas». Es decir, de esos pensadores y analistas que continuaban la vieja tradición puesta en boga por el sociólogo y economista Max Weber en su famosísimo libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, publicado en 1905, en el que el polígrafo alemán trataba de explicar el éxito de ciertas comunidades del norte de Europa que abrazaron el protestantismo, en contraste con las que permanecieron en el ámbito católico, como consecuencia de las actitudes de unos y otros en relación con el éxito personal y la acumulación de riquezas. Para los protestantes, el triunfo personal, evidenciado por la adquisición de bienes, lejos de estar reñida con la teología cristiana, era una muestra de la predilección de Dios. Para los católicos, en cambio, la riqueza, la culpa y el pecado se trenzaban peligrosamente generando obstáculos a la formación de capital y al desarrollo.

La lista de los «culturalistas» es ya enorme, y entre algunos de los más distinguidos pensadores y académicos de esa tendencia se puede mencionar a figuras como Edward Banfield, acaso el precursor del culturalismo contemporáneo con su estudio sobre la pobreza en cierta región de Italia, Samuel Huntington, Lawrence Harrison, el argentino Mariano Grondona, Michael Novak —quien ha hecho un espléndido estudio sobre la visión católica del capitalismo—, Francis Fukuyama (estudioso, tras las huellas de Banfield, del papel de la confianza y del culto por la verdad en el desarrollo de la prosperidad), Michael Porter, Ronald Inglehart, Seymour Martin Lipset, Lucian, W. Pye y, en general, los autores de un libro singularmente valioso: Culture matters, editado por Harrison y por Huntington en el año 2000. Dos décadas antes, Lawrence Harrison había publicado un libro singularmente provocador: El subdesarrollo está en la mente.

Gary S. Becker nació en Pensilvania en 1930, forma parte desde hace décadas de la Escuela de Chicago. En 1992 obtuvo el Premio Nobel de Economía. Mantiene una columna periodística semanal en la que divulga muy eficazmente su visión de los problemas económicos.

Libertad para elegir

Generalmente, los buenos libros dan lugar a películas y series de televisión, pero en este caso sucedió al revés. La televisión pública norteamericana (PBS) contrató al profesor Milton Friedman de la Universidad de Chicago, Premio Nobel de Economía en 1976, para que en una serie de diez capítulos explicara las claves del éxito y del fracaso económico. Simultáneamente, los guiones de esa serie, comenzada a emitirse en 1980, se convirtieron en uno de los mayores éxitos editoriales obtenidos por este tipo de libro de divulgación de la economía. La obra se llamó en inglés Free to choose y en español Libertad para elegir. La firmaba el matrimonio Friedman: Rose y Milton.

El libro y la serie, que comenzaban con una elocuente explicación de cómo funciona el mercado, exaltaban la libertad para producir y consumir como el elemento fundamental en la producción de riquezas. Para Friedman, esa libertad constituía un derecho, y cada vez que el Estado interviene y limita o coarta ese derecho, lo que consigue es reducir la capacidad productiva de la sociedad. Como la intención de la obra era esencialmente pedagógica, Friedman utilizó ejemplos muy atinados para ilustrar sus puntos de vista. En aquel momento, principios de los ochenta, Hong Kong era la muestra del poder enriquecedor de la libertad económica, mientras la India, estrictamente regulada por un gobierno dirigista, podía exhibirse como lo contrario: un Estado fabricante de miseria. Pero sus reflexiones también abarcaban al mundo estadounidense: según Friedman, fueron las torpes manipulaciones de la masa monetaria efectuadas por la Federal Reserve las que provocaron la depresión comenzada en 1929.Y era el Welfare State el principal responsable de que muchos individuos se acogieran al paternalismo asistencial en lugar de asumir una actitud responsable ante la vida y el trabajo.

Al margen de las medidas de gobierno o «políticas públicas», como se suele decir en mal castellano, que Friedman critica, hay algo aún más importante que vale la pena destacar: la defensa del mercado y de la «libertad para elegir» conlleva un mensaje moral y jurídico. Esa libertad para elegir es o debe ser un derecho fundamental. El Estado no tiene por qué imponerles a los ciudadanos lo que éstos pueden o no comprar con su dinero. El estado no debe prohibirles a los ciudadanos que escojan lo que libremente deseen, incluidos los estupefacientes, porque esa decisión, fumar marihuana o aspirar cocaína, por estúpida y nociva que sea, pertenece al ámbito de la ética individual. Existe el derecho del ciudadano como consumidor, y las normas de gobierno que obstaculicen o nieguen el ejercicio de ese derecho debe ser denunciado o rechazado.

El mercado, además, de acuerdo con la visión de Friedman, es un instrumento magnífico para perfeccionar los quehaceres de la sociedad. La educación pública, por ejemplo, se vería beneficiada si el gobierno introduce los vouchers. El voucher es un instrumento de pago, dado por el gobierno, con el que los padres, en lugar de educar a sus hijos en malas escuelas públicas, podrían inscribirlos en buenas escuelas privadas. Pero hay algo aún más importante que castigar a las malas escuelas y premiar a las buenas: por medio de los vouchers se introduciría en el medio educativo un factor de competencia que obliga a mejorar la calidad de la enseñanza. A Friedman no se le escapa que la competencia y el mercado generan ganadores y perdedores, pero la búsqueda de la igualdad le parece terriblemente nociva para el progreso de la especie. El desarrollo está en la competencia y en el mercado, no en el igualitarismo.

La defensa a ultranza del mercado, del libre comercio y el rechazo a las medidas de gobierno contraproducentes colocan a Friedman, tanto por la fuerza de sus razonamientos como por su notoriedad, a la cabeza de la corriente liberal que muy bien pudiera calificarse como «economicista». En esa corriente se inscriben una legión de buenos pensadores y promotores iberoamericanos del liberalismo del calibre de Alberto Benegas Lynch (h), Rigoberto Steward, Ian Vasquez, Carlos Rodríguez Braun, Pedro Schwartz, Andrés Oppenheimer, Gerardo Bongiovanni, Guillermo Yeatts, Martin Simonetta, Gustavo Lazzari, Pablo Guido, Manuel Ayau, Armando de la Torre, Jesús Huerta de Soto, Cristián Larroulet, por sólo mencionar quince nombres entre varios centenares que merecerían aparecer en la lista.

Milton Friedman, hijo de una familia húngara, nació en 1912, obtuvo su master en la Universidad de Chicago, donde comenzó a familiarizarse con las ideas liberales, pese a que su juventud transcurrió bajo el influjo general de las ideas keynesianas y del New Deal lanzado por F. D. Roosevelt. Terminó sus estudios doctorales en Columbia University en 1946, y a partir de ese año y durante las tres décadas siguientes trabajó en la Universidad de Chicago, convirtiéndose en el centro intelectual de lo que se ha dado en llamar la «Escuela de Chicago», un núcleo de pensadores y académicos partidarios de la libertad económica y de limitar el peso del gobierno es este ámbito. Sus grandes trabajos científicos se relacionan con el control de la inflación y la masa monetaria (por ello lo sitúan entre los «monetaristas»). Sus adversarios han tratado de desacreditarlo por la influencia de sus ideas en la dictadura de Augusto Pinochet, y por el hecho de que en 1975 dictó en Chile unas conferencias que contribuyeron a reconducir la economía del país en la dirección del mercado y la reducción de las interferencias gubernamentales, pero ocultan que algo similar hizo en China comunista, ayudando a la apertura del país al inspirar una reforma que ha sacado de la miseria a 300 millones de personas.

El conocimiento inútil

«He leído este libro de Revel —escribió Mario Vargas Llosa— con una fascinación que hace tiempo no sentía por novela o ensayo alguno […] No todo debe estar perdido para las sociedades abiertas cuando en ellas hay todavía intelectuales capaces de pensar y escribir libros como éste de Jean-François Revel».

Publicado en 1988, El conocimiento inútil se inicia con una frase que es a la vez una alarmante comprobación y una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: «La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira». Paradoja, en efecto, porque nunca, como hoy, el conocimiento dispuso de tantos, profusos y rápidos medios de información capaces de llevarlo a todos los confines de la opinión pública. Sin embargo, Revel demuestra que sobre la simple lectura de la realidad o de los elementos de juicio que suministra el conocimiento, se interponen distorsiones ideológicas para eludir la evidencia, cuando ésta contradice sus creencias, preferencias o simpatías. En otras palabras, la necesidad de creer es más fuerte que la necesidad de saber.

La primera fuente de creencias erróneas, según Revel, es la ideología. O las ideologías, cualquiera que sea su signo, porque son construcciones teóricas a priori que buscan, ante todo, retener sólo los hechos favorables a las tesis que sostienen y omiten los que las contradicen. Todo ideólogo, en efecto, cree y consigue hacer creer que tiene un sistema explicativo global fundado sobre pruebas objetivas. A esta dispensa intelectual se suma una dispensa práctica porque les impide a sus fracasos todo valor de refutación. La tercera, aún más peligrosa, es la dispensa moral, pues deroga las nociones del bien y del mal al justificar cualquier medio en busca de un fin. Purgas, fusilamientos, destierros, gulags y muchas otras formas de terror fueron convertidas por la ideología comunista en necesidades del proceso revolucionario. Lo que es un crimen para el ciudadano común, no lo era —y no lo es aún— para quien comulga con esta ideología.

Revel demuestra en su libro que la política está aún impregnada de mitos y mentiras por cuenta de estas fabricaciones teóricas. La propia palabra izquierda —dice— es una mentira. «Al principio designaba a los defensores de la libertad, del derecho, de la felicidad y de la paz. Hoy es ostentada por la mayoría de regímenes despóticos, represivos e imperialistas, en los cuales todos los que no pertenecen a la clase dirigente viven en la pobreza o en la miseria. A despecho de esta situación, se conserva por costumbre la idea de que la izquierda […] es una frágil, débil y minúscula llama de justicia, resistiendo ante el apagavelas de una derecha gigantesca, omnipresente y omnipotente».

La actualidad que revisten éste y otros cuantos textos de Revel es la de mostrarnos cómo se intenta dar vida de nuevo a la utopía socialista y las nuevas formas que adopta hoy un pensamiento todavía impregnado de los desechos ideológicos del marxismo. Nada escapa a su análisis: la mentira tercermundista, el antiimperialismo o antiamericanismo, el anticapitalismo, la teoría de la dependencia, el procastrismo y su última variante, el populismo y el indigenismo que resurgen en América Latina, todo ello con eco en una izquierda cultural europea convencida de estar todavía a la vanguardia en el campo de las ideas. El conocimiento inútil refuta los últimos subterfugios de los que ella se vale. Por ejemplo, el de hablar de una vuelta de la derecha —o peor, de la extrema derecha— con motivo del éxito obtenido por el liberalismo económico en diversas latitudes del mundo. «Es un puro eslogan polémico —afirma—. El neoliberalismo no procede de una batalla ideológica ni de un complot preconcebido, sino de una banal e involuntaria comprobación de los hechos: el fracaso de las economías de mandato, la nocividad latente del exceso de dirigismo y los callejones sin salida, reconocidos, del Estado-providencia».

El miedo al liberalismo y el rechazo a la globalización son para Revel maneras de esquivar realidades, al tiempo que los viejos dogmas se mantienen en un discurso reiterativo de la antigua izquierda radical. De él extrae siempre Revel un risueño catálogo de infundios en expresiones tales como «los países ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres», «cada día hay más miseria en el Tercer Mundo», «pillaje de las materias primas», «intercambio desigual», «las compañías multinacionales manejan en su provecho los recursos mundiales», «el Fondo Monetario Internacional es culpable del hambre en el Tercer Mundo», etc. A estos lugares comunes, que acompañan al regreso del idiota en nuestros parajes, el libro del pensador francés les opone la realidad, que con frecuencia los invalida. El suyo es esencialmente un necesario trabajo de demolición en ésta y otras obras de su autoría.

Jean-François Revel nació en Marsella en 1924 y murió el 26 de abril de 2006 cerca de París. Filósofo, escritor, periodista, miembro de la Academia francesa, fue a lo largo de su vida un combativo Radio Television Luxembourg polemista en defensa de sus ideas liberales y en contra de cualquier forma de totalitarismo. Antes de darse a conocer con su primer libro, Porquois des Philosophes?, fue profesor en Argelia, en la Ciudad de México y en Florencia. Como periodista, fue redactor de la revista France Observateur, director de L’Express, columnista de Le Point y comentarista en la radio Europa I. Cercano amigo de los liberales latinoamericanos y españoles, participó en numerosos foros organizados por ellos. Además de El Conocimiento inútil y Ni Marx ni Jesús, fue autor, entre otras, de La tentación totalitaria, El renacimiento democrático, La gran mascarada, La obsesión antiamericana, El ladrón en la casa vacía (Memorias), El monje y el filósofo.

La rebelión de Atlas

A mediados del siglo XX dos extrañas novelas se convirtieron en unos notables bestsellers: El Manantial (1943) y La rebelión de Atlas (1957). Antes de esos títulos, en 1936, con poco éxito, había aparecido Los que vivimos. Sus caracteres centrales eran unas criaturas con fuertes personalidades, rebeldes, individualistas, seguras de sí mismas, decididas a no dejarse avasallar por sus adversarios. Evidentemente, más allá del hilo argumental había en esos libros un propósito didáctico, una intención filosófica y una ética claramente definida.

En efecto, la autora de estas narraciones, la ruso-americana Ayn Rand quería algo más que entretener a sus lectores: pretendía cautivarlos con su particular visión de la realidad. Como muchos de los autores de la Ilustración —época que reverenciaba— colocaba la literatura al servicio de una causa a la que, en su momento, llamaría el «objetivismo». ¿Qué era el objetivismo? Fundamentalmente, se trataba de una particular visión de la naturaleza humana. Para Rand, el hombre era, por encima de todo, un ser racional. Esa razón le permite escoger libremente. El hombre sólo se realiza cuando elige. No hay un dios que controle o exija nada a las personas. No hay un destino prefijado. No hay vida más allá de la muerte. No hay barreras sociales o inconvenientes que no puedan ser vencidos por la voluntad del individuo y por el poder de la razón.

Su filosofía es «objetiva» porque sólo toma en cuenta los hechos que observa o percibe. No hay espacio para lo sobrenatural ni para las interpretaciones colectivas. No hay sitio para el misticismo. El hombre puede saber, pero sólo por medio de la razón, y la razón, o eso a lo que llamamos conciencia, es inevitablemente individual e intransferible. Como por aquellos años, o un poco antes, diría Ortega y Gasset: «Donde está mi pupila no puede haber otra». El objetivismo de Ayn Rand es eso: la realidad es ese mundo exterior que percibe un individuo dado. Y ese individuo está solo en el universo porque no forma parte de ningún plan divino.

No hay sorpresa en que esa visión de la naturaleza humana conduzca al desarrollo de una cierta ética: la primera responsabilidad del individuo es consigo mismo y su tarea fundamental es la búsqueda de la autoestima. No hay que justificar la existencia con explicaciones trascendentes. El hombre es un fin en sí mismo y a cada uno le toca la responsabilidad de cuidar y alimentar ese saludable egoísmo. El altruismo impuesto desde fuera, por coerción social, es inmoral. Lo moral, y para eso existen las criaturas racionales, es procurar la mayor satisfacción posible para uno mismo.

Por el hilo de esas reflexiones, Ayn Rand llegó a apreciar el capitalismo, la propiedad privada y la economía de mercado. Ella no tenía un interés especial en la economía, pero sostenía que el capitalismo les permitía a los individuos luchar por definir y conquistar un modo de vida propio y mejor. No era una economista: era una filósofa. Una filósofa que, pese a su ateísmo militante y su rechazo a las religiones organizadas, debido a su magnética personalidad, fue capaz de nuclear en torno a ella y a sus ideas a un grupo notable de personalidades —entre los que estaba el entonces joven Alan Greenspan, luego jefe de la Reserva Federal norteamericana—, quienes constituyeron una verdadera escuela que, paradójicamente, algo tenía de secta espiritual.

Ayn Rand nació en San Petersburgo, Rusia, en 1905 dentro de una acomodada familia judía —su nombre al nacer fue Alisa Zinovyevna Rosenbaum— dedicada a la farmacia. En medio de los desórdenes ocurridos tras la desaparición de la monarquía rusa y la llegada al poder de los bolcheviques, la familia huyó a Crimea. Pocos años después regresó a San Petersburgo, donde Ayn comenzó a estudiar filosofía y cinematografía. En 1926 consiguió una visa norteamericana y marchó a Estados Unidos dispuesta a quedarse en un país que admiraba sin conocerlo. En su nueva patria de adopción logró escribir y vender guiones de cine. Eventualmente, sus propias novelas, verdaderos bestsellers, fueron llevadas a la gran pantalla con cierto éxito, lo que le permitió alcanzar una cierta fortuna personal. Sin embargo, como le tocó vivir y participar en los años de la guerra fría en una atmósfera en la que ser anticomunista, pronorteamericana y procapitalista no era la mejor imagen dentro del mundillo intelectual de Occidente, padeció el rechazo de las vanguardias literarias y el menosprecio de las élites intelectuales. No obstante, su prestigio internacional ha ido en aumento tras su desaparición. Murió en 1982.