Lo malo de AMLO

Antes de que su derrota lo llevara a la más frenética desmesura, mandando «al diablo a las instituciones» y causándole con ello un daño irremediable a la propia izquierda mexicana, cualquiera de los catorce millones setecientos mil electores que votaron por él no encontraba sino razones para alimentar su fervor. De Andrés Manuel López Obrador, AMLO, esos partidarios suyos no veían todavía lo malo sino lo bueno.

Lo primero que le encontraban de bueno era su perfil de hombre sencillo y jovial. Parecido a cualquier mexicano medio, vivía en una casa pequeña y era dueño de un modesto automóvil que él mismo conducía. Era ajeno a toda ostentación y el dinero parecía importarle muy poco. Llevaba una vida sobria y ordenada. Viudo, había acompañado a su esposa en su larga enfermedad terminal. Cuando ella murió, en el año 2003, se hizo cargo de sus tres hijos. Como sus abuelos veracruzanos, se levantaba a las cinco de la mañana y, cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, a las seis ya estaba en su despacho iniciando labores con una rueda de prensa en la que exponía siempre planes y proyectos. No era un hombre con la reserva y encubierta cortesía de la gente del altiplano, que en México como en casi todas las zonas andinas nunca llega a confesar abiertamente lo que piensa. Al contrario, en sus gustos y en su carácter era visto como un hombre del trópico, franco, incapaz de disimulos. Amaba su Estado de Tabasco, esa tierra de luz y calor donde según lo expresado por él mismo se amotinan los verdes y se exaltan las pasiones. Es la misma tierra dura, de canículas africanas, que sorprendiera a Graham Greene a fines de los años treinta por su furor anticlerical y antirreligioso —huella dejada por el caudillo tabasqueño Tomás Garrido Canabal— y le inspirara al novelista inglés su célebre novela, El poder y la gloria. AMLO, en verdad, tenía y tiene predilección por todo lo que se relaciona con su patria chica, desde el plátano frito, el arroz y el pejelagarto (de donde proviene su apodo ‘El Peje’) hasta los poemas de su coterráneo y amigo de juventud, Carlos Pellicer. Cuando uno ama su tierra no necesita andar de viaje por tierras ajenas, de modo que su desconocimiento del mundo, que le reprochan sus adversarios, para ellos, sus seguidores, era otra virtud patriótica.

Bueno, desde luego, resultaba también para sus electores su perfil político. ¿Acaso no se decía inspirado por Lázaro Cárdenas en lo social y por Benito Juárez en lo político? ¿Acaso no había tomado siempre el partido de los pobres? ¿Acaso no se había dado a conocer desde muy joven como defensor de los indígenas en su propio Estado? Con ellos promovió marchas y tomó pozos petroleros para impedir los despedidos de la empresa estatal PEMEX. Y gracias a esas mismas movilizaciones, obtuvo que Tabasco recibiera más recursos provenientes del petróleo. Siempre había buscado como base de apoyo la llamada por él fuerza popular, en vez de perder el tiempo con memoriales e instancias jurídicas: marchas, caravanas, multitudinarias concentraciones en el Zócalo. En 1995, por ejemplo, había organizado una sonada «caravana de la democracia», que lo llevó al primer plano de la atención nacional. Se trataba entonces de denunciar las maniobras poco santas que habían permitido a su eterno rival y contrincante del PRI, Roberto Madrazo, llegar a la gobernación del Estado de Tabasco. No era una imputación a la ligera: en pleno mitin de protesta en el Zócalo, un extraño personaje sacó de un vehículo catorce cajas repletas de documentos que demostraban cómo, para ganar la elección, Madrazo había pagado a periodistas, a líderes obreros, a la gente acarreada a sus mítines y a dirigentes de otros partidos. Dentro de la más ortodoxa tradición del PRI, había gastado 60 millones de dólares para hacerse elegir.

Buena, ejemplar para sus electores, era su trayectoria: líder de comunidades indígenas, pieza clave del PRI en Tabasco, dirigente luego del PDR al lado de Cuauhtémoc Cárdenas, jefe del Gobierno de la Ciudad de México, presidente de su partido y, finalmente, candidato a la Presidencia. Y buena, para quienes votaron por él, la labor que cumplió en el gobierno de la capital. Admiraban, por una parte, la vistosa remodelación del Paseo de la Reforma, la construcción de dos pisos más en el periférico de la ciudad y la activación económica del centro histórico con ayuda del multimillonario Carlos Slim. Por otra parte, su acción social había sido muy apreciada por ellos. ¿Acaso en este cargo, el segundo del país, no había regalado vales intercambiables por alimentos a los mayores de setenta años, a las madres solteras y a las familias de los discapacitados? En la misma línea de protección a los más desfavorecidos, aparecían los compromisos asumidos por él como candidato a la Presidencia. Dichos compromisos fueron cincuenta, nada menos; cincuenta, que despertaron en sus electores fervientes esperanzas: pagar la deuda histórica que tiene México con sus comunidades indígenas; pensión alimenticia para todos los mayores de setenta años; becas para los discapacitados pobres; atención médica y medicamentos gratuitos, educación pública también gratuita en todos los niveles y gratuita entrega de libros escolares. Además de eso, sonaba electoralmente muy seductor el compromiso de evitar el rechazo de jóvenes que desean ingresar a las universidades tal vez por obra de injustos exámenes de admisión; modificar el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá para impedir la libre importación de maíz y de frijoles, ruinosa para millones de campesinos mexicanos, y luchar contra la inseguridad rampante en las principales ciudades del país, pero no con reaccionarios sistemas policiales, sino atacando la causa del mal, es decir, la pobreza y el desempleo. ¿Qué más podían pedir?

EL DESVARÍO INESPERADO

Detengámonos en este punto. Gracias a este perfil propio de una izquierda de tintes populistas, pero ubicada de todos modos en los cauces institucionales del país, 14,756,350 de mexicanos votaron por él. Esperaban el mencionado caudal de milagros ofrecidos en su campaña. Debió dolerles a casi todos ellos ver pulverizados sus sueños por un microscópico porcentaje de ventaja (0.58 por ciento) de Felipe Calderón en las urnas. Sin embargo, como se vería luego, no todos ellos estaban dispuestos a acompañarlo en la tempestuosa aventura emprendida por él de desconocer los resultados electorales; denunciar sin pruebas un fraude; atacar a jueces y magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación; declarar a gritos desde un balcón podridas, caducas e inservibles las instituciones de México; bloquear carreteras, bancos y el propio Paseo de la Reforma con campamentos de seguidores; impedir que el presidente Fox leyera su mensaje en el Congreso y otros enloquecidos desmanes propios de los «piqueteros» argentinos o de los indígenas de El Alto, en Bolivia, y proclamarse presidente paralelo, nombrando un gobierno en la sombra.

Todo esto, que parecía apenas una explosión temporal de cólera causada por una derrota que él no esperaba, no fue sino el punto de partida de una locura mayor: la de considerarse el real presidente electo de México, «tomar posesión» de su cargo el 20 de noviembre del 2006 en la, Plaza del Zócalo, con banda o cinta presidencial cruzándole el pecho y con un gabinete de opereta a su lado. Y todo no terminaría ahí, pues dentro de la misma línea de furiosa paranoia incitaría luego a los diputados del PDR a apoderarse de la tribuna del congreso el 1.° de diciembre del mismo año, así fuese a golpes y patadas, con el fin de impedir la real toma de posesión de Felipe Calderón. Lo que consiguió fue un zafarrancho general presenciado por delegados de todo el mundo, entre ellos una docena de mandatarios y el príncipe de Asturias, dando de su país una imagen propia de una república bananera de otros tiempos.

Semejante aventura fue secundada por la parte más vociferante de sus huestes, pero causó un vivo malestar en los sectores más conscientes de la izquierda mexicana y desde luego en los demás sectores de la opinión. Lo revelarían poco después las encuestas. Primero un 12 por ciento, luego un 15 por ciento de sus partidarios y, finalmente, según una encuesta del diario El Universal, el 71 por ciento de los mexicanos, se manifestaron contrarios a estos métodos que les revelaban un perfil de López Obrador muy peligroso para el país. Difícilmente podían acreditar el fraude denunciado por él, cuando los 42,249,541 votos depositados en las urnas fueron computados en 130,477 mesas electorales por 909,575 ciudadanos de todos los partidos y fiscalizados por 1,800 consejeros distritales, 24 mil observadores nacionales y más de 600 internacionales.

Detrás de estas deserciones aparecen cambios significativos en el PDR y en la izquierda de México. Voceros suyos, como el antropólogo Roger Bartra, hablan de posturas anticonstitucionales y piden tomar distancias frente a López Obrador. Entre una izquierda moderna (o vegetariana, como la llamamos los autores de este libro) y una izquierda populista y amotinada hay radicales diferencias. La una se sitúa en las realidades del presente, la otra evoca los peores fantasmas del pasado continental y no conduce sino a la inseguridad y la desestabilización de un país. Situándose en este extremo, AMLO ha iniciado un descenso vertiginoso de su carrera política, tanto como fue su ascenso.

Antes de estos desvaríos, la fuerza cobrada por la izquierda mexicana y por su candidato parecía explicable. Como en otros países de América Latina, jugaba a su favor el descrédito de la clase política por obra de la corrupción y el clientelismo. Si bien la elección de Fox había obedecido al mismo fenómeno, lo cierto es que los viejos vicios dejados por el PRI no habían desaparecido del todo. La mordida, típica institución mexicana, no ha desaparecido. Hay, en proporción apreciable, emigración y pobreza. Y si bien Vicente Fox fue elegido en el año 2000 para poner fin a siete décadas del largo imperio político del PRI y darle al país un nuevo rumbo más limpio y democrático, las esperanzas depositadas en él se cumplieron sólo en parte. Hubo, es cierto, más decencia y moralidad en el ejercicio del poder y franjas de libertad en la prensa y en el juego político no vistas antes, pero ello no impidió que en el país quedara la sensación de haber visto incumplidos muchos proyectos renovadores anunciados seis años atrás. La culpa en buena parte la tuvo la arquitectura constitucional del país que estaba diseñada para la hegemonía del PRI y no para un paisaje político que incluye ahora al PAN y al PRD con el riesgo de que quien resulte electo presidente, como le ocurrió a Fox, no disponga de mayorías en el Congreso. Por tal motivo, su gobierno no pudo sacar adelante todos sus proyectos. Avanzó, sí, pero muy lentamente. A diez por hora, dice Andrés Oppenheimer en su libro Cuentos chinos, mientras China e India avanzaron en el mismo lapso a 100 kilómetros por hora gracias a la globalización, a la apropiación de tecnologías, la educación y su política de puertas abiertas a la inversión extranjera. Buscando siempre un acuerdo con el PRI que nunca se produjo, el gobierno de Fox padeció con frecuencia de indecisión en aras de tal propósito transaccional y cometió errores como el de su actitud poco decidida y solidaria con Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre. Tampoco contribuyeron a la solidez de su imagen las coquetas aspiraciones de la primera dama, Marta Sahagún, para suceder a su marido, o la tentativa soterrada del gobierno de inhabilitar a López Obrador como candidato por desacato a una orden judicial: el desafuero, como se llamó a esta tentativa, más bien fortaleció a nuestro personaje presentándolo como víctima de una conjura del poder. Si bien es cierto que en México el ingreso per cápita aumentó de 8900 dólares a 9700 y que el número de pobres disminuyó (en 7 millones según el gobierno, en 5 millones y medio según otros estimativos), lo cierto es que esa reducción de la pobreza no es enteramente resultado de una política oficial. Contribuyeron a ella de manera más efectiva los giros de los emigrantes mexicanos desde el exterior, en especial los residentes en Estados Unidos, que del año 2000 al 2004 pasaron de 6500 millones de dólares a 16 600 millones, y en el 2006 parecen sobrepasar los 20 000 millones. En todo caso, la parte que le tocó al gobierno en esa leve reducción tuvo que ver con subsidios directos a un buen número de familias a cambio de que enviaran a los hijos a la escuela, no con la multiplicación de los negocios pequeños, medianos o grandes. Pese a esta nueva realidad y a los excelentes resultados del TLC con Estados Unidos y Canadá, a la hora de hacer un balance México no queda bien parado. Pasó del puesto 31 al 48 en la categoría de competitividad del Foro Económico Mundial y descendió del 5 en el 2001 al 22 en el 2004 el índice de confianza en el país.

Ante esa realidad, ni enteramente buena ni enteramente mala, la elección presidencial de julio de 2006 le ofreció al país tres opciones distintas: un regreso al PRI, con Roberto Madrazo, apoyado por los dinosaurios de ese partido todavía fuertes en numerosos estados; un impulso más decidido para hacer avanzar la nación por la vía de un modelo liberal con el candidato del PAN, Felipe Calderón, y una alternativa populista de izquierda como la que en los últimos años ha prosperado en otras latitudes del continente, con López Obrador.

Además del inesperado desbordamiento de los cauces institucionales que lo revela como un peligro para el país, su propia posición política adolecía de muchos de los desvaríos propios de los líderes populistas latinoamericanos. Responde, en este sentido, a los mismos signos de identidad política de un Chávez o un Evo Morales.

IDEOLOGÍA VS. REALIDAD

Digámoslo de una vez: lo malo de AMLO es seguramente su motivo de orgullo: ser el depositario de una ojerosa ideología y actuar conforme a sus dictados. No lo decimos, como él podía creerlo, por el hecho de tratarse de una ideología de izquierda, sino por ser eso, una ideología, cualquiera que sea su signo. Es decir, una formulación teórica a priori a partir de la cual se busca interpretar la realidad. Las «anteojeras ideológicas», como las llama Enrique Krauze, no dejan verla. El concepto precede a la experiencia y con mucha frecuencia ésta lo refuta. La vieja izquierda, por ejemplo, idealiza al Estado y denigra el mercado sin ver la manera negativa o positiva como uno y otro inciden en el desarrollo económico. Es un extravío intelectual bien analizado en su momento por Jean-François Revel.

Dirá nuestro amigo, el perfecto idiota, que el liberalismo es también una ideología. Pues bien, nunca lo fue. Se limitó a establecer un conjunto de observaciones sobre acontecimientos cumplidos. Adam Smith en La riqueza de las naciones no hizo a priori construcción teórica alguna sobre la mejor sociedad posible, sino que, al examinar la realidad de su tiempo, descubrió lo que había permitido a unos países ser más ricos que otros. De igual manera, hoy el liberalismo extrae conclusiones de las experiencias exitosas de naciones como Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong Kong, España y Nueva Zelanda, y más recientemente China, India, Irlanda, Estonia, República Checa y el propio Chile, al mismo tiempo que observa lo que les falta a nuestros países para seguir por ese rumbo, encontrando en ello, de paso, una explicación de nuestros persistentes niveles de pobreza. Mirar primero realidades que nos sirvan de ejemplo y formular después propuestas parece algo más sano que obedecer a los dictados, deformaciones o supersticiones de una ideología como le sucede a AMLO.

Fiel a un típico recurso populista, en sus ideas y programas sólo reconoce la influencia de figuras históricas de su país. Del mismo modo que Chávez invoca a Bolívar, AMLO se presenta como descendiente político de Lázaro Cárdenas y de Benito Juárez. Del primero heredó, por cierto, lo malo y no lo bueno. Lo malo: sus políticas económicas estatistas que lo llevaron a nacionalizar la industria petrolera y los ferrocarriles y a propiciar un tipo de propiedad agraria comunal más demagógica que provechosa para el país. Lo bueno: Cárdenas jamás buscó los enfrentamientos de clase, como sí lo hace AMLO. De Juárez, pese a lo que dice, tiene muy poco de su rigor y su transparencia en el manejo de las finanzas públicas aunque sí algo de su autoritarismo. Los escándalos producidos por funcionarios suyos en el gobierno de la Ciudad de México así lo demuestran.

Detrás de estos referentes citados por él, se ocultan, en realidad, tres convicciones de estirpe ideológica que orientan su acción. La primera, propia de la vieja izquierda continental, es la de servirse de una confrontación de clases como rasgo esencial de su lucha política. AMLO hace constantes referencias a los de abajo y los de arriba, los poderosos, los privilegiados y los que sufren su opresión, algo que siempre suena bien al oído de la muchedumbre; exalta su frustración y su cólera. Y aunque, con cierta astucia, López Obrador se apresuró a tranquilizar a los empresarios el 11 de marzo de 2005 asegurándoles en una carta confidencial que nunca se ha propuesto romper los equilibrios macroeconómicos, sus furiosas arengas en plazas y balcones no dejan de satanizar el dinero, el mercado, los intereses privados. Con frecuencia, como hace Chávez en Venezuela, echa mano del lenguaje popular para hablar satíricamente de las llamarlas por él clases favorecidas y de paso atribuirles toda clase de conjuras contra él y su gestión como jefe del Gobierno de la Ciudad de México. Así, por ejemplo, cuando el 27 de junio de 2004 cerca de 700 mil personas desfilaron por el Paseo de la Reforma para protestar contra la inseguridad y la ola de secuestros que golpeaban a la ciudad, él decidió que esa multitud estaba compuesta ante todo por élites sociales, por pirruris, expresión que a veces acompaña de otros términos despreciativos del mismo género: «camajanes», «machucones», «finolos», «picudos», «exquisitos». Es decir, algo en la forma muy fiel a la tradición populista, pero en el fondo inspirado por un extravío ideológico muy propio de esos desechos radiactivos del marxismo y de su lucha de clases que perduran en el subsuelo intelectual de América Latina.

La misma convicción propia de la vieja izquierda lo lleva a ver en los Estados Unidos la sombra amenazante de un imperio que obra sólo en beneficio propio y en contra de su vecino del sur. López Obrador y la izquierda mexicana se opusieron en un principio al Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. La realidad acabó pulverizando sus prejuicios de izquierdistas primarios. Gracias al TLC, la balanza comercial de México pasó de un déficit de 3,150 millones de dólares en 1994 a un superávit de 55,500 millones en el 2004. Incapaz de comprender cómo en un mercado abierto hay que aceptar el libre juego de la competencia, López Obrador ofrecía como tema de campaña buscar un imposible acuerdo para impedir en México la importación libre de frijoles y de maíz de Estados Unidos.

La segunda convicción suya es de la misma estirpe ideológica: el Estado es no sólo el real creador de riqueza, sino su único administrador confiable y el verdadero dispensador de beneficios sociales para los más desfavorecidos. Por lo consiguiente, nada de privatizaciones. Lo que es patrimonio del pueblo, el Estado debe preservarlo como bien público sin ponerlo en manos de intereses privados. Sin embargo, como bien lo dice Enrique Krauze, no es la existencia de ese Estado proveedor ni su papel rector lo que está en juego cuando se critica a la vieja izquierda. «Lo criticable —dice él— es la anacrónica persistencia de una mentalidad que no ve la necesidad de someter esa oferta y esa rectoría del Estado a las pruebas elementales de eficacia, productividad y transparencia». La izquierda mexicana, más jurásica que vegetariana, más ortodoxa que liberal, pasa por alto el mal que ha impedido a México niveles de desarrollo propios de naciones hace cuarenta años más pobres que ya llegaron al Primer Mundo: precisamente el Estado, un Estado ineficiente, roído por la burocracia y la corrupción; un Estado que por muchos años estuvo a disposición de los barones políticos del PRI y del que ahora quienes los remplazan en el poder se sirven también como instrumento para favorecer a los suyos. El mal quedó sembrado.

La tercera deformación ideológica de López Obrador proviene también del marxismo: la idea de que el ordenamiento jurídico del país no es confiable, pues responde a esa superestructura creada para defender o preservar los intereses de la clase dominante, la burguesía. Muy probablemente allí reside la explicación de sus estrepitosas movilizaciones, único recurso en el cual confía cada vez que quiere sustentar una protesta. Así, cuando consideró que el despido de trabajadores transitorios de PEMEX era injusto o injusta la parte de sus recursos que esa empresa le dejaba a Tabasco, no se contentó con impugnaciones por la vía legal, reclamos ante el Ejecutivo o acciones parlamentarias, sino que procedió con ayuda de comunidades indígenas a bloquear pozos petroleros hasta obtener lo que buscaba. Subyace en él la convicción, también aprendida en cartillas marxistas, de que la ley es ante todo un instrumento de los ricos, utilizada en todo caso en su provecho y no en el de los proletarios.

SIN MÁQUINA CALCULADORA

Ahora bien, la realidad de su gestión no lo favorece. Obedeciendo tanto a sus premisas ideológicas como a sus ofertas electorales de corte populista, AMLO efectivamente distribuyó ayudas a ancianos, discapacitados, madres solteras, a tiempo que en la Ciudad de México emprendió obras muy vistosas de remodelación urbana. Pero, como buen populista poco amigo de números y de ciencias económicas, a la hora de hacer ofertas y adelantar proyectos nunca tiene al alcance de la mano una calculadora. Por ello, bajo su gobierno, la deuda de la Ciudad de México creció de 2,600 millones en el 2002 a 4,000 millones hoy. Por otra parte, buscando obras públicas de gran impacto visual como la remodelación del Paseo de la Reforma y los dos nuevos pisos del periférico, descuidó el abastecimiento de agua hasta el punto de que existe el riesgo de que en 2007 haya en la Ciudad México una grave penuria de agua potable. Gastar más de lo que se tiene en busca de efectos populares, ofrecer como candidato a la Presidencia cosas tan atractivas como pensión para todos los hombres y mujeres mayores de setenta años sin preguntarse de dónde van a salir los recursos, como le sucedió a Alan García en su primer gobierno, es un típico extravío populista capaz de llevar a graves extremos el déficit fiscal.

A ello hay que sumar dos viejos vicios enquistados en la administración pública mexicana y en nada ajenos a su gestión al frente de los destinos de la ciudad: la corrupción y el favoritismo. El primer pecado corrió por cuenta de dos altos funcionarios suyos, Gustavo Ponce y René Bejarano. Ambos terminaron arrestados. El primero, cuando fue filmado en un lujoso casino de Las Vegas jugando altísimas sumas de dinero, no propiamente provenientes de sueldos o ahorros suyos. Bejarano fue filmado cuando recibía maletas llenas de dólares de un empresario ligado al PRD. Indudablemente, dentro de la vieja tradición que dejó el PRI, el hombre de negocios estaba pagando favores. En cuanto al favoritismo y la coacción, también típico de los viejos manejos de la ciudad, el caso más citado es el de la empresa Eumex, concesionaria de casillas de espera en las líneas de autobuses urbanos o «parabuses», víctima de intimidaciones en el peor estilo para que esa concesión pasara a manos de un amigo del gobierno distrital. A estos señalamientos, recogidos por la prensa, López Obrador resolvió responder presentándolos como maniobras y conjuras encaminadas a desprestigiarlo. Maniobras de los de arriba, los poderosos, claro está.

Finalmente, la inseguridad no disminuyó sino que aumentó en la Ciudad de México bajo su administración. Los secuestros y robos se convirtieron en amenazas constantes, hasta el punto de que pasaron a ser el primer problema de la ciudad. La izquierda suele detenerse en las causas atribuibles a este fenómeno (la pobreza y el desempleo) sin buscar urgentes y efectivas medidas policiales de vigilancia urbana, siempre mal vistas por obra de supersticiones ideológicas que las identifican con políticas represivas de derecha.

En el caso de AMLO, sus ideas equivocadas, tan cercanas a nuestro perfecto idiota, se unen a un ingrediente explosivo que acabará convirtiendo lo suyo en un huracán político a fin de cuentas transitorio. Nos referimos a su carácter. Periodistas y biógrafos ocasionales recuerdan sus tendencias autoritarias. Es el «Mesías tropical» —como lo llama Krauze— que no escucha, no admite reparos ni dialoga. Hay quienes recuerdan un incidente trágico de su adolescencia para explicar rasgos algo desquiciados de ese carácter: la muerte accidental de un hermano suyo por culpa de un disparo cuando manipulaba un arma. No fue culpable de ese hecho, pero tal vez llegó a pensar que podía haberlo evitado, y para liberarse o superar tal sentimiento de culpa aflora en él a cada instante una vehemencia muy próxima a la agresividad. Es tema para un psiquiatra.

Como sea, AMLO es propenso a peligrosos desbordamientos. Lo que sucede en el mundo poco le interesa. Es un caudillo del viejo estilo, sólo que el México de hoy, en ruta hacia la modernidad y con la competencia de los países asiáticos en esta era de la globalización, no está para volver a la época de Zapata o Pancho Villa. La revuelta no es hoy arma de cambio. Dadas la experiencias de Cuba y la más reciente de Venezuela y de Bolivia, el camino de Castro, Chávez, Evo Morales y compañía no resulta hoy muy atractivo para un país cuya fisonomía social está determinada por la presencia y ascenso de la clase media y, dentro de ella, de profesionales, ejecutivos, intelectuales y empresarios ajenos a semejantes desvaríos. Subsisten, por supuesto, zonas económicamente deprimidas, indígenas, campesinas o marginales en el panorama urbano, que sustentan una caudalosa emigración y cuya situación sólo puede ser redimida por el crecimiento económico, la educación, un manejo escrupuloso de las finanzas públicas, la seguridad jurídica y la atracción de inversiones extranjeras. Es decir, una política que corresponde más al perfil del nuevo presidente Felipe Calderón y no precisamente de AMLO (esperemos que Calderón ejerza el liderazgo que no ejerció Fox a la hora de llevar a cabo un programa de reformas audaces y que el PRI tenga esta vez una actitud menos obstruccionista). Sus bloqueos, amenazas, desafíos y otras exaltaciones tropicales eran propios del México que quedó atrás y no del que enfrenta los retos y exigencias del mundo de hoy.