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Las víctimas de la guerra

LAS guerras prácticamente continuas que en la Península Ibérica libraron durante casi ocho siglos cristianos contra musulmanes, cristianos contra cristianos y musulmanes contra musulmanes causaron sufrimientos terribles a la población. A la de ambos bandos y a la de otros colectivos que vivían en el territorio, como los judíos. Los métodos de agresión, represión, castigo y muerte se cebaron con las personas de un modo tan bárbaro, tan inhumano, que aún hoy causa espanto recordarlo. Muchas de aquellas prácticas de terror y de exterminio fueron establecidas, alentadas, fomentadas y en ocasiones obligadas por algunos dirigentes religiosos de la época, que llevaron unos el espíritu de la cruzada y otros el de la yihad a sus extremos más violentos. Fueron prácticas de «terrible crueldad» en palabras de Claudio Sánchez-Albornoz, tan terribles que los autores de este libro advierten al lector que lo que viene a continuación puede herir su sensibilidad. Si lo desea, sáltese este capítulo, que sólo añade algunos detalles desagradables a lo ya apuntado en el anterior. Todos los hechos concretos que van a ser relatados son reales, y, en los que hay alguna duda sobre la veracidad de algunos detalles, así se señala. La muestra no es exhaustiva, sólo trata de ser representativa.

Toledo, año 797. La ciudad ya es un crisol de culturas y de civilizaciones. Hay árabes, visigodos, judíos… De vez en cuando, se producen algunas revueltas contra el poder musulmán por parte de los muladíes, los cristianos convertidos al islam.

El emir cordobés, Al-Hakam I, nombra nuevo gobernador al que hasta entonces lo era de Talavera, Amru, o Ambroz, y le encarga que dé un escarmiento a esa población levantisca. El nuevo gobernador se gana la confianza de los toledanos e invita una noche a un banquete a todos los notables de la ciudad, «haciéndoles ver que deseaba agasajarlos y demostrarles cortesía», según cuenta un prestigioso historiador hispanomusulmán, Ibn Hayyán. Amru pedía a sus invitados que «entrasen a su presencia por una puerta y saliesen por otra, de manera que no se agolpasen en la visita». Era una trampa: «Dentro del alcázar había apostado hombres con las espadas desenvainadas, de manera que a todo el que entraba se le apartaba al borde de un foso profundo que habían preparado durante la construcción, era decapitado y su cuerpo arrojado al foso. Los que llegaban en gran número por la puerta no se apercibían de esto, pensando que saldrían por la otra puerta, ya agasajados, hasta que hubieron sido aniquilados muchos de ellos: al cabo de un rato se dieron cuenta desde las alturas de la ciudad y se levantaron conmocionados, cuando la matanza alcanzaba ya setecientos hombres…».

Guadalacete, al sudoeste de Toledo, año 852. Las tropas asturianas y vascas de Ordoño I, que han ido a apoyar una rebelión contra el poder musulmán, caen vencidas en una batalla muy cruenta ante las del emir cordobés Muhammad I. Los vencedores decapitan a los soldados cristianos muertos. Cuenta una crónica: «Quedan sobre el campo de batalla y en los alrededores 8.000 cabezas, que amontonan y que formaron una elevada colina con la cual los musulmanes proclamaron la grandeza y la unidad de Dios, alabaron al Señor y le dieron testimonio de su fe. El emir Muhammad mandó la mayor parte de las cabezas a Córdoba, y también a la costa africana».

Córdoba, año 928. Abderramán III sofoca definitivamente la rebelión interna de los partidarios de Ornar ibn Hafsún, un caudillo que hace más de tres décadas había creado otro Estado dentro de Al-Ándalus. Hafsún había muerto en 917, pero sus hijos siguen combatiendo contra el emirato, luego califato, hasta la rendición final en la fortaleza de Bobastro, en la sierra del Alto Guadalhorce. Cuando toma la plaza, Abderramán manda desenterrar el cadáver de Hafsún, monta en cólera porque ve en la tumba signos de que su rival se había convertido al cristianismo y ordena llevar los restos a Córdoba para exponerlos durante años en la muralla para escarmiento de los rebeldes y advertencia a los conversos.

Oviedo, año 932. El rey Ramiro II de León, al que los musulmanes llamarán después El Diablo y los leoneses El Grande, derrota en la batalla definitiva a sus rivales en una guerra civil, entre ellos a su hermano Alfonso IV, que había sido el rey anterior. Los principales dirigentes del otro bando son capturados, y Ramiro ordena que les saquen a todos ellos los ojos, incluido a su propio hermano, al que confina de por vida en el monasterio de Ruiforco de Torio. La pena de la exorbitación, de sacarles los ojos de sus órbitas y dejarlos ciegos, se hace extensible a todos los parientes de Alfonso en edad de gobernar, para que sirva de escarmiento y de advertencia.

Barcelona, año 985. Almanzor asedia la ciudad e incorpora en sus ataques una terrorífica novedad técnica. Sus almajaneques, las máquinas con las que por entonces se lanzan proyectiles para romper la muralla de los sitiados, apuntan hoy un poco más lejos, al interior de la ciudad, y disparan con un proyectil diferente. No son piedras. Son cabezas de cristianos, cabezas cortadas por las tropas del caudillo cordobés en las inmediaciones de la ciudad. Una narración de la época asegura que se lanzan mil cabezas de media al día, hasta que la ciudad es conquistada, devastada y expoliada. Almanzor era especialista en las más crueles prácticas de guerra psicológica, la que desmoraliza y aterra al enemigo con continuos golpes bajos a su voluntad y a su estado de ánimo. Unos años antes, había derrotado en batalla a su propio suegro, Galib, y, según la leyenda, había enviado la cabeza cortada a Asma, que era esposa de Almanzor e hija de Galib. Era un mensaje de sumisión y acatamiento por encima incluso de las lealtades familiares.

Valencia, verano de 1093. El Cid asedia la ciudad. Grupos de musulmanes de la zona rural colindante reniegan de su religión, se ponen a las órdenes de Rodrigo Díaz de Vivar y emprenden una campaña de devastación por los alrededores, matan a los hombres, roban a las mujeres y a los niños y llegan «a vender a un musulmán cautivo por un pan, una medida de vino o un arrelde de pescado, y a quien no podía rescatarse le cortaban la lengua, le vaciaban los ojos y lo soltaban a los perros de presa, que lo destrozaban».

El sitio a Valencia será largo, va a durar todo un año. El Cid ha intentado tanto romper la muralla con diferentes máquinas e ingenios como asaltarla directamente, y como no tiene éxito decide infligir un bloqueo pasivo, sin ataques directos, y someterla con una nueva arma: el terror. Los musulmanes más pobres, que huyen de la ciudad porque ya se han agotado sus alimentos y se mueren literalmente de hambre, son torturados, mutilados y ejecutados por los soldados de Rodrigo ante la muralla, para que lo vean los cercados y nadie más huya y, en consecuencia, aumente aún más el hambre dentro y la presión al cadí, Ibn Yahhaf, para que rinda la ciudad. «Si alguien huía —cuenta un cronista musulmán—, se le sacaban los ojos, cortaban las manos, quebraban las piernas o lo mataban, con lo cual la gente prefería morir en la ciudad». Pasadas unas semanas, el hambre es tan aguda que de nuevo hay gente que sale de Valencia, pese a lo que le espera fuera. Cuenta el mismo cronista: «El tirano [el Cid] se dedicó a quemar a quien salía de la ciudad hacia su campamento, de modo que no salieran los pobres y pudieran ahorrarse víveres para los ricos, pero la gente empezó a desdeñar el ser quemado por fuego, y él pasó a divertirse matándolos, colgando sus despojos en los alminares de los arrabales y en las alturas de los árboles».

El cadí acaba aceptando la rendición y la entrega de la ciudad. En las capitulaciones, el Cid se compromete a respetar personas y bienes; a mantener al cadí como autoridad, aunque tutelado por los cristianos; a no residir él personalmente en la plaza, a la que sólo acudiría una vez por semana; a hacer cumplir la ley islámica; a cobrar un solo impuesto, un diezmo… Pero poco después, ante la llegada de un ejército almorávide, el Cid rompe todos los acuerdos, se instala en Valencia y expulsa de ella a todas las «bocas inútiles» cuando los almorávides ya cercan la ciudad. Vuelve el cronista musulmán: «El maldito [el Cid] se dirigió a pobres, mujeres e hijos de los musulmanes, y los hizo salir hacia el campamento [almorávide], diciéndoles: “id con las gentes de vuestra religión”, y así cayeron en manos de negros, acemileros y comerciantes de vil condición, que se las apropiaban y abusaban de ellas».

Una vez despejado el cerco y derrotados los almorávides en Quart, Rodrigo Díaz de Vivar, pese a que había pactado en la rendición de la ciudad respetar vidas y bienes, encarcela a muchos dirigentes locales y ordena ejecutar al cadí ante los valencianos, con el pretexto de que le ocultaba un tesoro. Unos cronistas cuentan que Yahhaf fue enterrado hasta medio cuerpo y luego quemado; otros, que la ejecución fue por lapidación, apedreado.

Sahagún, año 1110. Los burgueses de la ciudad, una de las más dinámicas del Camino de Santiago, acumulan agravios y descontento con los monjes del monasterio, que gozan de todo tipo de privilegios. Apoyados por las tropas de Alfonso I de Aragón, que a su vez está en guerra con su mujer, Urraca de León y de Castilla, los burgueses se revelan y someten a los hombres del monasterio a todo tipo de torturas: a unos los exponen desnudos al frío de la noche y al agua helada, a otros los empalan como si fueran un pollo en un espetón, a otros los cuelgan de los pulgares o de los pies o de los genitales…

Tierras de Asturias y de León, años 1130-1134. Revueltas de diferentes nobles contra Alfonso VIL El conde Suero y su sobrino Pedro Alfonso, que actuaban contra los rebeldes, «a cuantos encontraban, los dejaban marchar tras amputarles las manos y los pies». Otro noble partidario del rey, Rodrigo Martínez, captura un grupo de rebeldes mandados por Pedro Díaz: «A unos los envió a la cárcel hasta que devolviesen todos sus bienes y a otros los obligó a servirle muchos días sin sueldo, pero a los que lo habían insultado hizo uncirlos con bueyes, arar, pacer hierbas, beber en pilones y comer paja en el pesebre y, despojados de todas sus riquezas, les permitió marchar miserables y desgraciados».

Las Navas de Tolosa, en las montañas de Jaén, el caluroso 16 de julio de 1212. Ejércitos cristianos, compuestos de tropas castellanas, navarras, aragonesas y portuguesas y reforzados con caballeros venidos de media Europa, han emprendido una cruzada religiosa contra los almohades. Hoy van a lograr la victoria clave para entrar en Al-Ándalus y para dar quizás el golpe de gracia definitivo a la pugna de casi ocho siglos entre cristianos y musulmanes. La orden política y religiosa es aniquilar al enemigo. Antes de la batalla, las autoridades eclesiásticas han amenazado con excomulgar a quienes se dediquen a saquear el campo rival y no a perseguir a «esa maldita gente» y matarla. La matanza sistemática de musulmanes ya derrotados dura hasta que acaba el día y se desarrolla en un amplio territorio. «Los que huyeron de la lucha, dispersos, erraban por los montes como ovejas sin pastor y donde eran hallados los mataban», cuenta un cronista castellano. El propio rey de Castilla, Alfonso VIII, confiesa que «después de la gran carnicería» que supuso la batalla se dedicaron a masacrar a los vencidos: «Los perseguimos hasta la noche y matamos más en el alcance que en la misma batalla».

Al Ándalus, año 1231. Una cabalgada castellana ordenada por Fernando III asuela cuanto encuentra a su paso en la cuenca media y baja del Guadalquivir, unas tierras que hasta ahora gobierna el caudillo murciano Aben-Hut. La hueste ha salido de Salamanca en enero. La dirige Alvar Pérez, magnate de la casa de Castro y que antes había estado al servicio de los almohades. En ella va también el primogénito del rey Fernando, el futuro Alfonso X, que en esos momentos sólo tiene nueve años. Los caballeros castellanos, unos mil, y sus dos mil quinientos peones pasan por delante de la fortificada Córdoba «quemando, destruyendo y saqueando»; asaltan Palma del Río, sin dejar con vida, según aseguran las crónicas, ni a uno solo de sus habitantes; devastan las inmediaciones de Sevilla, y las de Jerez, y las de Vejer… Aben-Hut reúne un gran ejército, de casi diez mil jinetes, y sale al encuentro de los cristianos en las cercanías de Jerez. Pese a la inferioridad de hombres, los castellanos ganan la batalla con una carga conjunta de toda su caballería que rompe la vanguardia de los musulmanes y los hace huir despavoridos. Como en Las Navas, en esa huida desordenada mueren muchos más que en el del campo de batalla del primer choque. Pero antes había ocurrido un hecho muy significativo, un hecho que revela mucho de la naturaleza humana. Durante sus largas correrías desde enero, la hueste cristiana había apresado a unos quinientos musulmanes, a los que llevaba en retaguardia, cargados de cadenas, para pedir rescate por ellos o venderlos de esclavos en Castilla. Y necesitando don Alvar para el combate hasta al último de sus hombres, dicen los cronistas, y no teniendo a nadie que guardase a los cautivos, ordenó decapitarlos a todos. La orden se cumplió de inmediato.

Burgos, mayo o junio de 1277. El rey Alfonso X, el sabio, el culto, el historiador, el poeta, el primogénito del santo Fernando III, ordena la ejecución de su hermano Fadrique, el segundo hijo de Fernando. No está muy claro de qué acusa el rey a su hermano, hay quien dice que de conspirar contra él para quitarle el trono, otros que de herejía o de homosexualidad. Lo cierto es que la ejecución se lleva a cabo, en el castillo de la ciudad, y con un método novedoso: ahogamiento por inmersión.

Algeciras, año 1344. El rey castellano Alfonso XI, que cerca la ciudad y la tomará en marzo de 1344 tras un larguísimo asedio, captura a dos moros que abandonan la plaza y los somete a torturas para sacarles información. Luego ordena decapitarlos y enviar sus cabezas volando dentro de la ciudad, catapultadas por un trabuquete. Los sitiados le pagan con la misma moneda: cortan la cabeza a dos cristianos que tenían cautivos y las catapultan desde dentro de Algeciras al campamento de Alfonso.

Montiel, 23 de marzo de 1369. El rey Pedro I, que lleva tres largos años enzarzado en una guerra civil con su hermanastro Enrique de Trastámara, muere apuñalado por éste tras haberle tendido una trampa Beltrán Duguesclín, el jefe de los mercenarios franceses contratados por Enrique. Pedro es decapitado, y su cabeza mostrada a las tropas desde lo alto de las almenas del castillo de Montiel. También en Sevilla es exhibida la cabeza del rey, como prueba de que ha muerto y de que la guerra ha terminado y de que Enrique es el nuevo monarca. El propio Pedro, a quienes sus adversarios llaman El Cruel y sus partidarios El Justiciero, sabía mucho de ejecuciones sumarísimas y de cortar cabezas. En la batalla de Nájera, en la que ganó a las tropas de Enrique, dos años antes de Montiel, había dado orden de ejecutar a muchos de los supervivientes capturados al enemigo, pese al malestar del Príncipe Negro, el jefe de los mercenarios ingleses contratados por Pedro, que quería mantener vivos a los prisioneros. No era una cuestión humanitaria: el Príncipe Negro pretendía cobrar rescate por ellos.

Decapitados, ahorcados, lapidados, degollados, descuartizados, empalados. Cautivos, desplazados. La violencia y las catástrofes humanas llenan los casi ocho siglos de guerra permanente en la Península Ibérica. La época tuvo poco de caballerosa, de esa supuesta ética caballeresca y esa altura de miras que contaron los cantares de gesta y el romancero, y en el mundo musulmán también sus poetas. El Rodrigo Díaz de Vivar real se parece sólo un poco al caballero que pintan la Historia Roderici o el Cantar de Mío Cid. Es cierto que en las batallas en campo abierto no acostumbraba a masacrar a sus enemigos vencidos, pero lo que consintió y lo que hizo en el cerco y la toma de Valencia lo pintan como un señor de la guerra sin escrúpulos, despiadado. Hay quien sostiene que en el fondo todos los comportamientos del Cid, tanto los que vemos hoy como más éticos cuanto los que creemos más reprobables, responden a lo mismo: a estrategia y a cálculo. Quizás ni indultaba por bonhomía y mesura ni mataba por crueldad y sadismo. Tal vez fue el menos ideológico de todos los señores medievales de la guerra: ni se mostraba especialmente duro con los musulmanes por serlo ni especialmente benévolo con los cristianos por lo mismo. En el Cid, unos especialistas han visto a un hombre extremadamente codicioso, al que sólo movía el afán de lucro; otros, cada vez menos, al cristiano que actuaba sólo movido por elevados criterios morales; otros más, al súbdito que quiere recuperar su honra, arrebatada por un rey injusto; aún otros, al político ambicioso que soñaba con ser número uno, señor independiente no sometido a ningún poder terrenal superior. Probablemente convivían en Rodrigo Díaz de Vivar esos cuatro individuos, pero nunca sabremos en qué proporción cada uno de ellos.

Como vimos antes en la selección de algunos hechos muy significativos de la crueldad de las guerras, morir decapitado o ser decapitado después de muerto era algo muy frecuente en la Península Ibérica medieval. La bárbara costumbre venía de muy atrás: de los celtas y de los romanos. Hasta Cicerón fue decapitado por unos cazarrecompensas cuando huía de una de las muchas guerras civiles, y su cabeza y sus manos cortadas fueron expuestas en el foro de Roma. Con los visigodos, el Fuero Juzgo ordenaba la decapitación por muchos delitos diferentes: el adulterio, la violación, la falsificación de moneda, la traición al rey…

Decapitar era la expresión suma de la condena a muerte, de la pena capital. De ahí viene el nombre: caput, cabeza, pena capital. El que ordenaba la brutal medida cargaba de oprobio al que la padecía y exhibía su poder ante el conjunto de la sociedad, a la que además le enviaba un aviso ejemplarizante, una seria advertencia, una contundente admonición. A la víctima no sólo se le quitaba esta vida, sino también se le dificultaba la siguiente, la vida eterna. Muchas religiones creen en la resurrección de la carne, en un más allá con vida no sólo etérea, sino también corporal, y los decapitados tendrían más difícil su salvación al ser cabezas sin cuerpos, o cuerpos sin cabezas. La exhibición de una cabeza cortada en un muro público, clavada en una pica o una espada, o entre millares de cabezas formando una colina desde la que llamaba a la oración el almuédano, el sacerdote de la religión rival, añadía un componente de infamia al decapitado y pregonaba muchas enseñanzas al que asistía al espectáculo: las cabezas eran la prueba de que unos enemigos habían muerto y de que se había ganado una batalla. Eran la prueba y eran también el trofeo, el más valioso. La cabeza representaba lo mejor del ser humano, las ideas, la belleza, la singularidad, y separada del tronco era un símbolo de destrucción inapelable.

En la península, la decapitación fue más frecuente entre los musulmanes que entre los cristianos. En éstos era por lo general o bien una pena individual que se aplicaba a alguien condenado por un delito muy grave o bien un hecho digamos accidental en una carga de caballería durante una batalla, como se ve en el Cantar de Mío Cid, en una batalla con el rey Búcar: «Tanto brazo con loriga veríais caer aparte, / tantas cabezas con yelmos que por el campo caen». Pero también en ocasiones era una práctica bélica admitida: ciudades fronterizas como Guadalajara, Cuenca, Toledo o Plasencia ofrecieron durante alguna época recompensas a quienes les llevaran la cabeza cortada de algunos jefes sarracenos.

Entre los musulmanes, la decapitación no sólo era el modo más frecuente de ejecutar una condena a pena capital, sino sobre todo una práctica común de guerra, la mayoría de las veces con enemigos ya muertos en una razia, un cerco o una batalla. Muchas crónicas medievales castellanas están llenas de referencias al riesgo que corrían las tropas cristianas de ser «descabezadas». No era una metáfora, no se referían al riesgo de quedarse sin jefe, sino al de perder toda la hueste la cabeza, a ser todos decapitados por el enemigo. Perder la cabeza, en aquella época, no era «faltar u ofuscarse la razón o el juicio por algún accidente», como ahora dice el Diccionario de la Real Academia Española, sino ser decapitado, con todo lo que conllevaba. Y cortar la cabeza era «decapitar», tardaría aún mucho tiempo en ser una metáfora y en significar «destituir a alguien».

La ejecución por decapitación era tan frecuente porque era rápida, fulminante y barata. Se hacía generalmente con un hacha o una espada. Las Partidas de Alfonso X, sus leyes, prohibían hacerlo con una hoz de segar. El reo estaba arrodillado, llevaba vestidura de penitente, los ojos vendados, las manos y las rodillas atadas. El verdugo tenía que ser un experto; los músculos y los huesos del cuello son resistentes a los cortes, y había que dar al hacha o a la espada un determinado ángulo al golpear y mucha fuerza. Si no se hacía bien, la agonía del ajusticiado era muy larga y sufría mucho más. En la primavera de 1453, Álvaro de Luna, el valido de Juan II de Castilla, cayó en desgracia por la ambición de los nobles y fue condenado a morir decapitado en la Plaza Mayor de Valladolid. Cuentan que hasta su subida al cadalso mantuvo la sangre fría y que incluso pagó para que se buscara a un verdugo profesional que hiciera bien su trabajo.

La cabeza cortada de Álvaro de Luna estuvo expuesta durante nueve días, colgada de un garfio, en el cadalso de la Plaza Mayor vallisoletana. Era lo usual, la segunda pena que se imponía a los reos: la primera, la pérdida de la vida; la segunda, la de la dignidad, mostrando al público el rostro desfigurado y ensangrentado de la víctima.

En Al-Ándalus, donde la mayoría de las cabezas cortadas que se exhibían pertenecían a enemigos anónimos, se buscaba menos ese efecto infamante hacia la víctima y mucho más el otro, el publicitario ante los que contemplaban el espectáculo. La mayoría de las cabezas cristianas que cortaban los musulmanes en trances de guerra eran sometidas a un tratamiento con sal, mirra y aloe para que no se corrompieran y llevadas de gira por diferentes ciudades andalusíes, para que el pueblo supiera del poder y de la fuerza de sus gobernantes. Probablemente no era crueldad, era política. A más cabezas, más poderío. Hay crónicas musulmanas que dicen que en una aceifa del año 865 sobre territorios del Ebro, bajo el reinado del emir Muhammad I, se cortaron 20.472 cabezas cristianas.

Muchas de las cabezas cortadas acababan en Córdoba, en la puerta de la Azuda, la principal del alcázar. Tantas llegaban que el lugar se convirtió en un símbolo: de gloria para los musulmanes y de terror para los cristianos.

La decapitación no era la única manera de ajusticiar a un reo o de acabar con un enemigo. También se ahorcaba, se quemaba en una hoguera, se cocía a hombres vivos, se descuartizaba, se crucificaba, se ahogaba por inmersión, se arrastraba a reos atados a la cola de un caballo, se lapidaba, se despeñaba… Casi todas esas maneras de matar se hacían en público; tenían una parte de espectáculo y de aleccionamiento e intimidación de la población.

La horca tenía un carácter aún más ignominioso e infamante para ajusticiados que la decapitación, pues los últimos espasmos del cuerpo movían a la risa y a la befa del público que asistía al espectáculo. Las muertes en la hoguera, tristemente célebres en Castilla después, con la Inquisición, se reservaban para crímenes muy graves contra Dios, y eran especialmente infamantes porque el cuerpo desaparecía, incinerado. Se concebían como puros espectáculos ejemplarizantes: un escenario, la pira de madera, y un protagonista, el reo, en el mejor lugar del escenario, arriba del todo, para que el público lo viera agonizar y arder desde bien lejos. El fuego se usaba también ocasionalmente en otra tortura: unos Anales Toledanos cuentan que en 1224 el rey Fernando III acudió a Toledo y «enforcó [ahorcó] muchos ornes, é coció muchos en calderas», aunque no aclara si eran malhechores, herejes o enemigos musulmanes. Unos años antes, el rey aragonés Alfonso I «ensañosse e fizo cocer» a unos nobles abulenses que tenía de rehenes porque Ávila no se le sometía.

El descuartizamiento sólo se usaba con rebeldes extremos. Los verdugos eran asesorados por algún médico para que el ajusticiado durara más tiempo vivo y aumentaran sus sufrimientos. El cuerpo se dividía en cuatro trozos que se abandonaban, a veces para animales carroñeros, y la cabeza se exhibía de modo infamante en algún lugar público. El arrastramiento del cuerpo a la cola de un caballo fue infrecuente en la península y usual en Francia. El cadáver quedaba desfigurado y semidesnudo, por lo que a la condena se añadía la infamia de la víctima. La crucifixión probablemente fue más frecuente entre los musulmanes que entre los cristianos. Las Partidas de Alfonso X la prohibían, así como lapidar o despeñar.

Además de matar, las sociedades medievales hispánicas y las guerras que las enfrentaban usaban muchas otras prácticas violentas con reos o con enemigos. Reversibles, como los azotes, o irreversibles, como las marcas a fuego en la frente o en la cara o las mutilaciones: de nariz, de labios, de orejas, de lengua, de ojos, de órganos genitales, de la mano de un lado del cuerpo y el pie del otro… Muchas de estas mutilaciones se aplicaban sobre todo a cautivos.

En el Medievo no había prisioneros de guerra, con sus derechos y sus convenciones internacionales; había cautivos. El cautivo es casi un esclavo, un muerto viviente, podía haber muerto en la acción bélica, pero ha sobrevivido por la gracia del amo, que lo explotará como fuerza de trabajo o lo venderá como esclavo o lo liberará tras el pago de un rescate. La vida de los cautivos era penosa, en todos los bandos. Subsistían a pan y agua, pasaban hambre lacerante, eran objeto de torturas y de palizas, las celdas eran oscuras e insalubres, yacían en ellas cargados de cepos de madera y de grilletes de hierro…

En la Alta Edad Media, eran los musulmanes los que sometían a cautividad a más enemigos. A partir del siglo XII y sobre todo del XIII, cuando los cristianos ya ganaban claramente la guerra, fue al revés. El 20 de julio de 1212, menos de una semana después de la crucial batalla de Las Navas, las tropas cristianas pusieron cerco a la cercana Úbeda. Los defensores no podían defenderla, y acordaron la entrega de la plaza a cambio de que se respetaran sus vidas, no así su libertad. Según las distintas crónicas, los cristianos tomaron allí una «maldita multitud» de entre 60.000 y 100.000 cautivos, que salieron de inmediato encadenados, en largas filas, camino de los reinos del norte.

Pese a todo, para los de Úbeda probablemente fue un buen acuerdo. Una de las pocas convenciones de guerra que había en la época era que, cuando una fortaleza aguantaba al enemigo y le causaba bajas y daños y era finalmente derrotada, el asaltante tenía derecho a acabar con la vida de todos los moradores. Y así se hacía, se mataba indiscriminadamente, incluso a la población civil. Lo hizo, por ejemplo, Fernando III muy pocos años después de Las Navas en Priego —«así que todos los moros murieron, synon los que se acogeron al alcázar», cuenta una crónica—, Loja —«e tan fuerte combatieron que les tomaron el alcázar e mataron e catiuaron todos los moros»— o Cantillana —«tan de rezio la mando el rey conbater que la entraron por fuerza, et mataron et prendieron cuantos fallaron dentro, et fueron por cuenta, los moros muertos et que y prendieron, ssieteçientos».

¿Qué lleva a ambos bandos a esos destellos de enorme saña y crueldad, a esa sed de sangre que se observa en muchos hechos de guerra y en las crónicas que los relatan? Las doctrinas y las arengas de los respectivos extremismos religiosos, probablemente. En el caso de los musulmanes, el rigorismo en la aplicación del Corán de los primeros invasores, del emirato y del califato, de Almanzor, de los almorávides, y de los almohades. Todos ellos interpretan de modo extremo el mandato coránico de la yihad, de combatir a los no creyentes hasta su completa y total sumisión. En el caso de los cristianos, la idea de la cruzada contra los infieles lanzada sobre todo por el papado a partir del siglo XI, una especie de solución final frente al islam que pasa por el exterminio de los rivales mahometanos o cuanto menos por su expulsión total de los territorios históricos que se consideran cristianos, sagrados.

El «exterminio de los sarracenos» es una idea frecuente en aquellos siglos bárbaros. La usa el Papa Celestino III, que en 1192 dice: «No es contrario a la fe católica el mandato de perseguir y exterminar a los sarracenos pues, a ejemplo de lo que se lee en el libro de los Macabeos, los cristianos no pretenden adueñarse de tierras ajenas, sino de la herencia de sus padres, que fue injustamente desposeída por los enemigos de la Cruz de Cristo durante algún tiempo. Además, es legítimo y admitido por el derecho de gentes que de los lugares ocupados por los enemigos que los retienen con injuria de la Divina Majestad, el pío expulse al impío, y el justo al injusto».

Celestino III habla de exterminio y también de expulsión. Otra de las grandes catástrofes humanas de la larga guerra peninsular fue la de los expulsados, la de los desplazados, los que hoy llamaríamos refugiados. La gente del común que fue barrida y empujada de sur a norte en la Alta Edad Media por el empuje de los musulmanes que habían invadido la península y la otra gente del común que fue empujada de norte a sur por el avance de los cristianos, sobre todo a partir del siglo XII. Desde esas fechas, la «reconquista» cristiana tiene cuatro efectos posibles en la población musulmana de las ciudades y los campos conquistados: unos mueren en los combates; otros son tomados como cautivos, y trasladados a los reinos del norte como esclavos o a la espera de que alguien pague rescate por ellos; otros se quedan donde estaban porque son útiles a los conquistadores, sobre todo los que se dedican a la mucho más avanzada agricultura musulmana, y a veces acaban convirtiéndose de grado o a la fuerza a la nueva fe dominante, y por último muchos son echados de sus casas o de sus tierras y se buscan una nueva vida más al sur, en los últimos territorios peninsulares aún bajo dominio islámico o incluso al otro lado del estrecho.

Esa diáspora constante, ese drama de una continua huida, a medida que los ejércitos cristianos van tomando toda la península, quizás se entienda mejor así:

Gibraltar, septiembre de 1309. Las tropas de Fernando IV sitian y rinden la estratégica fortaleza. En el acuerdo de rendición, se establece que los cristianos dejarán irse al norte de África a 1.125 musulmanes. Uno de ellos, un anciano, se acerca al rey Fernando y le cuenta su triste historia: «Señor, que oviste conmigo en me echar de aquí; ca tu visabuelo el rey don Fernando quando tomó a Sevilla me echó dende é vine a morar á Xerez, é después el rey don Alfonso, tu abuelo, quando tomó a Xerez echóme dende é yo vine á morar a Tarifa, é cuydando que estaba en lugar salvo, vino el rey don Sancho, tu padre, é tomó a Tarifa é echóme dende, é vine a morar aquí á Gibraltar, é teniendo que en ningún lugar non estaría tan en salvo en toda la tierra de los moros de aquende la mar como aquí. E pues veo que en ningún lugar destos non puedo fincar, yo yré allende la mar é me porné en lugar do viva en salvo é acabe mis días».