El poder
AUNQUE LEÓN, Burgos y Valladolid se autoproclamaron durante diferentes períodos de la Edad Media como «capital» del Reino o de la Corona, lo cierto es que era una capitalidad casi simbólica. Por lo general, el rey no tenía una sola residencia permanente, la suya era más bien una corte itinerante que, durante muchos siglos, no tuvo sede fija para los diferentes órganos políticos de poder que fueron surgiendo. El rey era ante todo, ya lo dijimos, un dirigente militar: el jefe de la guerra y el primer guerrero. Y las acciones de guerra eran tan frecuentes que el monarca pasaba larguísimos periodos de tiempo fuera de la teórica capital.
El rey viajaba acompañado de su curia, una especie de consejo de ministros de la época con funciones también de asesoría legislativa al monarca. El modelo arrancaba del reino asturleonés, de cuando a principios del siglo IX el rey Alfonso II recuperó el Oficio Palatino y, según la Crónica Albeldense, restauró «todo el orden gótico toledano, tanto en la Iglesia como en Palacio».
La curia la componían los condes y los demás nobles, y entre ellos el alférez o general máximo de las tropas (recordemos que el Cid lo fue de Sancho II); el alto clero de obispos y abades, que tampoco pasaban mucho tiempo en sus obispados o monasterios (ya vimos en la batalla de Atapuerca que allí estaban el abad de Silos, luego santo Domingo, y el abad de Oña, luego san Iñigo), y el mayordomo, una suerte de ministro de economía que además de las cuentas del reino llevaba las particulares del rey.
A ese grupo de notables, se le añadían centenares de ayudantes de todo tipo, soldados de la escolta al servicio del rey y de cada uno de los nobles, escuderos, notarios y copistas de la escribanía real que elaboraban los documentos que el monarca expedía, palafreneros, el bufón, el halconero, el mayoral de los galgos… y toda la intendencia para abastecer de provisiones a tanta multitud y de abrigo para pasar la noche al raso: bueyes, ovejas, mulos, carretas, pastores, carniceros, cocineros, carpinteros, herreros, tiendas… Los desplazamientos de esa enorme corte itinerante eran bastante lentos. No extraña nada.
Los ejércitos no eran entonces permanentes, pero, cuando el rey hacía un llamamiento para una expedición determinada, el servicio militar era obligatorio para todos los hombres libres de dieciséis a sesenta años. La mayoría de ellos pasaban a ser tropas de infantería, mientras que la caballería, la ligera y la pesada, con jinete y caballo protegidos, se nutría de los caballeros que aportaban los distintos nobles y de las milicias concejiles, de los famosos caballeros villanos de las comunidades de villa y tierra.
Durante los siglos XI y XII, con la segunda repoblación, los reyes cedieron muchas de sus prerrogativas de cobro de impuestos, de administración de justicia y de formación del ejército por un lado a los magnates laicos y eclesiásticos y por otro a los concejos a los que se les otorgaba un fuero. La pugna sobre esas prerrogativas entre la monarquía por un lado y la nobleza por otro será una constante en los siglos ulteriores. Las ciudades, por lo general, estuvieron cerca del rey, de su lado.
A finales del siglo XII se produjo un hecho histórico, una de las mayores aportaciones peninsulares a la innovación política, a las formas de gobierno, al origen del poder y, en suma, a las futuras democracias: la constitución de las primeras Cortes, que serían el germen de los parlamentos modernos en toda Europa. El honor se lo disputan dos lugares muy diferentes, uno de Castilla, la villa de San Esteban de Gormaz, hoy en la provincia de Soria, y otro de León, la propia ciudad de León.
En mayo de 1187, el rey castellano Alfonso VIII convocó a una reunión en San Esteban de Gormaz no sólo a su curia, sino también a representantes de cincuenta ciudades y villas de Castilla, según algunos historiadores para que debatieran y aprobaran su propuesta de casar a su primogénita, Berenguela, con el duque alemán Conrado, hijo del emperador Federico I Barbarroja. Era la primera vez que a un alto órgano de gobierno del incipiente Estado asistían como representantes miembros del pueblo llano. Probablemente, entre los representantes de las villas y ciudades predominaban los caballeros villanos que habían surgido del pueblo en las comunidades de villa y tierra.
Un año después, en 1188, el rey leonés Alfonso IX celebra en el claustro de la basílica de San Isidoro de León una curia regia extraordinaria e invita a ella a representes de las ciudades. Al parecer lo hizo por motivos económicos, porque necesitaba el pago de impuestos por parte de los burgueses de las ciudades a la hacienda real, pero lo cierto es que a partir de entonces se va a llamar Cortes a ese nuevo órgano político en el que también participa el pueblo, los no privilegiados, el tercer estado, y el primero que pondrá de algún modo en cuestión más adelante las teorías teocráticas de la Alta Edad Media que afirmaban que todo el poder del rey viene de Dios, que el rey estaba al margen y por encima del pueblo que la divinidad había confiado a su gobierno.
Las Cortes serán un órgano permanente, no circunstancial, y el único competente para tomar algunas decisiones de especial importancia: una declaración de guerra o de paz, la resolución de un problema sucesorio o la aprobación de nuevos impuestos, por ejemplo. Y será imitado pronto, con esas mismas características, en la propia Castilla, en Aragón o en Inglaterra.
A partir del siglo XIII, tras unificar Fernando III los dos reinos, también se unen las Cortes de Castilla y las de León, cada vez con mayores atribuciones legislativas. A menudo, el rey se vale de los procuradores de las villas y ciudades para contrarrestar el poder de los nobles y caballeros y del alto clero.
Los concejos perdieron pronto el carácter abierto que tuvieron en su origen, cuando participaban en asamblea prácticamente todos los vecinos libres, y fue surgiendo en ellos una oligarquía, la de mayor patrimonio, que acaparaba los cargos y los convertía incluso en hereditarios. Después comenzaron a ceder también su autonomía. Los primeros pasos normativos en ambas direcciones los dio en la segunda mitad del siglo XIII el rey Alfonso X, que reservó para los caballeros muchos de los órganos concejiles, implantó el Fuero Real en muchas localidades, en detrimento del fuero propio de cada una de ellas, y se inventó la figura del «alcalde del rey», enviado por el monarca a las villas y ciudades para impartir justicia. No logró implantar algunas de estas reformas, pues sus súbditos se rebelaron contra él.
Unas décadas después, su bisnieto Alfonso XI remata la faena. Obliga a todos los vecinos cuya riqueza superara determinada cuantía a mantener caballo y armas, y así nacen los llamados «caballero de cuantía», y sustituye los concejos abiertos que elegían a los cargos que gobernarán la villa o ciudad por una asamblea restringida de 8 a 24 miembros, el regimiento, nombrada por el propio rey entre los caballeros, hombres buenos y otros miembros destacados de la oligarquía local. Nace así la figura del regidor, que ya no es un cargo electo, sino un designado, alguien nombrado por el rey. Se ha acabado casi por completo la participación del pueblo llano en la elección de los dirigentes y en la toma de decisiones.
Por si fuera poco, el propio Alfonso XI da una vuelta más de tuerca a su intervencionismo en las ciudades y villas. Con el precedente de la figura del alcalde del rey creada por su bisabuelo Alfonso X, que apenas se había puesto en funcionamiento, Alfonso XI crea la posibilidad de nombrar, para algunos casos muy concretos, la figura del «alcalde veedor», el «alcalde emendador» y el «corregidor», nombrados directamente por el monarca y enviándolo a la ciudad o villa digamos «intervenida». En 1348, el propio Alfonso XI echó mano de esa figura y envió corregidores a las merindades cántabras. Medio siglo después, Enrique III hizo lo mismo con muchas otras ciudades y villas. Y los Reyes Católicos, a finales del siglo XV, generalizaron el nombramiento de corregidores para todas las ciudades más importantes de los reinos, unos corregidores que compartían sus funciones con los regidores internos o que, directamente, se las usurpaban. Con esos representantes de la Corona, que desempeñan un papel de gestores e incluso de jueces, la autonomía local queda prácticamente suprimida.
Además, aunque la corte era itinerante, con el tiempo las ciudades se habían llenado de alcázares y palacios reales que gobernaban alcaides al margen de la autoridad municipal y de organismos territoriales de la Corona, como los adelantados mayores, los merinos mayores y los gobernadores.
También las Cortes acabarían sufriendo recortes, al menos en su composición. Al principio, como ya contamos, hasta un centenar de villas y ciudades enviaban a sus representantes, pero con la reforma ordenada a finales del siglo XIV por Juan I se quedaron en 17 las ciudades que podían hacerlo, 18 al incorporarse un siglo después Granada, tras la conquista del reino nazarí.
Con ese doble movimiento, la intervención directa de la Corona en los gobiernos locales, que antes eran mucho más autónomos, y la eliminación del derecho de muchísimas villas y ciudades a mandar representantes a las Cortes, los municipios perdieron poder y se transformaron en el principal brazo político del rey frente a los nobles.
Juan I y su padre y antecesor en el trono Enrique II, los primeros reyes de la dinastía Trastámara, dieron más pasos encaminados a fortalecer la autoridad real. Enrique, que pagó a los nobles su apoyo en la guerra contra su hermanastro dándoles muchos bienes materiales (fue llamado Enrique el de las Mercedes), se guardó para sí mismo otros bienes quizás más importantes: algunos órganos nuevos de poder. En 1369, creó la Audiencia Real, el máximo órgano de justicia de Castilla. Los miembros de la Audiencia, nombrados por el rey, reciben el nombre de oidores, por su obligación de escuchar a las partes antes de resolver un litigio. Juan I, por su parte, creó en 1385 el Consejo Real, un órgano asesor del propio monarca compuesto por cuatro representantes de la nobleza, otros cuatro del clero y cuatro más de las ciudades. El Consejo acabó siendo la segunda autoridad del reino, tras el propio rey.
Con las sucesivas reformas y la creación de nuevos órganos de poder y de gobierno, y sobre todo con las medidas tomadas por los reyes para adueñarse del poder y de la autonomía municipal, muchas veces para usarlo de contrapeso al poder de los nobles, lo cierto es que en los siglos XIII y XIV la Castilla que antes era, según Sánchez-Albornoz, un «islote de hombres libres en un mar feudal» está empezando a desaparecer.