Los judíos
ASTORGA, junio de 1490. La Santa Inquisición detiene a un tal Benito García, judío converso, cristiano bautizado desde hacía treinta y cinco años, que regresaba de una peregrinación a Santiago. Benito lleva en su equipaje una hostia consagrada, o eso aseguran los inquisidores; es torturado durante seis días hasta que al séptimo cuenta lo que sus torturadores quieren oír. Dice formar parte de una conspiración con otros cinco conversos y dos judíos más de su pueblo, La Guardia (Toledo). Benito confiesa que han crucificado a un niño cristiano en Viernes Santo, al que después han arrancado el corazón para mezclarlo con la hostia en un conjuro mágico que mataría a todos los cristianos para que así los judíos heredasen sus posesiones.
A pesar de que en el pueblo de La Guardia no consta ningún niño asesinado, ni siquiera desaparecido, Benito y sus supuestos correligionarios son condenados a muerte. Arden en la hoguera el 16 de noviembre de 1491, mientras que su inexistente víctima es canonizada. Aún hoy hay ermitas que rezan al Santo Niño de La Guardia. El inquisidor general, Tomás de Torquemada, da publicidad al caso para pedir a los reyes la expulsión de los judíos. Sólo unos meses después, el 31 de marzo de 1492, Isabel la Católica complace a Torquemada, su confesor personal, y decreta el destierro de todo judío que no reniegue de su fe.
La expulsión de los judíos es el final de una terrible historia que empieza mucho antes: una larga cadena de acontecimientos donde la anécdota del niño santo de La Guardia, tan brutal, es sólo un pequeño y representativo eslabón más. Pero el odio antisemita arranca dos siglos atrás. Tiene que ver con dos impopulares oficios que desempeñaban los hebreos: cobradores de impuestos y prestamistas. Tiene que ver con los reyes castellanos, que se apoyaban en la formada minoría judía para administrar el incipiente Estado. Algunos judíos eran una suerte de élite funcionarial a la que el pueblo llano acusaba de los abusos del rey, y en la que los propios reyes también descargaban culpas cuando hacía falta una cabeza de turco (o más bien de judío) que cortar; los judíos se llevaban así muchas de las patadas destinadas al rey. Tiene mucho que ver (más en Europa en general que en Castilla en concreto) con la peste negra, esa terrible plaga que diezmó la población en el siglo XIV y de la que los cristianos culparon a los odiados judíos, ese pueblo «deicida» que había matado a Jesucristo; la propia historia del niño de La Guardia y su supuesta conspiración nigromante para envenenar a los cristianos es sólo una derivación más de aquel mito sobre el origen de la peste, que presentaba a los judíos envenenando los pozos. Tiene también muchísimo que ver con la guerra civil castellana de la segunda mitad del siglo XIV entre el rey Pedro I y su hermanastro, el Trastámara Enrique II, que encendió de forma irresponsable el antisemitismo entre la población para atacar a su rival; un incendio que después, cuando ganó la guerra y tuvo que apoyarse en los judíos para seguir gobernando, fue incapaz de apagar. Y, por supuesto, también tiene que ver con la presión del papado y el fanatismo religioso de la guerra santa; con la espiral de odio de la yihad contra la cruzada y de la cruzada contra la yihad que polariza la península hasta que la unidad religiosa se convierte, a ojos de los Reyes Católicos, en un requisito indispensable para la unidad política.
Pero, a pesar del terrible desenlace de 1492, durante muchos siglos de la Edad Media la coexistencia entre cristianos y judíos fue en Castilla casi ejemplar; muchísimo más pacífica que en la mayoría de los países europeos de la época.
Los judíos llegaron a la península con la diáspora, tras la destrucción en el año 70 del segundo templo de Jerusalén. Durante el dominio visigodo, fueron víctimas de numerosas persecuciones religiosas, que arrancaron a partir de la conversión al catolicismo de Recaredo, en el año 587. Sisebuto, en el año 616, ordenó su conversión forzosa o expulsión, lo que obligó al destierro de gran parte de la comunidad judía a las Galias y al norte de África. Su sucesor, Suintila, borró poco después la dura orden y algunos pudieron regresar. Pero más tarde otro rey visigodo, Ervigio, volvió a decretar, alrededor de 680, una nueva expulsión. Su sucesor, Egica, fue incluso más allá y puso en marcha, en el año 694, una medida terrible: que todos los hijos menores de siete años fueran separados de sus padres para ser educados en el cristianismo.
Con estos precedentes, es bastante probable que los judíos colaborasen con los musulmanes durante la invasión que llegó poco después, en el año 711. Siglos después, cuando el ideal de la reconquista había prendido en la península, su supuesta colaboración con «la pérdida de España» fue una más de las acusaciones antisemitas. No está claro de cuánto sirvió esa ayuda, si es que existió; pero en Al-Ándalus, su situación, sin duda, mejoró.
A pesar de que tanto judíos como cristianos estaban sometidos a unos tributos especiales, los gobernantes musulmanes permitían a ambas comunidades religiosas mantener su fe de forma pública: las ciudades andalusíes contaban tanto con iglesias como con sinagogas, además de mezquitas. Los mozárabes (cristianos andalusíes) se regían según su propia justicia, que impartía el cadi al-nasara según el viejo Fuero Juzgo del rey godo Recesvinto; estaban liderados por un comes, o conde; e incluso hubo obispos cristianos en Sevilla, en Toledo, en Mérida o en Granada. Los judíos, por su parte, también mantuvieron un cierto grado de autonomía, pero, a diferencia de los mozárabes —en su mayoría campesinos—, llegaron hasta a desempeñar importantes cargos durante el gobierno califal. Según estudios contemporáneos, eran una comunidad de unas cincuenta mil personas repartidas entre las principales ciudades. Las mayores juderías bajo el islam estaban en esa época en Córdoba, Valencia, Lucena, Baza, Zaragoza, Palma de Mallorca y, por supuesto, Toledo.
Durante casi cuatro siglos, las tres religiones del Libro convivieron bajo el dominio musulmán con relativa tranquilidad. Hubo muchas conversiones al islam, aunque, más que por la fuerza, estaban provocadas por las ventajas fiscales y la inevitable arabización cultural. Las minorías cristianas y judías pudieron vivir más o menos en paz, especialmente durante el esplendor califal. Pero a partir del siglo XI, con la invasión primero de los intolerantes almorávides y después de los aún más integristas almohades, la persecución religiosa regresó. Los judíos volvieron a ser obligados a emigrar. Muchos se fueron a otros países más transigentes en el norte de África, como el filósofo Maimónides, que nació en Córdoba y murió en la corte de Saladino, en Egipto. Pero muchos otros emigraron hacia el norte cristiano; un flujo migratorio que resultó trascendental.
Los judíos son bien recibidos. Cuando Alfonso VIII toma Cuenca en 1177, otorga a la ciudad un nuevo fuero que prácticamente iguala en derechos a judíos y cristianos. «Si un judío y un cristiano pleitean por algo, designen dos alcaldes vecinos, uno de los cuales sea judío y el otro cristiano», decía el fuero, casi una carta de derechos para esta minoría. Por supuesto, no se puede hablar de tolerancia religiosa en Castilla en los términos en que hoy entendemos la palabra. Los judíos bajo dominio cristiano también estaban sometidos al pago de un impuesto especial. Tenían prohibido el proselitismo de su religión —la conversión de un cristiano se penaba con la muerte— y no se podían casar con cristianos ni tampoco comer con ellos. Tenían vetado el acceso a las corporaciones de oficios e incluso se les podía ajusticiar con mayor dolor: en caso de ser condenados a muerte, estaba permitido colgarlos de los pies, en lugar del cuello, para prolongar durante días su agonía. Pero al lado de sus aún más intolerantes vecinos, Castilla se convirtió, entre finales del siglo XI y comienzos del XIII, en un refugio para los judíos que huían de los almorávides y los almohades de Al-Ándalus y también de las persecuciones que ya surgían en el resto de Europa.
Antes de esta ola migratoria, ya existían comunidades judías en Castilla: en Castrojeriz (la más antigua), en Burgos, en Santillana, en Astorga, en Puente Castro (a las afueras de León), en Aguilar de Campoo… Probablemente se dedicaban a la artesanía y al comercio: no parece casualidad que la mayoría de sus comunidades creciesen alrededor del Camino de Santiago, la gran ruta religiosa y comercial. Sin embargo, las comunidades hebreas que llegaron desde el sur musulmán, o las que ya estaban en Toledo cuando Alfonso VI toma la ciudad y mantiene sus derechos, son muchísimo más cultas que sus correligionarios castellanos. Es muy expresiva la descripción que hace Mose ibn Ezra, un judío nacido en la taifa de Granada que emigra a Castilla en 1095, tras la llegada de los almorávides: «Me condujo el destino a una tierra en la que mis designios y pensamientos quedaron desconcertados: un pueblo de labios balbucientes y hablar incomprensible; ver sus rostros me acongojó». Es comprensible su inquietud. Cambiar Granada por Burgos a finales del siglo XI debía de ser equivalente a lo que hoy significa mudarse de Nueva York a Luanda.
Sin embargo, la llegada de los cultos y acongojados judíos del sur musulmán supone una importante inyección intelectual para los reinos cristianos. Es mano de obra muy cualificada. Los reyes los adoptan bajo su protección como traductores, como administradores de su hacienda, como astrónomos, médicos o diplomáticos. Son casi de su propiedad y se les cita en documentos oficiales como «servis regis», siervos del rey, lo que no era tanto un desprecio como un reconocimiento de su importancia. Pagan mayores impuestos que el resto, pero a cambio, en teoría, gozan de la protección directa del monarca. Según el historiador israelí Benzion Netanyahu, en ningún otro país europeo jugaron los judíos un papel tan importante en la administración del reino como en la Corona de Castilla.
Alfonso VI, el emperador de la tres religiones, fue quien más hizo por su integración y contó entre sus principales asesores con el médico Yosef ibn Ferrusel, que jugó a su vez un relevante función acogiendo a los que huían del Al-Ándalus almorávide. El emperador Alfonso VII tuvo como almojarife (tesorero) a Yehuda ibn Ezra. Su nieto Alfonso VIII también recurrió a un almorajife hebreo: Salomón ibn Shosan, que fue quien le prestó el dinero necesario para pagar las soldadas de los ejércitos aliados para la batalla de Las Navas de Tolosa. Fernando III siguió con la tradición: su almorajife fue Selomo ibn Sadoc. Y así continuó con la mayoría de los reyes castellanos del siglo XIII, aunque ese papel preponderante de los judíos en las finanzas de la corte fue asimismo una de las causas del posterior odio antisemita.
También fue determinante un ingrato oficio practicado, de forma casi exclusiva, por los judíos: el de prestamista. Aunque con los intereses de la época, superiores al 30 por 100, es casi más apropiado hablar de usura. Era un negocio peligroso: había mucha morosidad, de ahí el alto tipo de interés. Además, era común que a las Cortes llegasen propuestas del estado llano, pidiendo la anulación de los préstamos, argumentando que habían sido estafados. Y a veces lo conseguían.
En la propia comunidad judía pronto se creó una división. No eran iguales los ricos asesores de la corte real que los pobres artesanos de la judería. Los primeros, mucho más formados, incluso adoptaron una posición ante la fe más escéptica, menos fanática y más simbólica, influida por la obra de Maimónides. Los judíos menos poderosos, que no contaban con tanta protección del rey, sufrían mientras tanto en sus propias carnes el odio del pueblo llano, que veía en los ricos tesoreros de la corte a los culpables de todos sus males.
Como en cualquier odio racista, toda la comunidad pagaba por los pecados, verdaderos o no, de algunos de sus individuos. Los cristianos, además, confiaban en que los judíos —a los que veían como una suerte de cristianos menos avanzados, que se habían quedado en las viejas escrituras que profetizaban la llegada de Jesucristo— acabarían convirtiéndose de forma casi inevitable a la verdadera fe, que por supuesto era la suya. No fue así. Pero, a pesar de ello, todo marchó más o menos bien mientras los reinos cristianos crecían y se expandían, en gran medida gracias al apoyo judío. Su papel fue clave para la construcción administrativa de esa incipiente Castilla que en el norte, con la muerte del emperador Alfonso VII, acababa de renacer como reino independiente.