Los almohades
LOS integristas almorávides acabaron siendo víctimas de su propia medicina. Aquellas supersticiosas tribus bereberes que, en pocos años, pasaron de ser salteadores de caravanas a dominar las ricas ciudades de Al-Ándalus, terminaron sumergidas dentro de la avanzada civilización que habían logrado conquistar. En menos de un siglo, sus jerarcas abandonaron la ortodoxia musulmana con la que se habían expandido y acabaron siendo derrotados por otra reacción religiosa, aún más intolerante que ellos: los almohades.
El líder fanático que inició aquella revuelta se llamaba Muhammad Ibn Tiimart: un predicador que nació alrededor de 1080 en un pequeño poblado del valle del Sus, en la ladera del Atlas (el actual Marruecos). Ibn Tumart pasó la mayor parte de su infancia, literalmente, dentro de la mezquita: su padre era el encargado de encender las lámparas del templo y el hijo heredó el fervor religioso y la afición por las luces. Tenía la costumbre de iluminar con numerosas velas las tumbas de los santos —de ermitaños y teólogos—. Pronto salió del pueblo, pero sus numerosos viajes no acabaron con su radicalismo religioso, al contrario.
Ibn Tumart primero se fue a Córdoba, la gran metrópoli de Al-Ándalus, ya en decadencia, donde estudió teología durante un año. Después peregrinó a La Meca, la ciudad santa, de donde fue expulsado por sus duras críticas contra la relajación religiosa de los demás peregrinos. De ahí llegó a Bagdad, donde entró en contacto con otra escuela ortodoxa, los As-haryyah, que le reafirmaron aún más en su radical visión del mundo. Y a los veintiocho años, de vuelta al Magreb, empezó a predicar contra las costumbres del pueblo y las políticas de los gobernadores almorávides: contra la tolerancia con el alcohol y la música, que en un primer momento habían intentado, sin éxito, erradicar; contra la debilidad militar de sus líderes, que pese a su empuje inicial no sólo no habían conseguido recuperar Toledo de manos cristianas, sino que incluso cedían terreno al cristiano infiel por la frontera del Ebro; o contra la costumbre de los nobles y guerreros almorávides de cubrirse el rostro (una práctica muy útil en el desierto del Sáhara), al tiempo que permitían a sus mujeres ir con la cara descubierta.
Ibn Tumart lideró varios ataques contra vendedores de vino y músicos, e incluso llegó a golpear a la hermana del emir Ali Ibn Yusuf —el mismo que derrotó a las tropas de Alfonso VI en la batalla de Uclés— por pasear sin velo por las calles de Marrakech. Después de ser expulsado de varias ciudades por su radical comportamiento, tras algunos periodos encarcelado, acabó refugiándose con su tribu natal, los Masmuda, en la cordillera del Atlas.
Ibn Tumart, literalmente, se echó al monte. Fundó una suerte de guerrilla religiosa en las montañas apoyado por varias tribus bereberes de la zona, tan pobres como ignorantes, y así inició, en 1121, una revuelta militar contra el poder almorávide, contra el emir, al que acusaba de hereje. Sus seguidores lo veneraban como el mahdi, un esperado profeta que, según el islam sunní, iba a crear una sociedad islámica perfecta unos años antes del día de la resurrección, el equivalente al Juicio Final cristiano.
El mahdi —una de las cuestiones que divide el islam sunní del chií— debe cumplir, entre otros, dos requisitos: ser del linaje de Mahoma y llamarse Muhammad. Ibn Tumart tenía el nombre, pero no está claro si descendía del Profeta. Tampoco hay noticia de que el mundo se acabase a los siete años de su advenimiento, y este autoproclamado mesías redentor ni siquiera vivió lo suficiente para ver cómo su revuelta llegaba a triunfar. El fruto de su rebelión no fue una sociedad islámica perfecta, sino más bien una nueva dictadura integrista, un califato hereditario.
Ibn Tumart murió alrededor de 1130, apenas unos años más tarde de levantarse en armas contra los almorávides, poco después de una terrible derrota militar que casi acaba con toda su revuelta. Sin embargo, su hábil sucesor, el que después se convertiría en el primer califa almohade, Abn Al-Mumin, ocultó durante tres años su muerte hasta consolidar su liderazgo. Le salió bien. Tras una larga campaña militar, Al-Mumin tomó en 1146 Marrakech, la capital almorávide, una victoria que daría fin a aquel imperio, menos de un siglo después de su creación.
Mientras tanto, en Al-Ándalus, la caída del poder almorávide provocó un nuevo renacer de los reinos de taifas. La fiesta esta vez duró poco: desde 1144 hasta que las tropas de Al-Mumin cruzaron el estrecho en 1147 para reconquistar otra vez Al-Ándalus. Aunque tres taifas aguantaron algo más de tiempo. La de Almería, que había sido conquistada por Alfonso VII para Castilla en n 47 —a modo de dique de contención contra el nuevo invasor, con el apoyo de algunos caudillos musulmanes— y que no fue retomada hasta 1157. La taifa de Mallorca de los Banu Ganiya, una familia descendiente del último emir almorávide, que resistió independiente, gracias a la piratería, durante casi medio siglo, hasta 1203, y que incluso intentó más adelante recuperar el imperio perdido con una revuelta en África. Y especialmente la de Murcia, donde un fascinante personaje se mantuvo firme frente al califa almohade hasta 1172.
Se supone que se llamaba Muhammad Ibn Mardanis, aunque es más conocido por el apelativo que le pusieron sus aliados, los cristianos del norte: el rey Lobo. Descendía de una familia aristócrata muladí, antiguos visigodos convertidos al islam. Según el historiador, filólogo y medievalista Menéndez Pidal, Mardanis era, en realidad, Martínez: Lope Martínez, un nombre del que se derivaría tanto el apodo de Lobo como el apellido árabe de Mardanis.
Lobo, Lope, Mardanis o Martínez, lo cierto es que este espadón fue una gran china en el zapato de los almohades durante un cuarto de siglo. Aprovechando la confusión tras la caída del poder almorávide, se hizo con el control de gran parte de la zona oriental de Al-Ándalus, desde Valencia hasta Murcia.
El rey Lobo era un duro guerrero, que algunos mitos presentan como despiadado. Según una leyenda, de dudosa veracidad, en una ocasión fue traicionado por el padre de una de sus esposas y la condena para su suegro traidor fue la muerte para él y para toda su estirpe; una sentencia que también implicó ejecutar a la mujer de Mardanis y a sus propios hijos. Era también un libertino, o al menos así lo veían los almohades: en sus fiestas corría el alcohol y también había música, y esclavas que bailaban seductoras. Pero sobre todo era un hombre de frontera, que hablaba castellano y catalán, además de árabe; un líder mucho más tolerante que cualquiera de sus otros vecinos, tanto con musulmanes como con judíos y cristianos, lo que le permitió comerciar con todo el Mediterráneo, especialmente con las ciudades italianas.
El rey Lobo se alió con Alfonso VII y después con Alfonso VIII para hacer frente a los almohades. Su guardia personal, de hecho, eran mercenarios cristianos, de Castilla y de la península itálica. Bajo su mando, gracias al comercio y a sus ricas huertas, Murcia vivió un importante desarrollo económico. La ciudad creció hasta los 18.000 habitantes y fue, durante unas décadas, la más floreciente de Al-Ándalus. No sólo aguantó numerosos envites de las tropas almohades, que en varias ocasiones sitiaron sin éxito sus murallas, sino que incluso fue capaz de expandir su dominio en el Levante —que también incluía Valencia— hasta Jaén y Granada. Llegó a intentar el asalto de Córdoba y Sevilla, unas campañas que provocaron la llegada de nuevas tropas almohades desde África contra el insolente rebelde. Su estrella se apagó en 1172, al morir en Murcia, que nuevamente estaba siendo sitiada por los almohades. Tras su muerte, sus hijos rindieron el reino.
Una vez unificado Al-Ándalus, el nuevo imperio vivió una época de relativo esplendor. Su huella se nota especialmente en Sevilla, la capital almohade en la península. De esos años son la Torre del Oro y la Torre de la Plata; el primer puente sevillano sobre el Guadalquivir: un puente de 13 barcas flotantes, atadas con cadenas y con tablones de madera por encima, que sería clave después, en el asalto de Fernando III a la ciudad en 1248, y que restaurado duró hasta bien entrado el siglo XIX, cuando fue sustituido por el actual puente de Triana; o la mezquita de Sevilla y su alminar, la ahora torre de la Giralda. Fue terminada en 1198 y, en aquel momento, era el edificio más alto de toda Europa: 82 metros de alto hasta que los cristianos añadieron en el siglo XVI el nuevo campanario y la estatua del Giraldillo, que la elevó hasta los 101 actuales.
Además de la obra pública, también mejoró la economía, con una reforma monetaria. Cambió el viejo diñar de oro por uno nuevo, de mayor peso, al que en Castilla bautizaron como la dobla y que permitió al imperio almohade firmar acuerdos comerciales entre países cristianos y musulmanes que reafirmó el papel de Al-Ándalus como puente entre Europa y África. Sin embargo, a diferencia del califato andalusí de los Omeya, Al-Ándalus era entonces la periferia. Los almohades estaban más interesados en el norte de África, lo que tuvo también su lado bueno: desde el punto de visto cultural, esto permitió que llegasen a la península la filosofía, la medicina y el arte de Alejandría, Bagdad, Damasco… A través de esta vía, y gracias también a las mejores comunicaciones, vuelve a Europa gran parte de las enseñanzas filosóficas de la antigua Grecia; muchas de las obras que más tarde traduciría, desde el árabe, la Escuela de Traductores de Toledo de Alfonso X.
Pero el legado cultural almohade está marcado por su pecado original: el del fanatismo religioso. Al-Ándalus deja de ser un lugar tolerante para cristianos y judíos, que son obligados a convertirse al islam. En 1161, el califa Al-Mumin dicta una orden que condena a muerte a quienes no cumplan con el rito de la oración hacia La Meca cinco veces al día. Muchos de los judíos emigran, hacia Castilla o hacia otros países musulmanes menos intolerantes, como Egipto. Los judíos que se quedan, conversos al islam, son obligados a vestir de forma diferente. Mientras tanto, el cristianismo pervive en el campo, entre agricultores mozárabes, pero la única religión que permanece en las ciudades de forma pública es la del islam.
Víctimas de esta intolerancia religiosa fueron dos de los genios más importantes de su tiempo: el médico y filósofo musulmán Averroes y el filósofo judío Maimónides. Averroes fue desterrado por dos veces de su Córdoba natal. La familia de Maimónides tuvo que emigrar de esa misma ciudad cuando él aún era un niño. Después de muchos tumbos, huyendo del fanatismo almohade, Maimónides abandonó la península y terminó en Egipto, donde trabajó hasta su muerte en la corte del sultán Saladino.
La expulsión de los judíos fue una decisión estúpida, y no sólo por la salida de pensadores como Maimónides. También forzó a emigrar para el norte a muchísimos judíos; trabajadores cualificados que se pasaron al enemigo cristiano, donde fueron vitales para el desarrollo de la Corona de Castilla hasta otra estupidez equivalente: la expulsión decretada a finales del siglo XV por los Reyes Católicos.