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Los reinos de taifas

LA hegemonía militar y política del califato cordobés duró sólo tres generaciones, apenas setenta años en los que se dieron los tres pasos de auge, consolidación y caída de cualquier imperio. Hubo un primer califa creador, Abderramán III. Un segundo califa conservador de ese legado, Al-Hakam II. Y un tercero destructor, Hisham II, que dilapidó la herencia de su padre y de su abuelo. Planteamiento, nudo y desenlace en menos de un siglo que acaba, cómo no, en una larga guerra civil, en la fitna cordobesa. En el siglo XI, el mapa de Al-Ándalus se fragmentó como un espejo que se cae al suelo, destrozado en tantos pedazos que resulta agotador enumerarlos.

El califato queda roto en hasta treinta y nueve reinos taifas: Sevilla, Ceuta, Zaragoza, Lérida, Badajoz, Toledo, Denia, Albarracín, Valencia, Murcia, Almería, Córdoba, Carmona, Mallorca, Morón, Granada… La Península Ibérica se transforma en una suerte de Italia medieval, llena de minúsculos reinos independientes. Generales bereberes, jeques árabes, caudillos de los mercenarios eslavos e incluso algún clan muladí (visigodos convertidos al islam) fundan efímeras dinastías que disputan entre sí, mientras los reinos cristianos al fin vencen, porque el islam se divide. El declive fue tan rápido que el mismo conde de Barcelona que sufrió las crueles aceifas de Almanzor en el año 1000, Ramón Borrell, pudo en el año 1010 saquear Córdoba, como aliado de uno de los numerosos candidatos al trono de los Omeya. En pocos años, los mismos reinos cristianos que pagaban tributo al califato pasan a ser acreedores de las taifas musulmanas, a las que cobran las parias por su protección.

Sin embargo, el fin de la hegemonía militar y política de Al-Ándalus no implica su final como potencia cultural. Es más, es durante este tiempo cuando la poesía, la filosofía, la ciencia, el ocio y la vida cotidiana en el islam hispano alcanzan su máximo esplendor. Manda el acero de las espadas cristianas, en gran medida por la división musulmana, pero también porque la sociedad andalusí era muchísimo más compleja, rica, dependiente del comercio y también especializada en el trabajo que los reinos del norte, donde la propia guerra era el motor de la economía, el monocultivo sobre el que gira toda la sociedad. Los caballeros cristianos ganaban las batallas, pero aún vivían en una sociedad eminentemente rural o en pequeñas e insalubres villas con las calles cubiertas de barro, sin agua corriente ni alcantarillado, y dormían junto al calor de las bestias en toscas edificaciones con suelo de paja. Frente a ellos, el lujo sensual de ciudades como Córdoba, Sevilla o Granada; la vida del harén. Eran los bárbaros que, otra vez, tomaban Roma: una cultura mucho más desarrollada, pero incapaz de defenderse por sí misma, que dependía de ejércitos mercenarios que, o bien ahogaban a la economía y provocaban una revuelta por la enésima subida de impuestos, o bien se vendían a otro postor.

Aquel Al-Ándalus también era una rareza dentro del islam. Era una sociedad mucho más permisiva que la de los integristas del norte de África, donde las duras condiciones del desierto imponían asimismo una concepción mucho más rigurosa del Corán. Los reinos de taifas competían entre sí por los mejores poetas, por los mejores músicos, y cada señor intentaba rodearse de la corte más relumbrante para sacar así lustre a su dinastía, a emulación de los lujos de la Córdoba califal. Poco a poco, las taifas grandes se comieron a las chicas, y así, de norte a sur, el mapa quedó configurado de la siguiente manera alrededor del año 1080.

En Zaragoza reinaban los hudíes, una dinastía no muy bien avenida que en numerosas ocasiones peleaba entre sí, en una ocasión con el Cid como espadón a sueldo de uno de los hermanos en batalla. En Toledo, la antigua capital visigoda, la taifa se extendía sobre las actuales Castilla-La Mancha y Madrid hasta la Sierra de Guadarrama, y en ella reinaba la dinastía bereber de los Banu Di-l-Nun. Toledo competía con la taifa de Sevilla, gobernada por la dinastía abadí, de origen árabe, por la siempre deseada reunificación de Al-Ándalus, una pelea con la ciudad de Córdoba como trofeo, que pasó varias veces de unas a otras manos y que los cristianos aprovecharon para debilitar ambos reinos por medio de inteligentes alianzas. La taifa sevillana fue una de las últimas en nacer como tal, pero también fue la más expansiva. En su momento de máximo esplendor, bajo el reinado de Al-Mutamid, llegó a extenderse desde Murcia hasta el actual Algarve portugués y, hacia el sur, hasta el estrecho de Gibraltar.

Al oeste de Toledo, sobre la actual Extremadura y gran parte de la costa atlántica de Portugal, reinaba una dinastía bereber, los aftasíes, que como casi todos los apellidos en estos años tampoco se libró de la habitual guerra civil entre hermanos. Y para completar el puzle, por si hubiera pocas piezas, aún se mantenían en esta fecha muchas otras pequeñas taifas más o menos independientes: la de Albarracín (bereber), la de Alpuente (muladí), la de Valencia (primero en manos de reyezuelos eslavos y más tarde de la dinastía árabe atnirí: los herederos de Almanzor), la de Denia (eslava), la de Mallorca (bereber), la de Granada (bereber), la de Málaga (bereber) y la de Almería (primero eslava, más tarde árabe). En resumen, un rompecabezas que los reyes cristianos, especialmente Fernando I y su hijo, Alfonso VI, aprovecharon con destreza para primero someter a los mil y un reinos al pago de parias y después para expandir sus territorios.

El fin de las taifas lo desencadena, precisamente, una conquista castellana: la toma de Toledo. En 1085 Alfonso VI pacta la entrega de la ciudad de forma pacífica a cambio de respetar las propiedades de los musulmanes y de los judíos. El rey cristiano se autoproclama emperador de las tres religiones, dejando clara su vocación de seguir avanzando hacia el sur. Ante la amenaza cristiana, las taifas de Sevilla, Badajoz, Granada y Almería deciden pedir ayuda a los almorávides: al imperio que se extendía tras el estrecho, al norte de África. No debió de ser una decisión fácil. Los almorávides, un pueblo inculto y supersticioso, representaban en ese momento la visión más integrista del islam. Los reyes taifas se ven obligados a elegir qué bárbaros prefieren, si los cristianos del norte o los almorávides del sur. Escogieron a sus hermanos de fe, a los bárbaros del sur.

Los almorávides entraron en 1086 en la península con un poderoso ejército que no sólo hizo pasar tremendos apuros a los cristianos, sino que acabó con las taifas, unificadas de nuevo como una provincia más de su imperio. «Prefiero ser camellero en África que porquero en Castilla», cuentan que dijo Al-Mutamid, el rey de Sevilla. Sus deseos fueron cumplidos. Al-Mutamid, al igual que la inmensa mayoría de los reyezuelos de las taifas, fue depuesto y desterrado a África. Murió poco después, encarcelado en un poblacho cerca de la ciudad de Marrakech. No se sabe si llegó a trabajar de camellero.